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Océano Atlántico, verano de 1771
El despliegue de las velas era el momento más esperado por Constança. Ya lo había presenciado a bordo del paquebote durante el trayecto que los había llevado de Lima a Buenaventura, pero apenas había podido disfrutar de él. Como pasa la primera vez que hueles un aroma y eres incapaz de atraparlo, o cuando descubres un ave extraña en pleno vuelo, todo había sucedido muy rápidamente. Le quedó en la memoria el estrépito de las telas al hendir el viento, como la impronta que deja una tempestad repentina. No había puesto bastante distancia y, asustada, había cerrado los ojos. Los gritos de los marineros habían conseguido desconcertarla. No entendía bien si las carreras de los hombres formaban parte del increíble engranaje de seres humanos y elementos que hacían posible zarpar o era que algo no marchaba según lo previsto.
Esta vez fue diferente. Las dimensiones del barco eran mucho mayores, pero aun así la esbelta figura de la fragata, lejos de apabullarla, la fascinaba. Sintió que formaba parte de una nave robusta, bella y altiva, y sin darse cuenta hinchó el pecho y levantó la barbilla.
El trasiego de las maniobras necesarias para salir del puerto, con los oficiales y tripulantes demasiado ocupados para prestarle atención, le había permitido situarse en el castillo de popa, detrás del timón. En cuanto vio las primeras maniobras del piloto para controlar aquella rueda de los vientos, dio por hecho que el espectáculo sería magnífico.
La tripulación parecía seguir los movimientos de una danza largamente ensayada; todos y cada uno de los hombres conocían muy bien la tarea que les había sido encomendada. El éxito de la operación dependía de su pericia, de la obediencia y la disciplina con que los unos y los otros llevaban a término su cometido. El capitán, un tal Jan Ripoll, un hombre barbudo y desaliñado de edad indefinida, soltaba las órdenes sin ninguna vacilación. El contramaestre, de nariz aguileña y aspecto enfurruñado, era el hombre que aseguraba el cumplimiento de las mismas sin dilaciones. Como en un ejército, cada pieza era fundamental e insustituible.
La fragata hacía rato que había levado anclas. La nostalgia de otros tiempos que quedaban definitivamente atrás se mezcló con la ansiedad que le provocaba un futuro incierto que le aceleraba el pulso. Mientras tanto, una treintena de hombres trepaban por las empinadas escalas de cuerda; en las alturas, los marineros parecían hormigas atrapadas en una telaraña.
Del otro lado de La Imposible, en el punto más alejado de la privilegiada atalaya que servía de mirador a Constança, se levantaba el palo de trinquete, y saliendo de la proa, provocadoramente inclinado sobre el mar, estaba el bauprés. La chica no acertaba a distinguir el león de madera con las garras abiertas que dominaba el tajamar en el mascarón de proa, pero adivinaba su expresión, tan orgullosa como la suya. Más cerca, en el centro de la fragata, se elevaba solemne el palo mayor y, a pocos pies de ella, el palo de mesana. ¡Cuántas veces, recorriendo la selva en canoa en compañía de Iskay, habían jugado a capitanear una nave como esa!
Desplegar las velas. Constança se dispuso a vivir el episodio como uno de los que más tarde escogería, uno de aquellos que querría recordar con nitidez al cerrar los ojos definitivamente. Y toda la majestuosidad del velamen al desatarse respondió a sus expectativas. El esqueleto que formaban los palos y las cuerdas se engalanó de blanco con diligencia y, como vientres preñados de vida, las velas dieron volumen y movimiento a la nave. Marineros y oficiales gritaban mientras La Imposible se impulsaba con fuerza mar adentro. Tan solo dos horas más tarde la costa se percibía como una línea brumosa difícil de seguir. La familia De Acevedo había salido definitivamente de su cubil. Se disponían a estirar las piernas, como decía Margarita, aunque una vez en cubierta nunca permitía que sus hijos se alejaran más de un palmo de ella.
Entre los presentes destacaba Williams, un hombre calvo de constitución débil y cargado de espaldas. Llevaba unas gafas redondas y menudas detrás de las cuales se adivinaban unos ojos pequeños de color incierto. Constança recordaba haberlo visto durante el embarque, pero creyó que se trataba de algún conocido que despedía a la familia del funcionario. La sorpresa por su presencia aumentó al advertir una mueca divertida y mal disimulada en su rostro. Había sido testigo de lo que Margarita habría calificado de tragedia: a la vista de un grupo de marineros que no estaban de servicio y jugaban a las cartas esperando la hora de comer, el parasol con que la señora De Acevedo pretendía protegerse cedió al primer embate de viento. Después de un gesto de enojo, intensificado por el chasquido de las primeras mofas, lo abandonó en el suelo con despecho. Ahora, sucio y ridículamente vuelto del revés, se había convertido en el juguete preferido de la chiquillada, que se peleaba por montarlo como si se tratara de un caballo. La sonrisa de Williams ante aquella situación había despertado toda la simpatía de Constança.
—¡El agua se ha calentado, es como un caldo de hierbas podridas! —dijo la señora tras escupir con rabia el líquido de su boca—. Por el amor de Dios, ¿es que a nadie se le ha ocurrido tapar el depósito?
Indignada, tomó el camino de la cabina. Su hijo mayor, Pedro, bajó los ojos avergonzado y también se escabulló. Era evidente que Margarita se sentía bastante recuperada después del descanso en el palacio del gobernador y que volvería a presentar batalla, pero también podía ser, esperaba Constança, que las próximas semanas en el mar acabaran amansando a la fiera.
Por los dos respiraderos de la cocina salía un aroma espeso. Constança olió aquel indicio como el perro que sigue un rastro de reconocimiento.
—¡Pollo asado! —dijo sin miedo a equivocarse.
La chica sabía por experiencia que la carne fresca, las verduras y las frutas tenían los días contados a medida que se adentraran en la inmensidad del Atlántico; ya habría ocasión de frecuentar el arroz, las legumbres y el bacalao. No comía nada desde la noche anterior, ya que aquella mañana, en el palacio, la habían despertado con el tiempo justo para salir, mucho después de que la familia De Acevedo hubiera dado buena cuenta del desayuno, la última hospitalidad del gobernador. No haría esperar a los otros comensales, pues.
Pero se equivocaba. Tal como ya había sucedido en el barco anterior, Joaquín de Acevedo fue el único invitado a la mesa del capitán; él y Williams, el señor de las gafas que despertaba tanta curiosidad en Constança, compartirían la mesa con el resto de los oficiales. Margarita, al sentirse excluida, dijo que prefería comer con sus hijos, sin tener que soportar la compañía de marineros, por muy oficiales que fueran. Como si se hubieran puesto de acuerdo siguiendo un protocolo inexistente, alguien anunció con tono burlón que al resto de los viajeros les bajarían la comida a sus dependencias.
—«Sus dependencias»… —repitió la chica con despecho al ver desaparecer al mensajero en dirección a la cocina—. Llegará el día en que deberás tragarte tu menosprecio. ¡Tan cierto como que me llamo Constança Clavé!
Inmediatamente después la joven se volvió intuyendo una presencia…
—¿Y tú qué miras? —espetó.
Pedro no respondió. Estaba sentado en una pila de cuerdas con las manos cruzadas sobre las rodillas y la frente perlada de sudor. La chica no advirtió su mirada de odio.
El pollo asado no estaba mal, pero Antoine Champel le habría sacado más provecho en sus cocinas de Lima. ¡Cómo lo añoraba! Para ella había sido mucho más que un padre adoptivo, le debía todo lo que era. En el plato se notaban los grumos de la harina añadida para espesar el sofrito de cebolla y tomate y, para su gusto, unas peras cociéndose a fuego lento habrían sido un acompañamiento delicioso.
El ruido inconfundible de un vómito en la estancia de al lado detuvo sus cavilaciones, aunque siguió masticando, imperturbable. Ya se había acostumbrado, no era la primera ni la última vez que oía aquel sonido entre mordisco y mordisco. Hacía mucho que el movimiento de la fragata no le revolvía el estómago como los primeros días a bordo, después de zarpar en el lejano puerto de El Callao de su amada Lima. La sensación de que no volvería jamás le produjo un nudo en la garganta.
Entonces oyó que la pequeña de los señores De Acevedo comenzaba a llorar. La histérica de Margarita la hizo callar de mala manera y después, desquiciada, gritó:
—¡Constança! Por una vez podrías ser útil. Ve a buscar al médico.
Aquel hecho repentino fue una revelación para la chica. ¡Un médico! No sabía que viajara ninguno en el barco. Curiosa, dejó el plato sobre el baúl donde se había sentado, el mismo que acogía sus pertenencias.
—¿Se puede saber qué esperas, zorra? Lo encontrarás en el compartimento al lado del comedor del capitán. ¡Corre! —gruñó la señora De Acevedo.
En otras circunstancias, Constança habría mandado a la mujer a freír espárragos, pero bien mirado aquella era una oportunidad. Apoyada en la puerta de la cabina donde viajaba la familia, se calzó las sandalias con estudiada parsimonia y, desafiante, se pasó los dedos por el cuello hasta acariciar el amuleto. A continuación fue en busca de Williams.
Mientras atravesaba los pasillos infectos de la fragata, le venían a la memoria las recomendaciones de Antoine, su insistencia en tomar ciertas precauciones, dado que aquella clase de naves no disponía de médicos.
Su padre adoptivo la había instruido en la preparación de diferentes remedios básicos, recordando que a bordo las medicinas eran muy escasas y que siempre eran administradas según el criterio del capitán.
Aquel chico que justo ahora comenzaba a trabajar en la bodega de La Imposible no era marino. Listo y bien plantado, se movía con desenvoltura por tabernas y burdeles; capaz de convencer a una piedra, sabía explotar sus oportunidades, pero casi al mismo tiempo que las conseguía, las malbarataba. No había probado fortuna en el mar, aunque provenía de una familia que, por rama paterna, se jactaba de proceder de los primeros conquistadores; una de las razones, además de la pobreza insoportable, por las cuales sus abuelos habían cruzado el Gran Mar procedentes de Cataluña para instalarse en México.
Había hecho, eso sí, algún viaje siguiendo la costa, movido por la necesidad de escapar por enésima vez de conflictos políticos que con los años se habían ido agravando. Quería sentirse libre en un mundo difícil y hostil en el cual no contaba con la familia adecuada para convertirse en un revolucionario. Solo podía aspirar al torcido de cigarros en alguna isla del Caribe, aquello que había hecho su padre al ver que la vida de su mujer se acababa, antes incluso de que traspasara el umbral hacia un estadio más feliz.
Las dificultades para llegar a Veracruz lo habían dejado exhausto. En la ciudad mexicana estaba demasiado visto, siempre en el punto de mira de los hombres y mujeres respetables por su insistencia en pregonar un México libre, pero no habían conseguido detenerlo. Pronto se dio cuenta de que las noticias de su huida —después del atentado fallido contra el gobernador de Veracruz, aunque su único delito había sido frecuentar la misma taberna que los conspiradores y hablar más de la cuenta— lo habían perseguido hasta Cartagena de Indias. Allí pasó dos meses oculto en el puerto, sobreviviendo gracias a algunos trabajos esporádicos como estibador.
Pero aquella mañana de julio, La Imposible atracó en la escollera interior, circunstancia que según sus compañeros de vagabundeo era del todo inusual, y él creyó que la fortuna le sonreía. ¡Y qué sorpresa la de sus camaradas cuando les anunció que al fin se embarcaba! Ninguno de ellos podía creer que Jan Ripoll, capitán que venía precedido por una fama de hombre duro y poco amistoso, lo aceptara en su tripulación.
El chico tenía la piel morena de su madre, pero su aspecto era altivo y despierto, como si la inteligencia formara parte indisoluble de su persona. En su presentación se había aprovechado de las historias que los marineros contaban en las tabernas del puerto de Veracruz. Disfrazado de navegante experto, no había dudado un instante a la hora de aceptar un trabajo a bordo de la fragata. El capitán Ripoll necesitaba hombres jóvenes después del último episodio de fiebres a bordo, y poco más habría podido escoger entre aquellos despojos humanos que pululaban por los muelles.
Se dijo que tendría los ojos bien abiertos, que seguiría los pasos de los hombres más veteranos, pero dudaba de que pudiese mantener la impostura. Pensar que su libertad tenía los días contados si se quedaba en las colonias, que solo podría desaparecer en alguna plantación perdida de las islas, tal como había hecho su padre, le había proporcionado la fuerza suficiente. Al otro lado del Gran Mar iniciaría una nueva vida, quizás en aquella soñada Barcelona de los relatos de sus abuelos, que en su día habían vivido en un pueblo de pescadores denominado Calafell.
Los más de cien hombres de la fragata, entre marineros y oficiales, le permitían un margen de error. Además, su suerte proverbial hizo que lo destinaran al interior de la nave. Comenzó el viaje estibando la carga de tabaco y ayudando en las tareas de conservación, y enseguida hizo amistad con el jefe de bodega, Kirmen, un vasco que contaba historias de barcos fantasma y monstruos marinos. Él le correspondía con otras no menos horripilantes sobre tempestades inauditas en el golfo de México, de tripulaciones barridas de cubierta por vientos más fuertes que la famosa ira de Dios.
Al abrigo de la bodega, no estuvo presente en la partida del barco ni tuvo noticia de las dificultades para abandonar la bahía interior. Cuando la cháchara de su compañero le daba un respiro, pensaba que quizás había llegado el momento de llevar una vida más tranquila, hacerse pescador en alguno de los pequeños puertos que, según decía su abuelo, había por toda la costa al norte de Barcelona. Podría buscar una mujer que le correspondiera, formar una familia y dejar aquella vida errante que, hasta entonces, solamente lo había transformado en fugitivo.
En aquellos instantes no sospechaba que su destino estaba trazado por alguna mano ajena, como aquellas de las que a veces hablaban las viejas de Veracruz durante las noches calurosas de verano.
Las tareas de mantenimiento eran duras. Tenían que minimizar las sacudidas de la nave estibando bien la carga y, sobre todo, evitar que la humedad estropeara las balas de algodón. No quedaba demasiado tiempo para otras cosas. Pero el chico, a pesar de estar entretenido, se dio cuenta de que Kirmen recibía más visitas en aquella bodega de las que consideraba razonables. Cuando la curiosidad rebasó el vaso de lo razonable, se ocultó detrás de unos bidones para oír la conversación que tenía lugar bajo el aroma penetrante de las hojas de tabaco. Se enteró de cosas que necesitaban una explicación. Y no tardó en pedirla.
—Me he embarcado con la idea de cambiar de vida —comenzó con calma, como si fuera otra de sus charlas mientras oían las olas golpeando el casco—. Por eso mismo, no me agradaría que hubiera sorpresas, al menos no más de las que pueda manejar.
Kirmen detuvo su tarea y lo miró con gesto de preocupación. Enseguida volvió la cabeza a ambos lados antes de acercarse al hueco de la escalera para comprobar que nadie los estaba escuchando.
—No entiendo cómo… Ahora bien, si eres uno de esos que van metiendo las narices por todas partes, quizá te hayas equivocado de barco.
—¿Qué decís, Kirmen? Solo he oído cómo hablabais de vuestros asuntos y me ha parecido que me pueden afectar.
—¿Puedo confiar en ti, pues? ¿No nos delatarás? Me caes bien, y no me agradaría que tuvieras que morir demasiado joven.
Aquella advertencia lo dejó muy preocupado; fuera lo que fuese lo que maquinaban, no había duda de que se tramaba algo muy gordo en La Imposible. Una vez más su huida no serviría para apaciguar el aura de pendenciero que lo rodeaba. Por unos instantes se alegró de tener aquella oportunidad, pero a medida que iba escuchando lo que planeaban algunos marineros llegó a la conclusión de que aquello era demasiado grave, que si salía mal podrían colgarlos a todos. Y, por lo que le explicaba Kirmen, tan solo tenían a una pequeña parte de la tripulación a su favor.
Era un proyecto casi suicida, y no sabía si quería formar parte de él.