6
Un morboso capricho del destino sacudió de nuevo el ánimo de Constança Clavé. Aquel 22 de octubre de 1777, cuando Manuel de Amat hacía su entrada en Barcelona después de veinticuatro años de periplo por Mallorca, Chile y Perú, coincidía con una fecha que la joven cocinera no quiso revelar a nadie. De hecho, ¿con quién habría podido compartirla? ¿Quién le habría regalado una flor tardía que adornara las veintidós primaveras que ya había dejado atrás?
El cielo se mostraba rojizo, y la casa estaba huérfana del bullicio de cazuelas y ollas, de tacitas y poleas, de chirridos de ruedas de carro y golpes de hacha sobre la leña seca. Mucha gente de la ciudad se congregaba en las calles, donde la fastuosa comitiva haría ostentación de su poder. Claro que ella no pensaba sumarse a las hileras de bobos, ni tomar parte en los numerosos cotilleos que tanto en damas como en criadas provocaría el séquito de un personaje tan célebre.
Aquella mañana la dedicaría a pasear por el jardín oyendo el tímido crujido de las hojas secas bajo sus pies y recordando otras a la vera del río Rímac.
—Quizá los membrillos ya estén maduros —dijo en voz alta mientras cruzaba la puerta de la casa.
Con ganas de recogerlos para hacer una buena mermelada más tarde, apresuró sus pasos. Cerca del huerto había una barraca donde se guardaban las herramientas de labranza. Apoyado contra la pared, un toldo viejo enredado con unas cuerdas de esparto. Entre los caballones, una red protegía las espinacas recién plantadas. Constança se acercó al observar un punto dorado y movedizo en su interior.
—¡Pobrecilla!
Era una pequeña mariposa de colores vivos, una mariposa monarca de las que de vez en cuando le había hablado Iskay justo antes de su despedida definitiva. Con mucho cuidado la liberó del embrollo, pero el bello insecto permaneció en tierra con un débil aleteo.
—Estás cansada, ¿verdad?
Constança la miró con ternura y esperó un rato, como si aguardara una respuesta. Después la cogió entre los dedos y se la acercó a la cara.
—Amiga mía, yo también estoy cansada, pero no podemos darnos por vencidas. Quizás ahora no estemos para recorrer grandes distancias, pero no vuelvas a arrastrarte como un gusano.
Entonces, con delicadeza, le sopló las alas hasta conseguir que las desplegara y, satisfecha, observó cómo se alejaba, aún insegura como una lucecita parpadeante.
Los gritos de Eulària la distrajeron súbitamente. La mujer saltaba entre los matorrales, bufando.
—¡No me hagáis esto de marcharos sin avisarme, señorita! Ya no sabía dónde buscar…
La sirvienta se detuvo a unos pasos para coger aire. Con el pecho aún agitado, se llevó las manos al vientre y una punzada de flato la hizo doblarse.
—¿Estás bien? —le preguntó la joven cocinera.
—Qué queréis que os diga… He recorrido toda la casa, el señor quiere que os arregléis y lo acompañéis.
—Dile que no me has encontrado. No tengo ganas de salir a hacer el tonto.
—No me hagáis eso. Me ha dicho que os espera y que no vuelva sin vos.
Como una criatura enfadada, Constança dio un puntapié al toldo y después otro, y uno más hasta que el polvo la hizo toser. Luego, dejando atrás a Eulària, volvió a la casa con cara de pocos amigos.
Cuando tuvo delante a Monsieur Plaisir, este la miró de arriba abajo y, antes de que ella abriera la boca, le hizo entrega de un paquete bellamente envuelto con un lazo. Constança se quedó descolocada.
—Sé que estás dolida desde aquel día en casa de la viuda De Acevedo…
—Preferiría no hablar de ello, si no te molesta —lo interrumpió la joven.
—Pero yo no quiero verte así. Quizá tengas razón… Lo he pensado mucho y creo que ya estás preparada para ocupar el sitio que mereces.
—No entiendo —dijo Constança frunciendo las cejas.
—Hoy he quedado para tomar un chocolate en casa del barón de Maldà. De vez en cuando organiza reuniones en su jardín, toca la viola y lee sus memorias.
—¿Sus memorias, dices?
—Escribe una especie de dietario con los sucesos que pasan en la ciudad. Tonterías y curiosidades que sirven para hacer tertulia, ya sabes. Según dice, lo tiene todo anotado desde hace siete u ocho años. Una manera como otra de pasar el tiempo.
—No sé si me apetece…
—No se trata de que te guste o no su compañía, Constança. Querías un sitio en las esferas más altas, ¿verdad? ¡Pues tienes que ganártelo!
La joven suspiró y apretó el paquete entre sus brazos.
—Arréglate. Hoy serán otros los que servirán el chocolate —agregó el cocinero.
Constança dudó un momento, y Pierre Bres aprovechó para animarla a abrir aquel presente. Ella lo hizo y un vestido de indiana con florecillas malva la dejó boquiabierta.
—¿Te gusta? Yo diría que es de tu medida —comentó él con un toque de picardía.
Bien mirado, no perdía nada haciendo lo que le pedía, y se moría de ganas de probarse aquella ropa. Cuando finalmente se decidió a complacer al señor de la casa, la criada entró en la estancia, jadeando.
—Gracias por traérmela, Eulària. Ahora ve y ayúdala a vestirse, o llegaremos tarde.
Constança encontró sobre su cama unos zapatos de tacón con piedras incrustadas de tonalidades que iban del rosa al lila, y también unos guantes de seda que le llegaban hasta el codo. La verdad era que aquel hombre tenía muchas rarezas y que no siempre la trataba bien, pero no se le podía negar un gusto exquisito.
—¡Estáis preciosa! —exclamó Eulària, y le pidió que diera otra vuelta para admirarla.
Constança bajó las escaleras ceremoniosamente y con la cabeza bien alta, tal como le había insistido Antoine, que quería convertirla en una dama. El pelo recogido dejaba al descubierto un cuello esbelto de tersa piel blanca, y el amuleto que adornaba su escote parecía una flor huida de la tela. Monsieur Plaisir olió la fragancia de violetas que rezumada y le ofreció el brazo para subir al carruaje.
Como no podían transitar por la Rambla, que estaba toda levantada para plantar árboles y preparar el alumbrado, hicieron un recorrido paralelo por callejones de mala muerte, por los cuales parecía que el carruaje quedaría atascado en cada esquina.
Aquella era otra Barcelona, muy alejada de la habitual para ella, pero que también conocía de cerca. Era la misma, sí: la que había descubierto en sus salidas nocturnas saltando por los terrados, la que la acogía en el palomar de la calle Hospital. Ahora le parecía como si todo aquello hubiera sucedido en otra vida.
A ella no le resultaban tan ofensivos los olores de los orines, pero a Monsieur Plaisir lo obligaban a cubrirse la nariz con un pañuelo de lino. Una sacudida provocada por el cochero al estirar violentamente la brida de los caballos descolocó el sombrero de Pierre, que, enojado, le pidió explicaciones.
Entonces vieron a una niña con la cara llena de mocos y el pelo enredado llorando en el portal de una casa. A su lado había una silla volcada y una mujer chillaba cogiéndose la pierna como si le doliera horrores.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Constança, asustada.
—Nada. ¡Seguid! —ordenó Pierre al cochero.
—Pero ¿por qué gritaba?
—Te he dicho que no ha pasado nada —repitió Monsieur Plaisir.
—Nadie grita de esa manera sin motivo. ¡O me lo explicas o bajo yo misma a preguntar!
—No basta con cocinar como los ángeles y vestir como una princesa, Constança. ¿No te enseñó eso el bueno de Antoine Champel?
La joven apretó los dientes, de buena gana lo habría abofeteado. Oír el nombre del hombre que la había criado como un padre en boca de aquel individuo le parecía una blasfemia. Pero no era el momento de remover las cosas, pues la mujer seguía chillando y la criatura lloraba con más fuerza.
Constança hizo el gesto de abandonar el carruaje, pero una mano la sujetó por el brazo.
—¡Detente! ¡Esa gente se las sabe todas!
—¡Eres cruel! Son solo una mujer y una criatura. Quizá nuestro carruaje las ha atropellado. ¡Tenemos que ayudarlas!
—¡Seguramente dentro del portal hay media docena de bribones esperando que muerdas el anzuelo! Cuando quieras darte cuenta, ¡te habrán dejado desnuda!
Constança se quedó de una pieza. Miraba hacia atrás y le dolía el corazón, y sin embargo no las tenía todas consigo.
—¿Y si es verdad? ¿Y si no hacen comedia?
—No pienses más, eso no lo sabrás nunca. Pero si fuera así, la próxima vez ya buscarán un lugar más seguro para quitarle las pulgas a la criatura.
Constança hizo el resto del trayecto con la cabeza gacha. A veces notaba el roce de la ropa tendida contra el carruaje, pero no se atrevió a levantar la vista en ningún momento. Cuando finalmente llegaron a su destino, la joven tenía el corazón encogido.
Detrás de los muros desprovistos de artificios de la casa del barón se ocultaban grandes estancias y jardines que reunían todo un muestrario de peinados de lo más extravagante, también pelucas y monederos de tafetanes de seda. El anfitrión, un hombre más bien esmirriado y de aspecto afeminado, congregó a todos sus invitados en el salón principal. En aquella estancia el techo era más alto que en la entrada; tres espejos, con sus consolas correspondientes, daban una agradable sensación de amplitud. Había media docena de sillas de cuero pintadas y grabadas artísticamente en tonos dorados, y una veintena más de caoba.
Sus sirvientes se dispusieron a encender las palmatorias, que iluminaron con luz temblorosa las pinturas de las partes altas, más ricas y engalanadas. Entonces, con gran solemnidad, el barón cogió la viola y se colocó en el centro, justo en el punto en que confluían las baldosas cuadradas de cerámica. Las habían puesto en diagonal, dibujando rombos. Después de un breve concierto largamente aplaudido, se dispuso a leer un parágrafo de sus famosas memorias:
Día 8 de julio de 1776. En aquellos tiempos, la mujer de un soldado que vivía al principio de la calle Tallers, hacia la Rambla, parió un monstruo, que así se puede decir, puesto que la criatura tenía dos cabezas y cuatro brazos. La mujer murió en aquel parto tan laborioso, y la criatura también, diciéndose que fue bautizada ab conditio. La conservan en el hospital, en la sala de anatomías, guardada dentro de una gran ampolla, con espíritu de vino, para enseñarla.
Constança no podía creer la expectación levantada por aquella lectura escabrosa de un hecho sucedido hacía poco más de un año. Todo el mundo lo comentaba alegremente. Ella, con disimulo, retiró la tacita de chocolate que había comenzado a degustar; tenía el estómago revuelto y, en cuanto le fue posible, abandonó la conversación con la excusa de que una de las damas mostraba interés por las flores plantadas en el jardín.
El aire fresco la reconfortó y un rato después, al volver al salón, su rostro había recuperado el color. Ahora el barón disertaba sobre las campanas, que, por lo que explicaba, le interesaban bastante y era un entendido en la materia. Según dijo, quería elaborar un censo de todas las campanas de Barcelona y las ciudades más importantes de Cataluña. El resto de la velada lo dedicaron a menospreciar lo que denominaban «la ínfima plebe»; el barón de Maldà, con el consentimiento de todos los invitados, hizo escarnio de ella con comentarios despectivos.
A veces, la joven cocinera atrapaba al vuelo miradas inquisidoras y comentarios que, por los cuchicheos que provocaban, bien podían dirigirse a su persona. Pero ella se había puesto la sonrisa postiza, y en ningún momento desapareció de su rostro.
Al despedirse, Monsieur Plaisir deseó buen viaje al barón; según había comentado, debía ir a una población de Girona para reconducir al orden a los campesinos que le trabajaban las tierras.
—A esa gente hay que atarla corto; si no, se te suben a la chepa —comentó un hombre barrigudo que llevaba una peluca mal empolvada.
Cuando pasaron de nuevo por el portal donde habían visto el revuelo de la mujer y la niña, ya estaba cerrado. Solo un par de gatos lamían el suelo.
El único consuelo al que se pudo aferrar Constança al acostarse fue reflexionar sobre lo que pasaría al día siguiente. Las semanas comenzaban a hacérsele largas pensando en el miércoles, el día en que Rafel y sus compañeros tenían la costumbre de celebrar su reunión clandestina en aquel sitio secreto, detrás de las caballerizas de Monsieur Plaisir.
Tal como había hecho otras veces, les llevaría algo para comer; ellos ya lo esperaban y recibían el cesto de viandas con aplausos. Por la mañana se levantaría temprano y se mantendría ocupada haciendo unas albondiguillas con salsa y unos postres dulces de membrillo. Pero la noche le jugó una mala pasada, y el rostro de aquella niña a quien su madre sacaba las pulgas junto a un portal la persiguió sin descanso. Harta de aquel sueño recurrente, con el cuerpo empapado en sudor y la ropa pegada a la piel, se levantó. Antes de clarear el día, Eulària la descubrió en la cocina.
—¡Loado sea Dios!
—Te puedes ahorrar la letanía. Estoy bien y tengo faena —le soltó Constança, sin cumplidos.
La mujer salió de la cocina arrastrando los pies. Quizá fue aquella postura cansada, o bien el hecho de haberle dado una respuesta tan seca, lo que hizo que Constança se lo repensara. Con las manos enharinadas fue tras la mujer.
—¡Espera! Lo siento, he pasado una mala noche. ¿No te encuentras bien?
La sirvienta tampoco tenía muy buena cara. Tenía los párpados hinchados y unas marcadas ojeras le daban un aspecto afligido.
—Pareces agotada, Eulària. ¿Qué te pasa? —insistió la joven mientras se limpiaba las manos en el delantal para levantarle la barbilla a la espera de una respuesta.
—Es Cecília… —murmuró la mujer.
—¿Qué le pasa a Cecília? —se alarmó Constança.
—No lo sé con seguridad. No quiere hablar con nadie. El médico le ha hecho unas sangrías, pero no le encuentra nada. Se niega a comer y…
—¡Por qué no me lo habías dicho!
—La señorita está siempre tan atareada… No quería molestaros, ya tenéis bastante con vuestras cosas… —añadió con la mirada gacha.
Constança se sintió mezquina. Hacía días que no veía a la chiquilla, tan atrapada como estaba en sus propias miserias.
—¡Llévame con ella ahora mismo!
Mientras se dirigían al cuarto donde Cecília guardaba cama, una escena adquirió vida de nuevo, aquella que había tenido lugar en la escalera del sótano prohibido que guardaba el secreto del francés. El corazón de la joven se aceleró. Intentó creer que era un pensamiento fuera de lugar, sin fundamento. Precisamente por eso había expulsado de su mente aquella monstruosidad, que por un momento se le había revelado como posible. Una cosa era que Pierre tuviera excentricidades que rozaban la depravación, pero de ahí a aprovecharse de aquella muchacha…
Cuando abrió la puerta del dormitorio, se encontró con Àgueda, que tenía cogida la mano de su hija.
—¿La has hecho venir tú? —preguntó a Eulària con gesto adusto.
—No me había dicho nada —respondió Constança. Y añadió—: ¿Puedo pasar?
Pero no consiguió sacar nada en claro. Cecília estaba como ausente, con la mirada perdida. Su piel rosada había adquirido un tono pálido que la cabellera rojiza acentuaba. Las paredes del cuarto eran blancas, y una vela iluminaba la imagen de una ascensión de la Virgen. El olor a encierro llevó a Constança a buscar la ventana, que estaba cerrada. La habría abierto de par en par, pero no se atrevió.
—Quizá sería mejor llevarla a un lugar más ventilado —dijo con cautela.
La sirvienta miró a Àgueda, pero los labios de la mujer continuaron cerrados.
—No quisiera meterme donde no me llaman, pero…
—Ya lo has hecho —la interrumpió la madre de la chiquilla, y miró a la joven cocinera de hito en hito.
—No puedes culparme de todas las cosas malas que te pasen. ¡No puedes! Yo solo quiero ayudaros.
—Habrías podido hacerlo hace tiempo. Te avisé…
—¿Me permites que la lleve a mi cuarto? Puedes venir con ella si quieres.
—¡No pienso volver a ese cuarto! Ya te lo dije. No me hagas renegar de la poca dignidad que me queda —añadió con lágrimas en los ojos.
Constança se marchó abatida y con el corazón encogido. De nuevo en la cocina, preparó una leche de almendras, Vicenta siempre se la daba cuando le dolía la cabeza o se sentía abatida. Luego pidió a la sirvienta que se lo llevara a la enferma y le dio un poco de romero.
—Quémalo en la estancia después de ventilarla. Hazlo como si fuera cosa tuya. Dicen que esta hierba ayuda a despertar la mente. ¿Me has entendido? ¡Ah! ¡Y nada de sangrías! Esa costumbre que tienen los médicos no hace más que debilitar a la gente. También llévale un caldo a Àgueda, o pronto tendremos otra enferma. Y te ruego que me mantengas informada de todo.
La tarde se le hizo tan larga como la noche anterior. A Monsieur Plaisir no lo vio en todo el día. Tendida en la cama, maldecía el día en que había aceptado aquel trabajo. Se arrepentía de haber formado parte de su colección particular de amantes y de someterse a sus caprichos enfermizos. Fijó la mirada sobre el último obsequio, que acababa de estrenar.
—¡Somos una pieza más de su repertorio de autómatas! ¡Nos viste y nos da cuerda, eso es todo! —exclamó, furiosa.
Por unos momentos tuvo el impulso de lanzar el vestido por la ventana, de huir de aquella casa, hermosa por fuera pero con el corazón podrido, como las manzanas que aprovechaba para hacer confitura. Al final decidió que haría la guerra desde dentro.
—Huir es de cobardes —dijo apretando los dientes—. Me he ganado el lugar que ocupo, y si se ha atrevido a hacerle daño a su propia hija, no me detendré hasta hundirlo, tan cierto como que me llamo Constança Clavé.
Aquella tarde se dirigió a los establos más convencida que nunca. Quizás aquellos hombres podrían serle de gran ayuda si al final decidía llevar a término su propia venganza.
—¿Quién utiliza a quién? —se preguntó en voz baja justo antes de cruzar la puerta que conducía a aquel lugar infecto.
El vino corrió a chorros acompañando las albondiguillas, el queso y el pan que había llevado Constança. Lejos de mostrarse reservada y de hacer gestos reprobatorios delante de las maneras de aquellos hombres, la joven se sumó a la fiesta.
—Hoy te veo diferente. ¡Ven hacia aquí, moza! —exclamó Rafel mientras la cogía por la cintura para sentarla en su regazo.
Constança se dejaba hacer. Unos momentos después fingió sentir embarazo al notar el miembro erecto de Rafel cada vez más tenso. El chico rio a mandíbula batiente y la soltó:
—¡No tengas miedo, que no muerde! ¡Restriégate, que esto da alegría!
—Pues a mí me parece que no estamos para demasiadas fiestas —dijo el hombre que semanas atrás la había amenazado con un garrote—. Me gustaría saber qué se cuece en casa de los poderosos, porque según tengo entendido también meneas el culo por allí.
De golpe todas las miradas confluyeron en ella, que, aún sofocada, salió adelante como pudo.
—De hecho, nada interesante, salvo cotilleos —balbuceó.
—Vaya, vaya. O sea que nuestra espía ya ha sido invitada a los círculos de la nobleza. ¿Y qué información nos trae? Mira, señorita como te llames, tienes una deuda con nosotros, y deberás aguzar bien el oído si no quieres que…
—No sé si para vosotros tiene importancia —lo interrumpió ella—, pero el barón anunció un viaje a Girona. Según decía, para atar corto a los campesinos que le llevan las tierras.
—¿El barón de Maldà? —preguntó con la boca llena Grau, el hombre más alto.
Al ver que ella asentía con cautela, el individuo se puso en pie, dio un puñetazo sobre la mesa y levantó la voz, escupiendo lo que aún no había tragado:
—¡A ese malnacido se la tengo jurada! ¿Dijo si iba a algún pueblo en concreto? ¿Mencionó el mote de alguna familia? ¡Venga, va, canta!
—Un momento —intercedió Rafel viendo que los ánimos se caldeaban—. Tampoco somos animales. Vamos por partes. ¿Qué te ha picado ahora?
—¡Ese señorito de tres al cuarto y toda su parentela han explotado a mi familia desde hace generaciones! Mi abuelo se dejó el espinazo cultivando sus malditas tierras, y mi padre… Pero dejémoslo correr. Haz memoria, o utiliza tus contactos o tus encantos, tanto me da, pero sácale toda la información que puedas. Esta vez me encargaré personalmente, para que le den el recibimiento que merece.
Constança tomó buena nota de lo que le pedían y los ánimos se fueron calmando, aunque luego se enrarecieron al tocar otros temas. A menudo los hombres que formaban aquel grupo, todos muy diferentes, no conseguían ponerse de acuerdo más allá de gritar consignas contra la Iglesia, que dominaba al pueblo metiéndole el miedo en el cuerpo, o contra los gobernantes. Entendió que tenían como objetivo a aquellos que, de una manera u otra, ostentaban la mayor parte del poder y la riqueza. Y en eso estaba totalmente de acuerdo.
Cuando los hombres fueron saliendo bajo la atenta mirada de Rafel, que vigilaba la puerta, entró una ráfaga de aire fresco que Constança agradeció. El humo del tabaco le había resecado la garganta, y ella trataba de no toser para evitar la burla o algún comentario que pudiera volver a encender los ánimos.
Rafel observó que la joven resoplaba con un gesto de liberación y se disponía a recoger la panera vacía. La dejó hacer. Pero cuando la tuvo delante, le cerró el paso mirándole fijamente los pechos.
—¿Me dejas sin postre?
La joven cocinera no tuvo tiempo ni ánimos para contestar. Él la cogió bruscamente entre sus brazos y la sentó sobre la mesa. Como sediento, le besó el cuello y le ensalivó todo el trayecto hasta el nacimiento del pelo en la nuca mientras susurraba palabras suaves, cortas como suspiros. Ella se abandonó sin reservas y le recorrió la piel morena que marcaba cada músculo de su cuerpo en tensión. Muy cerca de los labios notó una vaharada de vino, pero lejos de ofenderla fue a su encuentro con ansia. Ebria de deseo, chupó todo el néctar, mientras, con las piernas abiertas, recibía la tibia simiente de su repentino amante.