7
Océano Atlántico, verano de 1771
Pedro de Acevedo no se sentía especialmente satisfecho de haber advertido a su madre sobre la conversación que había escuchado entre su padre y el capitán del barco, pero se sintió obligado por la especial relación que mantenía con su madre. Si se pudiera resumir con palabras, sería algo como: «Si estás siempre a mi lado, yo te cuidaré, porque eres una persona débil, hijo mío.»
Los frecuentes episodios asmáticos y el escaso crecimiento de un cuerpo que parecía haber llegado a sus límites encorsetaban al chico, incapaz, por otra parte, de entender el rechazo de su padre. Para este, la paternidad consistía en forjar soldados fuertes y valerosos, para que lo acompañaran en su negocio.
A pesar de su apariencia, Pedro no era una criatura despreciable, al menos por lo que hacía a su inteligencia. En Lima lo habían felicitado a menudo por su capacidad para las matemáticas y era difícil que alguien le ganara en los juegos de mesa. Pero cuando se trataba de usar el cuerpo, necesitaba poner todos los músculos en tensión, de una manera tan extrema que se podía temer una especie de colapso. Después de estos episodios, padecía unos dolores terribles que ningún médico había sido capaz de tratar, hasta que apareció aquel hombre.
—¿Williams? Se hace llamar doctor, pero no pasa de ser un aventurero —refunfuñó Margarita, siempre reticente a hacerlo venir.
—Pero, madre, la verdad es que mejoro con sus brebajes, como tú dices. —Pedro había soportado mucha tensión durante el motín y ahora se resentía.
—Con lo que me has explicado, no sería de extrañar que este hombre también participara en el negocio. No es médico ni nada, tu padre tan solo buscaba una persona de su confianza, ¿no te das cuenta?
Pedro no sabía qué pensar. Era cierto que Williams parecía haber hecho amistad con su padre, pero el chico dudaba de que este pudiera caerle bien a alguien. Lo cual, en ese momento, tampoco le importaba demasiado. Después del castigo a los marineros y de la tempestad, todos en el barco parecían haber enmudecido y tan solo se limitaban a cumplir órdenes.
Por lo que respecta a Constança, aquella joven orgullosa por quien había llegado a sentir admiración, ya solo la consideraba una aprovechada. ¿Y si iba detrás del dinero de la familia? ¿Y si su padre desaparecía con ella y no volvían a verlos? Obligado a dejar su querida Lima, solo pensar en renunciar también a la vida prometida ya resultaba para Pedro del todo insoportable.
Quizá por eso veía natural la propuesta de su madre. Margarita se había dedicado en cuerpo y alma a urdir una venganza contra su marido. Sabía que tenía una amante en Lima, pero que intentara ocultarle el dinero del contrabando que pensaba llevar a término con el capitán Ripoll fue la gota que hizo rebosar el vaso de las ofensas.
—Tú me has contado lo que escuchaste y ahora me toca corresponderte, Pedro. Tengo un plan que nos hará ricos y que, además, me evitará tener que soportar más tiempo esta situación…
Mientras Margarita explicaba cómo se vengaría de Joaquín de Acevedo, su hijo experimentaba sentimientos contradictorios. Quizá tenía razón su madre cuando argumentaba que él era un ser débil. Ya hacía tiempo que lo había entendido; sabía que, por mucho que él se pusiera de su lado, ella nunca reconocería su valía. Su madre no entendía que la debilidad solo anidaba en su cuerpo. Él era un chico valiente, capaz de traicionar, de mentir, quizá de matar, si se presentaba la necesidad y encontraba la manera de vencer sus miedos.
La señora De Acevedo había tenido mucho cuidado a la hora de participarle sus intenciones. Por eso escogió el momento del día en que Constança se escabullía disimuladamente hacia la bodega. Quizá se reunía allí con algún marinero, o con el capitán, o con su marido…
Pero le daba igual. Pronto sería libre. Podría disponer del capital que su esposo había ganado en Lima y, con el tiempo, quién sabe, acercarse a alguno de aquellos nobles solteros que ya no tenían toda la vida por delante. Se sentía joven y pensaba que el dinero le permitiría alcanzar la anhelada felicidad.
Constança, por el contrario, solo se preocupaba por aquel chico que había tomado a su cargo. Si no recibía su ayuda, el hambre, las heridas o la venganza del capitán Ripoll lo encontrarían. Había observado con cuidado las diferentes tareas que se llevaban a cabo en la bodega y sabía a qué hora los marineros relajaban la vigilancia.
A pesar de todo, a menudo se llevaba un buen susto. Como cuando alguien se había quedado trabajando en la bodega, apuntalando unos bidones o reparando alguna herramienta, y en aquellos momentos ella debía ocultarse. A veces pasaban dos o tres jornadas en que no le era posible mantener contacto con el joven marinero. Solo le servía de consuelo comprobar que los alimentos que dejaba entre las mercancías desaparecían.
Pero aquel día los encontró intactos. Espantada, buscó al muchacho por la bodega y estuvo a punto de ser descubierta. Imaginaba las razones que podrían haber determinado la ausencia de su protegido. ¿Habría decidido cambiar de lugar ahora que estaban tan cerca de Cádiz? No tuvo suerte. Regresó a su cabina sin ningún rastro del chico de Veracruz. Le esperaba una buena sorpresa.
—¡Pedro! ¿Qué haces aquí? Sabes que a tu madre no le gustaría…
—Tanto me da. Soy el heredero de los De Acevedo, puedo hacer lo que quiera.
La chica ya conocía sus fanfarronadas, pero se quedó mirándolo con curiosidad. Pedro hizo un gesto con la mano, como para espantar un pensamiento molesto, y se sentó, desafiante, en la cama de Constança.
—A mi madre le caes fatal —dijo sin levantar la vista del suelo—. Pero seguro que ya lo sabes.
—Lo sé, pero no me importa. ¿Has venido a decirme eso?
—He venido porque no sé si me gustas o te odio. Siempre eres tan soberbia, y además eres libre. Cuando desembarquemos en Cádiz tú seguirás camino hacia Barcelona. Podrás disponer de tu vida.
—Ojalá, pero no sé si será posible. En todo caso, te aseguro que lucharé para que se cumplan tus augurios.
—Algunos dicen que eres la amante de mi padre, o que te gustaría…
—¿Entre esos algunos no estará casualmente tu madre? No conozco a nadie más capaz de pensar una estupidez semejante.
—Bien, muy pronto te perderemos de vista y ya no podrás confundirme. Pero he venido a advertirte. Cuídate de mi madre —dijo de pronto, y por primera vez la miró a los ojos—. Me da la impresión de que trama algo gordo, y no le gustas nada. No le pasa como a mí, que tengo mis dudas contigo. A ella…
—Lo sé, le gustaría verme muerta. ¿No es eso?
—Yo te he advertido. No sé por qué lo hago, pero lo que te pase a partir de ahora no es cosa mía.
Constança no entendía del todo aquella advertencia de Pedro. Era como si quisiera hacerle un favor, pero parecía que en el fondo se arrepentía de ello. El chico se levantó de la cama y fue hacia la puerta, pero al pasar a su lado aflojó el paso. Ella se dio cuenta de que la olía.
—Algunas mujeres oléis bien.
La sangre fría que puso en sus palabras hizo estremecer a Constança. Le quedó la sensación de que había ido demasiado lejos, ahora que el fin del viaje, al menos para los De Acevedo, estaba próximo. La desaparición del muchacho de Veracruz pasó a segundo término. Quizás era de ella misma de quien debería cuidarse.
La noticia de que estaban muy cerca de Cádiz se extendió por todo el barco gracias a las voces de los marineros. El destino de los represaliados por la rebelión estaba muy próximo, si es que después de su estancia en las sentinas quedaba alguno con vida.
Entre la bruma que reinaba en el estrecho de Gibraltar avanzaba un barco pequeño. Nadie se dio cuenta hasta que lo tuvieron muy cerca. Traía un mensaje de vital importancia para el capitán Ripoll.
—¡Nave a la vista!
Era medianoche cuando el grito del vigía trepado en la cofa, el punto más alto del palo mayor, alertó a los marineros que estaban de guardia en cubierta. La partida de cartas en torno a una lámpara quedó interrumpida y todos se acercaron a la proa, curiosos. Los monótonos días de navegar entre cielo y agua justificaban el alboroto de aquel hallazgo. Pero las dudas no se desvanecerían hasta que la información se completara. ¿Cuáles eran sus intenciones?
Los tripulantes siguieron la dirección que señalaba el vigía, esforzándose por descubrir entre la bruma aquellas luces verdes y rojas que centelleaban a estribor.
—¡Despertad al capitán! —ordenó el contramaestre, escudriñando insistentemente la oscuridad con la ayuda de un catalejo.
—¿Os parece que son amigos? —preguntó Martí.
—Quizá se hayan quedado sin provisiones —conjeturó otro marinero, tranquilizador.
—Es extraño. Nos encontramos muy cerca de Cádiz. Después de la tempestad, solo nos faltaría un ataque pirata. He oído decir que a veces se apostan en el estrecho y aprovechan las nieblas… —insistió el otro joven.
—¡Basta de chácharas! ¿Alguien ha ido a avisar al capitán o tendré que hacerlo yo mismo? —espetó el contramaestre con cara de pocos amigos, visiblemente inquieto.
Los faroles que colgaban de las jarcias del palo de trinquete de la nave desconocida se fueron haciendo más visibles a medida que las distancias entre los dos barcos se acortaban.
Las carreras del capitán y de una docena de hombres más venidos de las estancias de proa, donde dormían los marineros, llamaron la atención de Constança, que enseguida salió a las escaleras.
—¿Adónde vas ahora?
Era Pedro, que con el pelo alborotado salía a su encuentro.
—¡No tengo por qué darte explicaciones! ¿Ahora te has convertido en el perro pastor de tu madre?
El chico no respondió. Ambos se escrutaron severamente y se dirigieron a cubierta en silencio. La conversación reciente no parecía haber acercado posiciones entre ellos. Se situaron detrás del grupo de hombres que esperaban señales de la nave y fueron testigos del reconocimiento.
—Se hace según las normas de la marinería —explicó Bero, que los había seguido sin decir nada.
Constança esbozó una mueca recordando las duras palabras con que la había increpado días atrás, pero rectificó a tiempo. De hecho, al viejo no le faltaba parte de razón y ella no se podía permitir estar enfadada con todo el mundo.
Observaron juntos cómo los dos faroles de La Imposible enviaban señales intermitentes a través de una tapa de hojalata que subía y bajaba.
—¿Nos atacarán? —preguntó Pedro.
—¡Por Dios! No llaméis al mal tiempo, joven. ¡Ya hemos tenido bastantes desgracias! En vez de estrujaros la cabeza con cábalas, mirad y aprended. Cierto número de señales de luz equivale a una pregunta, y la respuesta se hace de la misma manera. ¿Lo veis?
—Pero ¿qué dicen? —insistió el hijo mayor de los De Acevedo.
—Se presentan. Tendremos que esperar.
—¿No sabéis qué dicen? —insistió Pedro, con tono insolente.
Bero apretó los dientes y, finalmente, respondió:
—Si lo supiera, no estaría de marinero raso ni tendría que barrer vuestra basura.
Una bengala les informó poco después de que todo estaba en orden. Pero la alegría de la tripulación, marcada por la esperanza de tocar tierra firme en pocas horas, duró muy poco. El mensaje escrito que recibió el capitán de La Imposible provenía del mismo rey, y daba la orden de continuar viaje hasta Barcelona sin pasar por la habitual revisión de las mercancías en Cádiz. La razón era la presencia en la ciudad catalana del mismo Carlos III y su urgencia por recibir las noticias que Joaquín de Acevedo traía de Lima. Todo lo demás pasaba a un segundo plano.
Si bien la reacción de Jan Ripoll fue de enfado, enseguida se dio cuenta de que favorecía sus intereses y, según cómo, los del funcionario real. Este, informado de una circunstancia tan extraña, no tardó en personarse en cubierta. Margarita también estaba presente, unos pasos detrás, mientras Pedro abandonó la compañía de Constança para reunirse con su madre.
—¿Qué son estas órdenes que nos prohíben entrar en Cádiz, capitán Ripoll? —Joaquín pedía explicaciones con tono exigente, como siempre que su mujer estaba cerca.
—Quizá sea yo quien debería preguntaros, funcionario. Es la primera vez que La Imposible debe alterar su rumbo de esta manera… Solo espero que haya una buena razón. Los hombres tenían derecho a tocar tierra, aunque fuera durante un par de días.
Joaquín de Acevedo no imaginaba aquella respuesta cortante y se quedó indeciso mientras miraba de reojo a su esposa. Como el capitán se dio cuenta, lo cogió del brazo para llevarlo a un aparte donde nadie los oyera. Ni siquiera Pedro fue capaz de reaccionar con prontitud para espiar lo que se decía en aquella conversación.
—Es el mismo rey quien nos ordena que sigamos el viaje sin dilaciones hasta Barcelona —explicó Jan Ripoll cuando creyó que estaban bastante lejos de todos mientras le mostraba las órdenes escritas.
—¡El rey! —El funcionario le arrancó el papel de las manos; aún disimulaba.
—¡Dejad de alteraros! Mi paciencia tiene un límite, y acabará importándome un pimiento lo que piense vuestra estirada esposa. Somos socios, ¿lo recordáis? Bien mirado, esto incluso podría favorecer nuestros negocios. No hemos tenido que pasar el trance de una revisión de la carga y… Claro, no lo había pensado. ¡Quizás en Barcelona su señoría no tenga tantos amigos y no podrá colocar las mercancías!
—¡Claro que podré! ¡No lo dudéis!
—¡De acuerdo, de acuerdo! Así lo espero. Nuestra futura riqueza ahora está en vuestras manos.
El capitán se alejó, dejando muy enfadado al funcionario, que enseguida mudó su expresión para dirigirse a Margarita. En presencia de Pedro, y muy cerca de Constança, Joaquín de Acevedo magnificó con creces las noticias del cambio de rumbo. Pero en vez de alegrarse por lo que parecía una deferencia del rey con su esposo, la mujer mantuvo su pose de esfinge. Para ella aquello era un contratiempo que alargaría en exceso sus planes, y quién sabe si no debería hacer otros nuevos.
Cuando consideró que ya sabía bastante de aquel cambio inesperado, Constança se retiró a su cabina. Pensaba que el mensaje real era una confirmación de lo que se había dicho poco antes. Debía cuidarse del funcionario y de su familia, sobre todo si, tal como parecía, alcanzaban más poder del que tenían hasta entonces.
La fragata se adentró en la bruma para atravesar el estrecho de Gibraltar. Ponían rumbo a Barcelona y, si todo iba bien, no tardarían más de dos o tres días. El reencuentro con sus abuelos estaba más próximo que nunca, y cada noche ella miraría el nombre de su futuro protector, para no olvidarlo pasara lo que pasase.
Apareció en la puerta como un fantasma surgido de la niebla. Al hijo mayor de los De Acevedo solo se le veían los ojos, y no se quedó demasiado tiempo en el umbral, solo el suficiente para decirle:
—Tienes suerte, Constança, mucha suerte…
Después de aquel susto, solo necesitaron tres días para situarse a las puertas de Barcelona. Ese año el inicio del otoño no fue demasiado severo, se podría haber dicho que los elementos se habían confabulado para que la última parte del viaje fuera especialmente plácida. La Imposible surcaba el Mediterráneo con la pericia de los barcos acostumbrados a situaciones mucho más duras, y la tripulación, sin dejar de atender a sus funciones, pasaba el resto del tiempo entre bailes, comidas y juegos de cartas.
Constança, siempre en compañía de Bero, que parecía haberla adoptado mientras no tocaran tierra, seguía de cerca aquel ambiente, del cual también participaba el capitán. Las sensaciones eran contradictorias. Por un lado, si pensaba en los hombres que continuaban atados en las sentinas a la espera de un juicio que podría llevarlos a la horca, Jan Ripoll seguía siendo a sus ojos un ser despiadado, capaz de todo para obtener sus propósitos. Pero, por el otro, era un hombre que compartía sin rodeos los momentos de esparcimiento de sus marineros, convirtiéndose en uno más, dejando hacer siempre que no peligrara el rumbo del barco.
De la familia del funcionario, solo él se dejaba ver en cubierta. De vez en cuando, intentaba aproximarse al capitán para reafirmar su pacto con cavilaciones de última hora. Jan Ripoll, de entrada, reía comprensivo, pero más de una vez debía decirle que lo dejara tranquilo, que era el momento de celebrar con sus hombres un nuevo regreso. La Compañía tenía fama de acabar bien los viajes, en parte gracias a hombres como aquel capitán del cual Constança no sabía qué pensar.
Todo habría ido bien si el chico de Veracruz hubiera dado señales de vida, pero no había noticias de él. Ni tan solo cuando sacó fuerzas de flaqueza y le explicó el caso a Bero obtuvo una respuesta satisfactoria.
—Si me hubierais avisado antes… Quizás haya muerto y su olor se confunde con el aire viciado de la bodega. No podemos saberlo.
—Pero podríais intentarlo. Para vos es más fácil buscarlo. Me preocupa que esté muy enfermo. ¿Y si ha perdido tanta sangre que se ha quedado inconsciente?
—¿Inconsciente? Pues si es así, las ratas ya habrán dado cuenta de él, señorita.
—No es necesario que seáis tan duro.
—¿Y qué queréis, pues? ¿Que os mienta? En estas cosas de hombres quizá vuestra intervención no resulta demasiado adecuada. Lo mejor que podéis hacer es pensar que saltó por la borda mientras pasábamos el estrecho… Ahora estará en alguna taberna de Cádiz, celebrando haber salido con vida.
—¿Creéis que fue así?
La mirada de Bero, y la manera como se desentendió de la cuestión, convencieron a Constança de que quizá no era el mejor interlocutor para hablar del chico de Veracruz. Aquel hombre se había endurecido en el mar y nada le importaba demasiado, salvo su propia supervivencia.
Hacía un día radiante cuando La Imposible llegó a las puertas de Barcelona. Todos los marineros ocuparon sus puestos. Se habían acabado los juegos, las incertidumbres y la inquietud. Incluso Margarita se dignó acompañar a su esposo al castillo de proa.
Desde el mar, parecía la ciudad más grande de todas las que había conocido Constança. No recordaba que fuera así cuando se había marchado camino de Lima con poco más de siete años. Ahora su deseo era que sus abuelos se hubieran acercado a los muelles y recibir uno de aquellos abrazos familiares que tanto añoraba, pero también era consciente de que la fragata llegaba allí antes de la fecha convenida. De seguro que sus abuelos estarían en la droguería, tranquilos, pendientes del negocio… ¿O quizás alguien les habría dicho que un enorme barco atracaba en el puerto? ¡Seguro que entonces dejarían todo lo que estaban haciendo para correr a abrazar a su nieta!
Joaquín de Acevedo podía respirar tranquilo. La huérfana estaba sana y salva, tal como deseaba el cocinero del virrey. Fue el único que se acercó a ella para despedirse, tal vez para rubricar el éxito de su empresa.
—Espero que tengáis suerte en vuestra nueva vida —dijo el funcionario mientras Constança observaba de reojo cómo Pedro y su madre hablaban en voz baja.
—Lo mismo os deseo, señor. —Solo ella sabía cuánta necesitaría.
Poco después, el capitán Ripoll ya había dispuesto el transporte a tierra firme de sus nobles pasajeros; Constança pronto los perdería de vista. Habría podido llorar, y sus lágrimas no habrían sido vertidas solo por la emoción. Una mezcla de melancolía y reto otorgaba al azul de sus ojos un aspecto marino, intrigante, salvaje, profundo… No olvidaría fácilmente las reflexiones de Bero. ¿Qué le depararía el futuro, aquel futuro que se acercaba a la misma velocidad que lo hacían las siluetas aún desconocidas de la ciudad?
La Imposible fondeó en los muelles y los De Acevedo fueron desembarcados, para evidente alegría de la tripulación; finalmente se desharían de aquella fastidiosa compañía. Pero Bero salió al paso de la chica.
—Vos no, señorita. Pondremos otra barca.
—¿Otra barca, decís? —preguntó, altiva, mientras con un gesto elegante dejaba de sujetarse la falda y lo miraba a los ojos.
—No os preocupéis. Ha sido ese escorpión de Margarita, que escupe veneno hasta el final.
—Tenéis razón. Es una auténtica víbora… Pero yo no soy una víctima fácil.
—Más vale que os mantengáis alejada de ella, hacedme caso. Aunque parece que lleváis caminos diferentes, nunca se sabe, nunca…
Constança se quedó contra la borda de babor. No le quería dar el gusto de desaparecer mientras la mujer del funcionario hacía aquellas ridículas posturas para subir a la barca. Pedro, sin que su madre se diera cuenta, antes de marcharse se dirigió a Constança.
—Volveremos a vernos —dijo con tono amenazante.
—Espero que no —replicó la chica, mirándolo por encima del hombro.
Por toda respuesta, Pedro sonrió, pero el capitán ya había comunicado a Constança que había otra barca a su disposición. Como si Jan Ripoll también quisiera castigar el talante orgulloso de Margarita, había botado un bote grande y cuatro hombres la acompañarían, entre ellos Bero. Aún cargaban los pesados baúles de la noble señora cuando la chica ya surcaba el agua sucia camino de la muralla de mar de la ciudad.
Constança también llevaba su equipaje, aquel humilde baúl de madera que Antoine había decorado con la figura de un barco y las palabras «Siempre contigo». Lo cogió con firmeza mientras miraba en dirección a Barcelona. Una sonrisa maliciosa endureció su rostro. Nadie podía sospechar el tesoro que almacenaba; algún día, la ciudad se rendiría a sus pies. Solo necesitaba un poco de suerte, localizar a su contacto, mostrarle de qué era capaz.
Un momento antes de poner el pie en la barca, se despidió de La Imposible. Las campanas de la catedral anunciaban los rezos del ángelus mientras una bandada de gaviotas chillaba por encima de su cabeza.
—Ya estoy aquí, abuelos —dijo en voz alta—. Constança Clavé ha vuelto a casa para quedarse.
El precio que pagaría por aquella nueva vida que comenzaba sería muy elevado.