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A orillas del río Rímac, Lima, 1769

No podía imaginarme que aceptaría. De hecho, cuando Iskay me hizo la propuesta mi primera reacción fue decirle que era imposible. Él se quedó pensando mientras intentaba atrapar con un palo las ramas que el río iba arrastrando. Cuando conseguía detener alguna, se la acercaba a los ojos y procuraba descubrir a qué clase de árbol pertenecía. Yo ya sabía que, a aquellas alturas, para él el tacto era fundamental. Quizá su intención era engañarme, no quería hacerme sufrir ni que se rompiera la magia, pero entonces yo ya era consciente de su estrategia. Cogía la rama con ambas manos y la levantaba a la altura de los ojos, pero con los dedos seguía cada nudo, examinaba sus hojas, si tenía, hasta que de golpe afloraba aquella sonrisa que algunas noches me mantenía despierta.

—¿Acaso vosotros siempre os rendís antes de empezar a luchar?

Iskay usaba esa frase cuando quería cabrearme, y lo conseguía, pero era como un juego. Una pelea entre nosotros era imposible, a pesar de que teníamos puntos de vista diferentes, y a menudo yo defendía con tenacidad mi manera de ver las cosas.

—¡Eres injusto! Pocas veces me he negado a hacer lo que quieres, aunque me haya costado una bronca de mi padrastro…

Me miró con otra rama entre las manos y dijo que era de quina. Yo no conocía el árbol y la cogí con curiosidad.

—¡Mírala bien! Quizás en pocos años no será posible encontrar ninguna por estas tierras. Mis antepasados usaban esta especie para tratar infecciones, fiebres y dolores, pero al llegar los españoles la descubrieron y sacrificaron casi todos los árboles. Ahora porque los han expulsado, pero los jesuitas repartieron mucho de lo que ellos decían «polvo del cardenal», que no era otra cosa que corteza de quina triturada.

—¡Tal como hablas, parece que se hayan dedicado a matar animales!

—¡Los árboles son seres vivos, Constança!

—Lo sé, lo sé… —Había caído en la trampa, aunque conocía bien sus ideas sobre la cuestión—. ¡Lo siento!

—No quiero que te disculpes por estas cosas. Quizás algún día tengas que hacerlo de verdad, por algo realmente importante, y estas palabras ya no tendrán ningún significado.

Así era Iskay. A veces resultaba tan categórico en sus opiniones que era difícil no tomárselo en serio, por más que no estuvieras de acuerdo. Pero no era el día de la quina: él tenía otras cosas en la cabeza, cosas relacionadas con la propuesta que me había hecho mientras pescaba ramas.

—Si vienes conmigo te mostraré un árbol que nunca olvidarás. Ya conoces el resultado de su fruto, pero no puedes imaginar cuántas aplicaciones puede tener.

—A veces te ríes de los religiosos y sus manías, pero tú también parece que hablaras con parábolas. Quieres que te acompañe selva adentro, hasta el territorio de tu tribu, aunque me ocultas qué quieres hacer exactamente, incluso el nombre del árbol que quieres mostrarme…

—El saber se asimila de una manera más intensa si te pilla por sorpresa, si no te lo esperas…

—Eso te ha quedado muy bonito.

Iskay me miró fijamente. Sus ojos iban cambiando en cada encuentro, o quizás era que yo pasaba mucho tiempo pensando qué me encontraría cuando lo viera de nuevo. Esa vez me abrazó para besarme en la frente y su mirada quedó fuera de mi alcance.

—¿Qué te preocupa? ¿Acaso no confías en mí?

—¿Qué dices? ¡Creo que eso te lo he demostrado con creces! Pero mi padrastro no me dejará pasar la noche fuera de casa. Últimamente, con su enfermedad, cada vez está más desconfiado.

—Tienes que dejármelo a mí, a Monsieur Champel. No podrá resistirse a mi encanto primitivo.

Lo dijo de una manera tan seria que, aunque sabía perfectamente por dónde iba, no pude evitar una carcajada. También él estaba cambiando. A pesar de que su ceguera avanzaba sin remedio, se le veía más seguro, como si su arma principal le diera fuerzas.

Yo no tenía ninguna duda de cuál era: Iskay lo sabía todo o, al menos, esta era la impresión que yo tenía. Sus conocimientos le daban un aura extraña, como si lo rodearan con una coraza impenetrable.

—¡Mañana iré a verlo!

—¿Te parece? ¿Y si te echan del palacio? No creo que a los guardias les agrade tu visita.

—Tú entras y sales cada día. ¡Me acompañarás! Pero después nos dejarás solos. Yo haré que te dé permiso.

—¡A vuestras órdenes, mi capitán!

Sí, fue una reacción jocosa, pero en el fondo me sentía como en una tropa en la que él era el gran capitán y yo un soldado que aprendía cada día de su experiencia. Iskay ni siquiera se rio, quizá más meditabundo de lo habitual en él. Solo regresó a la orilla del río y continuó con aquel juego que cada vez le costaba más esfuerzo.

—Esta es una rama de cedro —dijo mientras yo pensaba en la excusa que daría a los guardias para introducir a Iskay en palacio.

Opté por la que me pareció la solución más fácil. Aquella misma noche hablé con Antoine de mi amistad con Iskay. Claro que no le expliqué todo, pero se sorprendió de que todos los conocimientos de que yo hacía gala, y que tanto sorprendían a mi padrastro, provinieran de un indígena.

Se quedó mirándome antes de decir que quizás el menosprecio de los españoles hacia los indios no tenía demasiado sentido. Él mismo se había quedado boquiabierto ante los conocimientos de algunos indios que ayudaban en las cocinas. Finalmente, escribió un papel para los guardias, una especie de salvoconducto para que Iskay pudiera acceder al palacio. Yo no dudaba de que era una persona bastante abierta para hablar con cualquiera, pero no esperaba que, por muchos argumentos que pudiera darle mi amigo, me autorizara a viajar a las tierras del interior.

Como en muchas otras ocasiones, subestimaba la capacidad de mi amigo.

Aunque lo intenté, nunca he sabido sobre qué versó la conversación que mantuvieron Iskay y mi padrastro en aquella reunión. En aquel día de primavera, mientras caminábamos por la orilla del río con la promesa de que volveríamos en canoa y que los mismos indios kandozi nos acompañarían, no tuvimos demasiado tiempo para hablar. Los insectos se mostraban especialmente decididos a hacernos la vida imposible, y también estábamos muy pendientes de las dificultadas a las cuales nos sometían las últimas lluvias.

El sendero que remontaba la ribera del Rímac se había inundado en muchos puntos y, en otros, una serie de troncos lo había obstruido o, sencillamente, cegado. Pero cuando nos detuvimos a comer algo de lo que nos habían preparado en las cocinas del palacio, encontré mi oportunidad. Que Iskay fuera tan lacónico, que todo quedara en una promesa de explicación, respondía quizás al orgullo oculto que a menudo demostraba mi amigo.

—¡No puedes dejarme en ascuas! Soy incapaz de entender por qué, al menos, ha renunciado a exigir que lleváramos escolta.

—Tu padrastro es un hombre inteligente —comenzó Iskay, dándome esperanzas—. Y no creas, me costó convencerlo. Creo que has tenido mucha suerte de que estuviera cerca cuando murió tu padre. No está demasiado satisfecho con su vida. Le habría gustado ir más allá en la búsqueda de una cocina diferente, más adecuada a las personas y, sobre todo, menos dañina para el mundo que nos rodea…

—¡Eso ya lo sé! Hace años que me alecciona, y lo entiendo —dije; Antoine pensaba que aquellos manjares con los cuales se ganaba el favor del virrey lo acabarían matando—. Pero ¿qué dijo cuando le hiciste la propuesta?

—En realidad, no se la hice.

Iskay ya se había acabado la comida y no le costó levantarse. Yo, al contrario, me sentía somnolienta y cansada. Había pasado buena parte de la noche despierta, inquieta por aquella expedición que Antoine, incomprensiblemente para mí, había permitido. Así que cogí a Iskay de la mano y lo miré a los ojos; tenía la certeza de que aquel era un ardid infalible, como así sucedió.

—Algún día te explicaré con más detalle nuestra conversación, pero ahora tenemos que reservar fuerzas para el viaje. Ya ves cómo está el río, y no quisiera que tuviésemos que pasar la noche en la selva. Hoy tenemos que llegar a la misión, sea como sea. Pero te diré una cosa —añadió, sin poder librarse de mi mirada—: hay un momento en que lo único que podemos hacer es escoger. Monsieur Champel ha escogido la opción correcta, la que le marcaba el corazón después de escucharme. Él quiere lo mejor para ti, quiere que llegues a ser una persona sabia, y creo que le hice entender que este viaje sería muy importante para tu educación.

A veces no entendía demasiado las palabras de Iskay, sus razonamientos. Lo cierto es que había pasado buena parte de mi infancia rodeada de gente mayor que yo, que Antoine siempre ponía por delante la necesidad de convertirme en una persona capaz de valerse por sí misma, sobre todo desde que se le había declarado la enfermedad. Pero Iskay parecía saber todas las respuestas a pesar de su juventud.

No quiso hablar más de ello. Me recomendó que me concentrara en el camino; a pesar de la autorización de mi padrastro, él había adquirido una responsabilidad hacia mí que no quería poner en entredicho. Continuamos por la orilla del río, salvando, gracias a nuestra juventud, obstáculos que para cualquier otro habrían sido definitivos.

El objetivo era llegar a la misión de Santa Catalina, al pie de las montañas, un antiguo convento de los jesuitas cuya expulsión había dejado momentáneamente sin dueño. Iskay me había explicado que los indios kandozi habían sido llevados allí como sirvientes y que, al marcharse los monjes, habían hecho suyo aquel pequeño territorio. Sabían que en algún momento ellos lo restaurarían, que los españoles encontrarían motivos para echarlos cuando les faltara espacio en Lima, pero incluso entonces nada los obligaría a marcharse después de cincuenta años a orillas del Rímac.

La silueta de las montañas parecía fuera de nuestro alcance, y después de caminar casi sin descanso buena parte del día, el lecho del río se fue haciendo más estrecho y la vegetación cada vez más frondosa. Iskay se mostraba más animado a medida que nos acercábamos a nuestro destino, pero yo no me tranquilicé hasta que el sol poniente iluminó con sus últimos rayos la fachada de una pequeña iglesia rodeada de barracas.

El paraje parecía abandonado, pero al acercarnos aparecieron algunas mujeres que llevaban niños colgados del cuello. Cuando las tuve al lado, descubrí que llevaban las manos manchadas con una grasa blanca, como si hubieran interrumpido sus tareas al saber de la llegada de Iskay.

Los kandozi de Santa Catalina aprovechaban el antiguo convento, pero detrás de las casas también habían construido cabañas de adobe y algunas tiendas. El recibimiento fue muy especial. Las mujeres nos trajeron agua y unas papas hervidas con la piel; algunos de los niños mayores, que iban desnudos, corrieron en distintas direcciones para dar aviso a los hombres de nuestra llegada.

—A mí siempre me han acogido bien, pero tu presencia los fascina —dijo Iskay al ver que yo me quedaba un poco apartada de tanta celebración.

—Sí, gracias —respondí con una sonrisa mientras me esforzaba por entrar en el círculo que se había formado.

El resto del día fue un desfile de hombres y mujeres que querían saludar a mi amigo, los cuales, según él, le pedían que se quedara. Su popularidad era enorme, pero también la fama de sus conocimientos. Así, atendió a unas cuantas personas que sufrían heridas o enfermedades para mí desconocidas.

Mientras tanto, las chicas jóvenes se entretuvieron en deshacer mi trenza y admirar el pelo largo y rizado del que disfrutaba entonces. Me tuvieron muy ocupada hasta que Iskay apareció en la puerta de la cabaña, excusándose, pero siempre con una sonrisa que yo admiraba.

—¡Lo sé! Sé que tenéis muchas ganas de compartir vuestro tiempo con Constança —dijo en su idioma, según me explicó más tarde—. Pero hemos viajado hasta aquí con un objetivo, y para que mañana se haga realidad, debemos retirarnos temprano. Mañana nos espera una caminata hasta los árboles del chocolate, y por la noche tenemos que estar de vuelta en Lima…

No me sorprendió que la estancia que nos prepararon fuera una tienda maravillosamente engalanada, situada en el centro de los alojamientos, un sitio donde solo estaríamos Iskay y yo.

Aquella noche fue muy importante para mí, pero, además, preparó mis sentidos para una jornada llena de descubrimientos. Apenas salió el sol, y aunque yo habría querido quedarme mucho más tiempo entre aquellas mantas perfumadas, Iskay me despertó.

Después de un desayuno frugal, me hizo cambiar los viejos zapatos que usaba para ir al río por un calzado hecho con pieles que envolvía mis pies a la perfección.

—Es un regalo de las mujeres kandozi. Han escogido los mejores de que disponían para obsequiarte.

—Son… son muy amables… Yo…

—No es necesario que digas nada. A la vuelta podrás darles las gracias, si quieres, ya que son para ti. Ahora tenemos que marcharnos.

Aún bostezaba cuando abandonamos la misión con un poco de nostalgia. No olvidaría las horas pasadas allí. Iskay volvió a su ritmo, prudente pero constante. Solo a veces me hacía algunas preguntas mientras avanzábamos por el zigzagueante camino; era como si tuviera grabada en la cabeza la ruta que nos llevaría al árbol del chocolate. Y mientras tanto no paraba de darme aquellas explicaciones previas que creía necesarias.

—Nadie recuerda en mi tribu desde cuándo se usa el fruto del cacao, pero te puedo explicar lo que sé —dijo mientras cogíamos un sendero que salía del camino del río para adentrarse hacia el interior—. Cuando llegaron tus compatriotas, se sorprendieron del licor que hacíamos con agua caliente. Le ponían ají y mashcca para que aumentara de volumen…

—Ahora sí que me he perdido —lo interrumpí mientras ponía el brazo para que no me impactara en la cara una rama que Iskay había superado como si nada—. Ya sé que el ají es una especie de pimiento pequeño, como la guindilla, pero la mashcca… ¡No tengo ni idea!

—Ya, disculpa. Cuando estoy cerca de mi gente, siempre me vienen a la cabeza palabras de mi infancia; a veces me da la impresión de que pugnan por sustituir los términos que uso habitualmente en Lima. ¿Cómo se dice eso?

—Pues no sé, pero sería más fácil que me dijeras qué es mashcca.

—Vosotros le decís harina, pero es harina de maíz. Bien, el caso es que los soldados españoles no querían saber nada de este brebaje, les parecía muy fuerte.

—Es curioso, ahora todo el mundo pierde la cabeza por el chocolate, y algunos lo hacen de una manera que no me gusta nada…

—Sí, a veces en el convento lo hacían tan espeso que podías clavar la cuchara en medio y conseguir que se quedara allí para siempre.

—No me hablas nunca de qué significó la expulsión de los jesuitas. ¿Los nuevos monjes te tratan bien, en Lima?

Iskay me miró con desinterés, tal como hacía cuando el tema no era de su agrado. Se dio la vuelta y continuó el camino, si es que se podía llamar así de aquella senda intrincada, hasta que llegamos a una zona de árboles mucho más abierta. Eran árboles no demasiado altos, de la altura de los ciruelos, de los cuales colgaban unas bayas similares a las del maíz, aunque mucho más pequeñas. La verdad es que su aspecto me pareció un poco ridículo, como una extraña mezcla de árboles que ya conocía.

Él se alegró mucho de verlos. Enseguida se acercó a ellos para tocar las ramas y coger algunas bayas.

—Son como calabazas pequeñas, ¡y parece que las hubieran estirado!

—Ahora están bien maduras. Ya ves que tienen esta tonalidad rojiza. Pero espera, verás qué encontramos dentro…

Cogió el cuchillo que llevaba e hizo un corte para dividir el fruto en dos mitades exactamente iguales. Por dentro era como una papaya pequeña. Yo había visto pocas, pero a veces las traían los barcos que hacían la ruta desde México. Pero no me atreví a decirlo; pensé que aquellas comparaciones eran muy infantiles y me concentré en su explicación.

—Quiero que las pruebes, pero primero retenlas en la palma y sopesa su frescura. Es un fruto lleno de contrastes… —explicó mientras me daba algunas de las semillas que contenía la baya.

—Pero ¿se pueden comer?

—Claro que sí. Lo que no sé es si te convencerán… Pero ¡tú eres una chica valiente!

—Ya puedes decirlo —respondí mientras me llevaba a la boca un pequeño puñado de semillas.

Era como si tuviera que probar mi fama de chica decidida. Hice una cata y después otra. La boca se me llenó de un gusto amargo, muy astringente. Necesitaba agua, escupirlas antes de que la sensación se apoderara de todo mi paladar, pero me mantuve firme.

—Sí que eres sufrida —dijo Iskay—. ¡Yo ya no las tendría en la boca!

Parecía divertirse. Bien, de hecho siempre lo parecía. No tenía motivos, con aquel amargor atragantándome, pero me dio risa. Creo que nuestras carcajadas se oyeron por todo el valle.