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Océano Atlántico, verano de 1771

El médico entró en la estancia llevando un maletín y la señora De Acevedo cerró el paso a Constança. Pero aquellas jaulas de madera donde los habían embutido no podían preservar ninguna intimidad; por las hendiduras del tabique que separaba los compartimentos se colaban olores, palabras y gemidos. Qué lejos quedaban los muros gruesos y distinguidos del palacio del virrey en Lima, donde la chica había vivido once años. Dentro de aquellas paredes se había sentido protegida y, a la vez, abandonada. La muerte de su madre, cuando solo hacía un año que estaban en Lima, acabó de raíz con sus juegos y los fue sustituyendo por un silencio espeso que nadie osaba atravesar. Las malditas fiebres se la habían llevado y el mundo nunca más volvería a ser igual.

Su padre no era precisamente afectuoso, y para ahuyentar la añoranza se abocó en cuerpo y alma al trabajo. Por las noches, al abrigo de su cuarto, ahogaba el dolor con alcohol. Ella lo oía tropezar con la cómoda o caer de la cama, pero tenía prohibida la entrada a su habitación. Viajaba a menudo, y cuando permanecía unos días en casa se encerraba a cal y canto para despachar asuntos que calificaba de privados. Si no hubiera sido por la bondad de Antoine, por las largas horas en aquellas cocinas donde aprendió todo lo que ahora sabía, de seguro que habría enloquecido.

La voz de Margarita la devolvió al presente…

—Pero ¿es que no tenéis una medicina que lo cure?

—Deberá tomar infusiones de jengibre durante todo el viaje. Le caerá mejor la comida y la ayudará a vencer el mareo, señora. Vuestro hijo…

—¿Es para eso que mi esposo os ha contratado? ¡Para darle raíces y hacerle brebajes, cualquier brujo habría servido! ¡Fuera de mi vista! Y tú, María, calla de una vez, estoy harta de mocos y llantos. ¡Entre todos me volveréis loca! —gritó sofocada mientras se apartaba de su hija pequeña, que sollozaba en un rincón.

—Estúpida ignorante… —soltó a media voz Constança.

Hizo un gran esfuerzo para no presentarse ante la mujer e informarla de las numerosas virtudes que, desde hacía miles de años, se atribuían a aquella raíz procedente de la India. En Perú ella había visto administrar jengibre, con resultados sorprendentes, y Antoine decía… Antoine… Una bruma espesa le veló la mirada. ¡Siempre Antoine!

—Cuando llegue a casa de los abuelos, les haré flan de jengibre —susurró Constança, y de nuevo sus ojos azules se llenaron de luz, al rescate de la niña que llevaba dentro, pero que pocas veces dejaba entrever.

Apenas recordaba a su familia, a la que no visitaban demasiado durante la infancia, cuando vivían en Barcelona, pero guardaba una viva remembranza de la droguería que regentaban. El establecimiento se abría a la calle con una portalada enorme, con los batientes que quedaban recogidos a los lados. Bajo el toldo se extendía una especie de escaparate repleto de sacos, canastos, garrafas y capazos con avellanas, almendras, arroz y algún cántaro. Pero lo que de verdad la fascinaba era el mosaico de colores y aromas del interior. Dedicaba horas a contemplar los tarros de vidrio, las ollitas para confituras y miel, las cajas de plomo y de hojalata para guardar tabaco, los morteros de bronce y cobre de todas las medidas. A ella le parecía el paraíso.

Solo tenía cinco años cuando emprendieron el viaje a las colonias, y su madre le contaba que el yayo Pau siempre se inventaba historias para mantenerla entretenida. Le dolía que tan solo fuera una silueta en su memoria. De la yaya Jerònima nadie parecía querer hablar. Era la única familia que le quedaba, aparte de un primo al que habían perdido la pista.

La chica se recogió la larga melena oscura bajo un pañuelo de la misma tela que la falda y se dispuso a salir a cubierta. Necesitaba llenarse los pulmones de aire puro y quitarse el olor ácido del vómito que aún rezumaba el suelo de la cabina de los De Acevedo.

En el exterior, Jan Ripoll consultaba el barómetro para deducir el tiempo que haría. Parecía satisfecho. El piloto iba y venía con paso firme. A menudo consultaba el compás de bitácora y, después de hacer sus cálculos, comprobaba que el timonel llevara bien el rumbo señalado por el capitán. Aquella rosa de los vientos siempre había fascinado a Constança. Todo parecía marchar a la perfección, y la joven se abandonó a la contemplación del mar.

Una voz desconocida y oscura le habló al oído, y a continuación se alejó en dirección a babor.

—Nunca os fieis, señorita.

La chica, intrigada, fue a su encuentro.

—Perdonad, creía que me decíais algo… —dijo con desconfianza.

—Las palabras, ay, se las lleva el viento…

Pero antes de que Constança pudiera articular la queja que le subía de dentro, poco acostumbrada como estaba a que la dejaran boquiabierta, el hombre de piel cobriza y cejas gruesas se quitó la gorra e inclinó ligeramente la cabeza.

—Me llaman Bero. Para serviros…

Correspondió al gesto ofreciéndole la mano y encontró la del marinero encallecida y tan grande que podría haber envuelto la suya. Pero el rostro de la chica expresaba preocupación.

—No os preocupéis que soy gato viejo… —añadió el hombre al advertirlo.

—¿Habéis dicho Bero? —Constança sintió una súbita simpatía por aquel marinero, pero eso ya le había pasado otras veces al acercarse a desconocidos en el palacio del virrey, con resultados muy comprometidos. Ya estaba escarmentada.

—¡Tal como suena! No me preguntéis por qué, nunca he conseguido averiguarlo. Es el mote de la familia. Me parece que si ahora alguien me dijera Pere Samper ni siquiera me daría por aludido.

—Pero, decidme, ¿de quién no tengo que fiarme? —preguntó Constança, a quien importaba muy poco la procedencia de aquel nombre tan ridículo.

—Del mar, señorita, del mar. Primero nos sonríe, después nos acaricia, más tarde, y cuando dejamos de prestar atención, nos amenaza y nos aplasta caprichosamente… —dijo mirando a lo lejos, como buscando en el horizonte rastros de tantas amarguras vividas.

—Perdonad, pero no os entiendo. Por lo que parece, le habéis dedicado la vida al mar. ¿Por qué, entonces, me habláis de él con tanto despecho?

—No os pido que lo entendáis, señorita. Hay cosas que deben vivirse. ¡Es como un veneno! Cuando te abandonas a su poder desde tan pequeño, con el alma cándida, con la inteligencia virgen, te convierte en su esclavo. ¡Te hace irremisiblemente marino para siempre!

Bero tuvo que abandonar la conversación, lo reclamaban para bombear. Era domingo, el día en que toda la tripulación podía tomar un buen baño en cubierta y hacían de ello una verdadera fiesta. Por un momento, la chica deseó ser uno más entre aquellos marineros que ya no le parecían tan inhumanos como el primer día, participar de sus juegos, de su risa franca con bruscos accesos de tristeza…

Después se quedó pensativa. El mar, su infinita monotonía, y a la vez aquella sensación perpetua de cambio, la soledad inmensa de un horizonte que siempre quedaba lejos… Ciertamente era capaz de ejercer un embrujo poderoso; las palabras de Bero sonaban a sentencia: «Nunca os fieis, nunca os fieis…»

Tres días después de haber salido de Cartagena de Indias, la fragata estaba en la entrada del canal de la Mona, el paso que utilizaban los barcos para atravesar las islas, dejando a lado y lado Santo Domingo y San Juan de Puerto Rico. Joaquín de Acevedo no veía el momento de presentar sus respetos al rey Carlos III. Con el dinero que, sin ensuciarse las manos, había ganado dando apoyo al comercio de esclavos africanos, pensaba lograr en la corte una posición capaz de tranquilizar a su mujer. Margarita se quejaba de no entender las costumbres de Lima, por más que el virrey Amat se esforzara por convertir la capital en un lugar agradable para los de su clase.

Las prisas por volver a casa habían impedido que viesen el final de las obras de la Alameda de Acho y el Paseo de Aguas, pero lo que más dolía al funcionario era no haber podido asistir a la finalización de la Fortaleza del Real Felipe. Lima se parecía cada vez más, en sus zonas nobles, a algunas ciudades españolas. Pero había que entender que el resto de plazas y calles espantasen a su mujer, por culpa de lo que ella calificaba de «extraña población indígena».

Joaquín de Acevedo ocultó un suspiro. Los indígenas… Él no les tenía tanto rencor, como demostraba la añoranza que en aquellos instantes sentía por haber dejado atrás a Suyay, su amante durante los tres años que había pasado en Lima. Suyay era una chica joven, demasiado joven habrían dicho algunos, pero lo había complacido como nunca había hecho Margarita.

Estas cavilaciones no impidieron que advirtiera la nueva deriva que, sin mediar ninguna orden aparente, había tomado La Imposible. Situado a estribor, Joaquín se dio cuenta de que la vista de la isla de San Juan se iba cambiando por la extensión de mar nítido que les había marcado el camino hasta entonces. El capitán parecía ajeno a aquella circunstancia, pero la realidad era que la fragata ponía la proa en dirección a tierra, más concretamente a la isla de Santo Domingo.

—No quisiera meterme en vuestras atribuciones, pero nadie me había dicho que cambiaríamos de rumbo —dijo sin demasiado tacto el funcionario real al capitán, mientras este hablaba en voz baja con uno de sus oficiales.

—Ya sé que el señor tiene prisa por tomar el camino de casa. Yo también la tengo, podéis creerme… Pero mi deber como capitán es prever todas las contingencias.

—¿Cómo es que nos acercamos a la costa de Santo Domingo, entonces? ¡Me debéis una explicación!

Con un gesto, Jan Ripoll indicó al oficial que los dejara solos y se plantó delante de aquel noble, a quien tenía que llevar hasta Cádiz. No lo encaró enseguida, como si se obligara a contar hasta diez antes de responder. Nunca desde que era capitán le habían hablado en aquel tono, ni siquiera sus superiores.

—La seguridad del barco me corresponde a mí y, siempre que hacemos este viaje, cargo bidones con agua fresca en la bahía de Yuma. Como bien sabéis, atravesar el Gran Mar puede ser cosa de un mes o de tres, todo depende de los vientos, de los ataques de los piratas y de la voluntad de Dios. Pero necesitamos agua.

—He podido comprobar que el depósito de la bodega, detrás de la base del palo mayor, está prácticamente lleno, hace tan solo tres días que zarpamos de Cartagena. Me parece del todo inadecuado…

—¡En pocos minutos entraremos en la bahía, capitán! —El mismo oficial había vuelto para recibir instrucciones, y el funcionario real entendió que no sería fácil cambiar las reglas que regían en el barco.

—Como podéis ver, señor, tenemos mucho trabajo —dijo Ripoll, tajante—. Os agradecería que os ocuparais de vuestros asuntos y nos dejarais hacer.

Joaquín de Acevedo pensó que la impertinencia de aquel capitán no tenía límites y se prometió vigilarlo de cerca. Por suerte, nadie había escuchado la conversación, ni siquiera Margarita, que habría reaccionado como una fiera que se lanza sobre su presa. La fragata siguió la línea de la costa durante un tiempo breve hasta que una amplia bahía se mostró a los ojos de los viajeros.

Muy cerca de donde los hombres esperaban con los bidones, había una mujer en la arena; parecía limpiar las redes, quizá para conseguir los restos de pescado que quedaban enganchados. El corazón del funcionario se aceleró mientras pensaba en los primeros tiempos con Suyay, el sonido de su lengua incomprensible, la piel suave en que los dedos solo necesitaban una gota de agua para deslizarse por todo el cuerpo. Constança tenía un aire similar. Aunque no había nacido en Lima, aquella chica recordaba a los indígenas por su altivez y aquellas formas rotundas que no dudaba en usar como un arma demoledora.

Desde que supo por su amigo cocinero que los acompañaría, había creído que tenía posibilidades de hacerla suya, si antes la convencía de trasladarse a Madrid con ellos. Podría tentarla con alguna tarea, tal vez cuidar de los niños. Pero su mujer había desbaratado de entrada cualquier clase de oferta. Odiaba a Constança por su rebeldía y, quizá, porque le recordaba todo aquello que ella nunca podría ser.

El funcionario dejó de lado sus pensamientos para seguir las evoluciones de las barcas que debían trasladar la nueva carga. Los marineros escogidos para estibar los bidones de agua en la bodega hacían grandes esfuerzos para subirlos desde las barcas. Joaquín permanecía en cubierta, pero el capitán había distribuido a sus hombres de manera que le fuera imposible acercarse. Fue el infortunio lo que precipitó las cosas.

Cuando ya subían los últimos bidones, uno de los marineros tropezó contra la amura de babor y el envoltorio y su carga acabaron en el suelo. El golpe hizo que las maderas se abrieran y dejaran a la vista lo que ocultaban, y no fueron precisamente borbotones de agua lo que inundó la cubierta.

Jan Ripoll dirigió una mirada hacia el funcionario, que se hallaba muy cerca del timón. Ambos hombres se aproximaron.

—Así que teníamos necesidad de agua fresca para la travesía… —dijo Joaquín en cuanto advirtió que no los oía nadie—. Yo lo que he visto es cuero y, a pesar de la distancia, me ha parecido de muy buena calidad.

—¡Por todos los demonios! Hay agua en algunos bidones, pero los otros son para negociar si es necesario…

—¿En medio del océano? ¿Acaso pensáis negociar con las bestias marinas? Quizá quieran hacerse botas de cuero…

—Ya sabéis que cuantas más mercancías lleva un barco, más ayuda a la causa del rey —insistió Jan Ripoll con escasa convicción.

—No me vengáis con historias. Apuesto cuarenta sueldos a que antes de llegar a Cádiz haremos otra escala en la costa; para nuevos suministros, claro. ¿O quizá pensáis ir por las Islas Canarias? Dicen que son el paraíso de los contrabandistas.

—Todo depende de los vientos… —dijo el capitán, que ya veía la imposibilidad de engañar a De Acevedo y sopesaba otras opciones.

—Sí, lo sé, quizá los vientos nos hagan aún más ricos. Porque vos ya sois mayor y no querréis morir en el mar…

Estas últimas palabras hicieron que Ripoll se sentara sobre unas cuerdas e invitara al funcionario a acompañarlo. Se miraron el uno al otro, como gallos que, a pesar del deseo de los espectadores, hubieran hecho el pacto de respetarse.

—¿De cuántas balas de cuero estamos hablando? —preguntó De Acevedo como si fuera lo más natural del mundo—. Quizás en la corte podríamos encontrar un comprador que apreciara su buena calidad. De seguro que estáis pensando en venderlo por cuatro reales. Ya sé cómo os engañan a los marineros.

—¿Y vos, qué queréis a cambio? ¿Y si llegamos a un acuerdo?

—Capitán, un hombre como yo no hace tratos que no sean justos. Tenéis que poner el cuero en mis manos.

—Mucho me pedís, señor.

—Solo se trata de que lo penséis bien. Si hacéis el negocio por vuestra cuenta, quizá ganaréis lo mismo que si me dejáis buscar un comprador. Pero yo intentaré conseguir un precio más elevado y sacaré mi parte. Si todo va como espero, aumentará también vuestra parte, de hecho depende de la calidad de la mercancía. Y si nos va bien eso de trabajar juntos podríamos hacer otros negocios en el futuro, ¿no creéis?

El capitán no se lo rumió demasiado. El barco ya enfilaba la salida de la bahía y el trato no era desfavorable. Nunca había intentado el contrabando a gran escala, pero quizá con un contacto en la corte… El funcionario, por otra parte, pidió la máxima discreción. Nadie debía enterarse de sus negocios; de esa manera podría sufragar los gastos personales que sin duda tendría en Madrid. Estos ingresos inesperados no estarían sometidos a la avaricia de su mujer.

Pero alguien se había situado estratégicamente debajo de la cubierta y la conversación entre los dos hombres había dejado de ser un secreto entre ellos. No advirtieron la presencia de Pedro, demasiado pequeño y esmirriado para su edad.

La Imposible surcaba el mar dejando atrás las islas del Caribe. Ahora todo quedaba sometido al Altísimo o, como le agradaba decir a Jan Ripoll, a la voluntad de todos los demonios.