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Barcelona, 1777

Con el paso del tiempo, había aprendido a liberarse de los claroscuros que envolvían a Pierre Bres. Constança era feliz en el taller de cocina de la calle Carbassa y trataba de no interferir en los negocios que emprendía el francés, con los cuales no siempre estaba de acuerdo. Nada parecía suficiente a su ansiedad por ganar dinero, cuanto más mejor, aunque ello supusiera rendirse a personajes que ella solo podía detestar.

Hacer el amor con el cocinero implicaba aceptar condiciones que habrían escandalizado a la mayoría de las mujeres de aquella ciudad.

Bres disfrutaba experimentando con el placer y llevándolo a territorios poco convencionales, tanto como disfrutaba de su afición secreta por el sótano de la casa, donde se encerraba a cal y canto, al abrigo de miradas curiosas. Pero de esta inclinación Constança no sabía nada. Más bien era la víctima, o la cómplice, de unos juegos que dejaban poco margen para pensar; te entregabas a ellos o salías de su vida. No había término medio.

La joven cocinera aceptó entregarse en la oscuridad, aprendió a disfrutar de la excitación que la llevaba a perder el control y sentir cómo la sangre le calentaba todo el cuerpo, un cuerpo que cuando estaban juntos no parecía pertenecerle.

Las consecuencias de negarse a seguirle el juego a Pierre las tenía delante, las veía cada día en las chicas prematuramente envejecidas que ayudaban en los fogones o que suspiraban por convertirse en el objeto de sus atenciones.

La propia Constança quería y a la vez temía. Aprovechaba lo que se le daba, y por nada del mundo estaba dispuesta a renunciar a los privilegios que había conseguido. No ahora, cuando todo el taller de cocina de Monsieur Plaisir bailaba al compás que ella imponía.

Desde allí, era la patrona del destino de aquel extraño negocio, donde se valoraba más la capacidad de resistencia a los caprichos del hombre al servicio del que trabajabas que la pericia que fueras capaz de desplegar en tu labor. A pesar de las dificultades, estaba convencida de que invertiría la situación.

Durante la mayor parte del tiempo se limitaba a ser la reina de los fogones, y cuando él la llamaba para otros menesteres, ya había aprendido a relajarse. Aquel comportamiento, la manera que tenía de amoldarse a las circunstancias, la repelía y la fascinaba a la vez.

Mientras tanto, la frecuencia de las visitas de Pierre a su cuarto fue disminuyendo. El cocinero confiaba cada vez más en las cualidades de la chica para llevar el negocio, mientras él se entregaba a una intensa vida social que a menudo tenía como objetivo final acabar en los brazos de viudas o mujeres de la nobleza, abandonadas por sus maridos a causa de la guerra o las amantes. Cualquier excusa parecía buena en aquella ciudad para liberar los instintos, una especie de condición previa que desembocaba en conjuras y traiciones.

Constança se había mantenido ajena a todo esto. Ya no lo espiaba como al comienzo, ni siquiera sufría por sus idas y venidas. Lo podría hacer beber de su mano cuando quisiera, ¡estaba convencida de que tenía la sartén por el mango! Las noches con Pierre la dejaban agotada, pero también eran una fuente de inspiración. A menudo, a la mañana siguiente se sentía más creativa, con los sentidos más despiertos, y se abandonaba al trabajo, exultante.

Era tan grande su influencia en el resto del servicio que había logrado reproducir su taller, aquel de existencia efímera en el desván de la droguería Martí, en un espacio privilegiado de las cocinas; nadie se atrevía a tocar un solo recipiente, ni a usar las especias y condimentos que almacenaba. Así, cuando no tenían ningún encargo urgente, era feliz elaborando platos soñados, de los cuales no se había hablado nunca, como el que ella denominaba «cazuela de olores», o haciendo pruebas con mezclas y colores, combinando chocolate con pétalos, carne y pescado, especias con mermeladas… Siempre según su estado de ánimo. Con frecuencia reía sola, se chupaba los dedos y soñaba con sabores a los que esperaba poner nombre.

El respeto que le profesaban sus compañeros y compañeras, y de eso se había dado cuenta desde los primeros meses en casa de Monsieur Plaisir, también acentuaba su soledad. Intentaba mostrarse cercana con todo el mundo, pero a menudo chocaba con el miedo de los otros, siempre alertas de no hacer algo que molestara al patrón. En aquel montón de sirvientes que conformaban el mundo del cocinero, solo una persona era capaz de compartir su vida con la de Constança sin prejuicios ni falsos temores: Cecília, la supuesta hija que Àgueda había tenido con Monsieur Plaisir.

—¡Impresiona cómo has crecido! ¡Cada día se te ve más bonita!

La tenía encima mientras intentaba olvidar otra noche decepcionante. A pesar de las miradas que Pierre le había dedicado durante el día anterior, él no se había presentado en su cuarto. Y, lo que era más grave, mientras lo esperaba había oído cómo exigía un pedido de última hora, que le hicieran un envoltorio con aquellas galletas recubiertas de chocolate y naranja. Todo el mundo en la calle Carbassa sabía qué significaba un encargo semejante; la única incógnita por resolver, pues, era saber quién sería la dama escogida para su próxima noche de locura.

—Eres una dormilona —le dijo Cecília mientras saltaba sobre la cama antes de dejarse caer sobre los muslos bien torneados de Constança.

—¡Por el amor de Dios! ¡Acabarás partiéndome en dos! Ya eres toda una mujercita para lanzarte así…

La chica se ruborizó y a continuación se sentó en el borde de la cama. Sus ojos azules centelleaban, se la veía feliz y decidida, como si el rencor que albergaba su madre no la hubiera rozado ni de perfil.

—Dijiste que daríamos un paseo…

—Es cierto, Cecília, pero deja que me recupere. No he pasado una buena noche.

—No aprenderás nunca, ¿verdad? Yo en tu lugar no lo esperaría, ¡no merece la pena!

—¡Eh, pequeña! ¿Qué sabes tú de estas cosas? —Constança la miró fingiendo enojo; le hacía gracia la manera tan directa que tenía de encarar la vida aquella mocosa.

—Si no te levantas, te haré cosquillas…

—No, eso sí que no —reaccionó de golpe, cogiendo a la chica y poniéndose encima de ella—. ¿Olvidas que soy más fuerte que tú y puedo…?

Cayeron al suelo enredadas en una lucha ya habitual entre ambas. Acababan sudando y riendo, y no siempre ganaba la más fuerte. Cecília era rápida y no tenía miedo.

—¡De acuerdo, de acuerdo! Me rindo…

—Eres una cobarde —dijo la chica mientras soltaba a Constança.

—Y tú una pesada. No puedo hacer nada en esta casa sin que me vayas detrás.

—Pero si te gusta. Reconócelo… —Cecília hizo el gesto de lanzarse de nuevo encima de su amiga, pero ante su mirada seria se detuvo—. Me portaré como una señorita, pero si me tratas como tal.

—¡Anda! Eso es nuevo. ¿Y cómo consideras tú que funciona este trato?

—Pues nos podríamos contar confidencias como hace la gente mayor.

—¡Tú te las sabes todas, eh!

—¿Me explicarás qué tiene Pierre para que todas las mujeres le vayan detrás?

—¡Eres una impertinente!

—¿Qué dices que soy?

—¡Una cotilla!

—¡No! No lo soy, pero tampoco soy una simple. Sé que te gusta… ¿Me lo cuentas? ¡Yo también tengo secretos! —exclamó la chiquilla con mirada pícara.

—No sé si tengo ganas de hablar de eso, Cecília. Me parece que tu juego de confidencias no acaba de convencerme. ¿Y tus secretos? No creo que tengas demasiados que puedan interesarme.

Constança se comportaba con dureza; por un lado, no creía oportuno ir tan lejos con aquella jovencita, por mucho que hubiera crecido, y por el otro le picaba la curiosidad. Pero ¿cómo podía inventarse un relato sobre Pierre que no incluyera los momentos íntimos de su relación? Por mucho que la perversidad del cocinero estuviera cubierta por capas y capas de delicadeza y sofisticación, no podía hablarle de la mezcla de placer y miedo al sentirse completamente desvalida a merced de sus juegos. La adicción a su aliento acercándose mientras la mantenía atada a la cama, la espera anhelante del contacto de sus dedos, de su lengua que adivinaba con los ojos vendados.

Aunque sabía que no le haría daño, a veces el corazón le latía con tanta fuerza que temía que le saliera del pecho. Y, a pesar de que él no la ataba demasiado fuerte, no era difícil observar marcas en las muñecas a la mañana siguiente de yacer con el francés. Durante los avatares del acto amoroso, inmersos en el vaivén de favores y renuncias que Pierre practicaba, Constança era capaz de tensarse hasta que la cuerda de cáñamo se le hincaba en la piel.

Pero eso era solo una parte del entretenimiento; la otra resultaba de una ternura infinita. Seguro que al satisfacerla él también alimentaba su propio placer. Cuando yacían juntos Constança se convertía en su reina absoluta. Del maestro ella había descubierto la agradable sensación de la cera tibia deslizándose por la espalda hasta enfilar el camino de las nalgas, el recorrido imaginado, las pausas que la encendían, el chocolate espeso con que le untaba los pezones y le llenaba el ombligo para recogerlo después con gula.

—Mira, Cecília, será mejor que lo dejemos correr —dijo con las mejillas encendidas.

—¡Ni hablar! —soltó la chica mientras se volvía, y los dos rostros quedaron muy cerca el uno del otro—. Seré generosa contigo. ¡Te mostraré el secreto de Monsieur Plaisir!

—¿El secreto? ¿Qué dices, pequeña? ¿Qué puedes saber de Pierre que yo no conozca?

—Tú crees que lo sabes todo, pero para eso debes mirar con atención a tu alrededor y, aún más importante, tener tiempo para hacerlo.

Constança calló ante las seguras afirmaciones de la chica. Había un punto en que tenía razón: en aquella casa Cecília no trabajaba demasiado, como si estuviera por encima del bien y el mal. A veces pensaba si la lid particular que Àgueda mantenía con el cocinero, de la cual, extrañamente, ninguno salía nunca victorioso, le había procurado aquella condición.

Pero Cecília la esperaba en la puerta, una vez más, decidida a mostrarle que nada de lo que pasaba en casa de Monsieur Plaisir le era desconocido.

Comprobaron que no hubiera nadie observando antes de seguir la dirección que indicaba Cecília. Al fondo del pasillo se abría un rincón por el cual Constança siempre había pasado de largo: la sorpresa fue que, si entrabas y te acostumbrabas a la penumbra que reinaba allí, se podía atisbar el contorno de una puerta pintada del mismo color que la pared.

La chiquilla miró a su amiga y se metió la mano debajo del vestido. Una llave de grandes dimensiones apareció de la nada.

—¿Y eso? ¿Cómo es que tienes esa llave?

—Chsss… —pidió Cecília mientras la introducía en la cerradura y, sin duda bien engrasada, la llave giraba sin hacer ruido.

—¿Estás segura de que podemos hacerlo?

—¡Quieres hacer el favor de callarte! A estas horas ya han recogido las cocinas y podríamos llamar la atención.

Era muy cierto. Constança obedeció, aunque pensaba que se arriesgaban demasiado si realmente Pierre quería mantener aquel lugar en secreto. Lo que más la sorprendía era no haber tenido ninguna noticia de él, a pesar de su relación con el célebre cocinero.

Cecília encendió un cabo de vela que había en un agujero de la pared e invitó a su amiga a bajar una escalera oscura y desgastada.

—Sobre todo, no te caigas. Si te rompes algo, no podría devolverte sola a la superficie y nos descubrirían.

Bajaron una docena de escalones hasta el rellano final. Al levantar la llama, se vio otra puerta, y Cecília hizo aparecer otra llave del mismo sitio que la primera.

—¿Cuántas cosas más guardas ahí dentro? —dijo Constança, entre sorprendida y divertida.

—No quieras saberlo…

La puerta se abrió pesadamente y una claridad inesperada inundó el rellano. Era una estancia amplia iluminada por dos ventanucos que había a la derecha, casi contra el techo. Cecília se volvió con una ancha sonrisa, feliz de descubrirle aquel mundo oculto a Constança.

El supuesto secreto de Pierre Bres no era fácil de hallar. En mesas y vitrinas de diversos tamaños había distintas figuras, algunas con forma humana, otras de animal —un pato, un caballo, una serpiente—. También había relojes y cajas de música, entre otros ingenios que los ojos de Constança nunca habían visto, ni siquiera en la lejana Lima. A pesar de ser un sótano y encontrarse lejos de la calle, se oían pequeños ruidos que los continuos tictacs no podían ocultar. Era una sensación extraña, y pensó si había ratas, o quizá ratones.

—¿Oyes ese rac-rac? No el tictac de los relojes, no, que ese ya lo conocemos. Estas figuras tienen vida propia y, por mucho que bajo a menudo, no he sido capaz de descubrir cuál de ellas lo hace…

—¿Quieres asustarme? No es fácil, te lo aseguro.

—No, qué va. Pero quería saber si tú también lo oías. No te engaño cuando digo que tienen vida propia; a veces alguna de ellas rompe el silencio, con música o con algún movimiento inesperado.

—Quizá sean los relojes, que aún tienen un poco de cuerda y les salta el mecanismo. Yo no entiendo, pero mi abuela tenía uno que le pasaba eso.

—Sí, yo también lo he pensado. En fin, deja que te muestre a algunos de mis amigos…

—¿No sería mejor que volviéramos? Si Pierre nos descubre, se cabreará mucho.

—¿Pierre? ¡Debe de estar muy ocupado con su viuda!

La referencia a Margarita de Acevedo no pasó inadvertida a Constança, pero se abstuvo de comentar nada; aquella chica era demasiado marisabidilla para su gusto, aunque no podía evitar verse reflejada en ella. Sin escuchar la advertencia, Cecília fue hacia una vitrina donde había uno de aquellos ingenios con forma de pato; era dorado y no tenía ni una mota de polvo.

—No quería hacerlo, pero como veo que estás más tranquila, te mostraré primero a mi favorito: el pato goloso.

Sin moverlo de su lugar, abrió una cajita a su lado y sacó una almendra pelada. A continuación tocó alguna tecla y el animal metálico abrió la boca y, una vez depositada la almendra en el interior del pico, se la tragó con un movimiento rápido de vaivén.

—¡Cecília, a ver si lo estropeas!

Pero la chica rio y con la mano le indicó que esperara. Del pato salía un run-run extraño, y Constança se inquietó un poco. Poco después oyó un ruido seco y el animal dejó caer una especie de gachas por el trasero. Al ver su cara de sorpresa, Cecília se desternilló de risa.

—Lo ves, el pato goloso… Y lo que le sobra lo elimina por donde corresponde.

Maravillada por lo que acababa de ver, Constança apenas hizo caso a la risa de la chica. ¡Aquel ingenio se había tragado un trozo de almendra y después había hecho una deposición!

—Pero te puedo enseñar más cosas —dijo Cecília cuando acabó de reír—. Este es un niño flautista. ¿Quieres que lo encienda?

—¡No, por favor, nos descubrirán!

—Lo dudo mucho. Y este —continuó, dirigiéndose a otra vitrina— toca el tambor… Ya, ya lo sé, que no lo ponga en marcha, pero yo lo hago siempre. Este cuarto está a siete pies bajo tierra; es imposible que nadie lo oiga.

—Por las dudas —respondió Constança mientras se quedaba mirando aquel curioso hombrecillo con uniforme francés, si no iba errada, que tenía los palillos levantados a punto de percutir contra dos pequeños tambores.

Entonces se oyó un ruido imprevisto, como si algún engranaje chirriara internamente; en aquel momento, Constança tuvo claro a qué se refería Cecília. La chica se detuvo unos segundos y después se dirigió hacia un rincón. Unas mantas nuevas parecían cubrir algo.

—Estoy convencida de que ha sido ella. A veces da estas sorpresas…

Al sacar las telas, apareció una figura de mediana altura vestida como una dama de la corte francesa del siglo anterior y con el pelo empolvado. Estaba sentada delante de un piano de pared, con los dedos a punto de proyectarse sobre el teclado.

—¿Qué te parece? —dijo Cecília mientras su amiga se quedaba maravillada del excelente acabado del ingenio; por unos instantes tuvo la sensación de que se giraba y la miraba.

—¡Es preciosa!

—Yo creo que es su joya, porque siempre la tiene tapada. Pero ¡a mí me gusta más el pato!

—Quizá, pero son completamente diferentes.

—Esta sí que la enciendo, y no te preocupes, es imposible que nos oiga nadie.

Buscó una palanca detrás de la figura, la cual pareció espabilarse, como si despertara de un sueño profundo. Después volvió a proyectar los brazos hacia el teclado y en unos segundos una música dulce inundó el sótano.

—Pero… —dijo Constança con estupor—. ¡No puede ser verdad!

—¡Ja! ¡Yo también me hacía cruces cuando lo descubrí!

La pianista tocaba las teclas con precisión, y todo indicaba que era ese contacto el que producía la música. Quizás había algún truco, pero el efecto era incomparable, tanto que Constança se quedó pasmada un buen rato escuchándola, ya sin preocuparse por si las descubrían. Desde luego era muy curiosa aquella afición de Pierre Bres, tanto como su manera de hacer el amor; pero no lo era tanto si una pensaba en su carácter público. El celebrado cocinero vendía ilusión, se enfrentaba a la existencia con un sentido caballeroso que después chocaba con el comportamiento casi tiránico que desplegaba en su casa; igual que en el juego amoroso.

Se dijo que hacía demasiado tiempo que se relacionaba con él en su casa de la calle Carbassa; salvo las veces que salían a atender a algún cliente en su casa, no había salido demasiado. Y en aquellas ocasiones, cuando hacía el paripé delante de las damas nobles que lo contrataban, ella no estaba presente, tan solo era la cocinera ingeniosa, la que llevaba a término sus grandes ideas.

Al acabar la pieza, el ingenio se quedó de nuevo inmóvil, y Cecília, que había comprobado con disgusto cómo su amiga se abstraía en sus pensamientos sin compartirlos con ella, la cubrió con las mantas. La visita clandestina había llegado a su fin, las dos lo sabían y se dirigieron a la puerta en silencio.

—¿Te has enfadado? —preguntó Cecília.

—No, de ninguna manera. —Le pasó la mano por el pelo, joven y fuerte, tan diferente del de su madre—. Pero quisiera que dejaras de bajar a este sótano, ¿de acuerdo? Además, puedes meter en problemas a tu madre. ¿No lo has pensado?

—¿Cómo es que sabes que la llave es de mi madre?

—No lo sabía, pero lo he supuesto. Tienes la llave porque es Àgueda quien se encarga de limpiar este recinto, ¿verdad?

Cecília no respondió, pero el gesto de su boca fue bastante significativo. Ya comenzaban a subir la escalera cuando oyeron los pasos de alguien que bajaba. La chica ocultó a Constança en un rincón de la pared y se quedó a la espera. Era Pierre, que no pareció sorprendido de encontrarla en el rellano.

—¡Ah, eras tú! ¡Ya me lo imaginaba! ¿Te gustan los autómatas?

—Sí —respondió Cecília, lacónica, mientras se ponía delante de él para impedirle que acabara de bajar y encontrara a su amiga entre las sombras.

Constança vio cómo cogía la mano de Pierre y tiraba de él, juguetona. Le pidió que no se lo prohibiera, que lo admiraba por guardar aquellos ingenios tan bonitos. El cocinero rio y se dejó llevar.

—¡Eres una niña, pero una niña preciosa!

Después se cerró la puerta y Constança se quedó sola, sumida en el mismo silencio que aquellos seres en reposo. Esperó a que su joven amiga bajara pronto a buscarla, pero, pasado un rato, la invadió un mal presagio. Pierre no sería capaz de… Horrorizada por un pensamiento tan sucio, se concentró en distinguir los olores, que le llegaban mezclados. Aisló la sensación de humedad y la de óxido, tan presentes en las maderas mojadas y las bisagras del barco, y también el humo de las velas recién apagadas con aquel regusto dulce. Y, de golpe, se le ocurrió convertir todas aquellas improntas en un plato. ¡Le asignaría una textura, un sabor! El resultado podría ser perfectamente una carne ahumada, crujiente, con un hilillo de miel de romero, solo insinuado, por encima.