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A orillas del río Rímac, Lima, 1770
Aquel día llegué tarde a mi cita con Iskay. Recuerdo que fue hacia finales de octubre, porque, como todos los años, Lima se había vestido de morado para rendir culto al Cristo de los Milagros. Las calles estaban rebosantes de gente: llegaban de todas partes y engrosaban una procesión malva que se extendía por doquier como una gran mancha de tinta. Se trataba de una de las celebraciones más esperadas: una mezcla de prostitutas con damas, negros con blancos y mestizos, religiosos con políticos y ateos. Todos pidiendo la protección del Cristo colgado en la cruz, ocultando su miseria bajo diferentes envoltorios.
Yo caminaba a empujones, aturdida por los cánticos y la música. Avanzaba entre el griterío de los vendedores ambulantes que, aprovechando aquella festividad multitudinaria, ofrecían los productos más variados en cada esquina. Entre muchos otros, menudeaba el arroz con leche, los pinchos de carne, los choclos —que en casa de mi padre se llamaban panizos— y el turrón de doña Pepa, una golosina con caramelo por encima que hacía la delicia de mayores y pequeños.
Los olores de la comida, mezclados con el de los cirios, el incienso y las flores que las mixtureras vendían en ramilletes, se me hacían insoportables. Solo tenía un pensamiento: reunirme con mi amigo, y hacerlo cuanto antes. Sentía la necesidad de explicarle los últimos acontecimientos, todo lo que había descubierto y, también, qué me había perturbado de una manera tan profunda.
A pesar de que el frío comenzaba a hacerse sentir, llevaba colgado del brazo el abrigo verde que Antoine me había regalado el día de mi aniversario.
Cuando llegué al puente de piedra, la antesala de mi amado río, respiré aliviada. Pero me preguntaba si Iskay aún me esperaba: era cerca del mediodía, y habíamos quedado muy temprano. Miré a derecha e izquierda y me pareció advertir su camisola blanca en medio de un reducido grupo de ancianos que tejían cestos junto al río. Al acercarme lo vi feliz, explicándoles quién sabe qué mientras unos y otros detenían el movimiento de los dedos para escucharlo, embobados.
Era una de las cosas que más me gustaban de Iskay, su facilidad para conectar con la gente, la ternura que ponía en todo lo que hacía, sus ganas de vivir… y de dejar vivir a los demás, sin imponerles nada.
—¡Iskay!
—¡Bienvenida, Constança! Siéntate con nosotros, te presentaré a mis amigos —dijo mostrando sus dientes blanquísimos y sin ningún rastro de resentimiento por mi tardanza.
—Me gustaría, de verdad. Quizás otro día…
—¿Pasa algo? —me preguntó mientras se ponía en pie para venir a mi encuentro.
Inquieta, miré a aquellos viejos desdentados de piel arrugada y sentí sus ojos clavados en mí, a la espera de una respuesta. Pero Iskay se dirigió a ellos, camuflando mi incómodo silencio.
—Seguiremos otro día, por hoy ya os he robado bastante tiempo.
Entonces, me rodeó la cintura con sus brazos fuertes y la mitad de mis males desapareció.
—Hoy no se está tranquilo en ninguna parte, ha venido mucha gente de los pueblos vecinos y… ¡se me ocurre que podrías llevarme a ver el mar!
—Iskay, no estoy para historias…
—Ya lo sé, Constança, ya lo veo. No pensaba ir hasta el puerto, ni hasta la playa, se nos haría de noche a la vuelta. Pero hace mucho tiempo que no subimos hasta la pampa de Amancaes. ¿Recuerdas aquel verano que la encontramos toda cubierta de flores amarillas y tú tuviste la ocurrencia de decir que parecía un extenso sembrado de yemas de huevo? —dijo Iskay, y soltó una carcajada que dejó al descubierto sus dientes.
—Iskay, a finales de otoño no habrá ni una. Las flores no se avienen demasiado con este tiempo. Y tampoco veremos el mar, el cielo se está cubriendo. Además, quiero hablar contigo —añadí, nerviosa.
Pero ni mis palabras ni mi mal humor hicieron mella en el ánimo de mi amigo. A veces esta actitud me provocaba una sensación de rabia y envidia que conseguía sacarme de mis casillas.
—Hazme caso, caminemos.
No repliqué, ya lo había hecho muchas veces y siempre acababa dándole la razón. Iskay vivía de una manera muy sencilla, y no acababa de entender por qué nosotros, los que veníamos del otro lado del Gran Mar, nos complicábamos tanto. Pensaba que era muy difícil avanzar con tanta carga sobre la espalda, y caminando por la naturaleza se aflojaban las cuerdas que liberaban de su peso.
—Debes mirar a la naturaleza como a una gran madre. Las madres siempre quieren lo mejor para sus hijos —le había oído decir infinidad de veces.
Con esta convicción, dejé que me cogiera del brazo y, sin prisa, nos dirigimos hasta aquel lugar alejado del barullo, donde durante los meses de verano florecía el amancae.
Con mis manos en las suyas, comencé a explicarle el motivo que me había llevado a una casa de la calle de la Concepción, justo a dos manzanas de la plaza de Armas.
—Allí se aloja el señor José Gabriel.
Comencé por el final, e Iskay, a pesar de que ponía cara de no entender nada, me dejó ir y venir desordenadamente de una punta a la otra de mi relato. Me conocía lo suficiente para saber que estaba tan asustada y nerviosa que no podía explicarme de otra manera.
—Yo estaba en las cocinas y oí gritos. Alarmada, corrí hasta la bodega, más allá de la despensa. Allí he visto más de una vez cómo Antoine aguza el oído, pues en esa sala oscura, lejos de los fogones y el horno, hay una zona de ventilación. Es el lugar ideal para proteger las conservas, secar las flores, colgar los tomates en rama y conservar las cebollas y los ajos, pero también para escuchar, aunque con cierta dificultad, lo que sucede muy cerca de allí, en el espacio privado donde el virrey recibe las visitas.
Poniendo mucha atención, oí quejarse a uno de los criados de la casa, el mencionado José Gabriel. De hecho, hacía mucho rato que esperaba audiencia con el virrey. Cuando le dijeron que no podría ser, se cabreó de verdad. José Gabriel no estaba dispuesto a volver a su casa con las manos vacías pues, según decía, había hecho un viaje muy largo, y esperaría allí de pie todo el tiempo que fuera necesario.
—¿Sabes qué quería? —preguntó mi amigo.
—No dijo nada, solo insistía en que era muy importante. Resulta que, finalmente, consiguió su propósito y el virrey lo recibió. Entonces la situación había despertado tanto mi curiosidad que quería saber de qué se trataba. Al comienzo solo pesqué palabras sueltas, inconexas, pero en cierto momento hablaron de mi padre.
—¿Estás segura?
—Tan segura como que estoy aquí contigo.
—¿Y qué hiciste? —preguntó con los ojos bien abiertos, como si así pudiera ver con más claridad.
—¡Me quedé de piedra! No fui capaz de atar cabos y decidí que debía hablar con aquel hombre. Nerviosa, esperé a que abandonara el palacio y entonces lo seguí. Se sorprendió mucho cuando me presenté en el hostal donde estaba, pero a pesar de eso se mostró muy amable. ¡Salí con el corazón encogido: aquel hombre me explicó unas cosas horribles!
Iskay me apretó las manos, que manteníamos unidas, y yo apoyé la cabeza en su pecho. El corazón me latía con fuerza y fue marcando el ritmo de mis palabras.
—Me habló de los mestizos del Cuzco, del linaje de los incas, y sobre todo del maltrato que sufrían los indios mitayos, de Tinta, los cuales morían en las minas de Potosí. Este era el motivo de su viaje: denunciar la situación y hacerse escuchar por el virrey.
Cuando levanté el rostro buscando el de Iskay, su expresión era de tristeza infinita, pero no había ninguna señal de sorpresa o espanto.
—¿Oyes lo que te he dicho?
Afirmó con la cabeza y me estrechó entre sus brazos. Yo no estaba para carantoñas y lo increpé duramente; olvidé que su infancia se había forjado entre abusos e injusticias, que mi reciente descubrimiento formaba parte de su vida y que, de alguna manera, aún sufría aquella situación, igual que todos sus hermanos de sangre. Más serena y un poco avergonzada, me pregunté en voz alta cómo podía perpetuarse el sufrimiento de miles de familias, por qué había que pagar un precio tan alto con la única finalidad de enriquecerse. ¿Era más preciada la plata que extraían de la montaña que tantas y tantas vidas?
—¡Obligan a las comunidades indígenas a suministrar determinado número de trabajadores, Iskay! Lo llaman la mita. Mi padre hizo que, dada la dureza de esta ocupación a causa de la altitud de las minas, se establecieran turnos. Consiguió que por cada semana de trabajo descansaran dos, pero ¡la mejora suponía disponer de trece mil quinientos indios para los tres turnos! Con el tiempo, las extracciones de plata fueron menguando, y los sueldos también. José Gabriel piensa que echaron del cargo a mi padre para poner a alguien más severo…
—¿Y tu padre nunca te había explicado nada?
—No. Un día dejó de hacer las visitas que lo ausentaban de casa durante muchos días y comenzó a beber más de la cuenta. Según parece, al sustituirlo le encomendaron una tarea humillante… Yo entonces no podía entenderlo, era muy pequeña.
—¿De verdad quieres contarme estas cosas, Constança?
Me tomé un respiro mientras contemplaba las enormes montañas desérticas que se alzaban majestuosas delante de nosotros. Pero mi mirada se centró en un punto movedizo. No demasiado lejos de donde estábamos, un ciervo paseaba con paso majestuoso.
—¡Iskay, mira! —exclamé—. ¡Es fantástico!
—Sí que lo es. La belleza, la fuerza y el misterio lo han convertido en símbolo de reyes y brujos. ¿Sabías que sus cuernos caen y se regeneran cada año en primavera?
—¡Hay tantas cosas que no sé!
Iskay me arregló el pelo y me sentí pequeña, muy pequeña. Entonces continué relatándole en qué consistía la tarea con que degradaron a mi padre. Se le encomendó vigilar a Micaela Villegas, más conocida como la Perricholi, la amante del virrey.
La relación de la pareja siempre había sido escandalosa, y el fuerte carácter de la mujer había dado que hablar y provocado muchas peleas. Era diferente de las otras en todo lo que hacía, en cómo vestía y hablaba. A mí me gustaba verla llegar montada a caballo, mientras las damas se mofaban. Parecía que con el nacimiento del hijo de la pareja las cosas se habían puesto en su sitio, pero la calma no duró demasiado. El virrey, que era mucho mayor que ella, estaba celoso de todo aquel que se le acercaba, y ella era coqueta por naturaleza.
—Lo siento… —susurró Iskay sin moverse.
—No sé qué pensar… El hombre que me lo contó piensa que hay alguna relación con la muerte repentina de mi padre. Parece que Manuel de Amat le había encargado seguir a la Perricholi.
—¿Tu padre seguía a esa mujer? ¿Y qué descubrió?
—¡No lo sé! Quizás algo que no era del agrado del virrey. ¡Qué sé yo! Podría tener otro amante… También he pensado que quizá sabía cosas de las minas que no convenía ventilar.
—Pero eso que dices es terrible, Constança. No tenemos ninguna prueba…
—José Gabriel me dijo que mi padre seguía al lado de los indios, que ellos aún lo iban a buscar para pedirle ayuda. ¡Morían como moscas en las minas! ¡La jornada de trabajo era de sol a sol, con solo una hora de descanso!
Lo cierto era que, siete años después de la muerte de mi padre, exhumaba aquel fantasma sin ninguna posibilidad de sacar nada en claro y tampoco de olvidar.
La impotencia, la rabia y la confusión me irritaron y, abandonando los brazos de mi amigo, comencé a caminar de un lado a otro, haciendo círculos, yendo y viniendo con las manos en la cabeza o presionándome el estómago, en un intento de apaciguar un dolor difuso.
Hasta que vomité todas las incertidumbres que llevaba dentro no me acerqué de nuevo a su lado.
El cielo seguía cubierto, pero el sol se adivinaba detrás. A veces conseguía colarse e iluminaba un retazo de tierra añadiéndole matices. En otras ocasiones, la claridad silueteaba la nube y le otorgaba un aspecto fantasmagórico. Algo parecido sucedía en mi interior mientras volvía con Iskay a la vera del río.
Un hombre nos saludó a medio camino sin acabar de enderezar la espalda. Estaba inclinado sobre la tierra plantando papas. Los caballones esponjados dibujaban líneas perfectas y los surcos se prolongaban hasta que convergían más allá de lo que alcanzaba la vista.
—De aquí a tres o cuatro meses volverá a haber flores blancas y malvas; haré un ramo y las llevaré a la tumba de mi padre. ¿Querrás acompañarme, Iskay?
Imagino que, para distraerme de mis cavilaciones, mi amigo me habló de los colores y las diferentes formas que adquirían las flores de las papas. Yo conocía algunas variedades, a pesar de que Antoine las había desestimado en su cocina por el hecho de tratarse de un producto vulgar.
Pero, por boca de Iskay, aprendí que los indígenas también obtenían de la papa un veneno muy potente, gracias a la destilación de las partes más verdes del tubérculo. No sé si entendí con exactitud el procedimiento. Lo que no he podido olvidar es que, a partir de aquel momento, siempre profundizaría en la parte de las cosas menos visible a los ojos, en su vertiente más subterránea. Como la inquietud de mi padre bajo la apariencia que requería la ocasión, o la de aquellos indios muriendo en el anonimato en las entrañas de la tierra, o la de las papas, que pueden nutrir o matar encubiertas bajo la delicadeza de su flor.