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Barcelona, invierno de 1773
Durante los días anteriores a las fiestas navideñas, la faena se multiplicaba en casa de Pierre Bres. Era el tiempo de adviento, y muchos señores solicitaban sus servicios. La fama de Monsieur Plaisir crecía con cada nuevo banquete y todo el mundo quería disponer de él; si no era posible en persona, a través de algún plato elaborado en sus cocinas. Los invitados pasaban a ser una importante obligación en las casas nobles de la ciudad, sobre todo en las que aspiraban a contar entre las más destacadas. Muchas de ellas, a pesar de tener maestro de cocina propio, se hacían traer dulces o completaban las comidas festivas con alguna extravagancia que, al menos durante las semanas posteriores, los convirtiera en tema de conversación obligado.
Para Constança era su gran oportunidad, se había preparado a conciencia para aquella empresa y quería lucirse. Haría lo que estuviera en su mano para estar a la altura de las circunstancias.
Acompañada por su maestro y dos sirvientes, se dirigió a la feria de Navidad que se celebraba en la ciudad. Llevaban una lista con todo lo que necesitaban para satisfacer sus encargos. Eso sí, había que encontrar los productos de primera calidad que los clientes de Monsieur Plaisir merecían.
El guirigay se dejaba oír mucho antes de llegar a la explanada lateral del Born. Era todo un espectáculo ver a los campesinos conducir sus animales, siempre vigilando con sus cañas para que las gallinas y pavos llegaran al lugar donde se efectuaban las ventas. Algunos habían hecho de siete a ocho horas de viaje, con el resultado de que se podían encontrar las mejores especies de aves, capones, perdices, pulardas… ¡Toda una bendición de Dios de volatería y quién sabe cuántas cosas más!
El cocinero examinaba a conciencia los productos y después uno de los criados negociaba el precio y se encargaba de llevar la compra a su destino. Al final siempre se quedaba solo con Constança y acababan cargando hallazgos de última hora. A ella no le importaba. Más bien tomaba nota de las habilidades de aquel hombre tan singular para negociar con los puesteros. A veces le daban ganas de intervenir en alguna transacción, pero conocía el talante de Pierre, y también los disgustos que le había ocasionado hablar de más en otras épocas. Por tanto, se mordía la lengua y tragaba saliva. Ya llegará el momento, se repetía.
Lo que no había previsto, de ninguna manera, era aquel encuentro inoportuno.
—¡Constança! —llamó Monsieur Bres.
La chica se había entretenido observando unas frutas confitadas. Cuando se dio cuenta de lo que pasaba, ya no podía unirse al grupo. Le entorpecían el paso unos campesinos que llevaban animales cargados con costales de trigo. Después de estirar el cuello tanto como pudo, tomó como referencia el sombrero oscuro que llevaba Monsieur Plaisir; su altura hacía que destacara por encima de la mayoría de las cabezas.
Rodeó a los animales para alcanzar al cocinero, pero él se encontraba en compañía de una señora suntuosamente vestida de negro y su criada. El velo que sobresalía del sombrero le tapaba parcialmente el rostro y engalanaba su duelo con alhajas que llevaban piedras de azabache. La aparición de la chica los hizo callar, pero Pierre Bres tomó la palabra.
—¡Constança! ¿Dónde te habías metido? Te quería presentar a la señora Margarita, viuda De Acevedo.
La mujer se descubrió el rostro y le tendió una mano enguantada. Las comisuras de sus labios se elevaron imperceptiblemente mientras la chica palidecía.
—Como es natural, estas fiestas navideñas serán especialmente duras para la familia. Dejar a tres criaturas sin padre es un trance y una carga muy pesada para una mujer sola… —comentaba el cocinero, ajeno a lo que estaba pasando, a las chispas de satisfacción que irradiaban los ojos de aquella bruja, y también a los latidos que pulsaban en las sienes de Constança y que apenas le permitían seguir su perorata. Era la primera noticia que tenía de la muerte de aquel hombre y, a pesar de que nunca le había profesado afecto, su desaparición le resultaba más bien sospechosa.
—Me hago cargo —respondió brevemente la chica, intentando que su voz sonara lo más natural posible.
—De cara a la primavera, y en memoria de su difunto esposo, la señora De Acevedo había pensado ofrecer un concierto de música sacra en su casa. Los músicos de la capilla de la catedral ya han sido informados, y el acto se llevaría a término después de celebrar una misa solemne por el eterno reposo del alma del señor.
Tras una pausa en que ninguna de las mujeres abrió la boca, Pierre Bres añadió:
—Ha tenido la amabilidad de confiarnos la preparación de un refrigerio para convidar a sus invitados.
—Deposito en vos toda mi confianza, Monsieur Plaisir.
—Y yo os lo agradezco, señora. Entiendo que mi intervención formará parte de una ocasión muy especial. No os decepcionaremos, ni yo ni mi equipo. ¿Verdad que no? —dijo finalmente mirando a Constança, esperando alguna de sus salidas inteligentes, que tan bien lo hacían quedar.
Pero ella se limitó a apretar los dientes con fuerza mientras se despedía de su vieja conocida. Una vez que tuvo la certeza de que el cocinero no la vería, Constança intentó llamar la atención de la señora con un codazo, pero solo consiguió rozarle el vestido. Entonces la miró de arriba abajo y, aclarándose la garganta, escupió al suelo.
Nunca antes se había comportado de manera tan grosera, pero tampoco se arrepentía. Para colmo, Pierre se había mostrado excesivamente amable y escandalosamente seductor ante la viuda De Acevedo. Durante el camino de regreso, todo eran halagos que hacían referencia al exquisito gusto de ella en el vestir y, por descontado, a su posición y fortuna privilegiadas.
Aquella misma noche, Constança resolvió que debía conquistar a Pierre. Había herido su amor propio, y por nada del mundo aceptaría aquella ni ninguna otra humillación.
Los días fueron pasando abstraídos en el trabajo. La chica lo daba todo, pero a la más mínima rendija sus pensamientos se centraban en el objetivo que se había propuesto: cautivar al cocinero más allá de las habilidades que había heredado de Antoine Champel.
Hasta que llegó su oportunidad. Una mañana tuvo la certeza de que Pierre estaba en la despensa, pasando revista a los productos adquiridos y haciendo la conveniente distribución según los diferentes pedidos. Constança se presentó con el cabello recogido en un moño. Pero el resultado se redujo a una mirada furtiva y unas breves palabras de complacencia; muy lejos de los elogios que había desplegado delante de aquella viuda alegre.
Fueron hacia la cocina y, por el camino, Constança fue rumiando de qué otras armas disponía. Un agradable aroma a avellanas tostadas los recibió antes de entrar en aquel santuario. Las cuatro mujeres que trabajaban estaban muy ocupadas confeccionando los turrones, tal como Monsieur Plaisir les había indicado. La chica siguió con detenimiento cómo quitaban la cáscara de los frutos secos que ya se habían dejado enfriar. Las proporciones también estaban bien medidas, a partes iguales la miel y las avellanas. Las tejas de oblea esperaban su turno, destinadas a servir de envoltorio a los deliciosos postres.
Pierre Bres dio el visto bueno y añadió:
—Poned la miel a cocer a fuego lento. Cuando la tengáis bien desleída, retiradla de los fogones. Esperad a que esté tibia y entonces podréis poner las claras de huevo.
Las mujeres cumplían a rajatabla todo lo que aquella voz firme les ordenaba.
—¡Ahora, mezclad! Mezcladlo durante un buen rato, después de nuevo al fuego. ¡Tened mucho cuidado, que no se pegue al fondo! —advirtió sin perder de vista ninguna de las cuatro ollas.
Constança respiraba aquel aroma dulce mientras se mantenía alerta por si le quedaba algún secreto por descubrir. Ella misma lo había elaborado varias veces en la droguería de los abuelos.
—Muy bien, volvamos a ponerlo a fuego suave —indicó Pierre—. Esperaremos a que la miel esté cocida y lo retiraremos. Cuando añadáis las avellanas no dejéis de revolver, ¿entendido?
Cuando la primera olla inició la última etapa del proceso, Constança se adelantó con brusquedad.
—¿Qué haces? —preguntó con gesto adusto a una de las pinches de cocina.
—Retiro la miel —adujo la mujer, sofocada, sin entender la reacción de la joven.
—¡Pues no has mirado bien! La miel aún no está cocida.
—Yo… —titubeó la mujer mientras buscaba con la mirada la aprobación de Monsieur Plaisir.
Entonces Constança cogió la miel y la posó en una cazuela de agua fría.
—Se debería romper como el vidrio.
Como el resultado no fue el esperado, la mujer bajó la mirada. Poco después, obedeciendo a un gesto de la chica, se llevó de nuevo el recipiente.
—¡Espera!
Constança cogió una pizca de miel antes de decirle que se marchara a terminar el proceso. Pierre no fue ajeno a todo aquello; su intuición le avisó de que le estaba dedicado a él. Constança le pidió volver a la despensa y, una vez allí, lejos de todas las miradas, le dijo con intención provocadora:
—Hay otra manera de saber si la miel está lista para recibir las avellanas.
El cocinero, curioso, la dejó hacer.
—Abrid la boca, por favor —añadió ella con voz seductora.
Y sin ningún reparo le pasó aquella golosina tibia por los finos labios. Al ver que Pierre cerraba los ojos, repitió el recorrido, pero esta vez hasta alcanzar la lengua, donde se detuvo para hacer pequeños círculos. La respiración del hombre no tardó en agitarse, y también las piernas de Constança flaquearon al notar el cálido aliento de él en los dedos.
No la besó allí mismo, tal como ella deseaba. Se la llevó al piso de arriba, a su cuarto, e inició el juego amoroso siguiendo un ritual tan preciso como la elaboración del banquete más exquisito.
Apenas cerrada la puerta, le pidió que se quitara los zapatos y lo esperara sentada en la cama.
—Será como yo diga —ordenó, masticando las palabras.
Entonces se dirigió hasta la pila y vertió un chorro de agua para lavarse las manos escrupulosamente, como si quisiera arrancarse todo lo que fuera ajeno a aquello que debía suceder. Luego encendió las velas diseminadas por la sala.
Pero entre vela y vela, Pierre se acercaba a la joven y le pasaba la lengua por el lóbulo de la oreja. Cuando ella suspiraba para que el juego no acabara, retrocedía y la abandonaba de nuevo.
—Por favor… —rogó Constança, apretando los músculos en un inútil intento de apaciguar las contracciones de su sexo húmedo.
—¡Chsss!
Pierre le reclamaba silencio, pero ella solo podía morderse el labio inferior para tratar de controlarse. La poseía un ardor que había sentido muy pocas veces. Era consciente de que ya no tenía control sobre el juego que ella misma había iniciado, y lo más sorprendente: ¡no le importaba en absoluto!
Se dejó quitar el corsé, una operación en la que él tardó deliberadamente mucho rato, y después permitió que él le acariciara los pechos con unas manos más suaves que la piel de melocotón. Pero Pierre no se ponía a su alcance. Lo contempló desvestirse, y ansió sentirse desnuda y en sus brazos, pero el encuentro se hizo esperar.
—A fuego lento, ¿recuerdas? —susurró mientras detenía las manos de Constança, ávidas de caricias.
La joven tuvo la sensación de que en los brazos de Pierre Bres cada gesto, cada beso, tenía un lugar y un tiempo, un punto de cocción. El placer se dosificaba en pequeños sorbos para saborearlo con más intensidad.
La luna ya estaba en su cenit cuando, aturdida por la experiencia vivida, Constança abandonó la habitación de aquel a quien llamaban Monsieur Plaisir.
—¿Habéis pensado que la mayoría de los ágapes más preciados de Navidad se han pensado para sorprender a los comensales? —preguntó Constança a las mujeres que la ayudaban a hacer los canelones.
Lo dijo deteniendo su tarea, pero no las miró, como si fuera una reflexión en voz alta, sin destinatario. Estaban en las cocinas, pero Pierre había salido muy temprano; no le gustaba explicar sus idas y venidas.
—¿Cómo decís, señorita?
—¡Mirad bien! —exclamó ella con entusiasmo—. Rellenamos los capones y los pavos… Todos tienen un aspecto similar, pero tenemos que prestar atención al relleno, dado que oculta gran parte del secreto de su sabor.
Las mujeres se miraron unas a otras poniendo cara de circunstancias. No sabían qué decir. Después de un breve silencio, Constança cogió una de las fuentes ya listas para hacer un rollo con los canelones y les enseñó cómo hacerlo.
—¡Por ejemplo, los canelones! Se trata de un plato de contenido incierto. Este es el envoltorio. ¡Lo que ponemos dentro deleitará con mayor o menor intensidad los paladares de quienes los prueben!
—Sí, claro —respondió sin demasiado entusiasmo la mujer más regordeta, de piel rojiza.
—¡Me gusta pensar que envolvemos regalos! —exclamó Constança, y soltó una franca carcajada—. ¡Desconcertar y maravillar a la vez!
Las cuatro mujeres la miraron con los ojos muy abiertos, sin atreverse a predecir adónde quería ir a parar con aquellas disertaciones extravagantes.
—Haremos los turrones de siempre, claro, pero ¡se me ocurre que en otros añadiremos anís!
—Pero ya no tendrán el mismo gusto…
—¡Tienes razón, pero palpitará la llama de la sorpresa y el regalo!
Divertirse, soñar, seguir probando y profundizar en cada proceso. Comprobar las texturas y rastrear en sus posibilidades, potenciar la singularidad y también la diferencia. Hacer de la comida más simple una delicia, sin desmerecer ningún plato por su sencillez, y aguzar el ingenio. Tal como sucedía con los regalos, la presentación era fundamental. Había que jugar con los colores, con la disposición de los alimentos. Hacer de ello un acto creativo.
—Cocinar tiene mucho que ver con hacer el amor —murmuró, mientras la magia del momento encendía una nueva chispa que exigía más aire para poder incendiarse.
Las mujeres que la acompañaban se miraron otra vez mientras se hacían señas. Se podría haber deducido que no la tomaban demasiado en serio, o quizá pensaban: «Ya se le pasará…»