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Barcelona, 16 de junio de 1779
Llegar hasta el hostal donde se alojaba Isabel Lobera fue tan difícil como se temía. Los lamentos de Eulària tenían fundamento, claro, pero aquella tormenta seca no había traído bastante lluvia para impedir el paso a la joven.
—Mucho ruido y pocas nueces —murmuró con una sonrisa melancólica, al recordar cuántas veces se lo había oído decir a Vicenta.
Fue en la esquina de la calle Ample, a pocos pasos de la Fontana de Oro, donde se encontró con aquella dama venida de Madrid, de quien se había separado de mala manera después de huir del banquete.
—¡Caramba, no pareces la misma! ¿Qué te trae por aquí, estimada Constança? —preguntó con cierta ironía la señora Lobera.
—¿Podemos hablar?
—Tengo que finiquitar algunos asuntos que corren prisa, pero estaré encantada de que me acompañes. Después, si te apetece, podemos tomar un chocolate.
Ambas caminaron juntas por la Rambla. El suelo era un auténtico fangal desde hacía ocho meses. El desastre venía de cuando Joan Miralles, concejal y director de caminos de Barcelona, había ordenado el inicio de las obras para instalar farolas. Tiempo más tarde, a comienzos de diciembre, habían cavado las zanjas para plantar las dos hileras de olmos que irían desde el Pes de la Palla, delante de la iglesia de los Capuchinos, hasta arriba de todo. Un invierno lluvioso, seguido de una primavera no mucho más amable, había hecho el resto.
Caminaba al lado de la señora Lobera mientras la ciudad se iba poniendo en funcionamiento. Entretanto, Constança había tomado una decisión importante. Se sentía poderosa.
Durante el trayecto no sacaron el tema que las ocupaba, a pesar de que las dos lo tenían muy presente. Se limitaron a comentar el combate de diez horas que había librado y ganado el patrón Badia a cuatro leguas de Mahón, contra un galeote armado con veintiséis cañones y doscientos catorce moros. Después le tocó el turno a la reparación de los envigados del Teatre de les Òperes, y también fue tema de conversación la sustitución de las piedras que sobresalían demasiado en las esquinas por otras más pequeñas, lisas y colocadas a ras de la pared, pues aquellas ya habían causado bastantes desgracias.
—Fue a causa del desafortunado accidente de la marquesa de Cerdanyola, de la casa Marimon, que se decidió hacerlo —comentó Constança.
—¿Qué pasó, pues?
—Su coche volcó saliendo de casa Cencelles, en los Quatre Cantons de Bellafilla, junto a la esquina de casa Poncic. La acompañaban su nuera y sus hijos, Ramon y Cayetano. Ninguno de ellos sufrió heridas de importancia al romperse el vidrio, pero ni el doctor Pedralbes fue capaz de salvar la vida de la pobre marquesa.
—Ya lo ves, Constança, habrían podido volcar muchos carros y carretas, debajo de los cuales se habrían podido desangrar hombres, mujeres y criaturas, pero ninguno de ellos cuenta. Si quieres hacer sentir tu voz, si deseas de verdad enamorar al país con tu cocina, debes picar alto. ¿Sabes de qué hablo?
La cocinera asintió, aunque se le formó una especie de nudo en la boca del estómago. No quería profundizar en lo que le sugería aquella mujer de la alta sociedad, no se veía con ánimos de remover recuerdos, y tampoco nada que pudiera debilitar su voluntad de llevar adelante la decisión que ya había tomado. Así pues, acompañó a la señora Lobera a ultimar el envío de un presente a la princesa de Asturias por el nacimiento de su hijo Carlos y, una vez en la chocolatería, le hizo saber su intención.
—Aún no sé cómo hacerlo, pero contad conmigo para el propósito de que hablamos —dijo Constança con decisión.
La dama hizo un gesto de complacencia, aunque a Constança le pareció advertir un misterio doloroso en aquella arruga que se le marcaba cerca de la boca. Ambas mujeres eran bastante inteligentes para entenderse sin levantar sospechas, y ni la una ni la otra, como si ya hubieran hablado de ello durante toda la vida, mencionó nombres que pudieran comprometerlas. Eso sí, analizaron el asunto en profundidad. Era importante encontrar una manera de hacerlo clara y segura.
A pesar de los años que las separaban y las vidas tan diferentes que les había tocado vivir, una especie de empatía extraña se mezclaba con el aroma del chocolate en aquel rincón de la calle Petritxol. Ni Constança ni la dama humillada por el virrey confiaban en nadie que no fueran ellas mismas, las dos conocían la traición de cerca. La cocinera la había probado en su relación con Rodolf, al cabo de poco tiempo de llegar a Barcelona.
Acordaron que llevarían adelante la empresa sin contar con ningún intermediario. Tampoco podían confiar en su fuerza física, por lo cual descartaron un acto violento, aunque tampoco sería fácil conseguir un veneno eficaz que no levantara sospechas… Al final del encuentro se prometieron calibrar detenidamente todas las posibilidades y volver a reunirse en un par de días.
Justo antes de separarse, Constança se detuvo para contemplar, como si se tratara de una aparición, las pequeñas flores blancas que engalanaban el alféizar de una ventana.
—¿Pasa algo? —preguntó la señora Lobera, extrañada por el gesto de la joven.
—Me parece que sí —respondió Constança sin apartar la vista de aquellas flores.
—Me estás poniendo nerviosa. ¡Habla de una vez!
—Ya lo tengo, señora Isabel. ¡Me parece que ya lo tengo! Necesito un poco de tiempo para pensar cómo, pero…
—Vamos a mi alojamiento y me lo explicas —la interrumpió la dama, curiosa por saber de qué se trataba.
—No. Aún no puedo, aún no lo sé con seguridad. Necesito tiempo —insistió Constança con la mirada perdida, como si en ese momento tuviera la evidencia de algo muy importante.
La cocinera hizo el trayecto de vuelta a casa como un autómata de los que tenía Pierre en el cuarto secreto. Recorría las calles movida por una euforia interior que, sin embargo, le producía cierta angustia. Una sola vez levantó la mirada, y entonces se topó con el rostro de Heracles estampado en el medallón que presidía el Palau Moja, en construcción desde hacía cinco años.
«¡Cómo pasa el tiempo! —se dijo recordando el momento en que habían comenzado las obras, después del derribo de la muralla de la Rambla y la puerta Ferrissa—. ¡Y cuántas cosas han pasado!»
El resto del camino lo hizo acompañada por la imagen de aquel héroe sobre el caduceo, del hombre que transita por un camino lleno de esfuerzos y aventuras y al final consigue salir victorioso.
Después de muchas semanas investigando con las flores de la patata, a Constança le parecía estar muy cerca de su objetivo. Durante todo aquel tiempo se había propuesto mantener la cabeza fría y jugar bien sus cartas. Había luchado día tras día para no desfallecer ni dejarse llevar por un arrebato; no quería caer en ninguna provocación. También era consciente de la importancia de restablecer las buenas relaciones con Monsieur Plaisir. Si era necesario, volvería a mostrarse sumisa, le seguiría la corriente y, sobre todo, se esforzaría por no provocar ningún tipo de problema.
A nadie de la casa le extrañó que la cocinera trabajara con flores; ya lo había hecho otras veces, y tenía una buena colección de flores comestibles. Utilizaba la rosa y la violeta para aromatizar los vinos, rebozaba flores de calabacín y adornaba ensaladas con pétalos de pensamientos. Cuando encontraba, también hacía infusiones de hierbas con flores de hibisco. Era imposible conseguir muchas de las variedades que Antoine Champel utilizaba en Lima, pero no desistía. Estaba convencida de que las flores, además de hacer más atractivos los platos, los licores y los vinos, aportaban frescura y nuevos sabores. Por otra parte, sus colores y aromas estimulaban los sentidos.
—Perdonadme el atrevimiento, señorita Constança —dijo Eulària una tarde mientras la peinaba—. Vuestra afición a las flores ha desatado algunos rumores entre el servicio.
—¿Qué dices? Explícate, por favor.
—Pues como la Iglesia ha prohibido el consumo de patatas y corren habladurías sobre su condición de comida demoníaca…
—Claro, he oído hablar de ello. Pero yo no las cocino, solo…
—Lo sé, lo sé… No obstante, vos no ignoráis que hay gente muy supersticiosa.
—Gracias, estimada Eulària. Como siempre, tienes razón. Debería haberlo pensado, no es mi intención molestar a nadie. Me pareció que ejercerían un efecto calmante en Monsieur Plaisir, más de una vez lo he sorprendido mirándolas embobado.
Así pues, Constança decidió que no era conveniente seguir con aquel experimento a la vista de todos. Aún no había recabado suficiente información, pero Rafel se perfiló como una respuesta a sus necesidades.
—Necesito que me hagas un favor, Rafel —le pidió, presentándose en los establos.
—¡Sabes que siempre me tienes a tu disposición! —respondió él poniéndole las manos en las nalgas.
—No hablaba de eso. Pero ahora que lo dices… —dijo ella acercándole los labios.
—A sus órdenes, mi señora —repuso pícaramente Rafel. Y, con delectación, le introdujo la lengua en la boca; aquella mujer lo volvía loco.
Mientras el joven la besaba y le descubría los pechos, Constança se debatía entre la rabia y la pasión, hasta que el estallido dio vía libre a ambos sentimientos. Sin poder evitarlo, las lágrimas aparecieron en sus ojos. Después de hacer el amor, le explicó que trabajaba en la obtención de un veneno que podría ser útil a la causa, pero necesitaba un lugar privado para seguir experimentando. Un rincón del establo sería un buen escondite y, como él era el responsable, no correría ningún riesgo de ser descubierta.
—¡Eres una valiente! Lo supe desde el día que te conocí en el barco.
—¿Me cazarás ratas?
—¿Ratas, dices?
—Te he dicho que tengo que experimentar, y necesito animales.
—De acuerdo, reina. Si quieres ratas, las tendrás a capazos.
—¿Y no le dirás nada a nadie? —quiso asegurarse Constança mordiéndole con suavidad el lóbulo de la oreja.
—Seré una tumba… Oh, sigue, no pares…
Se les hizo de noche sobre la paja. Los dos cuerpos se conocían a la perfección y su encaje era perfecto. A cada concavidad de Constança, un músculo de Rafel llenaba el vacío, cada voluptuosidad de ella reposaba al abrigo de una gruta que parecía hecha a propósito en la fuerte complexión de Rafel.
Cuando sus latidos recobraron la calma y los cuerpos dejaron de sudar, el joven le dijo al oído.
—¡Te arriesgas mucho! Y yo no quiero perderte. Ve con cuidado, Constança.
—Esas palabras me suenan muy extrañas en tu boca. Tú has ido de un riesgo a otro, prácticamente desde que naciste. ¡Tu vida es un balancín!
—Ya, pero entonces no tenía a nadie con quien compartirla.
—¡No, eso sí que no, Rafel! Sabes perfectamente que nuestra relación no debe mezclarse con los negocios.
—¿Te refieres a envenenar ratas en mi establo? ¿Has pensado que podrían contagiarte la rabia? Muchas personas han muerto de esa enfermedad.
—¡Rafel!
—¡De acuerdo, de acuerdo! ¿Y después de las ratas, qué vendrá? Si te descubren, mejor dicho… si nos descubren, podríamos acabar en la cárcel. ¡Serían capaces de tildarnos de brujos! Lo sabes, ¿no?
—¿Te has vuelto tonto o qué? ¡Todo el mundo experimenta con animales, salvo los hospitales, que lo hacen con personas!
Rafel la escuchaba como si descubriera por primera vez que Constança era temeraria cuando se proponía algo.
—Deberás construir unas jaulas —le dijo ella.
—De acuerdo, pero no me has contestado.
—¡Poco a poco, Rafel! ¡Qué sé yo de los animales que necesitaré! Quizás algunos gatos o perros famélicos, de esos que sacrifican a diario. Al menos tendrán una muerte más digna y no sufrirán, de eso puedes estar seguro. Pero dejémonos de cábalas y escúchame bien: mañana quiero que ordenes la estancia que hay detrás del establo. Por la tarde quiero comenzar a llevar mis cosas. Y espero que me ayudes…
—No me das demasiado tiempo. Me tienes siempre de un lado a otro con tus encargos. ¿Cómo quieres que ordene todo el desbarajuste que hay ahí? Pero bueno —dijo antes de que Constança protestara de nuevo—, si así lo quieres, así será.
Rafel se quedó sentado en el cubo que había vuelto para que la joven cocinera ocupara el único taburete. No era un gran amante de los animales, pero los perros callejeros siempre le habían despertado compasión. Ahora bien, si resultaba, si el veneno era eficaz, pensar que a su debido momento podrían utilizarlo para deshacerse de algunos de los indeseables que los gobernaban le pareció una magnífica idea.
Más convencido, colocó el cubo del derecho y, antes de ponerse manos a la obra, sacó una a una las briznas de paja que habían quedado enredadas en el pelo de Constança. No la miró mientras se vestía y se despidió de ella fingiendo indiferencia. Pero lo cierto era que mientras ella caminaba con paso decidido hacia su cuarto, Rafel se apoyó en la pared del establo con una sensación de soledad que nunca antes había sentido.
Durante los días siguientes, Rafel asistió a una transformación sorprendente en la joven. En la casa y con las personas que tenía a su cargo se comportaba como siempre, incluso le dio la impresión de que lo llamaba más a menudo a su cuarto, pero cuando se encerraba en el establo, con todos aquellos frascos y los pobres bichos enjaulados, nunca tenía suficiente. Quería llegar hasta el final.
De las ratas pasó a los gatos, que a Rafel le producían una repulsión extrema, y todos salían con las patas por delante. Más de una vez había tenido que esquivar alguna patrulla mientras trasladaba los cadáveres hasta la puerta del Ayuntamiento. Lo único que lo confortaba era imaginar la cara de los que ostentaban el poder cuando al día siguiente, bien vestidos y con las pelucas empolvadas, se encontraran aquel espectáculo dantesco y leyeran la nota de advertencia que él siempre dejaba.
A las dos semanas de comenzar con el trasiego de animales, Constança anunció que había terminado su trabajo. El veneno estaba a punto y no necesitaba experimentar más. Rafel palideció; en el fondo, deseaba que todo acabara siendo un juego sin resultados concretos.
—¿De verdad ya tienes el veneno? ¿Estás segura de que funcionará?
—¿Cómo crees que han acabado muertos todos estos animales? No los he estrangulado con mis propias manos…
—Lo sé, lo sé… —cedió él, mientras pensaba que aquello era una locura.
Rafel nunca rehuía las situaciones peligrosas, pero siempre iba de cara, de una manera que él consideraba leal con sus principios. Envenenar a alguien, por muchos días que hubiera pasado imaginando la utilidad de ese método, volvía a parecerle un asunto de brujería. Había oído relatos sobre esas extrañas prácticas en México, pero nunca había querido participar.
Pero, por mucho que él insistiera, Constança no se echaría atrás. Era tozuda como una mula. En el fondo, pensaba, eran muy parecidos. Luchaban por lo que consideraban justo, aunque no exactamente con los mismos métodos.
—Tengo un frasco que guardaré en mi cuarto, y quiero que tú ocultes este otro —dijo ella mientras acababa de llenarlo.
—¿Dónde quieres que lo oculte?
—¡Caramba, chico! ¡Eso es cosa tuya! Por ejemplo, bajo tierra en el establo.
—¿Y tengo que decirte dónde lo dejo?
—Decídelo tú. ¿No pensabas que iría bien disponer de un poco por si lo necesitamos? ¡Pues ya lo tienes!
Rafel observó cómo acababa de llenar el frasco, un poco sorprendido por la confianza que le otorgaban. Luego, la joven abandonó el establo con una sonrisa enigmática en el rostro. Aquella noche no lo llamó a su cuarto.
La alegría de Constança duró poco, y sus expectativas se vieron truncadas cuando la señora Lobera desapareció. Preguntó por todas partes, en casa del barón de Maldà, a los criados del virrey, incluso a Andrés del café de la Rambla, consciente de que en esos locales siempre estaban al día en cuestión de cotilleos y rumores.
No obstante, toda la información que logró recabar resultó demasiado vaga para extraer conclusiones. Unos decían que Isabel se había marchado a Francia invitada por una de las asistentes al banquete de Manuel de Amat; otros, que la muerte de un familiar próximo la había hecho volver a Madrid precipitadamente. Al final, Constança pidió a Rafel el segundo frasco de veneno para guardarlo en el mismo sitio que el primero.
La vida continuó sin sobresaltos durante una larga temporada.