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Barcelona, verano de 1772

Su abuela no le había pedido abiertamente ayuda para llevar las cuentas en castellano, su amor propio no se lo permitía, pero hacía la vista gorda al verla sentada con Ventura al final de cada semana. Los sábados a última hora, sobre la mesa de mármol de la trastienda, desplegaban facturas y recibos e iban introduciendo el balance en el libro de cuentas. La luz de la lámpara acentuaba el sudor que les perlaba la cara. En la penumbra yacían utensilios, herramientas imprescindibles para preparar dulces y para la selección, preparación y presentación de otros artículos. A pesar de tener abierta la puerta que daba al patio del pozo, la calima era asfixiante, y el vaho concentrado por la cocción de las confituras y la fabricación de los barquillos y otros dulces parecía un espíritu que se obstinaba en no desaparecer y se pegaba a todos los rincones.

La Rambla estaba abierta en canal. Quedaban atrás el camino y el torrente bordeado por conventos y murallas. Se señalaban las casas que había que derribar porque no estaban bien alineadas y, también, se llevaban a término magníficas construcciones. El conde de Ricla, que ostentaba el título de capitán general de Cataluña, controlaba desde Madrid, a través de sus delegados en Barcelona, la marcha de las reformas urbanísticas y facilitaba la solución de los numerosos obstáculos e imprevistos. Aquel proyecto prometía convertir la Rambla en un lugar de paseo muy importante, con dos hileras de chopos de punta a punta.

El estruendo y el polvo a veces resultaban insoportables, pero lo que más preocupaba a Jerònima eran todas aquellas droguerías que salían como setas de la nada, buscando un lugar de prestigio y una oportunidad. La mujer no podía permitir que se fueran a pique tantos años de esfuerzos y comenzó a darle vueltas al asunto. Necesitaba un señuelo. Quizá podría servirle Constança, su nieta era muy bonita y tenía buena planta. De seguro que, vestida como correspondía y haciendo destacar sus encantos, funcionaría. Pero no soportaba la idea de verla a todas horas, ni las explicaciones que debería darle.

¡Tenía una idea mejor! Los pobres y desvalidos se multiplicaban y, evidentemente, eran una molestia para una ciudad con vocación de ser bella y convertirse en un reclamo más allá de Cataluña. Había que hacerlos desaparecer de la calle, barrer a todos aquellos despojos humanos. Esta realidad había hecho que se revisara el orden imperante en la Casa de Misericordia y que se concretara una nueva división de los espacios. Dirigían la Casa tres concejales municipales, que recibían la ayuda de las aportaciones económicas y alimentarias de la Iglesia y de miembros de la nobleza y la burguesía comercial de la ciudad. Estas buenas obras ayudaban a limpiar muchas conciencias.

Doña Jerònima sabía que internamente hacían el trabajo veinticuatro hermanas terciarias de la orden de San Francisco, mientras que un sacerdote que residía en el hospital se encargaba de la parte espiritual. ¡Bien que lo conocía ella! Así que decidió hacerle una visita y mostrarse dispuesta a acoger y dar trabajo a una de las muchas niñas huérfanas destinadas a servir. Su ofrecimiento sería interpretado como una buena causa, de hecho, aquellas criaturas no podían esperar un destino mejor.

Vestida con discreción, fue al encuentro del que denominaban el padre de los pobres. Y solo unos días más tarde lo siguió al Departamento de la Misericordia, donde estaban las niñas de hasta doce años. Allí conoció a Rita Sala.

Fue al cruzar el patio interior del edificio. Iba y venía acompañada de otra niña, llevaban hatos a la espalda, pero ella no parecía cansarse ni le daba pereza repetir el recorrido una y otra vez. Pero lo que más le gustó fue su voz. Era clara y nítida, potente y dulce al mismo tiempo. Jerònima esbozó una sonrisa maliciosa y no le quitó el ojo de encima.

Su descubrimiento hizo que no prestara atención a ninguna de las largas y aburridas explicaciones y consejos que, como una letanía, desgranaba el prior.

—¿No os gustaría ver las dependencias?

—No se moleste, no quiero ser ningún estorbo —se excusó la mujer.

A pesar de todo, y con interés fingido, la patrona de la droguería Martí visitó pacientemente la cocina y el refectorio de los pobres, los dormitorios y las dependencias de trabajo, las cuadras y las oficinas, donde se enseñaban y se ejercían diferentes actividades.

Solo tardó una semana en tenerlo todo arreglado y disponer de la chica gratuitamente para llevar a término su plan.

—Vicenta, quiero que la friegues hasta que quede limpia como una patena, córtale las uñas, quítale las pulgas y…

—No tengo pulgas, señora —respondió Rita.

—De acuerdo, de acuerdo. Pero no perdemos nada si echamos un vistazo. No querrás estropear el vestido nuevo que te he comprado, ¿eh?

La niña, que acababa de cumplir doce años, negó con la cabeza. Constança lo miraba todo desde una distancia prudencial, pero tanta amabilidad le olía mal.

—Vicenta, tráemela cuando la tengas presentable.

Al día siguiente, después de recibir instrucciones de su nueva patrona, Rita se plantó en la puerta de la droguería. Todo el mundo se detenía para escuchar aquella voz llena de colores, sorprendidos por una alabanza tan singular de los productos que se podían encontrar en la tienda.

—Tenemos tabaco inglés de librillo… blanco, de Brasil, de Cuba… También de Damasco… Aplastado, para deshojar, para picar…

Cuando la niña no recordaba cómo seguía la enumeración, miraba en dirección a doña Jerònima que, desde el mostrador, le iba deshojando la cancioncilla que pergeñaba cada noche.

—Florentino, de humo francés, de La Habana, de Alicante en polvo, suave, de Sevilla sin olor…

El reclamo funcionó, y la patrona de la droguería aceptaba de buen grado los cumplidos de las clientas habituales y de las nuevas. Todas la felicitaban por tan buena acción y regalaban dulces a la niña o le ponían alguna moneda en el bolsillo.

—Bien mirado, mientras está pendiente de ella, no me importuna a mí —dijo Constança a la criada, antes de perderse de nuevo en el trastero.

A pesar de saber que todo aquel montaje solo obedecía al interés de doña Jerònima, una envidia hasta entonces desconocida le impidió otorgar credibilidad a sus pensamientos. En su rincón se concentró en terminar los preparados con diferentes zumos de frutas, previos a la elaboración de los helados, y recordó la promesa de Rodolf de traerle un fruto que desconocía. La curiosidad siempre conseguía calmar la inquietud de la chica y en aquel momento apaciguó sus dudas. Pero la tranquilidad fue efímera.

—Constança, la patrona dice que una señora pide que le lleves la compra a casa. ¡Es preciso que vayas enseguida!

—¿Yo? ¿Con esta pinta? ¿Acaso esa no es una faena de Ventura?

—Yo no pregunto, ya lo sabes. Pero me ha dicho que dejaras lo que estés haciendo y…

—Sí, ya te he entendido, que vaya enseguida. No te preocupes, ¡no haremos esperar a la dama! —exclamó con socarronería mientras se quitaba el polvo del vestido y se arreglaba las greñas que le caían sobre los ojos.

Cuando echó un vistazo a la gente que estaba en la tienda, se quedó de piedra y el color le desapareció de las mejillas.

—Pero, criatura, ¿cómo te presentas de esta manera? —le dijo su abuela con una voz más dulce de la habitual.

En otras circunstancias, la joven quizás habría respondido con alguna impertinencia. Pero tenía la lengua pegada al paladar, la boca seca y los ojos desencajados.

—Ya os he dicho que no sería una buena compañía para vos. Si os esperáis un momento, haré llamar a mi marido, estará encantado de llevaros la compra donde ordenéis.

—Quedaos tranquila. Diría que ya nos conocemos, claro que entonces esta chica tenía más pretensiones. Pero Dios es justo, y a cada cerdo le llega su San Martín.

Las palabras de Margarita de Acevedo habían dictado sentencia y, a pesar de que la patrona no entendió ni jota, siguió haciéndole reverencias y cargando a Constança con todo lo que habían adquirido. Cuando sus brazos ya no soportaron más peso, doña Jerònima insistió en llamar a su marido.

—Todo lo que ella no pueda llevar, lo descontáis del total y se vuelve a quedar en la tienda —dijo el joven que acompañaba a tan distinguida dama, enfatizando cada una de sus palabras.

La mirada que se dirigieron Pedro y Constança dio paso a un largo y denso silencio que la abuela deshizo con un servilismo renovado.

—¡Ni hablar! Veremos de ponerlo de manera que lo pueda llevar todo. En la droguería Martí estamos para servir a nuestros clientes.

—Así pues, añadid cinco onzas de ámbar gris y también almizcle y algalia —dijo la señora De Acevedo.

Aquellos productos solo estaban al alcance de la gente muy rica, y doña Jerònima ya iba sumando mentalmente los cuantiosos beneficios que obtendría.

—Me preocupan los perfumes, madre. ¿No tendréis a mano una cuerda gruesa? —preguntó Pedro a la patrona de la droguería.

—¡Y tanto! ¡Vicenta, trae una cuerda para el señor!

Ante la mirada atónita de los presentes, Pedro ató la cuerda a la cintura de la joven y colgó un hato con todo aquello que no podía sufrir ningún daño aunque acabara arrastrado por el suelo.

De esta manera abandonaron el establecimiento, provocando la burla de los chiquillos que jugaban a tirarse piedras en la calle. Los mayores, al ver a Constança, hicieron como si la azotaran para que apretara el paso.

—Ya te dije que nos volveríamos a ver, Constança. Ya te lo dije —se mofó el hijo mayor de los De Acevedo.

«Quizá me esté arriesgando demasiado aceptando este encuentro en el palomar. Rodolf acabará descubriendo que solo soy una criada, o aún peor… Y si lo hace, ¡perderá todo interés en mí! Pero ¡qué digo! ¡Ni que él fuera noble o de buena familia! Tal vez habría salido ganando diciéndole la verdad desde el principio. Ahora no sé cómo enderezar la situación… ¡Esta manía de ir de dama como si aún estuviera en Lima, protegida por Antoine! ¡La culpa la tienes tú! —exclamó mentalmente dirigiendo la mirada al barco estampado en el baúl—. Me hiciste creer que era toda una princesa, me asegurabas que Barcelona se rendiría a mis pies, y soy yo la que me arrastro a cambio de unas migajas y de… ¡Basta de quejarme! ¡Acabaré teniéndome lástima, y eso sí que no me lo puedo permitir!»

Constança Clavé se recriminaba mientras iba y venía cambiando de lugar aquello que, solo hacía unos instantes, había colocado en otro. Estaba nerviosa, excitada por aquella cita, a la cual había dado su consentimiento sin pensárselo demasiado.

Detuvo sus pasos, que muy a menudo trazaban círculos por el pequeño cuarto que le habían asignado en el punto más alto de la casa, y respiró profundamente.

«Debes tranquilizarte, Constança. Debes hacerlo, si no quieres acabar haciendo el ridículo más espantoso», se dijo mientras intentaba recuperar el control.

Entonces encendió el incienso que había birlado de la droguería. El olor a canela la hizo sentirse mejor, y pronto inundó todos los rincones de aquel cuartito blanco, su refugio. Después se dirigió al espacio protegido por la cortina. Resguardadas en la pared, descansaban unas latas donde había sembrado mejorana, entre otras hierbas.

¡Daba gusto de verdad! Le recordaba a Iskay. Pero no era el momento de abandonarse a la melancolía. ¡Tenía una cita! De aquella planta, en este momento, solo le interesaban las flores blancas con un tono violáceo. Eran delicadamente bellas, de una fragilidad conmovedora. Hizo un gran ramo y lo posó sobre la mesa que Ventura había construido con unos tablones, igual que el banco. Las hojas, recién cortadas, desprendían un aroma fresco. Le habría gustado tomar un baño. ¡Cuántas veces pensaba en la enorme bañera que le habían proporcionado en el palacio del gobernador, en aquella ciudad, Cartagena de Indias, que ya solo formaba parte de sus sueños!

«¡No tengo remedio!», se dijo mientras se sacudía los recuerdos con un gesto enérgico, agitando la cabeza a un lado y otro.

Había llegado el momento de desempolvar el vestido que guardaba para una ocasión especial. Abrió la caja con cuidado y, después de extraer el legajo de hojas que siempre devolvía a su lugar al ausentarse, lo desplegó. Mientras se ventilaba, se quitó la ropa de trabajo y desenrolló la gasa con que se envolvía la cintura. El ungüento preparado por Vicenta para aliviarle la irritación le embadurnó los dedos.

Aquel estúpido de Pedro había conseguido que la puñetera cuerda le quemara la piel. Se lo veía satisfecho, el milhombres de solo diecisiete años, vigilando cómo arrastraba la compra hasta su fastuosa casa. Pero lo que él no sabía, lo que no podía entender, era que para doblegar su voluntad, la fuerza de sus sueños, hacía falta algo que no estaba al alcance de un mocoso esmirriado y lunático.

Una brisa agradable que entraba por la ventana removió levemente el pelo ondulado de Constança sobre el vestido malva. Esperaba sentada sobre el colchón, su amigo tardaba demasiado. Las velas, dentro de unas botellas de color verde, parecían luciérnagas. Bailaban inquietas al mismo ritmo que los latidos del corazón de la chica.

La luna se mostraba casi llena cuando, después de haberse retocado los rizos por enésima vez, vio aparecer a su invitado. Rodolf había dado las últimas zancadas por los terrados bufando y se presentó sudado como un pollo. Pareció que iba a decir algo, quizás una disculpa por el retraso, pero cuando la tuvo delante se quedó boquiabierto con ojos como platos. Y a continuación exclamó:

—¡Caramba! ¿Acaso esperabas que viniera en un carruaje y te llevara a ver La condesa de Bimbimpoli?

—¿Cómo dices?

—¡La condesa de Bimbimpoli, la ópera que representan en el Teatre de la Santa Creu!

Constança se sintió ridícula y fue incapaz de controlar el rubor que le subía a las mejillas. Bajó los ojos, avergonzada.

—¡Mujer, solo era una broma! ¡No hay motivo para ponerse así! Lo siento, de verdad, no pensaba que te lo tomarías tan a la tremenda. Discúlpame, por favor. Es… es que no esperaba encontrarte tan… ¡tan elegante!

Dolida y enfurruñada, se puso de pie y lo miró con despecho, pero Rodolf no era de los que se rinden fácilmente. No tardó en hacerse perdonar con carantoñas que acabaron haciéndola reír. Después de un intento de huida que solo podía ser inútil en un espacio tan pequeño, la joven se dejó atrapar y, antes de que él le arrancara el vestido, detuvo el juego.

—¡Espera! —dijo apartándole las manos torpes, y se lo quitó ella misma.

Rodolf no contempló su espléndida desnudez, ni le recorrió la piel como ella quería. Los dedos del chico buscaban, ávidos, todos los rincones, y su lengua se adentraba en la boca de la joven con movimientos rápidos. Era un sabor nuevo para Constança; un poco picante, quizá.

La poseyó con brusquedad. Ella estiró el cuerpo como la cuerda de una viola y su lamento se ahogó antes de nacer. Sin que tuviera tiempo de exhalar el aire que la mantenía en tensión, Rodolf cayó desplomado encima de ella. Cuando Constança abrió los ojos, la paloma blanca que la visitaba había levantado el vuelo.