7

Como si el cielo se hubiera conjurado para liberar su atribulado estado de ánimo, un fuerte aguacero que duró casi tres días se desató sobre Barcelona. Durante las horas en que rayos y truenos le robaban el sueño, se preguntó si todo lo que sucedía últimamente tenía algún sentido que no acertaba a adivinar.

Más allá de los vidrios de su cuarto, había contemplado el patio convirtiéndose en un charco, donde flotaban sacos, cántaros rotos y capazos. También le pareció ver la red que cubría las espinacas tiernas y, por un momento, pensó en la pequeña mariposa dorada. Aliviada porque Cecília se recuperaba de la dolencia que, durante días, dio la impresión de que podía llevársela, su único anhelo había sido que el cielo escampara. Sus súplicas fueron escuchadas, y de nuevo se hallaba ante la puerta de aquel cubil donde se había materializado el reencuentro con Rafel.

Antes de entrar llamó a la puerta y, tal como habían prescrito, dio la contraseña «¡Justicia y libertad!». El crujido de la madera le dio la bienvenida. Después de un apresurado saludo, y aún con la panera bajo el brazo, sus ojos fueron en busca del rostro moreno del hombre que la consumía. Fue un recorrido rápido e infructuoso: Rafel no estaba entre los presentes, como tampoco aquel hombre al que llamaban Josep. Se alegró, ya que a ella le parecía el más feroz de todos.

Sin hacer ningún comentario, se dejó caer en un rincón a la espera de que Rafel apareciera. Abel, con gesto expectante, la escrutó a conciencia, y ella forzó una sonrisa torcida que no fue capaz de enderezar.

A diferencia de otras veces, el tono de los presentes era grave y, de manera incomprensible, no se abalanzaron sobre las viandas que les había preparado.

—Siempre nos toca recibir a los mismos —dijo el hombre de piel curtida al que llamaban el Tuerto, aunque sus ojos eran normales.

—Cabía esperar que pasaría una desgracia como esta. Total, ¿a quién le importa? Ninguno de los que nos gobiernan ha perdido ni un solo carnero —añadió Grau, apretando los dientes.

Constança intervino con cautela:

—¿De qué desgracia habláis?

—¡Claro! —exclamó con socarronería el hombre alto—. ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? ¡Cómo podías saberlo tú, protegida bajo las faldas del cabronazo francés!

La joven tragó saliva y se armó de valor. No era justo que siempre le vinieran con el mismo sonsonete, ¡ya estaba más que harta! Si quería que la respetasen, debía plantarles cara y hacerse oír sin miedo.

—Me gustaría que de ahora en adelante me ahorres las provocaciones. Me juego la piel tanto como vosotros. Si el cabronazo francés, como lo llamas, descubre que lo traiciono, ¿qué piensas que me hará? Me habéis pedido información sobre los pleitos que el barón de Maldà tiene con sus campesinos, y vengo a traérosla. Pero me gustaría saber de qué coño habláis.

Por unos momentos los cigarros se consumieron entre los dedos de aquellos hombres rudos. Después de mirarse los unos a los otros y de asentir, Grau se aclaró la garganta y dijo:

—La fuerza del agua ha estropeado los corrales de Jesús, hacia Sant Jeroni de la Muntanya, muy cerca de Horta, a las afueras de Barcelona. El ímpetu que tenía era tal que ha roto la valla, del lado de tramontana.

—Era allí donde se encerraba el ganado de la ciudad —señaló Abel.

—Quinientos cincuenta y nueve carneros muertos, ahogados. Los han llevado en carros al matadero. He aquí la desgracia, ¡decenas de familias en la miseria! —exclamó Grau.

—Esta tarde se han reunido los médicos para deliberar si se podían comer o no, y han informado que, tal como temían, podrían ser nocivos, sobre todo para los niños.

Constança escuchaba con atención las explicaciones de Abel, un estudiante que había salido de la Universidad de Cervera con el rabo entre las piernas; nunca había explicado a nadie los motivos de su espantada. Tenía un discurso esmerado, a pesar de que la mayoría de las veces no intervenía en la conversación.

—¿Y qué han hecho con todo ese ganado? —preguntó la joven.

—Todo lo que no han podido despachar hasta las cinco de la tarde, lo han quemado. El pestazo a chamusquina se percibía desde muy lejos. Mucha gente ha protestado, pero han dicho que era para evitar males mayores.

—¡Ojalá revienten! —se le escapó a Constança.

A partir de ese momento, todos la miraron de otra manera. La joven les informó de que el destino del barón era Albons, y que viajaría en compañía de su administrador y su abogado. Mientras los presentes hacían cábalas de cómo podrían fastidiar su visita a aquel pueblo, Constança comenzó a intranquilizarse. Cuando le pareció que era bastante tarde para seguir esperando, preguntó:

—¿Les ha pasado algo a Rafel y Josep? Me extraña que aún no hayan venido.

Grau y el Tuerto se miraron como si tuvieran que ponerse de acuerdo para responder. Después restaron importancia al asunto, aduciendo que les habría salido algún imprevisto. Pero Constança no se lo tragó. Poco rato después se marchó, pero no volvió a casa.

Decidida a saber qué tramaban a sus espaldas, trepó a los mismos troncos sobre los cuales los había espiado la primera vez. Y, también como entonces, oyó palabras sueltas que no fue capaz de ligar. Hablaban de una niña pequeña gravemente herida. Por lo que parecía, era Rafel quien la cuidaba. Constança se quedó de piedra. ¡Una hija! Bien mirado, ¿qué sabía ella del muchacho, salvo el episodio vivido durante el motín fallido en La Imposible? Pero ¿por qué se ponía a temblar como una vara?

Se sintió estúpida y se preguntó qué hacía allí, muerta de frío, preocupándose por un tipo de dudosa reputación, más pobre que una rata y con una familia que alimentar. No obstante y a pesar de que no se habían hecho ninguna promesa de amor eterno, se sentía traicionada.

La cabeza le decía que aquello era una tontería y una pérdida de tiempo, pero el corazón anhelaba saberlo todo de Rafel. La noche era cerrada y la humedad le calaba los huesos, pero Constança continuaba inmóvil sobre la peana.

Apagaron la luz que delataba la presencia del grupo antes de lo que tenían por costumbre. La chica bajó a toda prisa y los siguió hasta la calle.

—¡Abel! —llamó cuando los otros hombres se habían alejado lo suficiente para no oírla.

—¡Qué susto, Constança! ¿Qué haces aquí? ¿No habías vuelto a…?

—Necesito saber qué le ha pasado a Rafel.

—¿Cómo quieres que lo sepa? Quizás esté con los ganaderos, o haya ido a ver si consigue un poco de carne antes de que la quemen.

—¡Pensaba que tú eras diferente! ¿Qué más tengo que hacer para ganarme vuestra confianza?

En las palabras de la joven había una mezcla de súplica e impotencia. Abel la cogió por los hombros y musitó en voz baja:

—No te aflijas. Rafel está bien, te lo aseguro.

—Se trata de su hija, ¿verdad? —preguntó ella, triste.

—¿Su hija, dices? Rafel no tiene ninguna hija. Al menos que yo sepa.

—¡Me volveré loca! ¿Te piensas que soy imbécil? ¡Os he oído! Hablabais de una niña pequeña…

—Tranquilízate, mujer. Paula es la hija pequeña de Josep, y está muy enferma. Por eso no pudo venir.

—Si es así, ¿qué tiene que ver Rafel?

—Me estás poniendo en un compromiso. Ya te he dicho todo lo que necesitas saber —respondió él con tono airado. Le dio la espalda y continuó en dirección a la calle.

—¡No te delataré! —rogó ella—. Sea lo que fuere, te lo juro por…

—No jures, tanto da… —El joven se volvió y se acercó para hablarle al oído.

Constança Clavé no daba crédito a las palabras de Abel. Aquel muchacho de piel morena y modales groseros, que parecía tan indiferente a las reglas sociales, había acogido a la pequeña en su casa.

—Hace poco más de un año Josep perdió a su mujer. Delicada como estaba, no sobrevivió al parto de su tercera hija. Cuando a la pequeña se le declaró la viruela, él temió que sus hermanitas pudieran contagiarse. Trabaja de sol a sol para sacar a la familia adelante y no se podía hacer cargo de los cuidados que Paula requiere, estaba hundido. Fue entonces cuando Rafel la tomó a su cargo…

—¿Dónde vive? Dime, ¿dónde vive?

—¿Quién?

—¡Quién va a ser! ¡Rafel! Quiero saber dónde vive.

—¡Tú quieres buscarnos la ruina! Si él no quiere hablar de ello no es cosa mía y, por otro lado, no deberíamos estar aquí. Podríamos poner en peligro a todo el grupo si nos vieran en la calle a estas horas, son días en que todo el mundo ve conspiraciones. ¿Es que nunca tienes suficiente? ¡Tanto da dónde vive o deja de vivir! Rafel está bien y cuida a Paula. Ahora, por favor, vete a casa e intenta no levantar sospechas. ¿Entendido?

Constança se quedó mirando cómo Abel se alejaba por la calle Carbassa a paso ligero. Aquel estudiante había hablado claro y no le faltaba razón. Desconcertada por todo lo que había descubierto, se dirigió pensativa a su habitación.

Cuando pasaba por el cuarto de la criada, vio que la luz se amortiguaba hasta desaparecer. Sonrió.

—Descansa, Eulària. Estoy bien —musitó.

Tenía mucho en que pensar, pero sobre todo le bailaba en la cabeza una pregunta: «¿Es que nunca tienes suficiente?»

Aquella noche no se atrevió a responderla.

Los cascos de los caballos levantaban guijarros y terrones de la linde del camino. Hacía poco tiempo que las vías se habían ampliado para facilitar el paso de los carros que transportaban mercancías pesadas, pero la lluvia reciente los había convertido en un fangal. Por eso, los tres jinetes que cruzaban las tierras de Peratallada intentaban que los animales avanzaran por los bordes menos castigados.

Grau iba en cabeza, impulsado por el hecho de que la visita del barón de Maldà a la villa de Albons, donde se quería negar el derecho de pastoreo a los pobladores, perjudicaría los derechos adquiridos desde hacía generaciones por su familia. Un poco más atrás cabalgaba Rafel, quien, a pesar de su cuerpo menudo, podría haber adelantado fácilmente a aquel compañero de sueños revolucionarios.

Tenía sus motivos para no forzar la marcha. Hacía tres días que los caballos estaban de viaje, y pensaba que se merecían ir a su aire, sin exigencias que acentuaran el esfuerzo de un desplazamiento tan largo. Al fin y al cabo, eran animales acostumbrados a vivir en la pequeña granja que Grau poseía en tierras de Collserola, por mucho que fueran unos magníficos ejemplares.

Otro motivo no menos importante era que en el tercer caballo iba Constança, la chica que, de pronto, se había metido en su vida, cuando él hacía tiempo que había renunciado al amor. Se conformaba con las visitas al burdel donde el Tuerto, Abel y el mismo Grau eran sus acompañantes habituales. Su vida había tomado un derrotero difícil desde la llegada a Barcelona, después de pasar por Cádiz y Madrid, no demasiado lejos de aquellos primeros tiempos en Monterrey, cuando esquivar la ley era su principal preocupación.

Constança llevaba bien su montura, pero Rafel se sentía responsable de ella. La vigilaba con atención, y a veces se colocaba a su espalda para que no tuviera la tentación de competir con los dos hombres. Aunque no la conocía demasiado, había entendido que no era de las que se amilanaban ante los retos.

Cuando Grau detuvo en seco la cabalgada, los dos llegaron enseguida a su lado. A lo lejos se veía Torroella, pero el granjero no quería perder tiempo. Si forzaban el paso, llegarían a Albons antes del anochecer, y para él eso era importante. El carruaje que transportaba al barón de Maldà no arribaría al pueblo hasta el día siguiente, y entonces ya habrían llevado a término su plan.

La idea era hacer sentir al barón el rechazo de los pobladores, que entendiera el conflicto que podía generar su intención de controlar los pastos e iniciar pleitos contra todo aquel que pretendiera ir a lo suyo sin permiso. Los ingresos de la familia se reducían cada vez más y la solución fácil era someter a los campesinos, arrebatarles derechos que venían de muy antiguo. Por eso viajaba acompañado de su administrador y su abogado.

Sabiendo que ya estaban cerca de su pueblo, Grau decidió adelantarse. Rafel y Constança no pusieron objeciones. Después de tres días yendo detrás de él, los dos tenían ganas de poner los caballos al paso y disfrutar de la mutua compañía. Solo una de las dos noches anteriores habían conseguido estar solos, en una posada de Tossa. La otra la habían pasado casi al raso, en un establo derruido en la Vall Llòbrega, con un frío intenso que parecía capaz de congelarles la lengua si hablaban.

—¡Eres muy valiente, Constança! —dijo Rafel cuando el caballo de Grau dejó de levantar polvo en el camino.

—¿Por qué lo dices?

—No esperaba que nos acompañaras. Te creía más estirada —dijo sonriente.

—Ni yo que te comportaras así con la hija de Josep… Eres una persona cambiante… espera, quizá no sea eso. Diría que te adaptas muy bien a cualquier situación. En muchos sentidos me tenías engañada.

Rafel no respondió enseguida. Habían dejado atrás los campos de Torroella y marchaban por un camino flanqueado por pinos en las faldas del Montgrí. Era imposible ver el mar, pero se diría que se podía oler gracias a aquella brisa que venía de la costa. Finalmente, dijo:

—Quiero hacer algo que merezca la pena, Constança. Los nobles y los poderosos tendrán que ceder si quieren seguir existiendo. Si eso implica juntarse con hombres como Grau, una auténtica bestia pero con un corazón enorme, no le haré ascos.

Después de esa declaración de principios por parte de Rafel, avanzaron un rato en silencio. El pueblo ya se divisaba a lo lejos, pero no tenían la certeza de que se tratara de Albons. Grau se había limitado a decirles que no abandonaran el camino, que solo debían buscar una pequeña colina rodeada de tierras de cultivo.

Constança respetaba los silencios de su compañero. Quizá se debían a lo mucho que había sufrido por la muerte de la hija de Josep. Su comportamiento, arriesgando su propia vida para ayudar a pasar los últimos días a aquella niña, le había hecho cambiar de parecer respecto a él.

Eso la había ayudado a decidirse, a cumplir el loco deseo de acompañarlos hasta Albons. Aunque, tal vez, quien más había influido en su decisión había sido Cecília. Dos días antes de partir hacia el norte habían mantenido una conversación.

—Me alegra que te encuentres mejor —dijo Constança al ver que la chica parecía recuperada; ser el centro de atención le había ido bien y se dejaba querer.

—¿Sabes?, me complace que mamá y tú… Quiero decir que estoy contenta de cómo van las cosas entre vosotras. Me ha dicho que pensabas marcharte unos días fuera, para visitar a un primo tuyo.

Constança titubeó. Aún no había decidido si quería viajar con Rafel. Le daba miedo la reacción de Pierre. Pensaba aducir que su primo había enfermado, que estaba grave y quizá sería la última oportunidad de verlo. Por ese motivo había hablado con Àgueda, que solo había respondido con indiferencia. Constança quitó hierro al asunto cambiando de tema, lo cual provocó una sonrisa cómplice en la muchacha, y también aquellas palabras que no esperaba:

—¡Aprovéchalo, tú que puedes! —la animó Cecília.

—¿Qué dices, criatura? Tú también eres libre de hacer lo que quieras, tienes toda la vida por delante y yo te ayudaré.

—Es fácil de decir. Ya sé qué tramáis mamá y tú sobre mi futuro, pero yo moriré aquí de vieja. Monsieur Plaisir nunca lo permitirá —añadió con la expresión resignada que utilizaba para enmascarar una rabia profunda—. Hace años que, por mucho que le guste perderse bajo los vestidos de las nobles de la ciudad, no se ha movido de la calle Carbassa… Yo no pienso abandonar a mi madre. ¿Adónde podríamos ir? Pero para ti es diferente… No te pasarás veinte años entre estas paredes, estoy segura.

Aquella reflexión de Cecília la había ayudado mucho. Daba la impresión de que era capaz de leer en su corazón, algunas veces con tanta claridad como hacía Iskay.

Cuando llegaron a las primeras casas del pueblo, el sol poniente apenas iluminaba el paisaje. No había nadie a la vista, aunque al llegar a la plaza de la iglesia descubrieron a un montón de niños y niñas jugando.

—Me parece que Grau no ha perdido el tiempo —dijo Rafel mientras descabalgaba y se dirigía a sujetar el caballo de Constança; sus relinchos revelaban que los inquietos infantes lo inquietaban.

Después fueron a la iglesia, donde Grau había reunido a todo el pueblo. Constança, tal como había prometido, se ocupó de los caballos, pero terminó la faena en un santiamén. Sabía que las cosas no serían fáciles; aquella gente humilde estaba acobardada, y el miedo era un enemigo al cual ella a menudo había mirado directamente a los ojos.

El jergón de paja que les proporcionaron en el pueblo fue como una bendición para Constança. Su cuerpo había quedado dolorido, y sospechaba que al día siguiente le costaría moverse. Rafel se dejó caer a su lado pero, lejos de hacer el amor, tuvo que conformarse con oír sus ronquidos. Aquel joven lo daba todo en cada segundo de su existencia, y no era extraño que acabara exhausto.

Se volvió para contemplar el ruidoso descanso de aquel hombre, y pensó que era guapo. Lo olió y se estremeció. Como ya tenía por costumbre, intentó evocar una sensación en concreto, y un puñado de aromas desfiló por su mente. El olor a setas estaba muy presente, recordándole la libertad que ofrecía el bosque, la pinaza caída en el otoño. También captó la presencia del comino, cálido y aromático, pero a la vez un poco amargo y picante, de olor penetrante y dulce. Salivando, percibió el aroma persistente del ajo, aquel que no te puedes sacar de encima y te persigue después de probarlo aunque sea mínimamente. Pero, regando el plato, la satisfizo el limón, que redondeó la sensación que le provocaba la proximidad del cuerpo de Rafel; el limón, aquel zumo mágico que lo perfuma todo de una manera inolvidable y que borra cualquier otro olor. Un zumo contenido en el interior de una cáscara consistente y que tiene el poder de enardecer las heridas.

El plato estaba servido, y se prometió llevarlo a término. Por otro lado, le costaba entender cómo había llegado hasta allí, cómo, de golpe, parte de su vida giraba en torno a un hombre con unas costumbres que tenían poco que ver con la idea que se había formado de su futura pareja. Mientras Pierre Bres rozaba la depravación más refinada, Rafel era de comportamiento grosero, pero aun así ella se consideraba capaz de convertirlo en el compañero adecuado para lo que se proponía hacer.

Sacudió la cabeza y se estiró cómodamente en el jergón. Miró el techo destrozado, que debía de dar a un desván. La mezcla de barro, cañas y palos le otorgaba un aspecto frágil, pero estaba demasiado cansada para preocuparse de ello. Cerró los ojos pensando en lo que había pasado en la iglesia. Tanto Grau como Rafel no habían convencido a los habitantes de Albons y lo que habían conseguido era testimonial.

No serviría de nada hacer el vacío al barón a su llegada. Si viajaba con sus consejeros legales, era porque tenía la idea de llamar a los más rebeldes uno a uno a su castillo y ajustarles las cuentas. Aunque algunos hubieran utilizado los pastos del barón para sus ganados y aunque ahora nadie saliera a recibirlo con un repique de campanas, cuando se enfrentaban al poder en solitario era cuando tenían mucho que perder. La posesión de una pequeña parcela, de unas cabras esmirriadas o una familia que les diera apoyo no significaba nada en comparación con el poder del barón de Maldà.

Constança se durmió enseguida, pero sus sueños no la ayudaron a calmar su inquietud. Soñó con gritos que rompían el silencio del alba, con la ausencia de personas a la llegada del carruaje. En la vigilia, pensaba que el hecho de no salir a recibir al barón aún había quedado más deslucido debido a la entrada casi furtiva del señor. Después se despertó de repente: alguien llamaba con apremio a la puerta. Entonces se dio cuenta de que Rafel no estaba a su lado.

La menuda figura encorvada de la madre de Grau se recortó en el umbral. Lloriqueaba.

—Los han detenido —informó la mujer con una actitud que revelaba que nadie podría quitarle el orgullo ni su idea de la justicia, que se imponía a los sentimientos—. Quizá sea mejor que te marches. Te esperará un caballo al norte del pueblo, en el camino de la fuente.

—¿Cómo? Pero ¿qué pasa? ¿A quién han detenido? —preguntó Constança, alarmada.

—No entiendo para qué ha venido. ¿Para acabar en la cárcel? ¿No tenía bastante con su granja en Barcelona? Y ese que venía contigo… Aún ha enredado más la madeja.

—¿Rafel? ¿Qué ha hecho?

—¿Qué ha hecho, dices? ¡Se ha puesto a insultar al barón en medio de la plaza!

Constança intentó consolar a la pobre mujer, al tiempo que pensaba. ¿Era eso lo que le esperaba con Rafel? ¿Un susto tras otro? Pero no se marcharía, eso lo tenía muy claro. Aquel hombre se le había metido muy adentro y no quería perderlo.

—Acompañadme al castillo —dijo a la madre de Grau—. ¡Espero que no hayan hecho nada irreparable!

—¡Solo gritar, gritar como locos! Mientras el pueblo seguía la consigna de quedarse en sus casas.

Recorrieron las calles de tierra en dirección al castillo, más bien una casa de campo grande, que no obstante contrastaba con la pobreza del entorno. La joven iba pensando cómo abordaría la cuestión. Por las informaciones que le habían llegado, de poco le servirían sus artes femeninas. Solo le quedaba una manera de sacar a Rafel y Grau de la cárcel.

No le costó demasiado lograr que los guardias la dejaran pasar cuando dio el nombre de Monsieur Plaisir. El barón la recibió sin dilaciones entre aquellos muros desnudos. Bajó la escalera apresuradamente y, por su expresión, no parecía demasiado feliz de cómo le iban las cosas en Albons.

—¿Quién eres tú, que has mentado el nombre de mi amigo? —dijo Maldà con un gesto de extrañeza—. ¿Nos conocemos?

—No sé vos, pero yo os conozco muy bien, si se puede decir conocimiento a velar por el paladar de uno de los mejores clientes de Monsieur Plaisir y sus invitados.

—¡Claro, ahora os recuerdo! Perdonad, es que vestida así… Estuvisteis invitada en mi casa, acompañabais al gran cocinero. Sois… su ayudante, ¿quizá? —preguntó.

—Así es, señor, tuve el honor de disfrutar de vuestra hospitalidad y vuestra pericia con la pluma y la viola —respondió haciéndole una reverencia—. Pero si me permitís, no es del todo exacto lo que decís. Yo elaboro las comidas de vuestro admirado cocinero. Él hace tiempo que solo piensa, se dedica a imaginar platos imposibles a los cuales yo doy vida.

—¡Muy interesante! —exclamó el barón—. Pero ¿qué queréis de mí? No entiendo qué demonio hacéis en este pueblo de mala muerte.

—Estoy de paso, he hecho un largo camino para visitar a mi primo, que convalece gravemente enfermo. Me acompañan unos amigos de la familia. Ya sabéis que viajar sola no es recomendable. Pero ¡qué desagradable sorpresa he tenido al despertarme y saber que los han encarcelado! Entonces me he dicho: ¡debe de haber una confusión!

—¡Ninguna confusión! ¡Son culpables de desórdenes públicos y de haber insultado al barón de Maldà!

—¿No creéis que deberíamos reconsiderar los hechos, señor barón? Yo sabré ser generosa con mis platos si vos me ayudáis a resolver este problema.

Maldà puso cara de no haber comido demasiado bien en los últimos días, a su paso por posadas y fondas de escasa reputación.

—¿Hay testigos que declaren en su contra? —preguntó Constança, sabiendo que se metía en terreno peligroso.

—Fueron detenidos durante una batida de mis guardias.

—Pero ¿alguien los oyó proferir insultos realmente?

El barón de Maldà puso cara de sorpresa. Quizá no esperaba que una mujer le replicara, pero también le resultaba entretenido, un inesperado reto.

—Las circunstancias que me relatáis son extrañas: vuestra colaboración con mi amigo Monsieur Plaisir, vuestra estancia en estas tierras tan alejadas en compañía de unos amigos…

—¿Los soltaréis, pues? Mis acompañantes y guías son hombres un poco atolondrados, pero un personaje de vuestro rango no debería temerles.

—No lo sé… —El barón abrió una cajita de madera que tenía delante y sacó una especie de galleta, que ofreció a Constança.

—Gracias, pero no me apetecen. Su aspecto, si me permitís decirlo, no es demasiado logrado.

El hombre observó la galleta y convino en que, sin duda, la chica tenía razón. La devolvió a la caja. El rostro se le iluminó de pronto, aunque intentó que sus palabras sonaran más bien asépticas.

—¿Cocinaréis para mí?

—¿Qué queréis decir? —preguntó Constança.

—¡Pues lo que habéis oído! Quiero saber si, a cambio de la libertad de vuestros amigos, podré disfrutar de vuestros servicios en Barcelona.

—¡Pero eso no es posible! Sabéis que trabajo para Monsieur Plaisir, y a él no le haría ninguna gracia. Incluso lo podría interpretar como una deslealtad por vuestra parte.

—Me hago cargo… —respondió el barón asintiendo con la cabeza—. Pero podríais hacer una excepción, organizar una comida que deslumbrara a mis invitados, ¿no?

—¡Claro que sí! ¡Y creedme, sería la envidia de toda la ciudad!

El barón se sintió tentado de aceptar el trato de la chica, pero aún fue más lejos en sus demandas…

—¡Se me ocurre que podríais hacerme un adelanto!

La joven arrugó la nariz. ¿A qué se refería con esas palabras? ¿Adónde quería ir a parar?

—Os traerán todo lo que necesitéis. Quiero que hoy mismo me sirváis un banquete lo suficientemente sabroso como para hacerme olvidar los contratiempos de este desafortunado viaje.

A Constança se le iluminaron los ojos y aceptó de buen grado.

—¿Me dais vuestra palabra de que, a cambio, dejaréis en libertad a los presos? —quiso asegurarse.

—Si me complacéis…

—¡No tengáis ninguna duda!

—Pero con una condición… —añadió el barón; Constança ya contaba que habría alguna otra exigencia, siempre la había en hombres como él—. Mientras cocináis para mí, ellos abandonarán mis tierras. Os esperarán como mínimo a dos leguas de distancia. ¡Ah! Y si los vuelvo a ver rondando por aquí el castigo será severo, ¡sin posibilidad de clemencia! —añadió muy serio el noble.

—Sea. Ahora bien, yo también tengo una condición…

—No sé si estáis en disposición…

—Es insignificante, casi una cortesía por vuestra parte.

—¡Hablad, pues!

—Nadie debe saber jamás que vos y yo hemos llegado a este pacto, salvo la madre de Grau, pues necesito que me ayude. Pero ella será discreta, me da la impresión de que lo ha sido toda la vida.

—De acuerdo. Enviaré a los dos detenidos a Torroella mientras os ocupáis en la cocina. Después los recogeréis allí y ya les diréis lo que más os convenga. Las mujeres son únicas enredando la madeja.

Constança cumplió a rajatabla su promesa. Nunca se había visto en el pueblo de Albons una comida como la que preparó para el barón de Maldà.

Después de un sabroso plato de potaje, sirvió un asado de pato cubierto con huevos y azúcar que hizo las delicias del barón. Pero lo que más lo sorprendió y le robó definitivamente el corazón fue el conejo cocinado con chocolate.

Su secreto residía en el picadillo de almendras, que incorporaba a la cazuela un rato antes de sacar el guiso del fuego. Lo elaboraba a base de pan, ajos e hígado frito, luego le añadía las almendras y el chocolate y disolvía la mezcla con vino rancio. El resultado era sorprendente.

Mientras lo preparaba, Constança se dijo que la cocina no solo servía para ganarse los paladares refinados como el del barón. También podía ser un arma para la revolución.