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Barcelona, 15 de junio de 1779
Llegó el gran día y Constança se esforzó para que fuera recordado mucho después. Aún no había salido el sol cuando ella ya se encontraba en el salón donde se celebraría el banquete de bodas de Manuel de Amat. Necesitaba conocer a fondo la estancia donde tendría lugar el acontecimiento y, asimismo, familiarizarse con la cocina para que los cincuenta invitados del virrey salieran satisfechos.
Tenía dos docenas de personas a sus órdenes y disponía de todo tipo de material. Su pretensión era convertir aquel espacio exquisito en un espacio capaz de superar las fantasías más excelsas de los comensales. No se le escapaba que, además de los amigos y familiares de la ciudad, también acudiría gente de todo el país e incluso de Francia.
—¡Necesito un poco de tranquilidad! —exclamó levantando la voz por encima del bullicio que producía todo su equipo mientras esperaba instrucciones.
Monsieur Plaisir sabía que a veces ella necesitaba unos instantes para sí misma, apenas el tiempo de decir un avemaría, pero el compromiso era demasiado importante y decidió, contra la costumbre establecida en los últimos banquetes que habían organizado, tomar él mismo las riendas.
—¡No hemos venido a cotillear! Que todo el mundo ponga manos a la obra, hay mucho que hacer y no disponemos de todo el día. Los dos cuartos contiguos están a nuestra disposición, trasladad allí todo lo que no utilicemos en la cocina.
—¿Dónde debemos disponer la fuente del vino? —preguntó un hombre de manos tan gruesas y rojas como su nariz.
El cocinero miró a Constança de reojo, como dudando si le podía pedir ayuda. Ella estaba más serena y habló por cuenta de los dos.
—Monsieur Plaisir y yo hemos pensado poner la mesa en forma de U, de esa manera será más fácil servir por la parte central, que quedará libre. En la pared de delante hay que montar una caja oculta por donde bajará un tubo que tendréis que ocultar debajo de la mesa. El vino lo recorrerá y caerá en la fuente, que estará conectada con otro depósito. Una bomba volverá a impulsar el vino y lo mantendrá en movimiento.
—¿Y las flores? —preguntó el hombre.
—Las hierbas y flores servirán para cubrir los tubos. Encárgate tú, Cecília.
Mientras el personal se disponía a colocar las mesas tal como se había indicado, Constança escrutó el techo con detenimiento. Estaba profusamente decorado y colgaban de él tres arañas con muchos brazos y palmatorias para las luces.
—Es importante que tengamos siempre presente la araña central. Todo debe quedar simétrico —observó sin dejar de mirar el techo, con la duda de si sabrían de qué hablaba.
Cortinas de damasco rojo colgadas de barras doradas cubrían los dos ventanales y la puerta. Las ventanas tenían cortinillas de encaje con motivos florales y faralaes. Eran las que filtraban la tibia luz del sol naciente y daban vida a los medallones engarzados sobre cuatro peanas. Cada medallón tenía un paisaje central pintado con tonalidades azules.
A Constança le recordaban los ojos de buey de La Imposible, porque mirándolos de cerca parecía que se podía ver más allá. Paisajes con riachuelos, puentes y casas capaces de traspasar los límites del espacio que los contenía, de hacer soñar a quien los contemplaba.
Mientras los artesanos montaban la carcasa de dos pirámides que se pondrían en las esquinas de la mesa, una de las sirvientas más veteranas los instruía en la colocación de los dulces y las flores de azúcar y caramelo que coronarían aquella fantasía.
Una vez puesta la mesa con un mantel blanco, encima de otro del mismo color que las cortinas, fueron colocando la vajilla inglesa, los cubiertos de plata y la cristalería que el virrey había ordenado importar de Venecia. Objetos vidriados en forma de medialunas y flores de lis, ramos de flores y cascadas de fruta roja helada, se distribuyeron componiendo una simetría perfecta, como ya había pasado con el reparto de los candelabros.
Constança dejó los últimos detalles en manos de las encargadas y fue a la cocina para supervisar que todo fuera según había previsto.
—¿Aún no ha venido el repartidor de la «casa de la nieve» del Born? —preguntó al ver la fruta perfectamente cortada sobre la mesa.
—No, señorita Constança —respondió sin mirarla a los ojos por miedo a las represalias una de las tres pinches de cocina.
—¡Que alguien vaya a buscar refrigeradores ahora mismo! Es muy importante que el entrante sea espléndido, no consentiré que no tenga el punto de frescura necesario.
La mujer se marchó sin rechistar, a pesar de que aún faltaban varias horas para que llegaran los primeros invitados.
Si Iskay hubiera podido ver a su amiga no la habría reconocido. Constança lo tenía todo bajo control y nada se podía dar por terminado sin contar con su aprobación. Probaba salsas, olía el aroma de las comidas con los ojos cerrados, vigilaba los puntos de cocción y cualquier error en el procedimiento indicado, por pequeño que fuera, era resuelto con contundencia.
En la cocina aún se trabajaba a pleno rendimiento cuando uno de los lacayos del virrey avisó que pronto debería empezar a servirse la mesa.
Entonces se distribuyeron los cuatro platos de fruta cruda y diferentes compotas, seis de fruta verde adornada con pámpanos y hojas y cuatro más de queso hilado. Cada uno debía ser colocado en el lugar que le había sido asignado, jugando con los colores y las formas.
Poco después Cecília entró exultante en la cocina. Una sonrisa le llenaba todo el rostro y parecía que el sol se hubiera instalado en sus ojos. Nerviosa, adelantó hacia sus compañeras la jarra de cristal que sostenía.
—¡Necesito más cubitos! ¡Deprisa! ¡Está siendo todo un éxito! ¡Los hemos dejado fascinados! —exclamó entrecortadamente, agitada, hasta que logró serenarse—. Cuando han visto la flor de borraja flotando en el agua… ¡Deberíais haber oído los cuchicheos que provocó! Todas las damas se interesaban por cómo era posible un detalle tan exquisito.
—¡Cuenta, cuenta! —pidió una de las jóvenes pinches contratadas para la ocasión.
—Al principio han creído que era un truco de magia, pero al ver que el agua se teñía de azul al deshacerse el cubito no se han atrevido a probarla. ¡Ha sido muy divertido! Al final se miraban las unas a las otras para ver cómo reaccionaban, y han acabado poniendo cara de circunstancias.
—¿Quién de ellas se ha atrevido…? —preguntó otra pinche—. ¡Apostaría a que la valiente fue la viuda De Acevedo!
—Yo que tú no lo haría, ¡podrías perder! Nadie tiene la respuesta del misterio, pero esa dama no ocupa el sitio que tenía asignado. Es el comentario más extendido entre los comensales, tanto que al principio no lo he tenido fácil para que me hicieran caso. Los hijos (por cierto, uno de ellos es una chiquilla muy simpática) no saben cómo tomarse la ausencia de su madre.
—¿Acaso se ha indispuesto? —insistió la mujer.
—Diría que no. Parece que algo la ha entretenido…
—¡Necesito que os concentréis en la faena! —interrumpió Constança—. ¡Ya tendremos tiempo de cotillear! ¿Entendido?
Cecília volvió al comedor con el nuevo mosaico de flores heladas. Mientras tanto, Monsieur Plaisir deleitaba a los anfitriones con palabras tomadas en préstamo de Constança, artífice del invento. Los invitados aplaudieron el anuncio de un plato que se elaboraba en la corte francesa, según había dicho la joven cocinera, para honrar ni más ni menos que la memoria del rey Luis XIV. El virrey y su joven y bella esposa se congratularon especialmente al saber la procedencia y el loable propósito, aunque ninguno de los dos podría haber dicho quién era el rey mencionado.
Bajo la atenta mirada de Constança, en las cocinas se terminaba la comida crujiente. El horneado estaba en su punto y el dorado de la masa era exactamente el que ella deseaba. En un hatillo había frutas cortadas en láminas finísimas que, cubiertas con hígado fresco de pato debidamente salpimentado, constituían el relleno.
En aquel recinto donde se producían los milagros se trabajaba sin descanso. El ritmo necesario para no decepcionar las expectativas era trepidante y todo el mundo tenía los nervios a flor de piel. Por obra de los fogones la temperatura era alta, mucho más que la habitual de junio.
—Abrid una ventana, por favor… —pidió Constança al ver cómo el sudor perlaba los rostros de aquellos que, sin formular ninguna queja, se abocaban a la faena.
Ella también estaba empapada, pero la tensión era máxima y su nivel de exigencia demasiado alto para permitirse sentir nada ajeno a la delicada tarea que tenía entre manos. Solo por unos breves instantes levantó los ojos más allá de los postigos. El golpe de aire la refrescó un poco y el trozo de verde que asomaba entre el marco de madera la reanimó aún más. Siempre era así, poder contemplar un retazo de cielo o un poco de hierba nutría su alma. A menudo soñaba que cuando tuviera su propia cocina haría abrir un gran ventanal y el paisaje le hablaría al oído; buscaría los ingredientes entre los colores de las estaciones y aprovecharía aquello que le regalaran. Pero ahora no había que distraerse, había asumido una gran responsabilidad y, si no lo estropeaba, el triunfo estaría asegurado.
—¿Va todo bien por el comedor? —preguntó mientras se volvía a centrar en su tarea; hacía rato que ni Monsieur Plaisir ni Cecília daban señales de vida.
Los camareros asintieron con la cabeza mientras el aroma a perdices a la vinagreta se esparcía por la estancia.
—¿Se puede saber dónde se ha metido Cecília? —preguntó Constança, mirando de reojo alrededor.
—Ha salido un momento. El barón de Maldà había olvidado las sales para su madre y ella se ha ofrecido a ir a buscarlas.
Los platos se fueron sucediendo. Finalmente, después del pato asado recubierto con huevo, tocó el turno a unos sesos rebozados con azúcar. Los postres pondrían la guinda a una celebración que no podía haber ido mejor. Sobre una mesa alejada del fuego, media docena de hombres y mujeres preparaban bollos rellenos de crema. Otros terminaban pequeños pasteles de chocolate, de la medida de una taza. Para que estuvieran en su punto era preciso que el interior se mantuviera caliente y no perdiera la consistencia semilíquida. Las frutas confitadas y frescas con que se adornarían esperaban en bandejas.
—Señorita Constança, deberíamos darnos prisa —dijo, roja hasta las orejas, una de las chicas.
—¿Qué pasa?
—La señorita Cecília no ha vuelto y ella era quien debía encargarse de…
—¿Cómo que no ha vuelto? —preguntó Constança, visiblemente alterada.
—¡Yo lo haré! —exclamó Monsieur Plaisir entrando de golpe y con cierta alarma.
—Un momento. Aquí está ocurriendo… ¿Dónde está Cecília? ¿Es que nadie piensa ir a buscarla? ¡Ha tenido bastante tiempo para volver de la casa del barón! —dijo la joven cocinera levantando la voz y llamando la atención de todos los que la rodeaban.
Solo los camareros y camareras que tenían acceso al comedor bajaron la cabeza sin atreverse a abrir la boca.
—¿Acaso os ha comido la lengua el gato? No saldrá un solo plato más si no me decís qué le ha pasado a Cecília.
Ante el silencio temeroso de los camareros, Constança se quitó el delantal con la intención de personarse en el comedor, pero Pierre la retuvo.
—¡Quieta! Si no te calmas lo estropearás todo, nos jugamos mucho más de lo que piensas. ¿Has entendido? —añadió con firmeza, aunque el sudor que le caía cuello abajo traicionaba su aplomo.
—Pierre, no sé de qué me hablas —repuso ella, desafiante.
—¡Te he dicho que te quedes aquí! No querría recordarte que sin mí aún estarías comiendo gachas en un palomar de mala muerte.
De nada le sirvió forcejear con el célebre cocinero, al que acababa de llamar «Pierre», un nombre desconocido para la mayoría de los presentes. Solo hizo falta una señal de Monsieur Plaisir para que uno de los sirvientes lo ayudara a reducirla. Constança ya no pudo preguntar por Cecília: una mano robusta le tapó la boca.
Durante el tiempo que duró el incidente, la cocina quedó en silencio. Solo se oía la crepitación del fuego y los esfuerzos de la joven por liberarse del hombre que la sujetaba.
—Escúchame bien —le dijo el cocinero, a distancia prudente para que no lo alcanzaran sus pataleos—. Eres una buena cocinera, excelente, diría yo; pero te quedan muchas cosas por aprender. No puedes dejarte llevar por los sentimientos. Debes mantener la cabeza fría… ¿Me estás prestando atención? ¡La cabeza bien fría! Todo tiene un precio, y si quieres llegar lejos, debes sacrificar muchas cosas por el camino.
Los ojos de Constança no podían estar más abiertos, se diría que incluso su color azul cielo se oscureció como el mar bajo una tempestad. No sabía a qué demonios se refería Pierre, pero un escalofrío le recorrió el espinazo.
—¡Volved todos al trabajo, o ya podéis buscaros otro mañana mismo! —ordenó el francés mientras empujaba a Constança en dirección al pasillo.
Al fondo del largo corredor se atisbaba una puerta entreabierta. Era grande, como si fuera la entrada a un cuarto principal, pero ninguna luz daba para suponer que hubiera alguien dentro. La joven se fue acercando con recelo. A medida que acortaba la distancia hacia el sitio se amortiguaba el bullicio del comedor y unos lamentos débiles iban tomando cuerpo. Constança apretó el paso adelantándose a Pierre; el miedo la asaeteaba y los pies casi no tocaban el suelo cuando, asustada, irrumpió en una gran sala.
—¡Cecília! —llamó—. ¡Cecília!
Un movimiento repentino detrás de las cortinas que cubrían dos paredes de la estancia atrajo su atención. Antes de acercarse, insistió con recelo:
—¿Eres tú, Cecília?
—¡Márchate! ¡Por favor, márchate!
La voz de la muchacha se oyó entre sollozos, pero ella no se dejó ver.
—Soy yo, no tienes nada que temer. Quiero ayudarte y no sé qué ha pasado… ¿Te encuentras bien? Déjame verte…
—¡Te he dicho que te marches! Si de veras quieres ayudarme, no me hagas pasar por esto. Te lo suplico, vete.
Constança miró alrededor buscando alguna explicación a lo que estaba sucediendo, pero los bultos y contornos que adivinó en la penumbra le resultaban desconocidos. Se alejó tanto como pudo del lugar donde se refugiaba Cecília, y entonces corrió una de las pesadas cortinas aterciopeladas que impedían el paso de la luz.
Observó con detenimiento en derredor; solo una silla fuera de lugar rompía un orden casi perfecto. Vio una pluma de faisán rota. Un trozo de cinta de seda y un mechón de cabello pelirrojo eran el único rastro a seguir. La joven reflexionó un momento y, de golpe, una intuición la puso en alerta.
—Cecília, ¿qué te han hecho? ¡No puedes quedarte aquí! Sea lo que sea que haya sucedido, quiero ayudarte. Puedes confiar en mí. No debemos quedarnos en este nido de víboras. Ven, te acompañaré a casa.
No fue fácil convencer a la chica, pero finalmente abandonó su escondite. Aún temblaba y, avergonzada, se tapaba la cabeza con las dos manos. La parte de cráneo que quedaba al descubierto, huérfana de su preciosa cabellera, hablaba por sí misma.
—¡Dios mío! ¿Por qué? ¿Quién ha sido capaz de cortarte el pelo y dejarte así? ¿Cómo se puede cometer semejante salvajada?
Pero Cecília ya no podía articular una palabra más. Se lanzó a los brazos de Constança, deshecha en llanto. Cuando logró tranquilizarse un poco, explicó lo ocurrido. Monsieur Plaisir había dado su aprobación ante las órdenes tajantes de la viuda De Acevedo.
—¡No lo entiendo! Qué sentido tiene una humillación tan…
Constança no encontraba las palabras para describir un acto tan vil y gratuito, y tampoco quería dar vía libre a su indignación para no herirla aún más. Con los dientes apretados, le secó el llanto e intentó dar forma a los cuatro mechones dispersos y desiguales que le colgaban de la cabeza.
—¡No importa! ¡Ya no tiene remedio! —se rebotó Cecília—. Todo comenzó cuando Margarita de Acevedo vio a las invitadas francesas con esos peinados extravagantes. Entonces mandó llamar a su peluquero y lo esperó aquí mismo, negándose a entrar en el comedor.
—¡Me la imagino! —exclamó Constança echando chispas por los ojos.
—¡Si la hubieras visto! Creo que está chalada. Se ha obstinado en que quería un peinado como el de las extranjeras. Decía que si era la moda de París, ella no podía ser menos que esas damas.
—¿Y el peluquero?
—Intentó hacerle entender que eso llevaba tiempo, que para conseguir un volumen tan alto hacía falta más pelo y una estructura para que se aguantara… Pero no hubo nada que hacer, lo amenazó con desprestigiarlo y el peluquero terminó por acceder.
—Pero ¿qué hacías tú aquí?
—Monsieur Plaisir me pidió que no me moviera de la puerta y que tan pronto como llegara el peluquero lo condujera ante la viuda De Acevedo. Repitió un par de veces que era muy importante que me pusiera a sus órdenes para todo lo que necesitara.
—¡Canalla!
—Cuando esa Margarita entendió que necesitaba un postizo, me miró fijamente y se le iluminó la cara. No pude evitarlo, Constança. Decía que mi color era justo lo que necesitaba para llamar la atención y…
—Pero ¿Pierre no intercedió por ti?
—¡Él estaba allí, Constança, él estaba allí, y no movió un dedo! Y ella se puso como loca, quería adueñarse de mi pelo y sanseacabó. Cuando me vio llorar, dijo: «¡No hay para tanto! ¡Ya te crecerá de nuevo!»
Al oír aquellas palabras, Constança cogió un tapete de punta que cubría una mesita de madera y le envolvió la cabeza. Después la llevó a la cocina y, sin pensárselo dos veces, se abalanzó sobre Pierre. Él no pudo parar la inesperada embestida y cayó sobre la mesa de los pastelillos de chocolate caliente a punto de servir.
—¿Te has vuelto loca? ¡Sujetadla! —gritó con una mueca de dolor, que enseguida se convirtió en espanto al ver el desastre que acababa de provocar.
Pero Constança estaba fuera de sí, encaramada a la mesa lanzaba todo lo que tenía a mano contra el fornido esbirro que intentaba atraparla. El resto del servicio se puso a salvo del bombardeo y, en poco rato, la barahúnda fue descomunal.
De improviso, la puerta de la cocina se abrió y se oyeron las carcajadas y los brindis de los invitados. «Tan cerca y tan lejos», pensó Constança. Un camarero pidió la presencia de Monsieur Plaisir para recibir las felicitaciones del mismo virrey.
Constança aprovechó la ocasión para escabullirse al salón, donde nadie podía detenerla. Instó a Cecília a seguirla y, mientras el maestro cocinero adoptaba una presencia digna y se arreglaba el atuendo, las dos, con un aspecto deplorable y sudorosas, cruzaron en dirección a la puerta sin decir ni una sola palabra.
Solo por un momento la mirada burlona de Margarita se encontró con la de la joven cocinera. La viuda levantó la barbilla altiva, mostrando los rizos rojos que le caían sobre los hombros. Una retahíla de pequeñas flores azucaradas, que Constança tenía dispuestas para adornar los postres, se repartían caprichosamente entre los tirabuzones.
Sin esperar a nadie, Constança y Cecília salieron de la mansión, pero una vez fuera se miraron sin saber qué hacer. Las dos tenían un aspecto lamentable y, a pesar de que eran muchos los carruajes que esperaban cerca de la entrada con los cocheros dispuestos, no se atrevieron a pedirles que las llevaran a casa. Pensaron en el carro en el cual habían llevado las cosas, pero no estaba a su alcance, sino detrás, delante de la puerta que utilizaba el servicio. Cuando ya se disponían a echar a correr y no parar hasta hallarse lejos de aquel escenario abominable, un grito las detuvo.
—¡Constança, espera!
Se volvió hacia aquella voz. Pertenecía a una mujer de mediana edad, muy elegante, que empuñaba un abanico más claro que la seda verde de su vestido. La cocinera la examinó de arriba abajo, intentando averiguar quién era, pero no lo logró. Habría recordado una fisonomía de rasgos tan marcados, con aquella peca oscura en el párpado derecho que aparecía y desaparecía con los parpadeos.
—Imagino que para huir de esta manera debe de haber pasado algo gordo, ¿eh? Permitidme que le diga a mi cochero que os lleve adonde deseéis.
—¿Nos conocemos? —preguntó Constança, recelosa.
—No hemos tenido la oportunidad de ser presentadas, pero te harías cruces de todo lo que sé de ti.
—Perdonad, pero no acostumbro aceptar favores de personas que…
—Disculpa. Mi nombre es Isabel Lobera. ¿Podríamos hablar un momento a solas?
—No tengo ningún secreto para Cecília —respondió la joven, pasando el brazo por los hombros de su protegida.
La chica, que a duras penas había levantado la mirada, avergonzada por el turbante improvisado que llevaba en la cabeza, sonrió complacida.
—No te lo tomes a mal, pequeña, pero se trata de un tema entre Constança y yo. Puede resultar muy comprometido.
Hicieron falta bastantes explicaciones y ruegos para que Constança accediera finalmente. Solo cuando Cecília subió al carruaje para esperarlas, la tal Isabel habló con franqueza.
—No te puedo revelar mis fuentes, y tampoco tengo demasiado tiempo para alargarme con detalles. Pero me consta que odias tanto como yo al anfitrión de esta fiesta.
—¿Habláis del virrey, señora?
—Del mismo.
—¿Y por qué debería odiarlo? Yo solo soy una empleada que…
—Déjate de pamplinas. ¿Qué pensarías si te confirmo lo que sospechas desde hace tiempo?
Constança comenzaba a inquietarse de verdad. ¿A qué se refería y qué derecho tenía de hablarle así? Como si fuera capaz de leer sus pensamientos, la mujer continuó:
—Perdona mi franqueza y que te haya abordado de esta manera, pero, créeme, sé de qué te hablo. ¿Cuando tu padre encontró la muerte, por cierto, en circunstancias muy extrañas, no trabajaba a las órdenes del virrey?
—¡No sé de qué habláis! —replicó Constança frunciendo el ceño con cara de pocos amigos.
—Ya te he dicho que sé mucho más de lo que piensas.
—¡Pues yo pienso que habéis oído tocar campanas y, a saber por qué oscuro motivo, pretendéis enredarme en vuestros asuntos!
Constança, menos segura de lo que intentaba aparentar, le dio la espalda mientras hacía un gesto a Cecília para indicarle que bajase del carruaje porque ya se iban.
—¡Espera! No saques conclusiones falsas, quiero ayudarte —insistió la dama.
—No necesito vuestra ayuda y, además, ¿por qué querría aceptarla? Vos y yo no nos hemos visto nunca, ni creo que tengamos nada en común —añadió despectivamente.
—Podría mandarte a paseo ahora mismo, pero no sé si tendremos otra oportunidad. Ya sabía que eras orgullosa y descarada, pero bien mirado, eso beneficiará nuestros propósitos.
—¿Nuestros propósitos, decís? ¿Se puede saber adónde queréis ir a parar?
Lo que Constança oyó a continuación la trastornó. Lejos de los oídos de Cecília, aún de pie al lado del cochero, aquella mujer se explayó a gusto. La joven cocinera no entendía de dónde había sacado toda la información que tenía sobre su infancia en Lima, sobre Antoine… Pero consideró que eran pruebas suficientes que desvanecían cualquier duda. Después de escucharla, le fue del todo imposible replicarle negando sus palabras.
Según dijo la dama, después de quitarle a su padre los cargos y atribuciones que le correspondían, el virrey lo había dejado en la estacada.
—Resultaba molesto para mucha gente, sabía demasiado de los asuntos que se cocían en palacio —explicó.
—¿Por qué me contáis todo esto? ¿Qué ganáis vos?
—Tengo un asunto pendiente, y no soy de las que indultan ni olvidan —respondió la mujer.
La peca del ojo derecho desapareció de la vista de Constança durante todo el rato que la dama habló. Sus ojos abiertos, como fijos en un lugar impreciso, no parpadearon ni una sola vez. La tensión no solo se reflejaba en su mirada, también movía el abanico de forma rítmica, como uno de los autómatas de Pierre. Aseguraba que el virrey había jugado con sus sentimientos, que durante su estancia en Madrid la había utilizado y que aquella boda precipitada y extraña constituía una humillación imperdonable para ella. En suma, clamaba venganza contra Manuel de Amat y Junyent.
—Pero ¿por qué habéis venido? Os lo podíais haber ahorrado…
—¿Y dejar las cosas así? ¡No, jovencita, quien la hace la paga!
—Ya. Pero ¿qué esperáis de mí?
De golpe, la mirada y la voz de la mujer adquirieron una frialdad espeluznante.
—Necesito que me ayudes a acabar con ese malnacido.
—¿Me estáis proponiendo que…?
—¡Calla! Este no es lugar para hablar de según qué asuntos. Quiero que lo pienses. Te recompensaré y puedes estar segura de que nunca más ni tú ni tu gente tendréis que soportar agravios como los que habéis padecido hoy —añadió mientras le daba un repaso al penoso aspecto que ofrecía la joven.
—¿Estáis loca?
—Me alojo en la Fontana de Oro, en la esquina de Escudellers y Ample. Aún me quedaré un par de semanas antes de volver a Madrid.
—¡Pues podéis esperarme sentada! —exclamó Constança.
Antes de darse la vuelta y ordenar a Cecília que abandonara la idea de volver en aquel carruaje, algo se movió en la penumbra. La joven le dedicó una mirada fugaz y, restándole importancia pensando que se trataba de algún animal, llamó a su protegida y se dispuso a volver a casa a buen paso.
Por mucho que Cecília insistió, no le reveló ni una sola palabra de la conversación con la señora Lobera. La llevó al encuentro de Àgueda y ella misma le explicó qué había sucedido con el cabello de la chica. Después se encerró en su cuarto y se tendió sobre la cama.
¡Eran demasiadas emociones y sentimientos contradictorios para una sola jornada! Por unos instantes dejó atrás el episodio vivido en el banquete y no dedicó ni un solo pensamiento a las consecuencias que podría tener. La cabeza le bullía, y las palabras de aquella mujer de la peca la perseguían; cuanto más se obstinaba en dejarlas atrás, con más fuerza volvían.
Por la noche no podía conciliar el sueño. Parecía que el cielo se hubiera confabulado con su malestar: se fue cubriendo lenta e inexorablemente, hasta que se desató la tormenta. Con el primer trueno que hizo vibrar los vidrios de la ventana, ella también estalló. De repente todo le parecía calamitoso, sus relaciones amorosas con Pierre y Rafel, la imposibilidad de ascender en aquel oficio donde importaba más el poder que la destreza. Sin control y hecha un mar de lágrimas, fue a buscar aquel baúl que había traído de Lima y le dio un puntapié. La figura del barco que Antoine había decorado junto a la leyenda «Siempre contigo» la hicieron enfurecer aún más.
—¡Mentira! ¡Todo es una gran mentira, Antoine! Mis abuelos no me esperaban ni me querían, tu amigo es un desvergonzado y yo no le importo a nadie. Me pusiste la miel en la boca, me dijiste que sería una gran cocinera… Pero ¡mírame! ¡Ni siquiera he podido proteger a Cecília! Además, después de ocho años, parece que los fantasmas del pasado reviven. ¿Por qué, Antoine? ¿Por qué me pediste que me marchara? ¿Por qué me llenaste la cabeza de pájaros?
Abrió el baúl y sacó aquel legajo de hojas manuscritas que constituía el legado de Antoine.
—¿Sabes qué te digo? ¡Que eres un tramposo! ¿Por qué debería seguir tus consejos si ya no confío en ti? ¡Leerlos en orden, no saltarme ninguno! ¿Para qué? ¿De qué me han servido? ¡A partir de ahora leeré lo que me venga en gana, haré las cosas a mi antojo!
Entonces, como si fuera una niña en plena pataleta, fue pasando los ojos adelante y atrás. Detenía la vista donde le placía con gesto enfurruñado, pero el azar hizo que un párrafo la retuviera más de la cuenta. Ya hacía tiempo que había descubierto que los títulos estaban escritos al revés, que para entenderlos había que leerlos de derecha a izquierda.
Solo cuando llegó a la penúltima receta entendió el motivo de Antoine para hacerlo de aquella manera.
… Oñeuqep la emoc es ednarg zep le
… y yo te quiero demasiado para permitirlo, Constança. Si has llegado hasta aquí, ya sabrás de qué te hablo. Deberías marcharte, hacer tu propio nido a salvo de los depredadores. No culparé a nadie de la muerte de tu padre, un cúmulo de circunstancias lo abocó a su desdichado destino, pero el poder a menudo corrompe. El virrey habría podido salvarlo, pero era presa de sus pasiones y tenía las manos atadas por aquellos a quienes debía rendir cuentas. Cuando llegues a lo más alto, estoy seguro de que lo harás, no olvides estas palabras. Nunca uses el poder para imponerte a los otros. Piensa siempre que antes de ejercerlo hemos de saber ser los amos de nosotros mismos, de nuestros anhelos y deseos. Sé que me permitirás este último consejo. Gracias por hacer más felices los últimos años de mi vida. Te querré siempre…
ANTOINE CHAMPEL
Ese mensaje medio oculto, encabezado de la misma manera que las recetas anteriores, la estremeció de arriba abajo. Entonces decidió tomar parte en la venganza que había concebido Isabel Lobera. Debía reunirse lo antes posible con ella y ayudarla a hacer realidad su plan.
Como si el cielo hiciera un último intento por disuadirla, un relámpago iluminó a contraluz un pequeño objeto a los pies de la cama: el barco pintado en el baúl volvió a la vida por unos instantes, y el rechinar de la puerta anunció una visita inesperada.
—¡Que el Señor y la Virgen Santísima nos protejan! —exclamó Eulària entrando en la habitación sin previo aviso.
—¿Qué pasa? ¿Qué haces levantada a estas horas? —preguntó Constança sin reflejar ninguna alarma en su rostro.
—Pero ¡criatura! ¿Cómo podéis no saberlo? ¡Toda Barcelona está consternada! Parece que el cielo se nos hubiera vuelto en contra por los muchos pecados que cometemos cada día.
La cocinera tragó saliva y miró hacia la ventana mientras la criada le explicaba lo que había sucedido.
—No se trata ni de uno ni de dos, Constança. Los rayos han hecho mucho daño. El primero cayó en la calle Nou y parece que el hijo del carnicero está herido de gravedad.
—Sí que lo siento —murmuró Constança sin mirar a la mujer.
—El segundo impactó en la catedral, ¡loado sea Dios por siempre! —exclamó la mujer haciéndose la señal de la cruz sobre el pecho—. Rompió una de las piedras que hay sobre el portal, al lado de la Inquisición, y deslustró el dorado del retablo de la Virgen de Montserrat. El monaguillo jorobado de Sant Oleguer aún no se ha recuperado del susto, después de haberle practicado dos sangrías.
—¡Qué tontería! ¡Lo he dicho muchas veces! ¡Esa práctica solo debilita a los enfermos! Iskay…
—No habléis de esa manera, Constança. Los médicos saben lo que hacen, este es otro mundo…
—¡Bien que lo sé! —espetó la joven, enfadada.
Pero Eulària ya no le prestó atención. Quería saber, como fuera, las novedades que llegaban de todas partes y que tenían alarmado al servicio.
—Si es que yo me habría muerto ahí mismo. Dicen que el rayo, después de estropear la viga, hizo un agujero en el campanario, como si lo hubiera atravesado el puño del diablo. ¡Descostró la baranda donde tocan la Badada y la Oleguera! Y también cayeron rayos en Sant Francesc de Pàdua, en la huerta de Fabà y cerca del Portal de l’Àngel. En el huerto del convento de Santa Caterina estropearon dos naranjos.
—Debió de ser terrorífico —comentó Constança, impasible.
—Los de Can Tunes, en la Barceloneta, se quejan de que les desbarató un reloj.
La retahíla de desgracias no parecía tener fin. Mientras Eulària seguía hablando de los rayos que también habían causado destrozos en la Ciutadella, Constança se mantenía inmóvil con una sola idea en la cabeza.
La venganza se sirve fría.