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A orillas del río Rímac, Lima, 1767

Hacía meses que a Iskay se le había manifestado una especie de erupción en la piel. Aunque era cada vez más evidente, él no le daba importancia; decía que tal vez había sido el contacto con alguna hierba venenosa o quizás un insecto de los muchos que merodeaban junto al río. Pero a mí me tenía muy preocupada, quién sabe si él no le restaba importancia para no arruinar la relación que teníamos.

Las pequeñas heridas que mayormente se le manifestaban delante y detrás de las rodillas le iban cuarteando la piel y le producían un intenso picor. Uno de los misioneros que lo acogían le había puesto un ungüento, pero las llagas cada vez tenían peor aspecto.

Le prometí que intentaría hablar con un médico, pero ni yo misma sabía cómo acceder a él, por mucho que mi deseo fuera que alguien entendido lo examinara. El virrey tenía un médico personal que se había hecho cargo de mi madre cuando aquellas malditas fiebres se la llevaron. La niña asustada y vacilante que yo era entonces, la que vivía en el palacio de Manuel de Amat con la recomendación implícita de no ser demasiado visible, dudaba cómo podría acercarse a él. Al fin y al cabo, yo solo era una granuja huérfana de doce años que habían tenido la misericordia de no enviar a un orfanato y que se ganaba sus favores procurando no molestar, siempre bajo la custodia del cocinero.

Solo en presencia de Iskay me transformaba, o me fui transformando a medida que pasaba el tiempo. Ahora me daba vergüenza recordar aquel día, cuando me confió su sospecha. Dijo que la maldita enfermedad que le provocaba las erupciones le estaba afectando la vista. No lo hizo apenas nos encontramos. Iskay me conocía lo suficiente para saber que me estropearía la tarde, y esperó a que, cansados de recoger hierbas y correr arriba y abajo, nos sentáramos a comer lo que por la mañana temprano yo había cocinado con Antoine.

—Cierra los ojos y abre la boca —le dije.

Él obedeció y yo, aprovechando que no me veía, me entretuve a contemplarlo detenidamente. Las pestañas se le arqueaban hasta tocarle los párpados y sus labios carnosos del color de las moras esperaban dispuestos. Recuerdo que tuve el impulso de tocarlos, pero no lo hice.

—¡No los abras, eh!

Iskay sonrió de nuevo y yo deposité sobre su lengua un trocito de pastel.

—Lo haremos como tú siempre me explicas. ¡No vale tragárselo! Debes descubrir qué hemos puesto. ¿Me prestas atención?

Mi amigo paseó el dulce por la boca. Ahora hacia un lado, ahora hacia el otro, llevándolo en dirección al paladar o usando los dientes para saber más de su consistencia. Unos instantes después de hacer aquellas muecas que me hacían reír, arrugaba la frente y arqueaba las cejas mientras rumiaba sus predicciones.

—Yo diría que lleva… ¡maní!

—¡Y yo diría que me estás tomando el pelo!

—De acuerdo, de acuerdo. ¿Me das una segunda oportunidad?

Iskay repitió el ritual previo, solo para hacerme reír de nuevo. Entonces, con expresión grave, simulando ser un personaje entendido en la materia, aventuró:

—Este manjar tan delicioso está hecho con harina y yuca. ¡Quizá también incluye anís y canela!

—¡Muy bien! Pero ¿qué lleva dentro?

—A ver, es blando y dulce…

—¿Te rindes?

—Quizá sea…

—¡Ríndete, anda!

Él asintió y yo me precipité:

—¡Manjar blanco! Solo leche, azúcar y polvillo de vainilla. Es la primera vez que no se me corta. Antoine me ha dicho que él no lo habría hecho mejor. ¿Verdad que es buenísimo?

Fue entonces cuando decidió revelarme su pérdida de visión. En un primer momento no me lo quise creer, pero sabía que mi amigo no haría bromas con un asunto tan serio.

—Algo se podrá hacer, ¿no? ¡Hablas como si no te importara!

—No es eso, Constança. Claro que me importa, por eso mismo tengo que tratar de no perder los nervios. Adaptarme. ¡Te harías cruces de las cosas que he aprendido!

Sin ser capaz de escucharlo, me puse a llorar, y fue él quien tuvo que consolarme.

Al hacerme mayor, tomé conciencia de que siempre lloramos pensando en nosotros. Cuando alguien se marcha, en realidad nuestras lágrimas se vierten por ese trozo nuestro que se lleva, por lo que éramos cuando lo teníamos al lado. Porque vivimos a través de los que amamos y, cuando nos dejan, también desaparece de alguna manera todo lo que compartimos con esa persona.

Estaba segura de que a partir de entonces ya no sería el mismo, me sentía triste y furiosa a la vez. Podríamos seguir corriendo por la orilla del río, pescando con las manos o con aquellas pequeñas lanzas que Iskay afilaba cada día, hasta que se acortaban tanto que el juego era encontrar un palo adecuado para hacer otra. No entendía por qué todos los seres que de verdad me importaban se escabullían, como si la felicidad nunca me fuera a ser concedida, por un motivo u otro.

—¡Venga! No me gusta verte así. Por favor, Constança —rogó con voz zalamera mientras yo pensaba que mi nombre ya no sonaría tan bien en otros labios.

—¿Cómo quieres que me lo tome, Iskay? Me dices que cada día ves menos y quieres que esté contenta… ¿Qué haremos si pierdes la vista?

—¡Jugaremos a adivinar, como con el pastelillo! ¿No lo entiendes? Cuanto menos veo, más tengo que concentrarme en sentir, en escuchar lo que me rodea. He descubierto muchas más cosas de las que te piensas. No es tan solo la vista la que te hace ver la verdad de las cosas.

—No sé qué quieres decir —respondí sollozando.

—Pues, fíjate bien. Ahora mismo sabemos que tenemos cerca un cuculí. No lo he visto, pero su canto delicado es inconfundible. A ti te reconocería entre mil personas antes de verte. ¡Sé que te aproximas por el rumor que haces cuando caminas y percibo tu olor mucho antes de que llegues!

—¿El olor?

—¡Sí! Tienes un olor dulce con un punto picante.

—¿Cómo el jarabe de arce?

—Quizá sí… —Pensó un momento—. Pero añadiéndole la pulpa de la guanábana.

En cuanto llegué a palacio, me faltó tiempo para decirle a Antoine que quería un zumo de aquel fruto.

—Pero ¿qué te ha picado ahora? ¿No prefieres que te haga un helado?

—¡No quiero que lo mezcles!

Me lo bebí muy despacio, en soledad, y me prometí que no le haría muecas. Como siempre, Iskay tenía razón: la guanábana tenía un punto ácido, pero la base dulce era más intensa.

—¡Este es el olor que tengo para él! —exclamé satisfecha.

Entonces me prometí una cosa: no importaba el esfuerzo que tuviera que hacer, pero no dejaría que aquel punto de amargor se apoderara de mí.

Poco a poco la rabia del primer momento se disolvió en una especie de compasión que influyó en los siguientes encuentros con Iskay. La única que ponía trabas para disfrutar era yo misma. Me esforzaba por no demostrarlo abiertamente, pero la lástima y el temor también deben de tener un olor propio, porque él podía notarlos desde lejos.

A menudo, y de manera maquinal, me adelantaba para cogerle esto o aquello, objetaba que estaba cansada si su propuesta de excursión era demasiado larga y, sobre todo, no permitía que me acompañara al palacio del virrey al ponerse el sol. Tampoco sabía si preguntar por su enfermedad, y cuando me buscaba los ojos me resultaba difícil no desviar la mirada. Un pequeño punto manchaba de blanco su pupila.

Antoine me había dicho que le llevara unas hojas de mejorana para aromatizar un guiso. No era una planta que se encontrara fácilmente en aquellos parajes, pero Iskay conocía todos los rincones.

—Las hojas para Antoine y las flores para ti —dijo mientras me enredaba una en el pelo.

Después me hizo sentar sobre una piedra; él también lo hizo. Era un día de finales de primavera y el río bajaba arrastrando ramitas. Aquel año había llovido mucho. El cielo estaba de un azul intenso y por doquier revoloteaban pequeñas mariposas de colores. Me llamaron la atención un par que parecían perseguirse y que tenían una mancha roja; tan roja como el amuleto que siempre colgaba del cuello de Iskay. ¡Nunca he vuelto a ver tantas ni tan bonitas!

—Aún puedo verlas, Constança. A veces parecen chiribitas que se acercan y se alejan, pero las he grabado en la memoria y los dibujos que no consigo distinguir los completo cuando cierro los ojos.

—Lo siento…

—Deberíamos hablar de ello. No soy un desvalido. Me gustaría poder preguntarte sin que te sintieras incómoda y que tú también lo hicieras abiertamente.

—Pero irás a que te vea el médico, ¿no? Antoine ya ha hablado con…

—Haré lo que quieras, pero mientras encuentran un remedio, deja que sea yo quien guíe tus pasos. ¡Soy un par de años mayor! —exclamó divertido.

—De acuerdo.

—¡Espera! Dame la mano poco a poco y no hagas ningún gesto brusco.

—¿Qué pasa, Iskay? Me estás asustando.

—Delante nuestro, por el camino.

—¿Qué hay?

—Puedo oír cómo se arrastra una serpiente. No la distingo bien, debe de ser marrón. Si se trata de una punta de lanza, es muy venenosa. ¡Mucho! ¿Me oyes?

El corazón me palpitaba en las sienes cuando miré hacia donde señalaba mi amigo. La serpiente nos esperaba camuflada entre las hojas. Hice lo que me indicó Iskay y, después, echamos a correr, juguetones, hasta acabar en el río.

Fue la primera sensación de aquella agua fría la que me lanzó a su cuello. Pero, una vez entre sus brazos, me quedé. Me quedé como si fuera el único lugar posible donde poder vivir y ser feliz. Él me apartó el cabello mojado de la cara y apoyó su frente sobre la mía.

Temblaba, pero ya no sentía frío, sino el despertar al verano de la vida. Iskay me besó los ojos y los labios. Su ternura me estremeció de nuevo. Recuerdo que pensé que nunca había probado un elixir tan dulce.

Cuando salí del agua me percibí desnuda. La ropa se me había adherido al cuerpo, y los pezones de unos pechos que tímidamente comenzaban a dibujarse me avergonzaron. Él también parecía incómodo, colocándose aquella especie de pantalón. Años más tarde entendería el motivo. Éramos dos criaturas, pero nos parecía que teníamos la fuerza de todo un ejército.

No sé cómo fue, pero de golpe uno de los dos rio y el otro lo siguió. Verdaderamente, la situación resultaba ridícula.

—¡Aún es temprano! —exclamó Iskay—. Tenemos horas de sol, se me ocurre una idea que te gustará.

Las ropas se nos secaron en el recorrido hasta unos saúcos. Aquellos árboles pequeños parecían ramos de flores a finales de mayo. Todos se mostraban cubiertos de blanco, como nubes redondeadas en medio del verdor. Iskay hizo un ramo y me explicó que tomar vahos de esa flor es muy beneficioso cuando estás resfriado. También cogió unas hojas que utilizaba en infusión para protegerse de los mosquitos.

—Pero este no es el regalo más preciado que nos ofrece este árbol, que oculta muchos misterios.

—Explícamelo… —pedí poniendo cara de niña buena.

—El saúco siempre ha estado ligado al mundo de la magia. En mi tribu creen que quemar madera de este árbol es peligroso, y lo tienen prohibido.

—¿Prohibido, por qué?

—Según dicen, el vino que se hacía con sus bayas era el último regalo de la diosa Tierra y no podía ser ingerido por gente corriente, estaba reservado a sacerdotes o brujos, porque producía alucinaciones.

—¿Alucinaciones, dices?

—Sí. Por eso lo utilizaban los oráculos en sus rituales.

Entonces extrajo la pequeña navaja que siempre llevaba colgada de la cintura y se cortó un mechón de pelo. Lo ofreció respetuosamente al árbol, depositándolo bajo su sombra protectora.

No me atreví a decir nada. Me quedé mirando cómo partía una rama después de pedirle permiso. No hacerlo, me explicó, era infringir las normas.

—¿Para qué la quieres? —pregunté cuando ya estábamos de vuelta.

—Eso no te lo puedo decir. ¡Es una sorpresa!

Ninguna de mis dotes de persuasión me sirvió para sonsacarle los motivos. La vez siguiente que nos vimos, tres o cuatro días más tarde, me regaló la flauta que no ha dejado de acompañarme y que él me enseñó a tocar.