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Barcelona, finales de la primavera de 1779

Poco a poco, sin discusiones ni enfrentamientos, Constança se fue consolidando como la auténtica responsable de los encargos hechos a Monsieur Plaisir. Este poder de decisión también influía bastante en su entorno. En la cocina era ella quien imponía sus criterios, mientras que Pierre se ocupaba de ampliar contactos y hacer crecer la fama del negocio.

Poner distancia también le permitía liberarse de obligaciones que no quería contraer. No entraba en sus planes una relación estable con el francés. Más bien era como si ambos hubieran firmado un acuerdo tácito que mantenía la relación en un equilibrio satisfactorio. Se necesitaban mutuamente por diferentes razones y, desde la diferencia, cada uno trabajaba en pos de sus objetivos.

Pierre Bres pasaba buena parte de su tiempo lejos de Constança; su compromiso con la viuda De Acevedo tampoco le impedía continuar revoloteando de cama en cama y cada vez demostraba más pericia a la hora de ganarse la estima y consideración de los maridos o los amantes. Sabía que, en buena medida, dependía de aquella joven, y que eran los platos que ella elaboraba con sus manos mágicas, las cuales siempre perseguían la sorpresa, lo que despertaba la admiración de los clientes. Pero eso al cocinero no le suponía ninguna inquietud, estaba convencido de que sin él la joven cocinera no tendría ninguna oportunidad. Su condición de mujer de clase humilde, sin marido ni título nobiliario que le diera prestancia, era suficiente para hacerla invisible.

Ajena a todas estas disquisiciones, Constança se convirtió en una persona segura de sí misma, una vez liberada de la obligación de consultarle todo y de atender solícita los caprichos eróticos del patrón. Una de las pruebas más evidentes de esto era la presencia de Rafel en la casa, contratado después de que sus compañeros buscaran una salida digna al hasta entonces encargado de las cuadras.

La proximidad del joven no se había traducido en una relación continuada por parte de Constança. Era cierto que pasaban buenos ratos juntos, que lo deseaba como el primer día, pero cada nueva jornada ella mantenía la cabeza fría y tenía la última palabra.

Aquel día de junio sintió la necesidad de su compañía. Estaba nerviosa, al día siguiente tendría que ocuparse de un banquete de bodas muy importante.

—Ve a buscar el carro. Quiero tenerlo todo bien atado y debemos hacer unas últimas gestiones —le dijo de buena mañana.

—Lo que ordenéis, señora —respondió él haciéndole una reverencia mientras le guiñaba el ojo.

—¿Podré acompañaros? —preguntó Cecília con zalamería.

Constança dudó un momento. Aquella chiquilla había crecido con la cabeza llena de pájaros que parecían sobrevolarla todos a la vez. Rafel, al contrario, le daba sensación de seguridad, era capaz de ponerse serio cuando tocaba, de apoyarla si había algún problema. Pero ante su insistencia no supo negarse.

Lo que no sabían ni Rafel ni Cecília era que la excitación de Constança no se debía a tener que cumplir con un trabajo para el cual ella estaba más que capacitada. El novio del banquete, que por edad podría haber sido perfectamente el padre de la joven con la que se había casado, era ni más ni menos que Manuel de Amat, virrey del Perú.

Aquel fantasma del pasado volvía a su vida para quedarse. Y si bien de pequeña lo veía como un dios todopoderoso que hacía y deshacía en su suntuoso palacio siempre rodeado de una corte excelsa, acostumbrada a lujos y riquezas y al amparo de una guardia de honor, los extraños hechos que habían rodeado la muerte de su padre convertían la aparición del virrey, tantos años después, en una pesadilla. Mil veces se había imaginado planteándole una cuestión muy sencilla: «Necesito saber cómo murió mi padre.»

Ahora el momento decisivo estaba cerca, pero las circunstancias habían otorgado a Constança un papel que no esperaba. El virrey se había casado por poderes con una novicia del monasterio de las Jonqueres, Maria Francesca Civeller, y al día siguiente tendría lugar el banquete de bodas, organizado, tal como habría elegido toda Barcelona, por el mejor de sus cocineros, Monsieur Plaisir.

Rafel llevaba las riendas del caballo y en el pescante se sentaban Constança y Cecília. Él no había preguntado nada, tan solo había enganchado el animal mientras lucía su mejor sonrisa. Un rato más tarde pasaban con grandes dificultades por la calle Regomir por culpa de un herbolario que se excedía a la hora de exponer sus productos fuera del local.

Tres casas más allá estaba una de las carnicerías que siempre los abastecía. Rafel, al ver que Constança se inquietaba, bajó del pescante para retirar los obstáculos. El dueño del herbolario salió con la intención de impedirlo, pero al ver el nombre que figuraba en el carruaje se lo pensó mejor. Monsieur Plaisir no solo era un buen cliente, también se decía que una palabra suya ante los que mandaban podía arruinar cualquier negocio.

—Espéranos, que no tardaremos. —Constança bajó y Rafel la siguió, mientras Cecília se quedaba en el carro rezongando.

—¿Y yo qué? No es justo que él tenga estos privilegios, por muy amante tuyo que sea…

Por toda respuesta, la joven cocinera le lanzó una mirada furibunda. A veces se arrepentía de permitirle tantas confianzas a aquella chica, pero, sin saber muy bien por qué, la quería muchísimo y estaba dispuesta a convertirla en una muchacha juiciosa, por mucho que le costase.

—No sé si podré conseguir dos docenas más de perdices de aquí a la noche —dijo el propietario, que, más que alegrarse, lo vio como una papeleta.

—¡Pues tendrás que conseguirlas! A mí no me cuesta nada comprar en la plaza del Pi —respondió Constança, conocedora de la competencia que había entre los dos establecimientos, uno arrendado y el otro perteneciente a la administración pública—. Además, deberás llevarlas tú mismo a primera hora a Gràcia.

Rafel no tenía ninguna duda de que aquel hombre lo haría. Aunque tuviera que enviar a alguien a cazar las perdices y luego pasarse toda la noche sin dormir, no podía permitirse de ninguna manera perder una clienta tan buena como Constança, que si bien a veces abusaba de los proveedores, estos a menudo no dudaban en abastecerla con mercancía de dudosa calidad, para luego eximirse de toda responsabilidad y achacar las culpas a los intermediarios. No obstante, con Constança hacía tiempo que no se atrevían.

La próxima parada sería en la tienda de Peret, la floristería Guardons, en la calle de los Arcs. La belleza de sus flores contrastaba con la suciedad del local, aunque el género expuesto no siempre se correspondía con lo que más tarde recibiría el cliente.

—¡Serás desvergonzado! —dijo Constança en cuanto se lo encontró delante—. ¡Los capullos que me has hecho llegar parecen pasas! ¿Qué quieres que haga con ellos, eh? ¡No juegues con mi paciencia!

—Pero, señorita, salieron de aquí que daba gusto verlos. Debe de ser que en su casa, con tantos fogones, el aire se calienta y…

—¡No me vengas con historias, Peret, que ya nos conocemos! Tú no sabes cómo las gasta Monsieur Plaisir. ¡Es capaz de venir en persona a quejarse y, tengo por seguro, no te gustaría nada! Además todavía no te las hemos pagado. Quizá no quieras perder tantos cuartos, y varios clientes también, porque si hablo…

El hombre palideció ante aquella amenaza y Rafel salió a la calle para que no se le notara la sonrisa. Constança explicaba que había conocido a Pierre Bres delante de un puesto de la Rambla, aunque hacía mucho tiempo que el cocinero no salía de compras. Solo la posibilidad de aquella visita hizo que Peret se echara atrás y que le prometiera una nueva remesa en perfecto estado para ese mismo día.

Cuando Rafel cogió las riendas del carruaje para volver a casa, se dio cuenta de que la plaza de Santa Anna estaba colapsada. Un séquito de coches de lo más variado, incluso una gran berlina, un vehículo que solo se veía en los caminos, esperaban delante del Portal de l’Àngel.

—¡Mirad qué atasco de coches! —exclamó Cecília ante el espectáculo.

—¿No dijiste que el virrey ofrecía una recepción, Constança? —Rafel intentaba contener el caballo, que comenzaba a ponerse nervioso ante tanto revuelo.

—Sí… —asintió la joven, concentrada en repasar las recetas del día siguiente y los ingredientes que necesitaría—. Deben de ser los amigos y familiares que van a su casa de Gràcia para felicitar al matrimonio. Por lo que se dice, el virrey llegó ayer por la tarde y aún no han tenido ocasión.

Con un carruaje delante y otro cruzado detrás, Rafel decidió esperar a que el atasco se diluyera solo. Cecília quiso bajar del pescante para mezclarse entre la multitud que aspiraba a ver a alguna de las damas que iban en los coches, pero Constança se negó en redondo.

Por suerte, una voz conocida puso fin a la discusión. Era Andrés, el propietario del café de la Rambla. Como ellos, intentaba abrirse paso con un carro ligero tirado por una mula. Había sido amigo de Pierre muy al comienzo, cuando el francés quería abrirse camino en Barcelona, pero con su ascensión social Monsieur Plaisir lo había olvidado.

A Constança le hacía gracia aquel hombre aún joven, que trabajaba duro para sacar adelante el café y también organizaba pequeñas recepciones, sobre todo meriendas a domicilio. Lo que ni por asomo sospechaba era que se interesara por Cecília.

—¡Veo que has sido víctima del mismo embrollo, Constança! —dijo el hombre con desenvoltura y señalando el descomunal colapso de carruajes—. ¡Llegaremos con retraso!

Tenía un aspecto jovial y, aunque refrescara, nunca llevaba demasiada ropa de abrigo, decía que no tenía tiempo para sentir frío. Su piel más bien lechosa y pecosa le confería cierta inocencia, negada, sin embargo, por sus ojos melosos de mirada penetrante.

—¡Hola, Andrés! ¡No te hagas el llorica, que ya nos conocemos! ¿Quién te iba a decir hace unos años que te encargarías de una recepción tan importante, eh? ¡Harás un buen negocio si conseguimos liberarnos de esta trampa! —añadió Constança, medio resignada ante la inmovilidad forzosa de aquella mula que ya comenzaba a tener sus años.

—¡Tú sí que no puedes quejarte! ¡Te llevas la parte del león, ni más ni menos que el banquete de bodas! Los hay que tienen suerte…

—¿Lo dices por mí, Andrés?

—¡Qué va! ¡Lo digo por ese tarambana de francés para el que trabajas! ¿Ya sabe que si no fuera por ti estaría arruinado?

—Creo que exageras —replicó ella con falsa modestia.

—Debería saberlo. Pero ¿te gusta que te halaguen el oído, o no?

Constança volvió la cabeza para no continuar la conversación. Pero el propietario del café de la Rambla aún tenía cosas que decir.

—¡Veo que vas muy bien acompañada! —exclamó obviando la presencia de Rafel y clavando la mirada en Cecília.

—¡Vaya, vaya! ¡Veo que tienes el paladar fino, eh!

—El paladar, sí, pero ¡hoy todo me sale mal! Me han fallado los dos ayudantes que había contratado —respondió Andrés con picardía.

—¡Caramba! ¡Cuánto lo siento!

—Quizá podrías hacerme un favor. Si dejaras que Cecília me acompañe… —comentó con voz melosa—. Seguro que puedes prescindir de ella. ¡Tienes más empleados que el Palacio Real!

El primer impulso de Constança fue decir que no, que de ninguna manera, pero de golpe Cecília la miró con aquellos ojos del color de la puesta de sol y vio que brillaban. ¿Qué derecho tenía a oponerse? ¿Olvidaba la prisión a la que la había sometido su abuela?

Cecília se pasó al carro de Andrés y, cuando el atasco se despejó un poco, ambos coches avanzaron y fueron esquivando el gentío con cuidado. Constança ni siquiera miró atrás. Encontrarse a Andrés le había recordado que Pierre volvería a ignorarla en una ocasión tan importante como el banquete de aquel personaje ilustre. Habían quedado en la casa de campo del virrey al día siguiente, y seguro que él se dedicaría, como en los últimos tiempos, a cosechar alabanzas sin preocuparse de lo que pasaba en las cocinas.

Cecília tampoco se despidió de su protectora. Andrés hacía meses que procuraba hacerse el encontradizo, y a ella le resultaba simpático, pero lo que de verdad la animaba era verse rodeada de todos aquellos coches, donde viajaban algunas de las damas más importantes de Barcelona.

—En el coche de delante viaja el barón de Maldà, el sobrino del virrey —informó Andrés, acercándose un poco más a la muchacha—. Me alegra que hayas aceptado ayudarme. Podrás ver a todo el mundo, si es que quieres servir la merienda. Según me dijo el otro día Constança, lo haces muy bien.

—Claro. Y lo haré con mucho gusto —respondió ella, coqueta—. Estoy ansiosa por ver el desfile de toda esta gente tan elegante.

No había tiempo que perder, había que adelantarse a la comitiva si querían cumplir el encargo. Mientras subían en dirección a Gràcia, los campesinos interrumpían sus quehaceres para ver pasar aquel desfile de carruajes. Cecília, que se moría de expectación, deseaba llegar cuanto antes.

—¿Es esta? —preguntaba la chica cada vez que se acercaban a una de las muchas casas de campo diseminadas que iban dejando atrás.

—No, esta tampoco. No te aflijas, la reconocerás enseguida, es una mansión enorme, ¡seguramente la más grande de Gràcia! ¡Es inconfundible por su aire colonial! Primero el virrey adquirió la finca de Can Vidal, que tenía una torre pequeña, pero no la aprovechó.

—¿Por qué?

—¡Debió de parecerle poca cosa, qué sé yo! El caso es que, mientras terminan la nueva casa de la Rambla, en esta de Gràcia ha levantado otra torre aún más grande al lado de la antigua.

—¿Y para qué quiere tantas?

—La gente rica hace esas cosas, Cecília. Quizá piense venir aquí los veranos, o bien la destinará a celebrar fiestas.

Cuando por fin tuvieron la casa delante, Cecília no se lo podía creer. Su decepción fue que, lejos de ser invitada a subir la impresionante escalinata, comprobó con frustración que el carro enfilaba un sendero lateral que conducía a la parte de atrás.

—Pero… ¡si no te detienes no podré verlos! —exclamó enfurruñada.

—Ya lo harás, y de muy cerca, cuando sirvas el refrigerio, pero no te fíes de tanta opulencia. No dejan de ser una pandilla de fatuos que viven a expensas del trabajo ajeno…

—Sí, claro… —asintió Cecília con escasa convicción. Quizás Andrés tuviera razón, pero ella siempre había vivido con su madre, y la manera de soportar el encierro en la calle Carbassa había sido soñar con fastos y oropeles, a menudo influenciada por aquellos autómatas, sus únicos amigos durante la mayor parte del tiempo. Al menos hasta que Constança había entrado en sus vidas.

Pero la joven cocinera había dejado de ser la compañera de juegos de los primeros tiempos, la muchacha que huía de una situación insoportable en casa de su abuela. Cecília añoraba aquellos momentos, aunque entendía la presión y la responsabilidad a que estaba sometida su amiga.

—Deja de soñar y ayúdame —dijo Andrés mientras descargaba los bultos—. Por suerte lo llevo todo bastante preparado, porque ya veo que no me serás demasiado útil…

—Todo depende… —repuso Cecília, de nuevo coqueta y saliendo de su embobamiento.

Ella podía trabajar a pleno rendimiento si quería, y entendió que sería poco amable dejar que Andrés cargara con todo. Al fin y al cabo, para eso había ido. La entrada de las cocinas provocó, de nuevo, su admiración. No faltaba nada. Constança se encontraría como pez en el agua. Por unos momentos apartó la vista de las cazuelas relucientes, las estanterías bien surtidas y los tapetes que cubrían cada balda, para observar los movimientos ágiles y decididos de Andrés. Pensó que aquel hombre le gustaba bastante.

Cuando le pasó una bandeja con pastas y dulces envueltos con primor, el propietario del café de la Rambla le dio un beso. Y ella, con los ojos cerrados, lo dejó hacer.