6
Océano Atlántico, verano de 1771
Parecía que todo volvía a la normalidad cuando de golpe Constança advirtió que el amuleto de Iskay que llevaba colgado del cuello había desaparecido. Como si la hubieran propulsado con un arco invisible, abandonó la litera con la intención de buscarlo hasta dar con él. Significaba demasiado para ella. Sin prestar atención a nada que no fuera su objetivo, recorrió el trayecto desde el castillo de popa hasta la proa, por si durante la refriega hubiera acabado en un rincón. Escudriñó alrededor del molinete que levanta la cadena del ancla y le pareció ver una mancha roja entre las dos palancas, pero solo se trataba de restos de sangre.
Dispuesta a no descansar hasta conseguir el preciado objetivo, recorrió cada madera, cada peldaño, hasta llegar a su escondite en el interior de la bodega.
Al no encontrar ningún rastro, se apoyó en un tabique. Su cuerpo resbaló sobre la superficie rugosa hasta el suelo, y justo en ese momento la pila de paja situada delante de ella se hundió. Los enormes ojos de Constança no parpadearon durante un buen rato. Si hubiera estado en tierra firme habría atribuido el hecho a algún animal, pero allí…
Casi sin respirar, tomó conciencia de lo que ocurría. Uno de los amotinados se ocultaba entre las balas de paja. Vio cómo arrastraba una pierna y se esforzaba por encontrar un lugar donde refugiarse. Estaba encima de una de las maderas que reparaba el maestro carpintero, un rastro de sangre teñía su superficie. El chico de Veracruz no advirtió la presencia de Constança hasta que ella, aterrada, soltó un grito de pánico.
Él se volvió hacia ella protegido por la oscuridad y, con la mano tendida, le tendió el amuleto. Durante unos segundos la inmovilidad de los dos fue absoluta. La desesperación, y después la súplica, se dibujó en el rostro desencajado del joven. Ninguno de ellos habló, pero aquel encuentro sirvió para sellar un pacto tácito.
Constança cogió su tesoro y, deprisa y corriendo, abandonó la bodega recogiéndose la falda para imprimir más velocidad a sus piernas. El corazón le pulsaba en las sienes y toda ella temblaba cuando, por fin, se encontró en los primeros peldaños de la escalera que conducían a su cabina. Se quedó allí unos instantes, necesitaba asegurarse de que nadie más había presenciado aquel pacto secreto. Tras escrutar rápida y nerviosamente entre sacos, bidones y cajas, miró hacia donde se había refugiado el desconocido, pero desde su nueva posición era imposible distinguir su presencia.
Ascendió mirando en todas direcciones. Esta vez no le molestó oír los llantos de la chiquillería, ni los chillidos histéricos de Margarita, al contrario. Los recibió como una especie de bálsamo, como quien vuelve a casa, a un lugar conocido.
La litera le sirvió de refugio; se acurrucó ocupando el menor espacio posible, mientras unas lágrimas silenciosas se le mezclaban con el sudor. Recordó su infancia, cuando a menudo despertaba sola después de una pesadilla y nadie acudía a consolarla.
Sola.
Aquella palabra hizo que se incorporara de un salto. ¡Por mucho que se compadeciera, nadie vendría a rescatarla! Cogió la caja de debajo del camastro y la abrió poco a poco. Allí guardaba su salvoconducto; Antoine le había confiado su legado y ella no lo decepcionaría. Pasó la punta de los dedos por la cubierta de aquellas hojas manuscritas atadas con una cinta roja y se enjugó los mocos con la manga de la blusa. Después se las acercó a la nariz con actitud reverencial, aún conservaban aquel olor a tabaco de pipa y especias tan propio del cocinero. Con los ojos cerrados se concentró en el recuerdo de momentos más felices. Sin prisa, pasó las páginas hasta descubrir una mancha, quizá de aceite, que volvía más transparente el papel.
Constança leyó en voz baja: «… se dejan reposando durante una hora hasta que suelten el jugo amargo…». A continuación, agradecida, devolvió el legajo a su sitio. Su llanto le había servido para liberarse de parte de su acritud, y el reposo ya había sido suficiente, así que apartó aquellos objetos con gesto decidido y del fondo de la caja sacó una bolsita de cuero. Contenía un papel en el que había escrito un solo nombre con perfecta caligrafía: «Pierre Bres.»
Se esforzó en pronunciar con acento francés el nombre de quien sería su nuevo maestro y se juró que no volvería a desfallecer. Su futuro estaba en juego. Bien mirado, había sido una tontería y una temeridad permanecer en la bodega, exponerse a que aquel amotinado se volviera en su contra.
—¡Lo mejor que puedo hacer es dar noticia de su presencia al capitán y terminar de una vez! —dijo en voz alta y con aire resuelto.
Pero las piernas no obedecieron el dictado de sus labios. Aquella expresión de perro acorralado, indefenso, su mirada intensa en la penumbra… Debía tomar una decisión, y debía hacerlo sin demora. No obstante, Constança dejó que el tiempo se adelgazara hasta que su paso resultara inevitable. ¿Por qué arriesgarse? Era un fugitivo, había participado en un motín. Si no lo delataba y lo descubrían, su situación en el barco podría verse seriamente comprometida. La razón se obstinaba en mostrarle el camino correcto, pero todos los argumentos pasaban a segundo plano, pues no lograba liberarse del embrujo de aquellos ojos a los cuales ni siquiera podía ponerles nombre.
—¡Qué susto, querida! ¿Tú y los niños os encontráis bien? Ha sido un episodio muy desagradable, con momentos muy peligrosos, pero gracias a Dios todo está bajo control.
La voz nerviosa del señor De Acevedo, irrumpiendo en la cabina de su familia, precipitó los acontecimientos. Su hija pequeña se le había lanzado a los brazos y, mientras él la acariciaba, prosiguió.
—El capitán ha ordenado que toda la tripulación se reúna en cubierta. Nosotros también estamos convocados. Por cierto, ¿dónde está la chica?
—¡Me importa un pimiento lo que le suceda a tu protegida! ¡Deberías haber estado aquí con nosotros, con tu familia! Incluso tu hijo mayor ha tenido la valentía de quedarse para defendernos —exclamó Margarita plantándole cara; Pedro permanecía en un rincón con una sonrisa enigmática, pero el funcionario nunca prestaba demasiada atención a su primogénito.
—¿Es que no lo entiendes, mujer? ¡He puesto en peligro mi vida buscando a los amotinados! ¡Y, por lo que se refiere a Constança, di mi palabra, y, por tanto, viaja bajo nuestra tutela!
—¡No me hagas reír! Si no eres capaz ni de proteger a tus propios hijos. A mí también me has hecho muchas promesas y no veo que hayas cumplido ninguna.
—No os aflijáis por mí, estoy bien —dijo Constança irrumpiendo de improviso en el escenario donde se libraba la batalla.
Con la mirada serena y el cabello cuidadosamente trenzado sobre los hombros, nada en su aspecto revelaba la angustia vivida poco antes. La señora De Acevedo la miró con despecho, y su hijo Pedro, con una actitud cercana a la admiración.
Subieron a la cubierta, donde los murmullos se esparcían por doquier y el mar se mostraba extrañamente calmo. Al médico contratado para cuidar del hijo del funcionario se le había acumulado el trabajo y estaba acabando el vendaje del brazo del capitán. Había media docena de hombres atados al palo mayor, y a otro lo arrastraban hacia allí sin piedad, con el pelo empapado de sangre. El resto de la tripulación formaba un círculo a su alrededor. Margarita se llevó las manos a la boca y se quedó pálida como la cera. Finalmente, recuperándose, dijo:
—¡Esta no es una escena para que la contemplen las criaturas!
Pero antes de dar dos pasos seguidos, la voz del capitán Ripoll la devolvió a la dura realidad.
—¡Os equivocáis! Esta es una lección que les vendrá muy bien aprender, señora. Soy yo quien da las órdenes en La Imposible. Y tengo la facultad de decidir qué es o no es correcto. ¿Entendido?
Ni tan solo el gesto de dolor que lo obligó a protegerse el brazo fue capaz de hacerle flaquear la voz. Un silencio grave reinó sobre la nave unos momentos antes de que Ripoll continuara su discurso, esta vez dirigiéndose a todos los tripulantes.
—¡No perdáis detalle de lo que pasará a continuación, es el castigo para los que se atreven a pedir justicia por su cuenta! Os aseguro que se arrepentirán. No tendré misericordia con ningún hombre que ponga en peligro nuestro destino o la seguridad a bordo. Que os sirva de escarmiento a todos. ¡Abre los ojos, niño! —añadió señalando a Pedro—. Esta oportunidad para crecer quizá no se te presente nunca más.
Entonces dio la orden de azotar a aquel viejo que se había atrevido a emprender un acto tan temerario.
El verdugo fue Martí, el marinero más joven. Sobre él recayó la orden de ejecutar el castigo. Respiraba con dificultad, pero a su malestar se añadió su indecisión. Era la primera vez que se veía obligado a hacer algo semejante. Habría sido más fácil que la víctima fuera un pirata, un asesino arrogante… Pero aquel era solo un viejo destrozado por haber perdido a su hijo, el cual había muerto luchando por un sueldo más justo con el que mantener a su familia.
—¡No tenemos todo el día, marinero! ¿O quizá quieres acompañarlos en su desgracia?
Martí apretó los dientes y llenó los pulmones de aire. El horizonte comenzaba a teñirse de púrpura y las estrellas asomaban cuando el primer grito de dolor del viejo se dejó oír. Su carne magra se desgarró y las costillas quedaron a la vista, ensangrentadas.
Antes del sexto azote perdió el conocimiento. El joven marinero miró al capitán suplicando clemencia, pero Jan Ripoll no dijo ni una palabra. Levantó la barbilla con la autoridad que le confería el cargo y le indicó al joven que llegara hasta el final.
Después del decimoquinto chasquido, Martí dejó caer el látigo al suelo. El hombre no daba señales de vida.
Siempre que se disponía a cerrar los ojos, la imagen de aquel viejo que habían lanzado por la borda y el chasquido con que el agua lo había recibido cobraban vida en la retina de Constança. Por eso su dificultad en conciliar el sueño. Tendida en la litera, mantenía la mirada clavada en un punto del techo, a solo dos palmos de su cuerpo. El mar parecía complacido con la ofrenda que unas horas antes le había sido otorgada. Su ruido feroz se había silenciado, como hacían los antiguos dioses en agradecimiento por un sacrificio.
Tampoco el balanceo suave que el océano provocaba fue capaz de llevar el sueño a los párpados de la chica, que, por encima de tanto horror, se seguía preguntando qué habría sido del marinero oculto en la bodega. No le había visto el rostro… Quizá formaba parte del grupo que seguía atado al palo mayor, o quizá se había desangrado escondido en su madriguera.
Los ronquidos del funcionario real resonaban en las paredes de madera como un trueno previsible y acompasado. Los correteos de las ratas volvían a formar parte de los ruidos con que la noche la recibía.
—Te acabas acostumbrando —pensó en voz alta.
Después de unos minutos se levantó a tientas y, encendiendo la lámpara de petróleo que colgaba de un tabique, se dispuso a salir de dudas. Bajar el último tramo de escalera hasta la bodega era un desafío. Un grupo de marineros hacía guardia en cubierta, mientras que otros descansaban por allí, protegidos del calor en algún rincón, con sus espaldas desnudas reposando sobre la madera. Si la descubrían siempre podría inventarse una excusa, una indisposición, un malestar en el estómago. Ella no suponía ninguna amenaza para nadie, se iba repitiendo mientras descendía poco a poco con los pies desnudos.
Un ruido la alertó cuando ya había llegado abajo. El corazón le palpitaba con fuerza y un jadeo le aceleraba la respiración. Estaba a punto de volver apresuradamente a su camastro cuando oyó el cloqueo de las gallinas. Entre furiosa y divertida, la chica soltó con un bufido el aire contenido.
—¿Se puede saber de dónde habéis salido? —preguntó acercando la lámpara al lugar de donde provenía el guirigay.
Sin perder más tiempo, tapó la jaula con un toldo que cubría los bidones. Cuando se restableció el silencio se dirigió hacia donde había visto por última vez al desconocido.
—¡Hola! ¿Hay alguien? ¿Me oís?
No obtuvo respuesta. Constança dio un paso hacia donde había visto a aquel individuo. Flexionó las rodillas iluminando los espacios entre maderas y vigas. Antes de darse por vencida, volvió a insistir.
—Soy yo. ¿Recordáis? Solo quería saber si…
De pronto se sintió estúpida, era evidente que hablaba sola. Resuelta, dio por finalizado el inútil registro. Cuando ya se había girado en dirección a la salida, una voz la detuvo.
—¡Esperad!
La llama de la lámpara vibró, pero esta vez no era por efecto de la brisa, ni por el bochorno asfixiante que cubría de sudor a Constança.
—¡Dios mío! Si os encuentran…
—Eso no pasará si me ayudáis —la interrumpió una voz débil.
—Pero yo… Vos…
—Yo no tuve nada que ver con el motín. ¡Por favor, no me delatéis! Necesito algo para vendarme la herida y un poco de agua. No os pido nada más.
Quizá no decía toda la verdad, quizás incluso mentía, pero aquella calidez en la voz conmovió a la muchacha.
El miedo ya no le agarrotaba las piernas y subió la escalera con prontitud. Joaquín de Acevedo aún roncaba. Sin dudarlo, abrió la caja y sacó una túnica blanca. Se dirigió a las cocinas con actitud decidida.
Aquel sitio apestaba a rancio. Un par de huesos de cerdo, llenos de moscas, colgaban de un cordel. Constança no quería ni imaginar que fueran los que ponían una y otra vez en la sopa para darle sustancia. Trató de no pensar en ello. Si su padre adoptivo, Antoine, hubiera contemplado un espectáculo tan lastimoso quizá le habría sobrevenido un desmayo. Qué lejos quedaban las cocinas de palacio, donde las cazuelas y ollas relucían como el primer día y los ingredientes eran meticulosamente ordenados y tratados con extremo cuidado.
Con el estómago revuelto, la chica destapó un barril de madera. En su interior unas cajas de hojalata se mostraron a la tenue luz de la lámpara. Si no se engañaba, era allí donde ponían el pan de piedra, aquella especie de galleta hecha de agua, harina, levadura y comino que, después de fermentar, introducían en el horno. Abrió la túnica que llevaba colgada al cuello e hizo un fardo con todas las cosas que pudo meter en ella.
El nuevo encuentro con aquel extraño personaje fue breve. Constança dejó el fardo y una vasija con agua a su alcance antes de marcharse presurosa. No intercambiaron más que unas palabras. De nuevo en la litera, se secó el sudor maldiciendo el momento en que había caído en la trampa. Ser cómplice de aquel muchacho no le podía deparar nada bueno y, a pesar de esta certeza, su voz obraba un inexplicable hechizo en su persona. Una mezcla de curiosidad y cosquilleo que la excitaba.
El alba no tardó en filtrarse entre las rendijas de los tabiques de madera. La chica se esforzaba por disimular sus oscuras ojeras con una actitud resuelta, incluso con una sonrisa poco habitual. En cubierta, Bero la miró de arriba abajo.
—¿Va todo bien, señorita?
—Eso deberíais decírmelo vos —respondió ella con cierta socarronería.
—Pues, ya que lo preguntáis, yo no me ilusionaría demasiado. El humor del capitán es pésimo, y la tripulación está alterada. La manera en que se ordenó deshacerse del pobre viejo fue una grave afrenta. No lo deberían haber privado del honor que sin duda merecía después de toda una vida como marinero.
—¿De qué honor habláis? ¡Intentó matar al capitán!
—Solo era un hombre atormentado que pretendía vengar la injusta ejecución de su hijo.
—¡Callad! ¿No sabéis los problemas que os puede acarrear hablar de esta manera?
De hecho, la réplica de Constança no esperaba respuesta. Solo intentaba proteger a aquel hombre que le había caído bien desde el principio y que parecía el único en quien se podía confiar a bordo.
—Las cosas no se hacen así… —rumió el viejo, y se acabó de un trago aquel café de tercera colada; eran las escurriduras del café servido a popa, pero al menos estaba caliente.
—¡Olvidadlo! Una vez muerto…
Por primera vez, el rostro amable de Bero se transmutó hasta parecer feroz. El hombre cogió a Constança del brazo y la llevó a un lugar más solitario bajo la vela de proa.
—Escuchadme bien, señorita, y no olvidéis lo que os diré. A juzgar por vuestra conducta, habéis disfrutado de una buena educación, pero no os engañéis. ¡Solo habéis visto el mundo por un agujero! Habéis vivido en Lima durante años, pero tampoco la conocíais bien, por lo que parece. ¿Qué sabéis de la humillación de los esclavos que se compran y se venden como si fueran ganado? ¿Habéis visto a un minero que viviera más de cuarenta años? ¡No! Claro, estabais recluida en vuestra jaula de cristal bajo la protección del virrey… o de su cocinero, ¡tanto da! La vida es dura, ya lo iréis viendo. Ese viejo se merecía un funeral más digno, acorde con la manera en que vivió. Ya que no se ordenó poner la nave de proa al viento para detenerla, al menos los marineros habrían podido descubrirse la cabeza en señal de respeto. Pero lo lanzaron al agua como quien se deshace de un saco de inmundicias.
Constança no replicó. Tal vez había acertado en alguna de sus afirmaciones, pero se había excedido. Después de unos minutos de silencio, la joven rompió el hielo:
—¿Dónde están los hombres que participaron en el motín? No los veo por aquí.
—Después de pasar la noche a la intemperie sin una gota de agua, los ataron con cadenas en el rincón más oscuro de las sentinas. No me gustaría estar en su pellejo —respondió el marino sin mirarla.
Constança palideció. ¡En las sentinas! Aquel era el lugar más profundo de la bodega. Pensó que, si hubieran descubierto al fugitivo, el viejo habría oído hablar de ello.
—No os preocupéis. Ahora no están en condiciones de dar más problemas. Podéis estar tranquila.
En algún momento se le había pasado por la cabeza contarle su secreto, pero después de las palabras de Bero, lo desestimó. Estaba herida en su amor propio, pero no le daría el gusto de comportarse como una niña malcriada. Así pues, aguantaría el tipo y se tragaría la hiel.
—¿Os parece que los vientos nos serán favorables hoy? —preguntó mientras fingía despreocupación y dirigía la mirada a la lejanía.
—¡A saber! Es inútil que tratéis de entender el mar. ¡Inútil! —respondió él con vehemencia. Y tras unos instantes de silencio, añadió—: La mar es cambiante, enigmática, diabólica. Como las mujeres. Pero si queréis información más científica, deberéis pedírsela al capitán o al contramaestre. Ellos son los que la interpretan y se guían según los sextantes, los barómetros… No obstante, hay caprichos de esta bella dama que no se reflejan en esos aparatos ni en ningún otro. Creedme, sé lo que digo.
Como si las palabras del viejo marinero hubieran sido una premonición o tal vez un desafío, el viento que hinchaba las velas desapareció en un santiamén. Y todas sin excepción languidecieron serena y tristemente, a merced de un Dios invisible. Ninguna de ellas podía hacer nada para oponerse.
Se detuvieron los trabajos en cubierta y Constança vio cómo los más viejos se hacían la señal de la cruz sobre el pecho.
—¿Qué pasa, Bero? —preguntó alarmada.
—Aún no lo sé —respondió él mirando la línea brumosa donde el cielo y el mar parecían confundirse.
Después todo fue muy rápido. Una franja morada pintó el horizonte y el cielo quedó bajo un manto de bruma y oscuridad.
El viento sopló con furia y trajo gotas de agua en sus ráfagas. Las velas cobraban vida bruscamente y todo eran carreras para cumplir las órdenes del capitán. El contramaestre se esforzaba por que se ejecutaran sin demora.
—¡Plegad las velas, enroscad los acolladores, abrid las portas!
Obligada a ponerse a cubierto, Constança veía que los hombres trepaban por las cuerdas hasta el punto más alto de los palos. Las minúsculas figuras, iluminadas a ráfagas por los rayos, se movían con dificultad y cada tropiezo ponía en peligro su vida.
La chica se encomendó a Dios, convencida de que con una de aquellas embestidas el mar los engulliría a todos.
Un último golpe de viento desgarró las nubes y un pálido rayo de sol iluminó las crestas de espuma que cubrían el mar.
Pocos estuvieron allí para admirar el espectáculo, pero el instante de contemplación fue muy breve. Después del embate brutal a que había sido sometida La Imposible, el escenario era aterrador. Como un ejército de hormigas, donde cada una lleva a término su cometido con diligencia, todos los tripulantes ocuparon sus puestos sin vacilar.
Las bombas de agua fijas, situadas entre el palo mayor y la escotilla, no daban abasto. Se diría que pistones y fuelles acabarían sacando humo. Había que reforzar, pues, el achique con dos bombas móviles que los hombres se esforzaban por montar sobre cuatro ruedas pequeñas. Puntualmente se informaba al capitán de la situación en que se encontraban las diferentes dependencias, y él resolvía lo que había que hacer.
Aquel día la comida fue frugal, un trozo de pan con bacalao y unos higos secos. No había tiempo que perder. El último bocado de Constança se interrumpió por un ruido ensordecedor, como si los cañones de cubierta gruñeran todos al mismo tiempo. Pasados unos instantes de incertidumbre, se dispuso a ver con sus propios ojos qué provocaba aquel estruendo. ¡No se lo pudo creer!
Protegiéndose los oídos, observó cómo los mismos hombres que días atrás levantaban espadas se habían convertido en expertos hiladores y, con maestría, reparaban cordajes, redes, obenques y burdas que la tempestad había estropeado. Un extraño artefacto ocupaba parte de la cubierta. Cuatro cuerdas sujetadas por los ganchos respectivos convergían en una gran rueda dentada que se engranaba en cuatro más pequeñas. Un marinero fornido hacía girar la manecilla que enroscaba las cuerdas. El resultado era una nueva malla.
—Nunca habíais visto una chicharra, ¿verdad? —preguntó Bero.
La chica ni siquiera parpadeó.