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Océano Atlántico, verano de 1771

A excepción de los marineros, que realizaban tareas demasiado duras para sucumbir a la rutina del viaje, la monotonía se fue instalando a bordo de los pasajeros de La Imposible. El chico de Veracruz se sentía cada vez mejor en la bodega, a pesar de la escasa salubridad de aquella parte del barco. Su faena lo excusaba de compartir el ambiente enrarecido que se vivía en cubierta.

Las salidas de tono de Margarita, la desconfianza de algunos tripulantes, convencidos de que allí se cocía algo, y un capitán cada vez más quisquilloso, convertían la zona más profunda de la nave en una especie de paraíso venido a menos. Con el paso de los días había hecho amistad con su compañero Kirmen. Le enseñaba los mejores nudos para sujetar la carga y a cepillar la madera de las piezas que a menudo debían ser sustituidas por el desgaste.

Todo un mundo nuevo se abría ante sus ojos. Solo le preocupaba lo que se estaba gestando en el barco, quizá porque le llegaba a través de indicios, de conversaciones a medias, de sonrisas desagradables. El chico era el primero en mostrarse indiferente. Las insinuaciones de los rebeldes sobre la maldad del capitán, acompañadas de todo un anecdotario cada vez más oscuro, daban significado a su exaltación. No obstante, cierto sentido de la prudencia le advertía al chico que no estaba en el mar, poniendo una distancia casi insalvable entre su destino y el mundo que había conocido, para morir en un motín que no parecía responder a la necesidad de impartir justicia, sino a la venganza.

En los atardeceres de aquel agosto el sol hilaba un extenso manto dorado sobre las olas. El chico aprovechaba cualquier instante para asomar la cabeza, a última hora, asombrado por aquel mar encendido. Se había pasado muchos años esperando que el sol se pusiera detrás de las montañas que rodeaban Veracruz; solo entonces despertaba de su letargo y se adentraba por las calles de la ciudad en busca de incautos que le pagaran una comida en la taberna, o de aventuras que después no querría recordar.

La placidez de un trayecto sin incidencias también se dejaba sentir en la bodega. Los vientos del sur impulsaban la fragata con la fuerza suave y perseverante que siempre desean los marineros. El viaje había llegado a su ecuador sin ningún sobresalto remarcable.

Sin embargo, aquel pacto alcanzado entre Joaquín de Acevedo y el capitán Ripoll no afectaba al deseo de sangre que anidaba en algunos hombres. El chico de Veracruz supo que el motín se precipitaría cuando un marinero bajó a la bodega para explicar a Kirmen que todo estaba preparado, que solo había que esperar el momento oportuno.

—¿Os amotinaréis ahora, por una historia antigua? —se asombró el chico—. Antes deberíais pensar cuáles serán las consecuencias. Un barco no es una ciudad donde se pueda huir y esperar que tus actos despierten la conciencia de la gente. Si el motín fracasa, os juzgarán a todos.

—No sabía que fueras un cobarde, joven amigo. Las aventuras que me has explicado a lo largo de estas jornadas no lo indicaban así. Además, lo que haremos es mucho más inteligente que un motín…

—¿Por qué no me lo explicáis, entonces? Os he dado sobradas muestras de que se puede confiar en mí.

—Quizá tengas razón, ha llegado la hora. Vayamos por partes…

Kirmen lo llevó hasta los fardos de algodón, donde a menudo se tumbaban para soñar en todo aquello que harían cuando acabara el viaje. Él lo imitó, dispuesto a escuchar hasta la última palabra que saliera de aquel experimentado marinero.

—Han pasado tres años, pero un padre nunca puede olvidar a su hijo. Ocurrió después de una larga travesía en que los hombres se sublevaron ante la desvergüenza mostrada por sus superiores. Ya has tenido ocasión de comprobar que estas rutas dan pie al lucro de los más poderosos, pero los oficiales no se quedan atrás. Jan Ripoll era en aquella ocasión capitán de otra nave, la Tomasa, una fragata que protegía las costas de Perú de las incursiones inglesas. Un día encontraron a la deriva un barco inglés que transportaba una buena cantidad de oro. La ley del mar establece que estos botines deben repartirse, pero Ripoll se negó en redondo y ofreció a los marineros las migajas, además de amenazarlos si hablaban.

—Y la tripulación se sublevó… Creo haber oído esta historia en Veracruz.

—No sé qué oíste, pero la sublevación quería ser pacífica. Los marineros se negaron a volver al trabajo hasta que se procediera a un reparto justo, pero Ripoll no aceptó sus reclamaciones. Al contrario, armó a los oficiales, además de prometerles una parte del botín. Hubo dos muertos y varios heridos entre los sublevados. Al resto se los confinó en la bodega, y más de treinta tripulantes fueron acusados de rebelión.

—¿Y el capitán los juzgó?

—No directamente. Antes de tomar decisiones de esta naturaleza, hay que contar con el beneplácito del rey. Este apoyó a Ripoll con los ojos cerrados. Entonces sí, muchos fueron sometidos al castigo del cañón, es decir, los azotaron amarrados a los cañones del barco, y a los demás los fusilaron.

—Y entre los muertos estaba el hijo de alguno de vosotros. Lo entiendo, pero esta venganza que proyectáis también se podría haber llevado a cabo en tierra, sin correr tantos riesgos.

—Olvidas que el capitán Ripoll es un hombre rico. Se hace el desvalido, pero en tierra siempre va bien escoltado. En fin, no tienes que preocuparte demasiado. Hoy morirá y nadie sabrá quién ha sido su verdugo. Después navegaremos bajo el mando de su segundo. Es un buen hombre.

Kirmen le pidió que volviera junto a los fardos de tabaco. La normalidad debía reinar en el barco hasta el mediodía, después se haría la voluntad de Dios.

El chico de Veracruz, influido por la religiosidad de su madre, pensó que el ojo por ojo, aplicado de aquella manera tan fría, sin perseguir el bien común, no podía formar parte de las intenciones del Altísimo. Pero obedeció a Kirmen mientras procuraba entender la historia que le habían explicado. Se sentía extrañado de su propia prudencia, pero quería ser una persona nueva, vivir de una manera diferente. Ahora tenía la oportunidad de demostrarse que era capaz de permanecer al margen; y además, si todo salía como preveían aquellos hombres, no habría problemas.

Constança había aprendido que más le valía no confraternizar con la familia De Acevedo. Salvo los encuentros repentinos en cubierta, intentaba quedarse en su cabina y dejar que pasara el tiempo entre ensoñaciones de lo que sería su futura vida en Barcelona, donde seguramente sus abuelos la acogerían con los brazos abiertos. La insistencia en las miradas de algunos marineros comenzaba a preocuparla, pero ningún oficial, ni siquiera el funcionario real, prestaba atención a los hasta entonces leves acosos.

Eran intenciones con muchos puntos débiles. A menudo la chica se sentía inquieta en su estancia, los olores y ruidos se magnificaban. Gracias a Bero, que había añadido un listón de madera a los bajos de la puerta, las ratas ya no le hacían las asiduas visitas de los primeros días, aunque oía sus correteos muy cerca, a veces como si se pasearan al otro lado de la madera y se afanaran por entrar.

Aquella jornada, hacia el mediodía, no fue capaz de resistir más el calor que hacía en la cabina. Constança salió al estrecho pasillo justo cuando Margarita decía a su hijo que era un ser débil, que o bien cambiaba o ella tendría que estar pendiente de sus cosas toda la vida. La chica no se detuvo para oír la respuesta de Pedro; sabía que no la habría. Al contrario, aceleró el paso y subió la escalera que llevaba a cubierta tras cruzar la sala de esparcimiento del capitán, amueblada con una mesa, dos sillas carcomidas, mapas de navegación y un sextante. Le complació que no estuviera y se dirigió hacia el ojo de buey: el horizonte seccionaba el cuadro exterior en una perfecta división de azules. La sensación de libertad que le transmitió hizo volar su imaginación. El sol se esforzaba por calentar la madera gastada de la fragata. La visión aligeró su ánimo.

Enseguida comprobó que no había exagerado. La brisa marina barría la cubierta del barco, muy poco concurrida a aquella hora. En las velas, algunos tripulantes reparaban los estragos del viento, y en proa estaba el capitán con dos oficiales. El hombre que tenía más cerca era el timonel, que parecía dormido sobre aquella rueda inmóvil que habían trabado para que no variara el rumbo.

Se quedó en popa, mirando la estela del barco mientras se abría el cuello del vestido para que la brisa la refrescara. Las aves seguían de cerca a La Imposible, a la espera de los restos de comida que los cocineros lanzaban por la borda.

Abandonada a la caricia de aquel viento suave, no prestó atención al capitán. Jan Ripoll caminaba cerca del palo de trinquete, comprobando la sujeción de algunas mercancías que no tenían acomodo en la bodega, como los cabos de estay, la estopa y el alquitrán, que se usaban para reparar la cubierta. Un movimiento repentino del timonel la puso sobre aviso. Pasó muy rápido, casi en el instante en que ella se volvía atraída por una especie de sexto sentido.

Poco después, mientras el capitán acercaba su recipiente de hojalata al depósito de agua, aquel viejo marinero que había perdido a su hijo apareció de improviso a su espalda con un enorme cuchillo. Constança quiso chillar, pero la sorpresa la dejó paralizada. Sus seguidores estaban apostados en diversos puntos de la nave, vigilantes. Desde el principio se había establecido que aquella era una cuestión personal, y que, aparte de la sustitución del capitán, la nave seguiría su rumbo.

La avanzada edad del vengador impidió el éxito del primer ataque.

La suerte proverbial de Ripoll lo acompañó también esa vez. El sol se posó sobre la hoja del cuchillo y se reflejó en el agua del depósito. Después todo se precipitó. El hombre descargó el golpe con intenciones mortales, pero el capitán ya había tenido tiempo de echarse a un lado, de modo que solo resultó herido en un brazo. Uno de los oficiales, que en ese momento se disponía a beber un trago de agua, se dio cuenta de lo que ocurría y dio la voz de alarma.

Nadie supo explicar después por qué lo que debía ser la venganza de un padre deshecho por el dolor se convirtió en un motín. El agresor, muy querido entre la tripulación, pareció despertar la conciencia de aquellos con quienes había compartido su historia. Los hombres que conocían la intentona se precipitaron a cubierta al oír los gritos de alarma, mientras Constança permanecía inmóvil en el castillo de popa.

El resto de la tripulación, hombres jóvenes poco avezados en el mar, se pusieron de parte de los oficiales. El chico de Veracruz había seguido a Kirmen por instinto y dilapidó los buenos propósitos que se había ido haciendo a lo largo del viaje. Su sangre bullía cuando se presentaba un conflicto, como si nada en este mundo fuera más importante que luchar contra la injusticia.

Los oficiales ya habían tomado posiciones en cubierta. Uno de ellos vio que Kirmen esgrimía un arma y no dudó en usar la espada. El jefe de bodega, sorprendido, cayó muerto mientras el chico de Veracruz, al intentar defenderlo, resultó herido en una pierna. Pero sin doblegarse, después de unos instantes de lucha, clavó su navaja al oficial, el cual, aturdido, se golpeó contra la borda de estribor y se precipitó al agua, desapareciendo para siempre engullido por el Gran Mar.

El chico comprobó que nadie había advertido la caída del oficial. Tenía un corte en la pierna y la sensación de que la espada había penetrado a fondo, pero no parecía que le fuera la vida. En otras ocasiones ya había visto heridas mortales y se congratuló de que la sangre no manara a chorros de la suya. Si lo descubrían estaría perdido. Decidió ocultar la navaja entre sus ropas y bajar de nuevo a la bodega; allí había rincones que pocos marineros conocían.

Mientras tanto, sin prestar atención a lo que había pasado con sus compañeros, y a pesar de que se veía que el motín estaba condenado a la derrota, Bero ya cubría a Constança con su cuerpo y una gran maza.

—Volved a vuestra cabina —le dijo mirándola a los ojos, con seriedad y una extraña calma—. Si os descubren aquí arriba no sé qué podrá pasar, los hombres están alterados y son capaces de cualquier cosa. Vos no habéis visto nada. ¿Entendido, señorita?

Al obtener un gesto de asentimiento de la chica, más por instinto que por convicción, el marinero ordenó:

—Seguidme.

Bajaron juntos la misma escalera que el chico de Veracruz y Kirmen habían utilizado para incorporarse a la lucha. Desde los primeros peldaños ya se oían los gritos de Margarita y los sollozos de los pequeños; solo Pedro estaba en la puerta de la cabina que ocupaba la familia. Al verlo, Constança se detuvo delante de él, a pesar de que Bero le tiraba del brazo para meterla en su cabina.

—¡Pedro! ¿Qué haces aquí solo? Vuelve dentro con los tuyos y diles que no salgan hasta que se arreglen las cosas.

El chico se quedó mirándola. Todos sus músculos estaban en tensión, pero en los ojos no tenía miedo, al contrario, traslucían una curiosidad casi enfermiza. Le recordó tanto a ella misma que repitió la orden de una manera más apremiante.

—¡Corre! ¡Ocúltate!

Si no hubiera sido por la firmeza de sus propias piernas, Constança habría rodado escaleras abajo siguiendo el impulso de Bero. Este había cambiado de opinión al oír los gritos de un oficial que había descubierto rastros de sangre en la escalera.

—Ahora quedaos en la bodega —dijo el viejo—. Quizás os pregunten por qué habéis bajado. Debéis mostraros espantada, convencerlos de que al oír los primeros gritos habéis corrido para ocultaros.

—Pero ¿vos qué haréis? ¡Quizás os confundan con un amotinado!

—Ay, niña, ya he pasado unas cuantas de estas. Tranquila, sabré sobrevivir.

Constança no quedó muy convencida, pero le hizo caso, y, oculta entre los fardos de algodón, dejó que pasara el tiempo. Aún se oían gritos esporádicos en cubierta, mientras se preguntaba qué sería de los niños. Sintió el impulso de subir aquella escalera y convencer a la familia De Acevedo para que bajaran a ocultarse con ella, pero unos pasos en los peldaños hicieron que se mantuviera quieta y en silencio.

Enseguida apareció una figura por el hueco de la escalera y, con solo verle los zapatos, supo que se trataba de Joaquín de Acevedo. Bajaba temblando, con un espadín en las manos y mirando hacia todos lados.

Después de escudriñar la bodega con nerviosismo creciente, se parapetó en un rincón con el espadín preparado. Así permaneció hasta que el capitán Ripoll, con el brazo izquierdo ensangrentado, bajó allí protegido por sus hombres. Todo indicaba que la rebelión había fracasado, pero debían de echar en falta a alguien y por eso registraban el barco. Joaquín de Acevedo no tardó ni un instante en salir de su escondite.

—¡Capitán! ¡Suerte que solamente os han herido! He bajado aquí por si a alguno de los amotinados se le había ocurrido huir del castigo que merece. He creído que así era más útil, dado que en cubierta disponíais de brazos suficientes.

—¿Y habéis encontrado a algún amotinado? —repuso Ripoll con sarcasmo.

—Todo está en orden. ¡Aquí no se oculta ni un alma!

Años más tarde, Constança aún se preguntaba por qué había escogido aquel momento para dejarse ver. Pero los efectos fueron demoledores. De entrada, el capitán miró a De Acevedo como si lo hubiera descubierto en una fechoría. Cuando notó la incomodidad, el noble estalló en una carcajada.

—¡No hay nadie, claro! —comentó mientras se volvía hacia sus hombres, que ya veían cómo el rostro del funcionario se iba poniendo más rojo que el último sol al llegar al horizonte.

En un primer momento, la chica no fue consciente de que había puesto en ridículo al funcionario, pero descubrir a Bero entre los partidarios del capitán la hizo sonreír. ¡Era verdad que el viejo marino sabía sobrevivir en medio de las tempestades!

El viejo se llevó el dedo a los labios para pedirle silencio y después, desde el último escalón, dijo en voz alta para que todos lo oyesen:

—Es bueno comprobar que hay una mujer sensata en este barco. Habéis hecho bien en ocultaros, señora.

—Claro que sí —respondió el capitán, y enseguida se olvidó de Constança. La algazara que montaron sus hombres mientras abrían paso en la escalera a un humillado Joaquín de Acevedo se recordaría durante mucho tiempo.