3
Barcelona, primavera de 1773
Doña Jerònima nunca se había mostrado tan preocupada. La gravedad de aquella revuelta iba en aumento día a día y sus efectos se notaban por toda Barcelona. Los tenderos mantenían una vigilancia constante de posibles altercados y muchos habían eliminado el puesto de mercancías que, de una u otra manera, ocupaba parte de la calle. Paradójicamente, sobre todo por las más estrechas, hacía mucho que no se caminaba tan cómodamente.
La abuela de Constança no podía actuar de otra manera. Cuando abrió las puertas, no instaló la mesa baja y larga, ni puso a Rita en el exterior a pregonar las nuevas mercancías, a pesar de que tenerla pululando por la tienda tampoco le hacía demasiada gracia. La belleza de la huérfana resultaba ofensiva y le recordaba los primeros días de su nieta, al llegar ataviada como una prostituta de las que cada año desembarcaban de ultramar. Solo Dios sabía lo que le había costado domarla, y aún no las tenía todas consigo.
Doña Jerònima no soportaba la ociosidad, y no solamente respecto a los otros. Desde que era una niña, siempre había trabajado bregando con el público, aceptando que, además de una droguería, tenía un confesionario, un receptor de quejas contra el gobierno de turno e, incluso, un nido de revolucionarios de boquilla que se pasaban el rato profiriendo insultos contra el rey y sus acólitos.
A pesar de que les había dicho que lo primero era el negocio, aquella situación la superaba. Las conversaciones que mantenía con las mujeres de los militares próximos al capitán general tampoco la tranquilizaban; nunca había visto personas más asustadizas y temblorosas, como si sus maridos no hubieran aceptado de buen grado ser el centro de atención con sus pomposos cargos.
Una vez tomadas todas las precauciones, doña Jerònima instaló a Rita en la puerta, al menos para que recibiera a los clientes y, de vez en cuando, echara un vistazo a la calle por si había alborotos. A la chiquilla le dijo que no tuviera miedo, ya que nadie lo tenía en aquella casa, pero se trataba de guardar la debida cautela.
—Descuide, señora… —respondió Rita con un hilo de voz, aparentemente tranquila pero con un ligero movimiento en la pierna derecha, que mantenía siempre en segundo término, como a punto de salir corriendo hacia el interior de la tienda.
Aquel día, Ventura se presentó tarde. No era fácil ocultar las idas y venidas en una casa con suelo de madera; todo el mundo sabía que la noche anterior la fiesta había durado más de la cuenta. Como era su costumbre, asomó la nariz en la trastienda, donde trabajaban Constança y la criada, pero la sonrisa de cada mañana se vio interrumpida cuando se tapó la boca con una mano.
—Perdonad —dijo, y se marchó escaleras arriba.
Poco después se oyó cómo vomitaba todo el alcohol que aún debía de correr por su cuerpo.
En la trastienda, las dos mujeres terminaban un encargo de mermeladas para uno de aquellos marqueses que se acercaban a la droguería con los sirvientes para estar de palique. Constança había escuchado divertida los temores que las palabras del noble provocaban en su abuela. Cruzaba miradas con Vicenta y las dos reían sin interrumpir la faena. Pero tanta diligencia no tenía ningún efecto en doña Jerònima Martí.
Cuando Ventura volvió a bajar, su sonrisa era amplia y sincera. Constança se la devolvió con creces. Cada vez le agradaba más aquel hombre; a pesar de que tenía sus cosas, siempre la defendía, aunque se esforzaba por no irritar demasiado a su mujer y el apoyo, a veces, era demasiado tímido como para resultar efectivo.
—¡Ya era hora de que te dignaras aparecer! —le soltó doña Jerònima en cuanto lo vio—. El mundo corre hacia la perdición y tú solo sabes emborracharte. ¿Por qué se me habrá ocurrido volver a casarme?
—¿Quizá porque no querías estar sola por las noches? —respondió Ventura mientras hacía un intento infructuoso por abrazarla.
—¡No estoy para gaitas! Lo mejor que puedes hacer es ir a repartir estos dos encargos. O acabaremos perdiendo clientes.
—Quizá deberías preocuparte menos por los clientes y fijarte más en la gente que te rodea…
Ya lo había dicho. Hacía días que Ventura se lo guardaba. No tenía dudas sobre la extrema dedicación de aquella mujer a la tienda cuando decidió casarse con ella, y tampoco le había pasado desapercibida la acritud con que se enfrentaba al mundo. Pero los primeros tiempos habían sido felices. Ella siempre decía que él la devolvía a la vida, y se lo creyó.
La aparición repentina de Constança interrumpió aquel pequeño enfrentamiento antes de que pasara a mayores.
—Yo podría hacer los recados, si os parece bien…
—¿Tú? ¿Quién te ha pedido nada? ¡Lo que tenéis que hacer es acabar las mermeladas de una vez!
—Aquí las tenéis, patrona.
Vicenta llevaba una pequeña caja de madera en las manos, llena de tarros de vidrio con tapas de corcho y una tela blanca atada con cordel. La abuela y su marido intercambiaron una mirada, sorprendidos por la buena faena que habían hecho, pero doña Jerònima ya iba a abrir la boca para enviar de nuevo a las dos mujeres a su lugar de trabajo.
—Quizá sea una buena idea lo que propone tu nieta. Me parece que yo hoy no estoy para… —Sin poder acabar la frase, Ventura se retiró presuroso tratando de contener las arcadas, pero al pasar junto a Constança le guiñó el ojo a escondidas.
Ocultando su felicidad, la chica cogió la dirección que estaba escrita sobre el mostrador y se marchó. Aún tuvo tiempo de oír las invectivas de doña Jerònima contra Vicenta, pero sabía que la criada no era rencorosa.
Los recados eran el único momento en que podía olvidar aquella vida, sobre todo desde que había perdido a Rodolf. Era cierto que el camino de los tejados continuaba a su alcance, que alguna vez había llegado hasta aquella escalera que le permitía escapar de su encierro, pero el desánimo le había impedido continuar. La muerte del chico que le había mostrado la verdadera Barcelona había sido un castigo demasiado duro a sus ansias de libertad.
Se puso la caja bajo el brazo y caminó con calma Rambla arriba. El palacio de aquel marqués quedaba bastante lejos, y dispondría de un buen rato para su actividad favorita cuando tenía ocasión de salir. Los puestos menudeaban con todo tipo de artículos, algunos venidos de muy lejos, pero también frutas y verduras frescas que llegaban de todo el país. Contemplaba la belleza de las naranjas, la ordenada formación de las coles, los diferentes tonos del vino en aquellas botellas gruesas y de cuello estrecho. Era una fiesta para sus sentidos, y ella se sentía feliz.
Mientras observaba embobada los diferentes tipos de quesos que ofrecía un puesto nuevo, tuvo la corazonada de que pasaba algo por alto. Se giró en la dirección por donde había venido y descubrió a un hombre alto y un poco estrafalario que probaba los vinos con ademán de experto.
El caballero, si se podía decir así, llevaba un sombrero extraño y, al acercarse, Constança entendió qué le provocaba aquella inquietud. ¡Hablaba francés! Un francés diferente del que le había enseñado Antoine Champel, mucho más abierto y ampuloso, además de mezclado con palabras en catalán. Pero el acento era inconfundible.
—Je me regarde, maître… —decía al bodeguero mientras probaba con cómica delicadeza uno de sus vinos.
—Merci, merci… —respondía el otro hombre rápidamente, sin duda porque no sabía ninguna otra palabra en aquella lengua.
La chica se detuvo detrás de aquel personaje, y eso hizo que dos chicos se fijaran en ella. Debían de ser sus acompañantes, pues llevaban varias cajas y bultos; todo estaba en el suelo bien vigilado, como si supieran que su señor tenía por costumbre entretenerse más de la cuenta en los puestos. ¡Se sintió iluminada por aquella aparición! ¿Quién sino un francés podía saber el paradero de un compatriota?
Intentó acercarse, pero uno de los criados le cerró el paso.
—¿Qué quieres, tú? ¿No ves que Monsieur Plaisir está ocupado?
—¡Monsieur Plaisir! —pronunció Constança con buen acento francés—. ¡Qué nombre más curioso!
—¿Acaso no lo conoces? Es el cocinero más famoso de Barcelona; todos los nobles suspiran por sus platos y lo reclaman en sus cocinas.
—Lo siento, he vivido mucho tiempo fuera —se disculpó—. Pero tengo mucho interés en preguntarle algo, si me lo permitís.
Los buenos modales de la chica no impresionaron al criado. Ya sabía de la inventiva que podían desplegar los ladrones y las prostitutas. Constança dio un par de pasos a la derecha para evitarlo, pero el chico se le adelantó y la cogió del brazo.
—Déjame, tengo que preguntarle por Monsieur Bres… ¡Me haces daño!
La brega entre los dos llamó la atención del francés, que ahora probaba un vino especial con malvasía, según el tendero. Monsieur Plaisir se volvió lentamente mientras hacía chasquear la lengua y salpicaba gotitas de aquel caldo dorado. Al ver que la pelea iba a más, decidió poner paz; quizás alguno de sus clientes andaba por allí. Su activo más importante era la discreción, aunque nadie lo habría dicho por su aspecto.
—¡Esta ladrona ha intentado molestaros, señor!
—En primer lugar, ya puedes apartar tus garras de la señorita. No quisiéramos un moratón innecesario en estos brazos tan bien torneados…
—Claro que no… —El criado no ocultaba su desconcierto, pero al mirar de nuevo a la chica pareció entender las intenciones de su amo—. ¡Oh! ¡Disculpadme, señorita!
—No se lo tengáis en cuenta —dijo Monsieur Plaisir, dirigiéndose con gran pompa a Constança—. Algunos hombres son como los animales, buscan presas con la única intención de hacerles daño.
—Pues, no tan solo se lo proponen… —respondió ella mientras se frotaba el brazo con la otra mano; la caja con las confituras descansaba en el suelo.
El caballero se volvió hacia el criado y le soltó una bofetada que lo hizo trastabillar. A continuación les ordenó que se mantuvieran a una distancia prudencial para que él pudiera hablar con la señorita. Ambos sirvientes se alejaron entre murmullos.
—No se lo tengáis en cuenta —repitió el francés—, son muy buenos en su trabajo. Me acompañaréis a hacer mis compras, seguro que vuestra opinión me será de gran ayuda… —Y le tendió el brazo al alcance; era muy alto, y el sombrero acentuaba aún más su estatura.
En cualquier otra circunstancia, Constança habría rechazado la propuesta, pero no podía dejarse invadir por el miedo. Era su oportunidad de encontrar a Pierre Bres, y pasó por alto las miradas que el caballero dirigía a sus pechos.
—No entiendo en qué os puedo ayudar, pero acepto.
Y así, cogidos del brazo, caminaron Rambla abajo; solo esperaba poder hacerle aquella pregunta antes de llegar a la esquina de la droguería.
—¿Antes he oído que mencionabais a un tal Bres? —se le adelantó Monsieur Plaisir mientras Constança pensaba en la mejor manera de preguntarle.
—¡Sí! ¿Lo conocéis? Era amigo de mi padre, bueno, de mi padrastro. —Se volvió hacia él con los ojos relucientes, como debe de ser el brillo de la esperanza.
—Podríamos decir que sí.
—Oh, no juguéis conmigo. —Por un instante le vinieron a la mente las mentiras interesadas de Rodolf y soltó el brazo.
—Estimada señorita, por favor. ¡Qué poca fe en la humanidad! Yo me he confiado a vos alejándome de mis criados…
—¿Y qué podría hacer yo en vuestra contra?
—No lo sé —dijo Monsieur Plaisir mientras simulaba preocupación—, quizá cautivarme con vuestros encantos.
Constança ya hacía rato que había entendido sus intenciones, pero conservaba una pizca de esperanza en cambiar su suerte.
—¿Conocéis o no a Pierre Bres? —Estaba decidida a marcharse si no recibía la respuesta correcta, pero el hombre quizá se daba cuenta de ello.
—¡Claro que lo conozco! Trabaja conmigo cada día.
Los latidos de su corazón sonaban tan fuertes que por un instante dudó de si lo había oído bien. Si era verdad, desaparecerían todos sus problemas, podría dejar la droguería, pero en este punto una sombra de tristeza apareció en su rostro: también dejaría atrás a Vicenta…
—¡Vuestra expresión no es exactamente de felicidad!
—Sí, perdonadme. Pensaba en una buena amiga. Pero tengo que hablar con Monsieur Bres. Le traigo noticias de un gran amigo suyo.
—¿Un gran amigo? ¡Por lo que sé, no tiene demasiados!
—Vos no lo conocéis tan bien como yo. Mi maestro, Antoine Champel, que es mi padrastro, como le he dicho antes… Bueno, es una larga historia. ¿Cuándo podré verlo?
—Pues ahora mismo… —el hombre pareció dudar— está de viaje. Pero no será por demasiados días. De todas maneras, me gustaría que me explicarais una cosa, siempre teniendo en cuenta que os pondré en contacto con la persona que buscáis. ¿Quién sois?
Constança se quedó mirándolo. A pesar de la extraña apariencia de Monsieur Plaisir, sabía reconocer la sinceridad, era un don que había heredado de su padre. Así que le hizo un resumen de su vida en Lima, de la muerte de su padre, de cómo la había tratado Antoine Champel, como si fuera su propia hija. Solo se guardó la amistad con Iskay y su posesión; era demasiado íntima y no venía a cuento.
—Sí, he oído hablar de este Champel. Quizá Pierre lo haya mencionado alguna vez. Pero me decís que sois aprendiz de cocinera…
—¡Soy cocinera! Antoine me preparó a conciencia antes de morir, y me escribió su nombre en un papel. Lo tengo en casa.
—Bien, bien, quizá podríamos hacer una prueba. Deberíamos encontrar un momento…
—Esta noche.
—¡Esta noche! ¿No sois muy joven para salir sola?
—Eso también es muy largo de explicar —dijo Constança mientras veía cómo los ojos de Monsieur Plaisir volvían a brillar ante la inminencia de la cita—. Enviad a uno de vuestros hombres, pero uno que sea capaz de comportarse. Que me espere en la calle Hospital, en la primera lámpara de aceite que encontrará entrando por la Rambla. Ahora tengo que marcharme.
Se dio la vuelta y dejó al francés plantado delante de un puesto de especias, de aquellos que tanto daño hacían al negocio de doña Jerònima. Pero apenas había caminado unos pasos cuando sintió horror. ¿Y si aquel hombre no mandaba a nadie a buscarla? No obstante, sabía su nombre y no le sería difícil encontrarlo. Ahora ya no.
Ya estaba cerca de la droguería, pensando cómo recibiría la abuela la noticia, cuando se dio cuenta de que le faltaba algo. ¡La caja con las confituras! Como si lo estuviera viendo, recordó haberla dejado en el suelo, delante del puesto de vinos.
Volvió sobre sus pasos. ¡Sería muy difícil explicar a doña Jerònima que la había perdido! Pero el hombre del puesto no sabía nada, y alguien tendría confituras para muchos meses. Entonces se dijo que tenía fuerzas para enfrentarse a la rabieta de su abuela, y habían quedado ingredientes de sobra para hacerlas de nuevo, aunque tuviera que dedicar toda la tarde. Sería su penitencia por haber encontrado a Pierre Bres.
Si alguna vez había tenido dudas sobre su capacidad, unas dudas que se habían acentuado desde que vivía aquella existencia denigrante en casa de su abuela, la velada pasada con Monsieur Plaisir hizo que se disiparan durante una larga temporada.
Sabía que el cocinero, en un primer momento, no había tomado en serio sus palabras. Pero después, cuando Constança desplegó toda la sabiduría del arte culinario aprendido de Antoine Champel, se unió enseguida a aquella fiesta de los sentidos. Sus exclamaciones, las contrapropuestas a las mezclas osadas, las expresiones cambiantes de su rostro a medida que entendía la calidad de los platos que proponía la chica, hicieron que incluso olvidara su primer objetivo de aquella noche.
Pierre Bres, a quien todo el mundo conocía únicamente como Monsieur Plaisir, no esperaba, ni de lejos, que Constança pudiera dejarlo boquiabierto con sus creaciones. La había atraído a su casa con la intención de probar un cuerpo que se adivinaba rotundo, a pesar de las pobres ropas que lo envolvían y el talante un poco huraño de la chica. Encontraba en ella cierto exotismo que siempre le había gustado, aquella combinación entre el espíritu salvaje del Pacífico y la sensatez excesiva con que a menudo tenía que luchar en sus conquistas de los últimos tiempos.
Pero cuando vio que las enseñanzas de Antoine habían convertido a la chica en una excelente cocinera, arriesgada e imprevisible, se dio cuenta de que era lo que necesitaba si quería hacer valer su fama adquirida en Barcelona. En la alta sociedad, sobre todo en la vida privada, habían penetrado con fuerza las costumbres francesas. Se morían por cosas nuevas, por alcanzar experiencias diferentes que pudieran recompensar la frivolidad que se había instalado desde hacía un tiempo.
Las comidas que preparaba Monsieur Plaisir eran solo un reflejo de estas aspiraciones. Los nobles querían comer bien, pero también eran amantes de las sorpresas, del juego, los ingredientes y productos exóticos. Él sabía provocarlos, avivar aquel deseo, a pesar de que con frecuencia se daba cuenta de que su cocina no tenía el punto de imaginación necesario para lo más importante: si quería que su negocio no se desinflara de manera inevitable, debía renovarse, ofrecer exquisiteces en que no solo el gusto fuera impecable. Sus platos aspiraban a la sorpresa continua, a la renovación, a ser una experiencia de los sentidos. Solo con esa premisa podría continuar siendo el cocinero al que todo el mundo anhelaba en su mesa.
Por estos motivos, cuando Constança, maravillada por la multitud de utensilios e ingredientes que le ofrecía el taller de Pierre Bres, comenzó a poner en práctica lo que había aprendido con su padrastro, el cocinero solo pensaba en la oferta que le haría. Cualquier cosa antes que perderla, aunque su intuición también le decía que no necesitaría demasiado para conseguirla.
—Os ofrezco trescientos doblones de oro por los servicios de vuestra nieta —dijo con voz bien templada el cocinero, después de descubrirse delante de doña Jerònima.
La patrona de la droguería tuvo que sentarse en el taburete que usaban para llegar a los estantes más altos. Pero se levantó enseguida, pensando que no sería bueno quedar por debajo de aquel personaje y de su oferta estrambótica.
Constança se abrazó a Vicenta llena de agradecimiento, esperando que lo entendiera, pero la criada gimoteaba.
Durante un par de horas había mantenido la mentira delante de la patrona. Le había dicho que su nieta dormía, que se había quedado hasta muy tarde terminando los encargos. Incluso los había completado deprisa, esperando que apareciera en cualquier momento. Pero no podía imaginar aquel final inesperado. ¿Qué haría ahora en la tienda sin la compañía de la chica?
Monsieur Plaisir se pasó por la droguería fingiendo curiosidad, aunque ya había tenido ocasión de comprar allí tiempo atrás. Estaba bien servida, y vio adecuado aumentar su oferta si aquella mujer era capaz de proporcionarle algunos de los productos que conseguía de primera mano en los barcos, algo que le hacía perder demasiado tiempo.
—Trescientos doblones y mi promesa de que la droguería Martí se convertirá en la principal suministradora de mi negocio. ¿Qué os parece?
Doña Jerònima continuaba muda, pero más que por la sorpresa y el dinero, por los pensamientos que comenzaba a albergar. No le cabía duda de que aquel hombre se había encaprichado de Constança y quería tenerla a toda costa. ¿Le estaba permitido venderla, como si fuera una especie de tratante de esclavos?
—Este silencio por respuesta me hace pensar que quizá mi oferta no es suficiente, pero os aseguro que he pensado muy bien en las cualidades de la chica y en la manera de compensaros por su pérdida. No soy un hombre rico, aunque intento acercarme tanto como puedo al valor que puede tener para vos. Además, ella sería libre de visitaros siempre que quisiera. ¡Yo no quiero una esclava!
—Entonces, ¿qué queréis? —respondió Ventura. Hasta entonces se había mantenido al margen, visiblemente estupefacto.
—Necesito una ayudante nueva en mis cocinas, y entiendo que las habilidades de Constança se adecuan perfectamente a mi negocio… —explicó Bres, sin tener en cuenta el tono indignado, incluso abrupto, de las palabras del marido de Jerònima.
—Sí, claro, una ayudante… —La marcada ironía de la patrona no pasó desapercibida a su nieta.
—Debéis saber que pienso marcharme con vuestro consentimiento o sin él. Con Monsieur Plaisir he encontrado lo que deseaba, podré dar vía libre a todo lo que me enseñaron, no como aquí, que solo he servido como criada…
De pronto, Constança vio cómo los ojos de Vicenta se llenaban de lágrimas y ella corría hacia la trastienda. Le supo mal, pero ya estaba hecho. No podía dejarse arrastrar por los sentimientos, no en aquel momento crucial, cuando se estaba decidiendo su vida.
—Como podéis comprobar, mi oferta es justa… —continuó Bres con tranquilidad mientras miraba la cabeza de perro que coronaba su bastón, como si la descubriera por primera vez.
Constança había desplazado su centro de atención hacia otro de los presentes. Los ojos de Ventura mostraban una afectación sincera, como a punto de llorar en cualquier momento. Ella lo miró hasta encontrarlo y le dedicó una amplia sonrisa. Todo estaba bien, era su voluntad. Y él pareció entenderlo, quizás incluso alegrarse de que hubiera hallado lo que quería. Solo doña Jerònima y Monsieur Plaisir mantenían el pulso, casi como si se ignorasen y cada uno hablara solo para los demás.
Constança también se fijó en Rita, que lloraba en silencio. Siempre era así, el dolor la penetraba por dentro, pero solo sus lágrimas conseguían hacérselo visible. Se prometió que algún día volvería a buscarla, que no la dejaría siempre en manos de su abuela. Pero antes tenía un largo trayecto por delante.
Doña Jerònima asistió con sorpresa al silencio de Ventura, como si la marcha de aquella chica hacia la cual había tenido tantos gestos innecesarios no le importara. Parecía incluso que se alegrara. Pero estaba demasiado ocupada contando los doblones que Pierre Bres había puesto sobre la mesa. Sintió una ilusión que no sentía desde hacía mucho tiempo. Con ese dinero podría reformar la tienda, diversificar la oferta de productos… Aún no había entendido que la promesa del cocinero de comprarle muchos de los productos que necesitaba sería un negocio mucho más importante.
No podía imaginar la capacidad de influencia de Monsieur Plaisir entre las altas esferas de Barcelona. Es cierto que su apodo se había hecho popular, pero muy poco se sabía de cómo se había ido apoderando del paladar de sus nobles clientes.
Constança se dirigió al piso de arriba con la única idea de coger su baúl, sin prestar atención a las palabras de Pierre Bres:
—En mi casa no necesitarás ninguno de estos trapos que te pones habitualmente…
Vicenta estaba en el palomar, con el manuscrito de Antoine en una mano y una lámpara de aceite en la otra. Su serenidad, siempre temerosa, se había transformado debido al pánico que sentía a perder la compañía de la chica.
—Si te marchas… ¡lo quemaré, lo juro! —dijo, a la vez que sus ojos rebosaban de lágrimas.
—No lo harás, Vicenta. Sé que no lo harás. No sería justo que tuviera ese recuerdo de ti… —respondió Constança, la cual, a pesar de su aparente seguridad, no las tenía todas consigo; aquel manuscrito era como una parte de ella misma, la había mantenido viva a pesar de las adversidades.
—Pero… —la criada separó la lámpara encendida del manuscrito y Constança se adelantó para apagarla—, ¿qué haré sin ti? ¡Estaba muerta y tú me diste esperanza! Me gustaba levantarme cada día y comprobar que tú seguías aquí, que no se trataba de un sueño…
—Vicenta, Vicenta… —Se sentó con ella en la cama y la rodeó con sus brazos—. No te dejaré sola. Te vendré a ver con frecuencia e intentaré que mi abuela te trate mejor, te lo aseguro. La fortuna de Monsieur Plaisir la trastornará, esa mujer solo piensa en el dinero.
—No, si eso tanto me da. Ya estoy habituada. Es a ti a quien quiero, tu presencia es como mi vida…
Constança se dio cuenta de que muy poco podía hacer por su amiga, salvo abrazarla fuertemente. La criada le entregó el manuscrito después de depositar un beso sobre las cubiertas y la chica sintió cómo las lágrimas de las dos se mezclaban.
Poco después, cuando bajó de nuevo a la tienda con el pequeño baúl a la espalda, advirtió que el cocinero y Ventura estaban cara a cara y que sus miradas destilaban un odio profundo. Al advertir la presencia de la chica, se separaron sin cortar la tensión que los unía.
No hubo más palabras. Monsieur Plaisir la esperó en la puerta mientras ella abrazaba a Ventura y Rita. Con doña Jerònima fue diferente. Toda ella expresaba menosprecio, y no le permitió acercarse.
—Espero que no vuelvas nunca más. No serás bien recibida… —dijo mientras se volvía hacia el estante de las especias.
Pero Constança apenas la oyó. Tenía prisa por marcharse con Pierre Bres, de quien esperaba que fuera su maestro, su guía. Pero no dudaba que habría algunos aspectos en aquella alianza difíciles de compaginar.
—¿Tienes alguna relación con tu abuelo?
—¿Una relación? ¡No os entiendo!
—Me lo puedes decir. Sé cuándo una persona expresa sus sentimientos con más fuerza de la necesaria. Yo soy un hombre de mundo.
—¿Por qué me lo preguntáis? ¿Qué os ha dicho?
—¡Me ha amenazado! Y quiero saber hasta qué punto debo tomármelo en serio.
—No hay ninguna relación entre él y yo que Dios no pueda aceptar —respondió por fin Constança, intentando que quedara bien claro.
—Pues no entiendo por qué me ha dicho que me matará si te pasa algo. Tendré que tomar precauciones.
—No os preocupéis. Ventura es una persona pacífica y solo ha querido dejar claro que se preocupa por mí.
—No sé…
Pierre Bres continuó su camino unos pasos por delante de la chica, sin ofrecerse en ningún momento a ayudarla con el baúl. Pero Constança tenía demasiados pensamientos para preocuparse por el peso de los pocos recuerdos que aún conservaba de su vida en Lima.