7
Barcelona, otoño de 1772
Vicenta movió la cabeza con preocupación. De nuevo había un puñado de moscas sobre el plato intacto de gachas destinado al desayuno de Constança. Pero la chica, mucho más delgada que hacía un par de meses, ya estaba abocada a la faena un buen rato antes de clarear el día.
—¡Esto no puede seguir así, criatura! Acabarás poniéndote enferma, y entonces ¿qué harás con todos tus sueños?
—Estoy bien. No es necesario que te preocupes por mí —la interrumpió la chica sin levantar los ojos de la masa que estaba preparando para hacer buñuelos de arroz con leche.
—El mundo no se acaba con ese joven que vete a saber de dónde ha salido. A mí no me hacía ninguna gracia.
—Ya hemos hablado de eso, Vicenta. Sé perfectamente qué pensabas de Rodolf. Y mira, quizás incluso tenías razón. Por favor, dejémoslo correr, este tema está cerrado. No quiero hablar más de él.
—Pues arréglate un poco y sigue adelante. ¿Qué se ha hecho de aquella chica que quería comerse el mundo? ¿Y de todo aquello que decías? ¡Ya me he tragado unos cuantos de tus sermones! ¡Mírate! ¿Qué diría tu amigo cocinero si te viera desgreñada y en chancletas?
Pero, por más que lo intentaba, nada de lo que decía la sirvienta hacía reaccionar a Constança Clavé. Sumisa, como si se hubiera rendido a su suerte, hacía rutinariamente lo que se le encargaba. Después, como un alma en pena, se marchaba al desván y no la volvían a ver hasta el día siguiente.
Aquel día había un único tema de conversación en la droguería Martí. Todo el mundo hablaba de la ejecución pública que tendría lugar en el Pla de les Forques. Tal como estaba establecido, la gente conocía el motivo por el cual el reo era ajusticiado, los detalles y las circunstancias de cómo se había cometido el delito y el castigo que se le infligiría, siempre en consonancia con la gravedad del crimen.
A primera hora, los hombres, las mujeres y también los niños se disponían para encontrar un sitio desde el que pudiesen seguir todos los detalles de una ceremonia tan solemne. Más tarde aquello sería motivo de multitud de comentarios y riñas que llenarían todos los ámbitos de la sociedad barcelonesa. Desde enero de 1771, cuando la ciudad había salido a recibir a los condes de Montijo y los había vitoreado durante todo el recorrido hasta la casa del marqués de Besora, donde se alojaban, las calles no habían estado tan llenas ni la gente tan exaltada.
La experiencia de otras jornadas similares decía que las ventas se quedarían por debajo de la media, y doña Jerònima, cabreada, también decía la suya:
—Tienen razón los consejeros, Barcelona está llena de ladrones que nos quitan el pan a la gente honesta. ¿Dónde se ha visto que te roben lo que tienes y te degüellen allí mismo? ¡Pronto no se podrá salir a la calle ni al mediodía!
—Parece que ellos también salieron heridos, eso me ha dicho mi hijo… —añadió una matrona a quien la papada le tapaba todo el cuello.
—¡Demasiado poco! —exclamó otro.
—¿Los habrían juzgado tan severamente si la víctima fuera un desconocido? Pero esos desgraciados picaron demasiado alto. ¿A quién se le ocurre asaltar a un barón? Su guardia personal apareció de la nada… ¡Menudos canallas!
—¡En eso tenéis razón, Jerònima! Nunca veréis a un noble castigado para escarnio de todos. ¡En un santiamén lo destierran a un convento o a un castillo, para que continúe con su vida!
Mientras unos y otros daban sus opiniones, un chico bien vestido y de aspecto altivo hizo acto de presencia.
—¡Buenos días! —saludó al entrar en la tienda abriéndose paso entre media docena de mujeres.
—¿Qué se os ofrece? —preguntó la patrona, solícita.
—Hemos tenido un contratiempo. A la sirvienta de mi madre se le ha muerto una hermana y ha tenido que marcharse al pueblo.
—¡Cuánto lo siento! Y ¿en qué os puedo servir?
—Había pensado en aquella joven que nos llevó la compra a casa. Parecía fuerte…
—¿Quizá necesitáis que os lleve alguna otra cosa?
—Sí, claro. Lo tengo todo anotado —dijo el joven mientras se sacaba del bolsillo una lista y una bolsa con monedas que hizo sonar ostentosamente—. Pero, si no os resultara mucha molestia, nos vendría bien que entrara a nuestro servicio. Claro que solo sería una temporada, el tiempo que tarde en regresar nuestra sirvienta. Después podríamos llegar a un acuerdo…
Doña Jerònima arrugó la frente y miró en dirección a la trastienda. Era cierto que su nieta le producía un agudo malestar, pero entregarla a aquel malnacido que solo quería humillarla… Al fin y al cabo, la chica llevaba su sangre.
—Siento negar algo a un caballero tan distinguido, pero eso no será posible. De momento, no puedo prescindir de ella.
—Yo, en vuestro lugar, me lo pensaría. Los De Acevedo tenemos buenos contactos, y podríamos ser muy generosos —añadió con malicia mientras hacía sonar por segunda vez la bolsa de monedas y sacaba otra aún más llena—. Todo tiene un precio, vos y yo lo sabemos muy bien.
Ciertamente, la abuela de Constança era avara, y su avidez por el dinero la podía llevar muy lejos, pero de algún modo aquel chico esmirriado y pedante había herido su amor propio.
—Me gustaría que no os lo tomarais a mal, pero esta vez no puedo complaceros. Por lo demás, haced llegar mis respetos a vuestra señora madre —dijo, deseosa de concluir de una vez aquella conversación tan desagradable.
Pedro volvió a meterse las monedas en los bolsillos y, encendido de rabia hasta las cejas, abandonó bruscamente la droguería. Pero antes dictó su sentencia, tal como su madre le había enseñado desde muy pequeño en Lima. Aún no acababa de entender el orgullo de estos catalanes, quizá porque en las Indias las cosas eran muy diferentes.
—¡Os puedo asegurar que esto no quedará así!
Ventura, que había presenciado la escena sin intervenir, se hacía cruces. Contempló a su mujer como si aquel petimetre, que ya había abandonado la tienda, hubiera sido una especie de aparición.
—Y tú, ¿qué miras? —le preguntó ella con una sonrisa contenida.
Después entró en la trastienda donde trabajaban las dos mujeres y, sin rodeos, les soltó:
—Hoy cerraremos temprano. Un cliente me ha sacado de quicio y me parece que yo también iré a ver cómo le cortan el cuello a ese desgraciado. Iré con Rita, que se ha pasado la mañana fregando la casa, y daremos una vuelta.
—Muy bien, señora. Nosotras acabaremos —respondió Vicenta.
Doña Jerònima la miró con cierta compasión. Desde que tenía memoria aquella mujer le había sido fiel y había soportado estoicamente sus broncas.
—No, Vicenta, no. Ventura recogerá los bancos de la puerta y pondrá los portillos, no vaya a ser que con tanto revuelo alguien haga una maldad. Vosotras podéis ocuparos de vuestras cosas.
—Pero, señora, a mí no me gusta ver cómo…
—¡No se hable más! ¡Si no quieres asistir a la ejecución, id al oficio en la iglesia del Pi, rezad por el alma del condenado, que buena falta le hará! Me ha dicho la señora De Anguera que, en estas circunstancias, el sagrario se deja en exposición permanente. Es un tesoro que no se ve cada día, enséñaselo a Constança. Además, esta chica necesita que le dé el aire, cada día la veo más pálida y remolona —añadió.
Tal como había ordenado doña Jerònima, la criada empujó a la joven en dirección a la puerta y, antes de darse cuenta, Constança ya estaba en la calle. Las campanas de la iglesia del Pi repicaban lastimeras, y una numerosa comitiva caminaba en dirección opuesta a la que llevaban ellas. Por encima de las cabezas del gentío, y presidiendo a los miembros de la Cofradía de la Sangre, sobresalía el Santo Cristo Grande, cubierto con un velo negro. Aquella era la señal de que los ajusticiados eran tres o más, de otra manera solo habría salido el Santo Cristo Chico, que descansaba en su altar.
El cielo amenazaba lluvia, y Constança sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo.
—¿Adónde va este cortejo? —preguntó a Vicenta, extrañada de ver que abandonaban la iglesia.
—Van a buscar a los reos. Después los conducirán en procesión hasta el cadalso, exhibiéndolos públicamente por todas las calles del recorrido.
«¿Qué clase de día festivo es este?», se preguntó la chica, aturdida, mientras evitaba a pobres y tullidos que, aprovechando la ocasión, pedían limosna en la escalinata del templo.
Después del oficio, Constança y Vicenta se pusieron en camino. Ninguno de los fastuosos ornamentos del altar consiguió llamar su atención. Caminaban con la cabeza gacha, protegiéndose del viento y los empellones de quienes, yendo en zigzag, trataban de coincidir con el cortejo que llevaba a los condenados a la horca.
A la altura de la Rambla, justo antes de doblar hacia la calle Hospital, alguien empujó con brusquedad a Constança, que cayó de rodillas al suelo. Vicenta intentó ayudarla, pero un par de desconocidos se lo impidieron.
—Si gritas, te juro que te hundo la navaja hasta que te salga por la espalda —amenazó uno a Constança mientras le hacía sentir la dureza del acero por encima de la ropa—. Y ahora dile a la vieja que te acompaña que se largue si no quiere problemas.
La joven hizo lo que le pedían mientras intentaba recordar dónde había visto antes aquellas caras.
—¡Vaya, vaya! ¡Mira por dónde, volvemos a coincidir, ya te teníamos ganas! —exclamó el más alto, dejando a la vista unos dientes picados entre unos labios finos.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? Yo… no llevo nada.
—¡Y tanto que llevas! ¡Tienes una deuda pendiente, mira tú!
Aquella voz y el aliento ácido… Constança cerró los ojos y asintió brevemente con la cabeza.
—¡Buena chica! ¿Lo ves? ¡No era tan difícil! En nuestro primer encuentro saliste bastante bien parada, pero ahora, con tanta gente… Y sin tu salvador…
Aquellos matones parecían divertirse de veras. ¿Cómo no los había reconocido antes? Pero ¡había sido tan oscura la noche en que conoció a Rodolf! Además, ella había hecho todo lo posible por olvidar los aspectos más enojosos de aquel episodio.
Se situaron uno a cada lado mientras la sujetaban por los brazos e intercambiaban miradas cómplices y burlonas. Podía gritar, pero recordó la presión de la daga en su vientre y, viendo la exaltación de los hombres y mujeres que la rodeaban, dudó de que fueran a ayudarla.
—Por cierto, Constança, haces muy mala cara. ¿Acaso tienes sofocos y no hay ningún buen mozo que apague el incendio que te consume? —preguntó y soltó una carcajada el más bajo de los dos.
La chica detuvo sus pasos con una sacudida violenta. Muy seria, se dirigió a quien había hablado por última vez.
—¡Un momento! ¿Cómo sabéis mi nombre? Aquella noche no os lo dije…
—¡Fíjate! ¡Parecía una mosquita muerta y, mira por dónde, la sangre le ha vuelto a las venas!
—Y la memoria… —apuntó el otro matón, riendo.
—¿Cómo sabéis mi nombre? —repitió Constança con los ojos encendidos por la rabia.
—Cómo podríamos saberlo, sino porque alguien nos lo ha dicho, ¿eh? ¿Aún no lo has entendido? Este es un mundo de tontos…
La pregunta de ella había conseguido su propósito. El aliento hediondo del chico se apartó un momento del rostro de Constança, pero su desconcierto duró muy poco. El matón, muy serio, le cogió la barbilla con energía y, acercándose más, le dijo:
—Escuchad, señoritinga de medio pelo, a mí no se me rechaza dos veces seguidas.
Entonces le introdujo la lengua en la boca, lo que le produjo arcadas. En cuanto se soltó, Constança le escupió a la cara. Pero la bofetada que recibió en respuesta la hizo rodar por el suelo de nuevo. Sintió un dolor intenso en la nariz, que empezó a sangrarle. Sin embargo, nadie detuvo a aquellos bribones.
Cuando llegaron a una calle menos transitada, la arrinconaron contra la pared. Entonces, el bribón que había recibido el escupitajo la cogió por el pelo y le tendió un pañuelo que llevaba atado a la cintura.
—¡Límpiate y no vuelvas a hacer ninguna tontería! Se me ha acabado la paciencia. Y ahora escúchame bien. ¡Sabemos mucho más que tu nombre, sabemos dónde vives y cómo mueves el culo en la cama! Rodolf nos ha dado toda clase de detalles —dijo el chico, disfrutando del rostro demudado de Constança al escuchar aquellas palabras.
—¿Qué le habéis hecho? —preguntó ella, despavorida.
—¿Que qué le hemos hecho? ¡No me hagas reír! ¡Qué nos hizo él a nosotros, querrás decir! Trabajábamos en equipo, siempre nos había ido bien. Tal como están las cosas, difícilmente la gente lleva demasiado dinero u objetos de valor encima. Nosotros hacíamos el primer asalto y él engatusaba a la víctima y se ganaba sus favores por haberla auxiliado. A menudo la información que conseguía de casas y tiendas era muy valiosa y nos facilitaba la tarea… Pero ¡contigo nos salió el tiro por la culata!
—No lo entiendo —susurró Constança con el rostro desencajado.
—Necesito tiempo, decía. No se acaba de decidir a presentarme a sus abuelos, se excusaba. ¡Tu Rodolf nos tomó el pelo! ¡Eso es! No vimos ni cinco y nos separamos.
—Pero…
—A partir de entonces fuimos por nuestra cuenta y él picó más alto. ¡Lo tiene bien merecido!
Viendo que Constança no ataba cabos, el otro matón, que apenas había abierto la boca, terció:
—No le estropees la sorpresa. ¡Vamos!
Por la cabeza de la chica pasaron imágenes que se había jurado no volver a evocar. Así pues, ¿su relación con Rodolf había sido una farsa desde el principio?
Después de soportar multitud de empujones y pisotones, llegaron a la Llotja con ella casi en volandas. Aún estaban reconstruyendo los estragos que había sufrido durante el asalto a Barcelona del año catorce, hacía cerca de sesenta años. Sobre las paredes a medio levantar trepaban los jóvenes y los niños para tener una vista mejor y no perderse ningún detalle.
—¿Por qué me traéis aquí? —preguntó la chica sin entender el interés que se tomaban por encontrar un buen sitio.
—¡Calla y mira! —exclamó uno de los antiguos socios de Rodolf. Señaló en dirección a los reos, que en ese instante entraban bien custodiadosal Pla de les Forques.
Un chillido, que bien se podría haber confundido con el aullido de un lobo herido, surgió de la garganta de Constança. A continuación se desmayó.
Rodolf, subiendo el último peldaño del patíbulo, alzó la vista al cielo.