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A orillas del río Rímac, Lima, 1771
Nunca olvidaré el día en que me despedí de Iskay. Fue a la vera del río, en el mismo lugar entre dos rocas donde ocho años antes se había producido nuestro primer encuentro. Aquella mañana de primavera ninguna nube enturbiaba el cielo; los pájaros se veían con claridad y sus trinos se oían como si hubieran entendido que era un día especial, un día triste y especial a la vez.
Recuerdo que mientras evitaba mirar la cara de Iskay, quizá para que no se cruzaran nuestros ojos llorosos, pensé que si no hubiera estado tan triste me habrían conmovido la belleza de las aguas del río corriendo hacia el mar y la sinfonía de verdes que los árboles interpretaban a su paso.
Mi amigo y yo, sentados en aquella orilla, mezcla de arena y cañas, pasamos un buen rato fingiendo que no era un adiós definitivo, intentando no cargar de trascendencia nuestras palabras. Nos tenían sin cuidado los pájaros, los verdes, el aire cargado de aromas que él me había enseñado a distinguir. Los dos nos esforzábamos por disfrazar la pena. Fantaseábamos con posibilidades remotas, cuando sabíamos con seguridad que se trataba de un punto y aparte, que era muy posible que nuestro adiós fuera definitivo, una circunstancia que nunca se nos había pasado por la cabeza, ni siquiera en nuestros peores sueños.
—En Barcelona hay médicos muy buenos. Seguro que sabrán curarte este mal que te afecta la vista y te lastima la piel. Cuando esté instalada, yo…
—Constança, no sigas, por favor. Este mal, como tú lo llamas, me ha permitido ver las cosas de otra manera. No te aflijas por mí. Estoy más cerca que nunca de la Madre Tierra y tengo todo lo que necesito. No podría marcharme de este lugar.
—Pero…
—Tú no puedes entenderlo, ya lo sé. Pero yo no sería el mismo sin mis montañas, y ellas tampoco serían nada sin nosotros, sin la gente que forma parte de este lugar. La tierra que piso, donde he nacido, es una extensión de mi vida. El bosque y el río me han enseñado todo lo que sé. Cuídate, y cuando la añoranza te sacuda, toca la flauta de saúco y los sonidos del bosque volverán para hacerte compañía.
Bien sabía yo que era inútil insistir, que tenía razón con aquellas afirmaciones que yo calificaba de inaceptables. Iskay hacía tiempo que lo había entendido; lejos de las riberas del Rímac, de los rincones de aquellas montañas que tan a menudo habían satisfecho nuestras ansias de refugio, la relación que nos unía perdería todo su sentido.
Entonces miré a mi alrededor con la misma ternura y atención con que se observa algo para después recrearlo en un lienzo, tal vez como el que sabe que se despide para siempre. No quería que se me pasara nada por alto, necesitaba grabarme a fuego cada detalle, e Iskay me dejaba hacer con su silencio cómplice.
Confortada por la proximidad de su cuerpo, fui al encuentro de todo aquello que hasta entonces había sido el escenario de mi vida. Recordaba de una manera extraordinariamente vívida a la indígena que, una vez que había vendido la leche de sus cabras, recorría el camino del río cada día del año montada en una mula vieja. Aunque no era la hora adecuada para verla pasar, me quedé mirándola mentalmente mientras recorría una senda hasta perderse en un recodo de la montaña.
Solo cuando su imagen ilusoria desapareció comencé a admirar los verdes, todos los verdes posibles salpicados entre el ramaje, hasta que a lo lejos, hacia el sur, se recortaban en el ocre de un paisaje áspero. Todavía con esta sensación en la retina, cerré los ojos para escuchar, una vez más, la voz del Rímac, siempre presente en todos mis recuerdos.
También me costó mucho, y ya sabía que sería así, despedirme de la algazara de los niños que chapoteaban felices en el río. Siempre reían, aunque a veces parecían inmersos en una felicidad postiza. Si prestabas atención, la algazara se iba diluyendo a lo largo de la mañana, como si el agua tuviera el poder de apaciguarla.
Eran los hijos de las mujeres que lavaban la ropa, muy cerca, en un remanso de las aguas. Pero también de los que tejían cestos más allá, con la parsimonia de los pocos elegidos a los cuales no perseguía el tiempo.
El viento trajo olor de brasas, el humo de uno de aquellos fuegos improvisados. No solo servían para calentar los cuerpos que aún dudaban de la llegada de la primavera, sino que a su alrededor se organizaban sencillas comidas, y los niños abandonaban el agua a cambio de una ración de lo que bullía en las cazuelas.
Pensé que aquellos recuerdos también serían míos, que se convertirían en una de mis posesiones más preciadas. Quería llevarme la memoria de los guisados que quizá no tendría al alcance en mi nuevo destino; asimismo, el hedor del coriandro, la acidez de la lima, la dulzura tan especial del jarabe de algarroba. ¿Qué sería yo sin ellos, sin la presencia de aquello que me había conformado? ¿Qué haría sin Iskay?
También recuerdo como si fuera ahora, porque he aprendido que el tiempo tan solo aleja retazos de memoria que después puedes reunir en un mismo pensamiento, el instante en que una vieja conocida, con su aleteo grácil y seguro, me hizo aparcar las cavilaciones y esbozar una ancha sonrisa. Pero no llegué a entender cómo, ya casi sin ver, Iskay podía percibir un aleteo tan sutil como el de aquella mariposa que a menudo nos acompañaba durante nuestros paseos por la ribera.
—¿De qué color es, Constança? Necesito saberlo, pues ya no llego a distinguirla con claridad —preguntó ávido aquella última vez mientras mis ojos se llenaban de lágrimas.
—¡Es de un naranja muy intenso!
Mis pupilas parecían dentro de un mar cubierto de niebla, como el que describen los marinos que cuentan sus aventuras en los muelles.
—¿Y qué más? —preguntó Iskay.
—Pues tiene rayas negras y un moteado blanco y negro que bordea las alas.
Iskay sonrió satisfecho. Su voz mudó hacia la ternura para contarme la última historia de nuestra relación, la que hablaba de una criatura muy apreciada por él, la mariposa monarca. Mis ojos dejaron de contemplar el entorno para poder escuchar con atención su relato.
—Es una mariposa de otoño, ¡como tú, Constança!
—¿Cómo yo? —pregunté, curiosa.
—Sí, una vez me contaste que naciste en septiembre.
—¡Buena memoria! Ya hace muchos años que tuvimos esa conversación. Pero ¿qué relación tiene con las mariposas, y con esta en concreto?
—Muy sencillo. Las mariposas que salen de la crisálida al final del verano y principios del otoño son diferentes de las que lo hacen durante los largos y cálidos días estivales. Las monarcas nacen para volar, y por el cambio de clima saben que se tienen que preparar con mucho cuidado para su prolongada travesía.
Yo repetía mentalmente todas las palabras que pronunciaba Iskay. Me entretenía en aspirar su perfume, paladear su sabor. Habló un buen rato de aquellos hermosos insectos, y su historia me acompañaría siempre. Explicó que, al comenzar la migración invernal del año siguiente, varias generaciones nacidas en verano habrían completado su paso por este mundo. La vida y la muerte, el final y el principio, lo salado y lo dulce, los contrastes… siempre tan presentes en la vida de aquel chico que me tenía robado el corazón por su sabiduría y su manera de comunicarla. Según su recuento, pues, serían los tataranietos de las emigrantes del año pasado las que llevarían a término el viaje.
—No obstante, de alguna manera que a los humanos nos resulta incomprensible, las nuevas criaturas, estos tataranietos, conocen el camino, saben encontrar el lugar que les han marcado sus antepasados. Tanto es así que siguen las mismas rutas y, a veces, incluso vuelven al mismo árbol —añadió aún con aquel brillo en unos ojos que miraban sin ver.
—¿Como yo? —pregunté conmovida.
—Como tú, Constança. Hay muchas maneras de volver, de marcharse y también de quedarse… —respondió mi amigo enjugando con la punta de los dedos una lágrima sin dejarla resbalar.
Fue entonces cuando me dio su amuleto, el que me acompañaría siempre. Me negué en redondo a aceptarlo, pero ¡con el tiempo solo puedo estar agradecida de que no cejara ante mi negativa!
A menudo aún huelo el amuleto, con la esperanza de evocar el efluvio de su piel oscura. Pero ha pasado demasiado tiempo y ya no reconozco su aroma, porque se ha convertido en parte de mi piel. Debo consolarme acariciándolo para no olvidar. Es así como conjuro el tiempo para recuperar su imagen, para que no se desvanezca su presencia, que tanto bien me hace.
Al acabar la historia de las mariposas, Iskay se quedó callado. Yo sabía que lloraba por dentro, igual que yo misma en aquellos instantes. Por algún motivo, preferí no compartir con él los momentos de tristeza. Me di la vuelta después de darle un beso en su mejilla caliente y de decirle al oído que lo quería, que nunca querría a nadie como a él.
Y así hasta estos días, cuando solo me arrepiento de una cosa: al cruzar el puente no volví el rostro para verlo por última vez. Sabía que no podría soportarlo, pero ahora echo en falta tener aquel recuerdo. Con el paso del tiempo he aprendido que no basta con soñarlo…
Iskay se quedó en la baranda de piedra, contemplando el agua caudalosa del río en primavera, sin atreverse a luchar contra lo inevitable, tampoco él. Aún debe de estar allí. Al menos, vuelve cada día en mis pensamientos. Pero ya no oculta la mirada en el río; la eleva en dirección al mar y recuerda a aquella chica que fue tan feliz mientras crecía a su lado.