3
Constança miraba por la ventana noche tras noche. Esperaba que se repitieran los movimientos nocturnos que un día la habían llevado hasta los establos, pero cada vez se abocaba a ello con menos convicción. En ninguna de sus inspecciones, disimuladas como si fueran esparcimientos inocentes a plena luz del día, había descubierto indicios de nada en aquel sitio olvidado del cual no tenía la llave, más allá del ruido de las ratas o el maullido de algún gato famélico.
Lo que le había llamado la atención era la enorme pila de troncos, protegida bajo el viejo porche del patio interior de la casa, que esperaba convertirse en leña para la cocina. No hizo lo que había estado pensando. Por una vez se impuso la sensatez. Quizá la pequeña abertura encima de los establos ocultaba un lugar por descubrir donde se urdía algo gordo, pero de momento era solo una incógnita. Tampoco se sacó de la cabeza aquellos troncos, quizá debería tenerlos en cuenta.
Durante un par de semanas solo había sido invitada al cuarto de Pierre tres veces, y al regresar al suyo, tanto daba cómo estuviera de cansada, no se había olvidado de examinar el patio. Todo le había parecido en orden.
De lo que no se podía desembarazar, sin embargo, era de las palabras de Àgueda, de la intrusión de Margarita en su vida y del secreto que Cecília le había confiado. Por más que se esforzara no conseguía que su amante le revelara algún indicio de la existencia del sótano de los autómatas. Eso la molestaba y, a la vez, la empujaba a llevarlo a situaciones límite, donde fuera más fácil que soltara la lengua.
A menudo lo observaba antes de hacer el amor, durante los preparativos, y se preguntaba si ella no había tomado el lugar de uno de aquellos seres a los que daba cuerda y se movían empujados por su voluntad. Pero, por otro lado, sentía que formaba parte de una especie de colección muy valiosa y exclusiva. Cuando se entregaba al placer que él le proporcionaba, con una habilidad que no tenía parangón en su experiencia, todos los temores se desvanecían.
Aquella noche, justo quince días después de su descubrimiento nocturno en los establos, la escena de los hombres cruzando el patio se repitió. Constança, como una niña que ha preparado largamente su incorporación al juego, estaba dispuesta a entrar en acción. En la oscuridad le sería más fácil llevar a término su plan; sabía dónde encontrar la solución al problema y se ahorraría el riesgo de ser descubierta.
Se calzó unos zapatos cómodos, los únicos que guardaba de su paso por la droguería, y también el vestido que se ponía para trabajar en compañía de Vicenta. Después recogió una bolsa con herramientas que podrían serle útiles, un gancho por si le costaba mover algún tronco, unas manoplas, y salió sin hacer ruido con la lámpara en una mano y un chal de lana y la bolsa en la otra.
Una mezcla de miedo y alegría le hizo abrir los ojos como platos. Su sospecha se confirmaba y, de nuevo, detrás de aquella ventana remota relucía una claridad tenue. Esta vez las voces le llegaban más nítidas, discernibles. No tenía ninguna duda; cualquiera que fuese la intención de quienes se reunían allí, habían comenzado una acalorada discusión que los comprometía.
Constança oía cómo, de vez en cuando, alguien pedía silencio, pero la calma era efímera, y a los pocos minutos el ambiente se volvía a cargar. Entre juramentos y blasfemias, le pareció oír la palabra «libertad», pero no fue lo único que le heló la sangre y la hizo desprenderse del chal con que se cubría los hombros.
A partir de entonces se concentró en el timbre de aquella voz que la había alterado profundamente. Necesitaba aislarla de las demás, como hacía a menudo con los sabores que componían el plato definitivo. Durante un rato esperó en vano, incluso se sintió ridícula; ya no era una niña en busca de aventuras río arriba. Seguramente lo que estaba pensando era una tontería. ¡Era imposible! ¿O quizá no?
Enfadada, inspiró hondo por la nariz y exhalando con la intención de librarse de parte de su enojo. Pero cuando ya se había dicho que abandonaría, la esperada voz volvió nítida, inconfundible. ¡Era él, que en realidad se llamaba Rafel, no tenía duda!
El corazón le dio un vuelco y, como si se la llevara el diablo, en cuanto acabó de colocar los últimos troncos debajo de la ventana, no dudó ni un segundo en trepar por la pila. Lo hizo como si en ello le fuera la vida, con la falda recogida y con la única claridad que proporcionaba una frágil luna creciente. Una vez arriba, pegó la oreja a la pared como una babosa, pero los latidos de su corazón acelerado se imponían a cualquier otro rumor. Cogida a una de las ramas más gruesas de la hiedra que cubría la pared, aún dio un paso más hacia la ventana. Y entonces todo se fue al garete. El desmoronamiento fue inevitable y Constança perdió el equilibrio. Uno tras otro, los troncos rodaron sin freno y la joven quedó medio sepultada por lo que le cayó encima.
Uno de los hombres dio la alarma, alertado por el estrépito y en un momento Constança se vio rodeada por varias siluetas. La cabeza le dolía, y una pierna cogida entre los troncos le provocaba una inmovilidad forzosa. Pero le preocupaba aún más que, en la casa, alguien se hubiera despertado; por suerte, la casa ocupaba toda la manzana y las habitaciones daban a otra calle.
—¿Quién coño es esta? ¿Se puede saber de dónde ha salido? —dijo un hombre esmirriado de voz estridente.
—¡La madre que la parió! No perdamos más tiempo, cógela y llévala adentro. ¡Esto no me gusta ni un pelo! —exclamó uno más bajo y de complexión corpulenta.
—Aquí hay un saco con un gancho y una cuerda… —añadió un tercero.
—Recógelo todo y ocultémonos. ¡No perdamos más tiempo, si nos descubren estamos perdidos! —se lamentó el que parecía más joven; llevaba unos anteojos tan pequeños que apenas se distinguían sobre su prominente nariz.
Cuando Constança se despejó, se encontraba en un cubil hediondo con una docena de ojos clavados en ella. Por fin había tenido acceso al reducto misterioso que tanta curiosidad le producía, pero no en las mejores condiciones. La habían dejado en el suelo sin miramientos, y un gesto de dolor hizo que se protegiera la pierna con las manos.
—¡Mirad lo que tenemos aquí! —exclamó un hombre de mediana edad y piel del color del cuero adobado.
La joven cerraba los ojos, deslumbrada por la lámpara con la cual la escrutaban desde muy cerca.
—¡Yo no he hecho nada! Os lo puedo explicar… —dijo para ganar tiempo mientras pensaba alguna excusa que le permitiera salir bien librada.
—¡Pues ya puedes comenzar! —dijo otro hombre, muy alto y de espaldas cargadas.
—¿Es que os habéis vuelto locos? ¿Acaso un par de tetas os han hecho perder la sensatez? Sea quien sea, nos ha visto, y todo hace pensar que no ha sido el azar lo que la ha traído hasta nosotros. Antes de que nos delate al patrón y tengamos problemas, hagámosla desaparecer.
Aquel individuo cogió un garrote ante las miradas de perplejidad de sus compinches.
—Josep tiene razón, si nos descuidamos nos atraparán. Es peligroso salir de madrugada. Hemos llegado muy lejos para ponerlo todo en peligro —espoleó el hombre alto al ver que algunos daban un paso atrás ante la propuesta de enviarla al otro barrio.
Constança, deslumbrada, buscaba algún indicio que la salvara de aquellos cafres. Si el joven marinero al que había ayudado en La Imposible le hubiera dicho su nombre, ahora podría dirigirse a él. Tampoco entendía por qué él no la reconocía. Quizás aquellos seis años no habían pasado en vano…
La inquietud de la joven iba en aumento, y de vez en cuando abandonaba el gesto de cubrirse los ojos para bajarse la falda. El garrote guiado por aquella mano hurgaba en su interior y se las subía, dejando a la vista unas piernas parcialmente cubiertas por unas medias claras y raídas.
—¡Pero si tiene un colgante y todo! —dijo, dirigiendo el palo hacia el cuello de la joven.
El tono burlesco de aquel rufián fue seguido por un magreo al cual Constança respondió protegiéndose el amuleto y soltándole un puñetazo en el ojo.
—¡Serás mala puta! —Y la cogió por el pelo para darle un escarmiento, cuando alguien lo detuvo sujetándole el brazo.
—¡Ya basta, dejadla! Conozco a esta mujer.
—Por fin —articuló Constança con un gemido.
La esperada voz había resonado potente, y su figura se había hecho visible a los ojos de la cocinera. Era joven, de pelo oscuro y ojos penetrantes. Una camisa blanca a medio abotonar dejaba a la vista un cuerpo fuerte y bien formado. Por unos momentos Constança olvidó el dolor de la pierna lastimada y relajó el cuerpo. Él cogió la lámpara y la miró de nuevo, mientras el resto de los hombres mostraba recelo y desconcierto.
—Vaya, vaya… Mira por dónde, nos volvemos a encontrar, pero esta vez la situación se ha invertido, por lo que parece. —El joven iba haciendo movimientos afirmativos con la cabeza y se movía en torno a ella con postura arrogante.
—¿Dices que la conoces, Rafel? ¿No estarás metido en un lío de faldas? —preguntó el tal Josep.
Rafel asintió.
—Más o menos… Pero ahora esta señorita me debe un favor.
—¡Yo diría que estamos en paz! —dijo Constança intentando imprimir a sus palabras una seguridad que no sentía.
—Te equivocas —replicó Rafel paladeando cada sílaba, confiriéndole un tono intrigante y seductor.
—Se me está acabando la paciencia. O me convences de que no es una espía o le parto la cabeza y acabamos de una vez. Ya la encontrarán mañana extramuros. ¡Decide!
Se diría que el hombre del garrote tenía ganas de usarlo como fuera, y tanta cháchara comenzaba a ponerlo muy nervioso.
—¡Si me hacéis daño os juro que acabaréis todos en la horca!
—¡Ahora sí que me haces temblar! —respondió entre risotadas y movimientos grotescos el hombre que había proferido la amenaza.
—Monsieur Plaisir es muy poderoso, no se le puede ofender —argumentó la joven con vehemencia.
—¿Sería una ofensa a… su propiedad, acaso?
Rafel dio un golpe sobre la mesa y las carcajadas se extinguieron en un santiamén.
—¡Os he dicho que conozco a esta mujer, y respondo por ella! Si tiene alguna relación con ese sujeto despreciable, mucho mejor. Trabajará para nosotros. Obtendremos información de primera mano, necesitamos a alguien que esté dentro de los círculos del poder. No podemos hacer la revolución desde las alcantarillas.
—Te juro que si esta zorra nos da problemas, te arrepentirás. ¡No lo veo claro! ¡No sé qué te traes entre manos, pero os vigilaré muy de cerca! —amenazó el individuo que ya exhibía un ojo a la funerala.
Alcanzar un consenso fue complicado, pero la opción de Rafel se acabó imponiendo y, después de hacerle las advertencias de rigor, la dejaron marchar. Constança, más pálida que de costumbre, se compuso el vestido y, guiada por Rafel, abandonó el lugar.
—Gracias —añadió antes de despedirse del joven.
—No me las des, aún. Esto tiene su precio… Por cierto, ¿aún te haces llamar Constança? —preguntó, acercándose a ella.
La joven se sintió desarmada ante su proximidad. Percibió que el color le volvía a las mejillas y, cuando los dedos de Rafel le apartaron del rostro los rizos enredados, un escalofrío la recorrió de arriba abajo.
Con la complicidad de Eulària, Constança se quedó en la cama tres días fingiendo un resfriado. Por más vueltas que daba a todo lo sucedido últimamente, no conseguía resolver el misterio ni decidir qué hacer. Parecía que a su alrededor todo se precipitaba, y no encontraba la serenidad necesaria para pensar.
—¡Basta! No puedo quedarme en este agujero como un topo. Ayúdame y me vestiré.
—Pero señorita…
—Necesito levantarme. ¡Quiero volver a las cocinas!
—A mí me parece que en vuestro estado…
—Me hará bien, Eulària. Me hará bien —repitió la joven, dulcificando la voz.
—Pero ¿a estas horas? ¡Todo el mundo se ha marchado, no hay ni un alma!
—Precisamente por eso. No sé si te lo sabría explicar… La cabeza me bulle, necesito ir… ¡necesito volver a la cocina!
—Hacedme caso, lo que necesitáis es descansar. Ya han terminado la faena, esperad a mañana.
Constança desistió. Por mucho que se esforzara, su sirvienta no tenía bastantes luces para entenderla. Seguro que confundía su estado con un delirio. Para ella la cocina era más que un trabajo, era su manera de poner en orden las emociones; era un espacio de introspección y de conexión con ella misma donde cada ingrediente se convertía en una reacción, una sensación, una intuición, un sentimiento. Ahora lo necesitaba para dar curso a una serie de razonamientos que, de otra manera, no se veía capaz de articular.
En el recorrido que hacía para plasmar una receta no siempre intervenía la vista o el gusto; muy a menudo era el olfato quien tenía un papel clave. En numerosas ocasiones y circunstancias había comprobado que los olores despertaban el deseo o, al contrario, el rechazo. Se trataba del primer contacto con el plato, y necesitaba prever los resultados, ensayar las condiciones y los ingredientes que lo hacían posible. Para conseguirlo había que poner en juego la reflexión, la memoria, el combate… No conocía mejor manera de ejercitarse, de ponerse a prueba.
Por eso, en cuanto se fue Eulària, no hizo caso de sus recomendaciones. Una vez en las cocinas, caminó sin prisa en torno a la gran mesa de mármol; la acarició largamente, disfrutando de la frialdad de aquella superficie lisa e inmaculada. Era como si pidiera permiso a aquella roca compacta de aspecto cristalizado para estropear su merecido reposo. Constança repitió el gesto rumiando qué elementos escogería para componer un plato del cual aún no sabía casi nada.
De pronto, sintió la necesidad de volver a los papeles que Antoine le había dejado en herencia. La pierna aún le molestaba un poco, pero fue hasta su cuarto con la decisión de quien tiene las cosas claras. De nuevo en su espacio de trabajo, encendió todas las lámparas de aceite disponibles y, sentada en el banco, abrió el presente de su padrastro por la última página que había consultado hasta entonces.
Lo que leyó no era ni de lejos lo que esperaba encontrar, y Constança frunció la nariz al advertirlo. Se sentía nerviosa, impaciente, iba a la búsqueda rápida de una receta nueva, pero, como era propio de él, Antoine se explayaba en reflexiones. Aquella letra de caligrafía perfecta no hablaba de ingredientes ni de puntos de cocción, tampoco de ningún preparado especial. Parecía reflexionar en voz alta; mejor dicho, recopilar viejas conversaciones entre los dos, quizá con la intención de que no se diluyeran con el tiempo. Tal vez intuía que los pocos años de la niña y su falta de madurez no permitirían que arraigasen con suficiente fuerza.
Sedivlo on
¡Bebe de todas las fuentes! No te ciñas a lo que está de moda o a lo que otros te dicen que lo está. No hay solo un paisaje, ni uno superior. Lánzate a descubrirlos todos y no menosprecies ninguno por su aparente sencillez o extravagancia. Contrasta maneras de ser y encuentra la tuya. La cocina, como la vida, es movimiento. Atarte a las recetas que yo te entrego sería renunciar a la invención y cerrarte puertas para seguir aprendiendo.
Constança detuvo la lectura justo en este párrafo. Aún no era capaz de entender los extraños títulos que Antoine ponía a sus anotaciones, pero recorrió con la punta de los dedos las líneas y soltó un largo suspiro. Poco a poco tomó conciencia del valor del mensaje e intentó rescatar su esencia. Agrura y dulzor se mezclaban y confluían en su búsqueda y su propio latido.
Sobre un banco, junto al gran ventanal que a aquellas horas estaba huérfano de horizontes, descansaba una gran panera con frutas. La joven se acercó y cogió unos melocotones primerizos que rezumaban un aroma agradable. Los acarició con cuidado y su tacto aterciopelado y ligeramente esponjoso la satisfizo por unos momentos. Después, sin contemplaciones, exclamó:
—¡No! No estoy para confituras ni mermeladas.
Abandonó los melocotones, pero al punto volvió a cogerlos. Al hacerlo, una media sonrisa le iluminó el rostro y el azul de sus ojos adquirió un reflejo acuoso mientras dos pequeños hoyuelos aparecían en las mejillas. Aquella expresión habría puesto en guardia a Antoine, que la conocía bien.
Ya tenía la parte dulce. Ahora necesitaba el ingrediente ácido, y los limones se le ofrecían con un amarillo exultante en una panera de mimbre, al lado de un montón de leña que alimentaría el fuego.
En la cocina reinaba un silencio poco habitual, solo roto por sus propios pasos, sonido al que más tarde se sumaría el de las cazuelas y los peroles. En el exterior cantaban los grillos, pero Constança se mostraba del todo ajena a ellos. Mientras iba colocando los productos escogidos sobre la mesa, seguía escrutando su entorno, desgranando cada elemento en función del resultado final.
—Canela —susurró.
La corteza amarronada del canelero le proporcionaría un sabor cálido y persistente. Tampoco podían faltar las almendras tostadas, ni…
—¡Relleno de carne!
La mezcla le pareció excelente. Sin perder más tiempo, aderezó la ternera con sal y pimienta y la puso a asar. Mientras tanto, dispuso un par de huevos, una raspadura del limón, una pizca de canela, otra de sal y un poco de azúcar en un bol de cobre. La mezcla estaba a punto para acoger la carne que antes había picado con esmero.
Las manos de la joven cocinera recordaban las de un pintor deslizando el pincel sobre el lienzo, mezclando pigmentos, creando texturas…
Constança conocía cada componente y lo trataba con un cuidado extremo, observaba su transformación, lo añadía cuidadosamente aquí o allá hasta encontrar el equilibrio. A ratos tarareaba una vieja canción, la única que recordaba haber oído cantar a su madre. Hablaba de una doncella junto al mar…
Por un momento se dejó llevar por la melancolía, pero, sacudiendo la cabeza, volvió al trabajo. Después de vaciar los melocotones los rellenó con la mezcla ya preparada y los puso a freír a fuego suave, con mitad de aceite y mitad de tocino.
El aroma se esparció por la estancia y Constança cerró los ojos para tragárselo, como le había dicho Antoine que hacían los gatos. Cuando los abrió, profirió un chillido y se echó atrás.
—¡Me habéis dado un susto de muerte! No os esperaba…
A la luz de las lámparas, el sombrero de Pierre Bres proyectaba una sombra fantasmagórica sobre su rostro. Llevaba una casaca negra con faldones que le daba un aspecto sumamente distinguido. Tal vez se disponía a salir o, al contrario, acababa de llegar a casa. Bajo la mirada sobresaltada de Constança, la cara de aquel hombre de facciones duras pareció ablandarse por un momento.
—No era mi intención espantarte. Me ha parecido ver luz y… Ya veo que estás muy entretenida. ¿Eso quiere decir que ya te encuentras mejor?
—¡Oh, sí! Mucho mejor, gracias.
Monsieur Bres avanzó dos pasos y estiró el cuello hacia la sartén. Se deshizo de los guantes y, con un gesto ondulante de la mano derecha, se acercó el aroma a la nariz.
—¿Preparas algo en especial, quizá? —preguntó, complacido.
—Ha sido un arrebato —se justificó la joven.
—No quisiera estorbar. ¿Te molesta si me quedo?
—Yo… Bien, estáis en vuestra casa.
Constança iba volteando los melocotones, que cogían un tono acaramelado, mientras buscaba las palabras más apropiadas para hacerle saber que prefería seguir sola. Pero antes de conseguirlo el cocinero ya se había quitado el sombrero y la casaca.
—No quisiera parecer… —murmuró la joven.
—Pues, entonces, calla.
Sin replicar, Constança retiró la sartén del fuego y llenó de agua una olla de barro. Después añadió azúcar, una rama de canela y la piel de un limón. El corazón le latió con fuerza al notar el aliento del cocinero en la nuca.
—Es para preparar un almíbar —dijo en un intento de romper el embrujo al que no quería someterse.
Bres seguía detrás de ella sin abrir la boca, consciente de la turbación a que la sometía. Por primera vez, la joven oyó el canto de los grillos detrás de la ventana. Pero el tiempo necesario para que el líquido cogiera la consistencia deseada se le hizo eterno. Entonces depositó los melocotones. Un temblor casi imperceptible en las manos acompañó el trayecto de las frutas hasta quedar inmersas en el néctar líquido. Incómoda, se aclaró la garganta para imprimir más fuerza y seguridad a la voz.
—Pongo la parte del relleno hacia arriba para que no se escape. Ya me entendéis… Añadiré un poco de agua, suficiente para que casi los cubra. Ahora, a dar hervores a fuego muy suave.
—Tardará un buen rato, por lo que parece.
—Sí, claro.
—¿Y mientras tanto?
—¡Las almendras! Las había cogido… y quizá sea mejor que las pique —añadió, aturdida.
Impulsivamente, cogió el mortero y comenzó a chafarlas con fuerza, pero enseguida la mano del cocinero se colocó sobre la suya y retardó la operación.
—No tan deprisa. Poco a poco, Constança, poco a poco. Mira cómo se deshacen a cada embestida… Quiero que lo notes.
Constança giró ligeramente la cabeza, pero él la devolvió a la posición inicial. Seguía detrás de ella, pero las distancias habían desaparecido. Cada acometida que infligían juntos al recipiente de mármol acompañaba otra del sexo de él contra las nalgas firmes de ella.
Por más que se resistía a aquella sensación que ya le sofocaba las mejillas, se sabía prisionera de su deseo. En el afán de rebelarse, rescató las palabras de Àgueda tratándola de ingenua, preguntándole si amaba a aquel libertino que, según ella, era capaz de cualquier perversión. Como una punzada difusa, la asaltó la escena de Cecília en la escalera del sótano de los autómatas, y que ya había decidido olvidar. Tampoco estaba dispuesta a correr riesgos innecesarios que la apartasen de su objetivo, y las amenazas de Rafel y su grupo parecían ir en serio. Aquel juego era muy peligroso. ¡Demasiado tarde! Su cuerpo no era capaz de escuchar nada ajeno a aquel anhelo ardiente de sentirse poseída.
El aroma dulcemente picante de la comida y las llamas que dibujaban sombras movedizas en las paredes y conferían un ambiente íntimo al recinto, concebido para la brega de platos y cazuelas, ganaron la partida. Con la mirada perdida en los melocotones, que se ablandaban lentamente, también ella se ablandó. Permitió que le aflojara el corsé y le acariciara los pezones sin ofrecer resistencia. En pocos instantes estaba desnuda y un chorrito caliente de almíbar le resbalaba por el vientre hasta perderse en la pelusa del pubis.
Constança se estremeció y soltó un gemido acompañado de una contracción que le hizo apretar los muslos.
—No te muevas, yo te lo recogeré.
Encorvada sobre la mesa, sintió la lengua de Pierre probando un elixir dulcemente amargo, como el que se cocinaba delante de ella. Estremecida y en contacto con la superficie fría, intentó someterse. Nada a su alcance se convertía en un soporte bastante resistente para refrenar las sacudidas que desde el vientre le recorrían todo el cuerpo. Entonces colocó las piernas entre los muslos de Pierre y se enredó como un zarcillo, y unos instantes más tarde reposaba sobre el mármol. Algo metálico rodó por el suelo, pero no le hicieron caso. Sobre aquel altar donde se oficiaba el sacrificio, una ofrenda era consumida por el fuego; a sus pies el celebrante, con la respiración acelerada y los ojos brillantes, paseaba su satisfacción por encima de la piel desnuda y sudada de la mujer.
Constança tardó en recuperar el control; durante un breve momento su larga cabellera peinó de negro el mármol inmaculado. Después, al incorporarse, volvió a caerle enredada sobre los hombros. Solo un rizo se obstinaba en taparle el rostro, y con el gesto de apartárselo la imagen de Rafel cogió fuerza, venida no se sabe de dónde. Sofocada y confusa, se precipitó a recoger la camisa del suelo y se cubrió apresuradamente los senos. Incómoda, reculó unos pasos hasta situarse detrás de la mesa. Entonces, como quien despierta de un sueño inquietante, exclamó:
—¡Las almendras!
Las esparció sobre los melocotones con torpeza. Monsieur Plaisir ya había abandonado las cocinas cuando Constança retiró las frutas del fuego y dejó espesar la salsa. Las incorporó de nuevo cuando tuvo la consistencia de un jarabe.
Sola, a la luz de la única lámpara que permanecía encendida, la joven se sentó en el banco con un plato en la falda. La noche iba perdiendo su oscuridad mientras la exquisitez cocinada la obligaba a cerrar de nuevo los ojos.