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Barcelona, marzo de 1780
La ajetreada vida social del virrey Amat aplazó la visita del cocinero al nuevo palacio hasta tres semanas después. Pierre, deseoso de presentarse ante el noble personaje con aquel licor de resonancias mágicas, acudía a menudo a la calle Carbassa para interrogar largamente a Constança. Le exigía explicaciones sobre las bondades del producto y si mantendría sus cualidades hasta el día en que fuera llamado por el virrey. La respuesta de la joven era siempre la misma.
—Como buen francés, no ignoras que las cualidades del aguardiente aumentan con el paso del tiempo. Está bien conservado, en el rincón más profundo de la bodega, y será todo un éxito.
Consciente de que aquella espera le otorgaba aún más poder sobre Monsieur Plaisir, Constança había conseguido una dote muy ventajosa para Cecília. Ahora que había tenido ocasión de tratar más a menudo a Andrés, que pasaba por la calle Carbassa un día sí y otro también, cada vez se sentía más satisfecha de cómo iban las cosas. El propietario del café de la Rambla era una persona decidida y emprendedora, pero, sobre todo, parecía un buen hombre. El rostro de la chica irradiaba felicidad y Àgueda, su madre, parecía haber abandonado aquella postura adusta que arrastraba desde hacía años.
El único que rompía la armonía era Rafel. No solo le había manifestado varias veces su oposición al plan tramado entre ella e Isabel Lobera, sino que tampoco había vuelto a visitar el cuarto de Constança. Ella decidió que ya vendrían tiempos mejores y concentró sus esfuerzos en la preparación de la boda de Cecília.
Las razones para aplazar la visita obedecían a los continuos compromisos de Manuel de Amat. La sociedad barcelonesa lo veía como un triunfador, un hombre que había cumplido su misión en las colonias y que, además, había conseguido superar el juicio sobre su gestión que le habían impuesto desde la corte de Madrid. Todo el mundo quería presentarle sus respectos, por interés y por un punto de curiosidad hacia su joven esposa, aquella novicia a quien, dada la avanzada edad y la fortuna del virrey, muchos cazafortunas esperaban urdiendo sus estrategias.
El día llegó a principios de mayo. Era domingo y el virrey debió de considerar que era buen momento para recibir al cocinero francés tras la misa en la catedral. El hecho de que Pierre lo tentara con una maravilla nunca probada por ningún noble de la ciudad influyó decisivamente en la consecución de la cita.
Monsieur Plaisir enganchó los mejores caballos que había en las cuadras de la calle Carbassa y no dio importancia a la presencia de Rafel en el pescante, cuando este le anunció una indisposición del cochero habitual. La distancia era tan corta que en pocos minutos se plantaron delante del espléndido palacio que Manuel de Amat y Junyent se había hecho construir en la Rambla.
A fin de no dejar nada al azar, Pierre había comprado una botella de cristal a unos comerciantes de Padua, un prodigio de envase con tonalidades anaranjadas, decorado con frágiles volutas y cerrado con un tapón de corcho de Oporto que dejaba respirar al espirituoso. Al entregársela ella llena de licor, había premiado a Constança con un beso profundo que había removido los antiguos deseos, y que incluso le había hecho plantearse brevemente si no debía unir su futuro de una manera más firme a aquella mujer capaz de las genialidades más insospechadas.
Lejos de dejar al pasajero en la puerta, como ocurría en otros palacios de la ciudad, Rafel recibió órdenes de los guardias para que condujera el coche hasta el centro del patio interior. La visión de la doble escalinata y los grandes ventanales que daban a ella, antes de proyectarse hacia el cielo a través de una fabulosa lumbrera, sorprendió al improvisado cochero, que, de golpe, encontró demasiado peligroso el plan urdido por Constança. Además, si salía mal y alguien tiraba del hilo, la encontrarían a ella al final de la madeja.
Monsieur Plaisir apenas tuvo que esperar unos minutos antes de que un criado vestido a la francesa lo hiciera pasar a la sala de visitas. Aquellos ventanales que había visto desde el patio quedaban cubiertos con pesadas cortinas, de manera que la luz provenía sobre todo de las velas que coronaban los candelabros de plata repujada.
El ambiente penumbroso destacó el rostro cansado y pálido del virrey, que entró flanqueado por dos servidores. Pierre Bres estiró el cuerpo dentro de su atavío, tanto que tuvo la impresión de que le tiraban todas las costuras. Había colocado la botella de cristal de Padua en una mesita junto a los ventanales, con cuidado de que uno de los escasos rayos de sol que penetraban en la estancia le diera de lleno. Manuel de Amat no tardó en descubrirla.
—Así que ese recipiente contiene el fantástico licor del cual me hablabais en vuestros mensajes… ¡Excesivos, por cierto!
—Tenéis que disculparme, señor. El deseo de complaceros ha podido con la obligada prudencia.
—Bien, me agrada la gente que no renuncia a expresar sus pasiones. Y por lo que me han explicado, no sois tan solo un gran cocinero, también dais bastantes oportunidades a los placeres de la carne.
Monsieur Plaisir, por toda respuesta, hizo una reverencia tocando el suelo con el sombrero.
—Je suis juste à votre service, monsieur!
—¡Ah! ¡Francés! ¡Hacía tiempo que no lo oía con un acento tan puro! A veces tengo la sensación de que mis compatriotas han aprendido esta lengua en los muelles de Marsella. Tuve un cocinero francés, en Lima, y la verdad es que disfrutaba mucho con sus platos. Pero vos me proponéis algo muy distinto, un digestif, como dirían en vuestra patria. ¿Creéis que estará a la altura de una persona con mi experiencia?
—¡No tengo ninguna duda, señoría! ¡Si no fuera así, no se me habría ocurrido molestaros!
—¿Beberéis conmigo, pues?
—¡Será un honor, un gran honor!
Manuel de Amat se volvió ligeramente hacia los criados. No hizo falta que pronunciara ninguna palabra para que el situado a su izquierda se adelantara con dos copas en las manos y las dispusiera sobre la mesa. El virrey rechazó con un ademán que el hombre sirviera el licor.
—Yo mismo lo haré. Esta botella merece ser tratada con un cuidado especial, ¿estáis de acuerdo?
—¡Sin duda! Y, si me lo permitís, es un regalo para vuestra excelencia.
—Tal como habéis presentado las cosas, el mejor regalo será el que sea capaz de colmar de placer mi boca.
Pierre creyó que era mejor no responder. El aguardiente de Constança, con sus aromas sutiles y afrutados, pondría en su lugar a aquel noble exigente. El virrey llenó con generosidad las dos pequeñas copas y ofreció una al cocinero.
—¡Por nuestra amistad, espero! —brindó Manuel de Amat mientras Pierre le correspondía levantando la copa.
El licor estaba a punto de tocar sus labios cuando oyó unos gritos. Venían del otro lado de la puerta e hizo que detuviera el gesto. Monsieur Plaisir, al contrario, ya paladeaba el espirituoso haciéndolo ir de un lado al otro de la boca antes de tragarlo.
—¡No lo hagáis! ¡No bebáis ese licor infernal! —gritaba Rafel, que había entrado en la estancia sujetado por dos hombres.
—¿Cómo osáis molestarme así? ¿Quién es este hombre? —preguntó el virrey, exaltado.
—Es… es mi…
Pierre Bres, más conocido en los ambientes de la sociedad barcelonesa como Monsieur Plaisir, no tuvo tiempo de explicar que se trataba de su cochero suplente, que se había apuntado a aquella visita sin demasiadas explicaciones. Su mirada se volvió hacia la copa, que ya había dejado en la mesa, y a continuación se desplomó sobre el suelo de baldosas, sujetándose el estómago con los brazos como si le doliera horrores.
Aún perplejo por todo aquello, Manuel de Amat ordenó que fueran a por el médico de la familia, mientras con cautela cogía la botella del licor y le ponía el tapón de corcho de Oporto.
—¿Y qué hacemos con este? —preguntó uno de los lacayos que mantenían inmóvil a Rafel.
—¡Encerradlo! Ya lo interrogaré más tarde. ¡Y dad aviso a las autoridades!
El virrey se quedó solo unos instantes con Monsieur Plaisir. Este continuaba doblado en el suelo, y parecía querer decir algo. Su boca articulaba sonidos inaudibles, quizá porque el dolor la había convertido en una mueca horripilante.
El virrey se arrodilló a su lado mientras miraba en dirección a la puerta por si volvían los criados. Manuel de Amat no las tenía todas consigo, por mucho que el enfermo pareciera inofensivo. Cuando acercó la oreja al cocinero tanto como pudo, este hizo un gran esfuerzo por articular lo que intentaba decir desde hacía rato.
—¡Constança!
Al principio se escrutaron a conciencia. Las dos se sostuvieron la mirada como si se tratara de una lucha a muerte y, por tanto, solo una de ellas pudiera salir victoriosa. El roedor quizá se habría comportado de otra manera si algo más hubiera captado su atención —algunas migajas de pan seco, un resto minúsculo de queso agrio—, pero en la pequeña celda solo estaba Constança Clavé, que a pesar del asco que le producían las ratas, pronto se desentendió de su presencia y miró de nuevo al infinito, poblado de escenas y rostros que se repetían, de voces que le recordaban los escasos momentos de felicidad que había vivido.
La celda era como un agujero negro que ni siquiera la luminosidad de la primavera incipiente conseguía dotar de claridad. El único contacto con el exterior era una pequeña lumbrera sin vidrio que quedaba fuera del alcance de la joven cocinera, incluso si colocaba el jergón debajo y se encaramaba.
Una vez al día la pesada puerta de madera daba paso a su carcelero. Siempre depositaba la escudilla en el suelo abruptamente y derramaba buena parte de su contenido. Pero hasta entonces ella se había negado a comer nada, a pesar de que hacía dos días que estaba en aquel agujero. Bebía mucha agua, aunque a veces tenía que apretarse la nariz para hacerlo. No obstante, Constança sentía un gran vacío en el estómago y una angustia creciente que le costaba relacionar con el hambre.
¿Qué había salido mal? ¿Dónde estaban quienes la podían ayudar? Salvo los gruñidos con que el carcelero respondía a sus preguntas, no había vuelto a oír ningún otro sonido humano desde que seis guardias habían ido a detenerla a la calle Carbassa. De poco habían servido los gritos de Cecília, que finalmente había sido reducida por dos de aquellos hombres y que estuvo a punto de hacerle compañía en su cautiverio por su insistencia en que no se llevaran a Constança. Àgueda y el resto de los empleados de Monsieur Plaisir se limitaron a poner cara de susto, paralizados por el terror que sentían.
Y Rafel, consciente de que no podía permanecer ni un instante más en palacio, había conseguido huir después de escabullirse de los guardianes, mareados por el atentado contra el virrey y sus órdenes contradictorias. Pierre Bres había muerto en el hospital de la Santa Creu al día siguiente, presa de unos dolores terribles. Solo Cecília se había mantenido fiel acudiendo cada día a las puertas de la prisión, pero no le permitían entrar.
Era ella quien informaba puntualmente a Rafel, mientras este, que no había vuelto a la casa del francés, se esforzaba por buscar sus propias respuestas movilizando a los compañeros que se reunían cada jueves en la calle Carbassa. La información que obtuvo de aquella red de amistades en los estamentos más bajos de Barcelona, incluyendo al propio carcelero, fue de escasa utilidad. Tan solo la constatación de que si no mediaba un milagro, Constança estaba perdida.
Pero nadie había contado con la figura que cruzaba la plaza del Rei. Cecília vio que hablaba con los guardias y, finalmente, les mostraba un documento. A continuación estos le franquearon el paso a la prisión. La chica se quedó preocupada: sabía perfectamente quién era aquel joven elegante y de aspecto altivo. Constança ya le había hablado de su viaje en barco y de los De Acevedo.
A pesar de que la orden que portaba no admitía ninguna duda, Pedro tuvo que esperar un buen rato para que lo dejaran pasar a ver a Constança. Cuando se encontró con el carcelero, todo fueron facilidades.
—Espero que haya sido bien tratada —le dijo a aquel hombre sucio y de aliento hediondo.
—¡Me he ocupado personalmente, señor!
Lo dijo bajando los ojos con una sonrisa cínica en los labios. Pedro tomó nota por si el estado de la joven debía llevarlo a exigir responsabilidades. Pero no le sería fácil. Había tomado aquella iniciativa sin contar con su madre, confiando en que el virrey reconocería su posición, y Manuel de Amat se había mostrado amable y receptivo.
La visita que habían hecho los dos a la calle Carbassa, donde los criados de Monsieur Plaisir, después de la muerte de su patrón, ya no tenían miedo, se había saldado con declaraciones muy negativas sobre el malogrado cocinero. Àgueda tomó finalmente la palabra para remachar el clavo, explicando al virrey cómo el mismo Pierre les había dado la orden de plantar las patatas y, más tarde, les había presentado aquel licor de consecuencias funestas como un gran logro. Rafel lo había oído todo bien oculto en la despensa.
—¡Pedro! —dijo la joven, sorprendida de verlo allí.
—¡Caray, Constança! ¡Tienes un aspecto horrible!
Ella no se tomó la molestia de mirarse. Estaba más delgada y llevaba la ropa sucia, de eso no tenía duda. Supuso que eso complacería al hijo de los De Acevedo. Pero no tenía fuerzas, ni siquiera para preguntarse cómo era que habían dejado entrar a aquel personaje. ¿No la habían humillado bastante?
—Ya ves que mi situación no es como para recibir a miembros de la nobleza —dijo, respondona a pesar de todo, y se dirigió hacia el interior de la celda, a la vez que Pedro se tapaba la nariz con un pañuelo de seda.
—¡Por eso he venido! En pocas horas te dejarán libre. Todo está resuelto.
—¿Cómo que me dejarán libre? ¿Qué sabes tú de eso? ¿Has tenido algo que ver? —Solo se le ocurrían preguntas, y volvió a encararse con Pedro, que retrocedió un paso después de cubrirse de nuevo con el pañuelo.
—Tan solo he hecho lo que debía hacer. La muerte de Pierre lo ha precipitado todo y el virrey ha sido compasivo. Si quieres saber la verdad, ¡había tenido la tentación de arrojar la llave!
—¡No entiendo qué ocurrió! ¡Y Pierre ha muerto!
—Sí, el muy imbécil bebió de su propia medicina. Pero ¡a saber si conocía lo que tenía entre manos!
—¿Qué opina tu madre de tu intervención?
—No opina nada porque no sabe nada. De momento me parece que llorará una temporada la muerte del cocinero. Después ya veremos.
—Eres frío y calculador, Pedro. Te agradezco que me hayas ayudado, pero no quiero deberle nada a nadie, y mucho menos a ti. ¿Cuál es el precio?
—Me lo pensaré otro día, cuando no tengas aspecto de saco de basura. Pero te lo haré saber. Por otra parte, no creo que estés en disposición de poner condiciones.
Constança bajó la cabeza. Se sentía muy incómoda delante del muchacho, le pasaba desde siempre, cuando su padre aún vivía. Habría querido preguntarle cómo había muerto, pero prefirió no saberlo.
—¿Qué haría yo si te dejaran encerrada aquí? ¿Lo has pensado?
—¿Quieres decir con quién podrías enfrentarte? ¡Yo no soy nada, Pedro! Con tu actitud me lo has demostrado muchas veces.
—En eso también te equivocas. Eres la única rival a mi altura.
Pero Constança estaba demasiado aturdida para seguir aquella conversación. La noticia de la muerte de Pierre la había trastornado y, sin poder evitarlo, un sorbo ácido de culpabilidad se mezcló con el recuerdo de los primeros tiempos a su lado. Un cúmulo de sensaciones agridulces y contradictorias desfilaban por su mente. Pero ahora, si bajo el nombre de Monsieur Plaisir alguna vez se había ocultado un gran cocinero, ya no tenía importancia.
—¡Espero que la causa mereciera la pena! —Pedro se dio la vuelta y caminó hacia la puerta, pero se detuvo y, sin volverse, añadió—: Esa chica a la que tanto estimas, Cecília, hace dos días que no se mueve de delante de la prisión. Ahora diré que la dejen pasar. Te hará compañía hasta que vengan a ponerte en libertad.
—¡Gracias! —dijo la joven aún sin tener claro los motivos de Pedro.
—¡Tendrás noticias mías!
—Las esperaré.
Los ojos azules de Constança brillaron con una luz que no tenían desde hacía mucho tiempo. Se volvió hacia la claridad que filtraban los barrotes y dio las gracias presionando con fuerza su amuleto.