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A orillas del río Rímac, Lima, 1764

Siempre que pienso en Iskay el río se apodera sin remedio de mis recuerdos. Lo descubrí junto al Rímac un día triste de otoño, cuando los palacios de la ciudad ya se cubrían de los colores del crepúsculo. Él pescaba con la ayuda de un palo y me quedé mirándolo agazapada entre los árboles.

Llegué a tientas. De hecho, cuando eché a correr no sabía adónde iba, y tampoco me importaba demasiado. Necesitaba huir, desaparecer. Yo tan solo tenía nueve años, él no debía de ser mucho mayor. Enseguida, y en secreto, envidié su alegría, los harapos que cubrían su cuerpo delgado y la desnudez de unos pies que no parecían tener amo.

Durante un rato observé la pericia con que sacaba los peces del agua. Me dejé llevar por el silencio de la puesta de sol y el rumor de las barcas que volvían a la ciudad, pero lo que más atrajo mi atención fue la piedra roja que le colgaba del cuello. Recuerdo también que, al ser descubierta, retrocedí unos pasos.

—¡Estos salvajes no son de fiar! Más vale que te mantengas a distancia.

Eso me habían dicho una y otra vez en palacio.

Pero, bien mirado, tenía poco que perder, y quizá por ese motivo el miedo se desvaneció en el mismo momento en que me miró. Todo él tenía un color intenso, la piel, el cabello, los ojos… Y, extrañamente, todo él irradiaba luz.

—¿Tienes hambre? ¿Quieres uno? —me dijo con aquella sonrisa amplia y las manos extendidas mostrándome la cesta con tres pescados.

—No, gracias.

—¿Te gustaría pescar conmigo?

—No.

—¿Acaso estás enferma?

¡Debía de ser eso! Sí que estaba enferma, muy enferma, porque un nudo en la garganta no me dejaba respirar y notaba un peso en el estómago, como si me hubiera tragado una piedra de aquellas que había junto al río. Asentí con un gesto leve y, ocultando la cabeza entre las rodillas, me entregué a mi pena, de la cual nadie podía curarme.

No sé cuánto tiempo lloré.

Cuando el corazón me dijo basta, cuando sentí que el nudo se había aflojado y respirar ya no era tan difícil, levanté de nuevo la vista. Él seguía a mi lado.

—¿Tu madre lo sabe?

—¿Qué tiene que saber?

—Eso, que estás enferma.

—Mi madre está muerta… y mi padre también. Acaban de darle sepultura.

—Llorar nuestros muertos es bueno…

—Pero es que aún no me lo creo. ¿Por qué nadie quiere explicarme qué ha pasado? ¿Tú tienes padres?

—Me parece que sí.

—¿Te parece? —pregunté abriendo mucho los ojos.

—Vivíamos en el río Chapurí. Unos misioneros se me llevaron, me enseñaron la lengua de los blancos. Pero yo soy de la tribu kandozi —dijo con cierta rabia y mucho orgullo—. Pero, dime, ¿tus padres no eran buenos?

—¡Claro que eran buenos!

—Entonces no deberían hacer el viaje solos. Cuando moría alguien de mi tribu, se sacrificaba un perro o un gallo.

Recuerdo que, al escuchar aquellas palabras, contraje el rostro con cara de asco. Iskay, contrariado, no insistió.

—No te enfades conmigo. Lo siento. ¿Quieres… quieres explicármelo, por favor?

—Vosotros los extranjeros no podéis entenderlo. ¡No entendéis casi nada!

—Explícamelo —rogué con cierta coquetería.

Él dudó unos instantes, pero finalmente me complació.

—Es peligroso enfrentarse al alma del Kunukunu sin compañía.

—¿Al alma de quién?

—El Kunukunu es el espíritu de un búho transformado en ser humano —dijo como quien habla pacientemente a un niño—. Si el muerto es hombre, se le aparece en forma de mujer, y si el muerto es mujer, se le aparece en forma de hombre para intentar… ¡ya sabes!

—¿Qué?

—Pues ¡seducirlos!

No estoy segura de haber entendido entonces lo que quería decir, pero dejé que continuara. Los reflejos del puente iluminado por el último sol comenzaban a teñir el río de naranja.

—Bien, pues, si el alma cae en la trampa cuando llega al mundo de arriba, no es bien recibida por el Kuraka —continuó Iskay—, que es el jefe, o el amo, como decís vosotros.

—¿Quieres decir por Dios mismo?

—No estoy seguro… Entonces la queman y la devuelven a la tierra.

—¿Y qué hacen el gallo y el perro?

—Tienen que espantar al Kunukunu para que el alma pueda pasar tranquila. Cuando por fin llega al mundo de los muertos, se encuentra con sus familiares, los que murieron antes que él —añadió intentando hacerse comprender—. Y ellos le ordenan que baile hasta cansarse.

—¿Y por qué debería bailar?

—Pues, para que los que están en la tierra no se mueran demasiado pronto.

—Me gusta imaginar que mis padres bailan mientras piensan en mí. ¡Los añoro tanto! Mi padre me prometió que nunca me dejaría, pero también se ha marchado.

—Quizás añoraba a tu madre. Quizá le llegó su hora…

—No me lo quieren decir. Piensan que soy tonta o demasiado pequeña. Todo el mundo calla cuando yo llego o cambian de conversación… Pero los he oído murmurar y sé que me ocultan algo. ¡Mi padre no estaba enfermo! Solo bebía de noche, desde que mi madre nos dejó.

Iskay movía la cabeza haciendo pequeños giros a un lado y otro, como hacen los pájaros al examinar algo que no acaban de reconocer. Cuando dejé de hablar, él también dejó a agitarse.

—Cuando muere alguien de mi tribu y los familiares tienen tanta pena como tú y no pueden dormir, llaman a una vieja para que los cure. Les sopla los ojos con tabaco chapeado.

—¿Cómo dices?

—Es tabaco picado y disuelto en agua. De esa manera pueden expulsar sus pesadillas.

—Me parece que no tenemos en palacio. En todo caso, le puedo preguntar a Antoine, el cocinero. Si tiene, ¿serviría igual si me lo sopla él?

—No pierdes nada con intentarlo… Pero no sufras por tus padres. Allá arriba todos son felices, no trabajan y pueden cazar y pescar…

—Mi padre no cazaba ni pescaba.

—¿Qué hacía, entonces? —preguntó Iskay, extrañado.

—No lo sé con seguridad… Hacía lo que el virrey le mandaba, supongo.

—¿El virrey tampoco caza?

—¡No! ¡Es un hombre muy importante! Cazan por él y también le preparan la comida. Antoine Champel, el cocinero de palacio, es muy bueno. Siempre que mi padre salía de viaje por asuntos del virrey, yo me pasaba horas en las cocinas mirando cómo trabajaban. Antoine me explica cosas, pero mi presencia allí es nuestro secreto. Espero que siga siéndolo ahora que…

—Si es tu secreto, ¿por qué me lo cuentas? —replicó Iskay antes de que yo rompiera a llorar.

—No lo sé. Quizá porque tú también me has confiado los tuyos…

Por primera vez, Iskay recogió una lágrima con la punta de los dedos. Desde que mi madre me besaba la frente antes de ir a dormir, nadie me había conmovido con un gesto tan tierno. Cerré los ojos agradecida y me pareció que el mundo era más amable.

Aún hablamos de muchas cosas antes de despedirnos. Le pregunté por la piedra roja que lucía sobre su piel morena, e Iskay sonrió divertido. Se trataba de una semilla hembra, dijo; si hubiera sido macho tendría una mancha negra. Su nombre era huayruro, como el árbol al que pertenecía, uno de los más altos y majestuosos.

Me explicó que, de muy pequeño, le habían colgado aquella semilla al cuello, tal como hacían con todos los recién nacidos en su tribu. Creían que así los protegían de las envidias y de todos los espíritus malignos.

—¿Y no os la coméis? —pregunté, curiosa.

—¡Eso podría significar la muerte, es muy venenosa! —exclamó.

¡Cuántas cosas me quedaban por aprender!

El día fue agonizando lentamente e Iskay me mostró el firmamento. Decía que donde ahora se encontraban mis padres también estaban el Zari —el sol—, la Tsupi —la luna— y los Irunlli —las estrellas.

Permanecimos juntos mientras los astros de los que hablaba Iskay se iban mostrando en un cielo que se volvía hacia la noche. Me di cuenta con sorpresa de que una creciente sensación de paz disolvía la piedra que desde hacía unas horas amenazaba con ocupar mi vientre.

Cuando, ya oscuro y negro, llegué a palacio, solo Antoine me esperaba en la puerta.

—Comenzaba a inquietarme… ¿Tienes hambre? ¿Quieres que te prepare algo?

—Si tuvieras un poco de tabaco para soplármelo sobre los ojos…

El cocinero no hizo preguntas ni se rio ante ese pedido que podía parecer absurdo. Me acarició el cabello y yo me dejé llevar como un cachorro cerca de su amo. Después tomamos un chocolate con picarones.

—¿Me enseñarás?

—¿A hacer chocolate?

—Y picarones y…

—Lo que quieras, princesa.

Desde aquel momento, con solo nueve años y huérfana, la cocina se convirtió en mi hogar. Al principio era mi refugio, pero pronto llenó el resto del tiempo que permanecí en Lima, salvo los momentos que pasaba con Iskay.

Antoine fue mi maestro, y el zapallo, el camote y la chancaca, entre otros ingredientes, se convirtieron en mis juguetes. Pero yo aún no sabía nada del significado que todos ellos irían teniendo en mi vida.