1

Barcelona, invierno de 1771

Desterrada a la trastienda de la droguería, Constança se esforzaba por satisfacer las peticiones de su abuela, Jerònima Martí. Le llegaban siempre en forma de gritos o aspavientos, y debía cumplirlas sin demora. La chica pensaba que eran órdenes desprovistas de sentimientos, como quien se dirige a un animal que le molesta y al que menosprecia.

—¿Se puede saber qué haces ahora? —preguntó la mujer, cogiendo con fuerza el brazo de su nieta para apartarla de un empujón de la mesa de mármol donde preparaban los turrones.

—Yo… solo quería mostrarle a Vicenta cómo hacíamos en Lima los…

—Pero ¡qué te has creído! ¿Acaso le pagas tú a Vicenta? Alabado sea Dios, ya lo decía mi madre, en paz descanse… —Interrumpió el rapapolvo para hacerse la señal de la cruz sobre el pecho y luego, dirigiendo la mirada al techo, prosiguió—: ¡De fuera vendrán y de tu casa te sacarán! ¡No volveré a repetírtelo: harás únicamente lo que te mande! ¿Entendido, mocosa?

Constança mantenía la mandíbula en tensión; siempre tenía que hacer un esfuerzo enorme para no replicar a su abuela, pero esta vez el movimiento acelerado de su pecho delataba que la presión era muy grande, quizá demasiado para una joven acostumbrada a un trato más considerado y afable. Siguió los pasos cortos y apresurados de Jerònima volviendo al mostrador. Pero, a medio camino, la mujer se detuvo de golpe para mirarla con gesto adusto y fuego en los ojos.

—¡Ah! Y mientras estés en mi casa, no quiero volver a oírte hablar de lo que hacías o dejabas de hacer en Lima. Eres demasiado orgullosa para no tener dónde caerte muerta, y agradece al cielo que Ventura y yo te hayamos recogido sin esperar nada a cambio. ¡Porque si fuera por el provecho que te sacamos! Y es que en eso has salido a tu madre. ¡Eres una desagradecida! Menos mal que tu abuelo, que en el cielo esté, no ha vivido bastante para ver en qué te has convertido —rezongó, mirándola despectivamente de arriba abajo.

Como si no hubiera parecido que el pecho le estallaría de indignación durante el responso a Constança, en menos tiempo del que se tarda en rezar un padrenuestro la patrona del establecimiento ya atendía servicial y solícita a sus clientes.

—Un tarro de confitura de flor de malvas, unas pastillas de ámbar, anís de matalahúga para los sofocos…

La propietaria de la droguería Martí siempre enumeraba en voz alta los pedidos de los clientes, como si desconfiara de su propia memoria. Constança no podía evitar seguir las cantinelas de la abuela. Después le venían a la cabeza en cualquier momento, incluso se había despertado repitiendo una de aquellas listas. Pero esta vez se dejó caer sobre el banco de madera y se secó el sudor que le resbalaba cuello abajo.

Cinco meses después de su llegada a Barcelona, la chica comenzaba a dudar que aquella matrona de cabello gris y boca torcida fuera capaz de amar a nadie que no fuera ella misma. Incluso pensaba si había merecido la pena volver o bien, al comprobar que nadie la esperaba en los muelles, adentrarse por las calles hasta dar con la droguería. No había sido bien recibida, pero aquella era su abuela y no entendía el motivo de su despecho, el porqué de tanta humillación y rencor.

Ventura era un personaje que la muchacha no se esperaba. Aunque nadie se había molestado en explicárselo al principio, la vieja criada Vicenta lo hizo cuando le cogió confianza. El abuelo Pau, sencillamente, había muerto de unas fiebres, que era un poco como decir «vete a saber». No había sido capaz de encontrar ningún rastro del hombre que le contaba historias de pequeña. Constança solo recordaba su expresión de tristeza el día de la despedida, cuando ella había partido hacia Lima.

Bajo la mirada compasiva de la vieja criada, luchó por no abandonarse al llanto. Los labios le temblaban incontroladamente. De pronto se encontró limpiándose las uñas de manera obsesiva. No le importaba que las púas del pequeño cepillo hiriesen aquella piel fina, y ahora enrojecida, que meses atrás había sido de porcelana.

—Podrías dejar de compadecerte, no tenemos derecho a ello, e ir a la fuente. Necesitamos agua más pura para preparar los dulces —exigió Vicenta con la intención de detener lo que acabaría siendo una carnicería.

La chica se tranquilizó antes de agradecer en silencio los buenos propósitos de la criada. Más de una vez la había ayudado a escabullirse de aquella realidad tenebrosa de la trastienda, aunque fuera por breves instantes. Prestó atención durante un instante a los movimientos de su abuela, y cuando vio que estaba demasiado atareada para darse cuenta de ello, salió a la calle.

La ciudad de Barcelona era tan bulliciosa en aquella zona de la calle Hospital que a Constança aún le costaba orientarse. Cuando salía de la droguería se veía rodeada de personas que iban arriba y abajo, mujeres que hacían la compra en los numerosos puestos que se extendían por el Pla de la Palla hasta más arriba de la plaza del Pi. Había que ir con cuidado con los mendigos, con quienes no te podías descuidar ni un segundo, y eran bastante habituales los soldados que perseguían a las criadas jóvenes de tienda en tienda.

Hacía frío, aquel diciembre amenazaba con ser muy duro, y a ella, perdida dentro de los numerosos harapos que Jerònima le había asignado como uniforme, nunca la perseguía nadie, salvo los comerciantes más desesperados.

—Señora, tengo las cebollas más dulces y los huevos más frescos. ¡Tocadlos, tocadlos, aún están calientes!

Los campesinos y campesinas, tapados hasta las orejas, voceaban su mercancía ofreciéndola a los viandantes en mesas rústicas pero bien puestas, una al lado de la otra. Se disputaban los clientes y, a veces, podían llegar a las manos. Entonces intervenían los guardias.

El aspecto de la joven no era, sin duda, el de una posible compradora para los comerciantes de la zona, y muchos ya conocían su condición, incluso murmuraban lamentándose de que hubiera caído en manos de doña Jerònima Martí. La verdad era que ni siquiera ella se reconocía cuando, por casualidad, se veía reflejada en un espejo. Pero lejos de compadecerse, pensaba en Iskay y entonces recuperaba aquella certeza que el chico de Lima le había enseñado…

—Bajo la capa más miserable puede palpitar el espíritu de una princesa.

Antoine y su madre también se lo habían dicho muchas veces refiriéndose a los indígenas, que a menudo no compartían los mismos gustos y costumbres. Con el recuerdo de su vida en Lima tenía bastante para convencerse.

¡Aquel envoltorio raído no conseguiría pudrir su interior!

Si alguno de los viandantes se hubiera detenido lo suficiente para asomarse al azul de sus ojos, lo habría visto con claridad, pero el aire era gélido y cada uno iba a la suya.

—¡Naranjas dulces como la miel! ¡Solo a dos reales, naranjas dulces como la miel!

Constança cerró los ojos y los recuerdos aparecieron de nuevo con nitidez. ¡Nunca habría pensado que acabaría añorando a los pregoneros de la ciudad de Lima! ¿Cuántas veces había oído al aguador a las nueve en punto de la mañana? Siempre le arrancaba una sonrisa, con la misma cancioncilla…

—«El aguador, cuando el burro está cansado, ¡ah! Anda durico, anda. Anda vivo y diligente. Métase usted a presidente, si no quiere trabajá

No era momento para nostalgias que no la llevarían a ninguna parte ni a nada bueno. Saldría adelante. ¡Aún no sabía cómo, pero encontraría una escapatoria de aquella vida que no deseaba!

Un revuelo hizo que apresurara el paso Rambla arriba. Constança presenció cómo el pobre naranjero y la cesta de mimbre que llevaba sobre los hombros habían acabado en el suelo, vete a saber si por un tropiezo del vendedor o por un accidente menos fortuito. El caso es que las naranjas habían quedado a disposición de los más rápidos y espabilados, y las peleas no se hicieron esperar. Nadie prestaba atención a los gritos del pobre hombre que, enfadado y con un buen chichón en la frente, intentaba recuperar parte de su mercancía entre maldiciones y amenazas.

—Más vale no llamar al mal tiempo —murmuró para sí poco antes de tener a la vista la fuente de Canaletes.

Había cola para llenar los cántaros, pero ya estaba habituada a esperar y disfrutaba escuchando las historias que contaban las mujeres, sobre todo la de aquel fantasma que se había quedado atrapado en las aguas de la fuente y, según afirmaban, algunas noches se lo podía ver paseando por los alrededores, como si en su deambular dudara qué dirección tomar. Una historia que podría ser perfectamente la de su propia vida.

Le quedaba la esperanza de encontrar a Pierre Bres. Había preguntado tímidamente por él en varias ocasiones, pero no le resultaba fácil salir a buscarlo; los momentos que pasaba en la calle para hacer algún recado eran escasos. Quizá llegaría su oportunidad en el momento menos pensado, aunque ¿cómo podrían informarla sobre ese cocinero francés los sirvientes o los mendigos? Eran los únicos con los que podía hablar sin alarmarlos.

Aún conservaba tres faldas y un vestido nuevo en la maleta, pero no se atrevía a ponérselo por miedo a que su abuela lo hiciera jirones o la obligara a quitárselo de mala manera, como aquel otro con el que había llegado de Lima y ya no había vuelto a ver.

A menudo, como si se tratara de una pesadilla, le repicaban en los oídos las carcajadas de aquella mujer. El día de su llegada, Constança, emocionada y ufana, se había plantado en medio de la droguería y había esbozado una gran sonrisa al darse a conocer como su nieta.

—¡Sí que nos ha salido fina, la chica, miradla! ¿Dónde creerá que va? —exclamó su abuela con una reverencia socarrona y haciendo partícipes de la mofa a la criada y a Ventura.

Después añadió que si pensaba heredar el negocio lo tenía muy mal, que ella ya se lo había dejado claro a la madre de Constança cuando, desobedeciendo sus órdenes, se había marchado a América con el atolondrado marido que la había conseguido con engaños. Doña Jerònima pensaba que no podía haber mayor suerte que tener la oportunidad de dedicar la vida a la tienda, sobre todo cuando se trataba de una herencia que no habías cultivado y que era tu destino por tradición familiar.

—Está escrito y bien escrito en el testamento. ¡O sea que de todo lo que ves no hay nada que te pertenezca, ni ahora ni nunca!

Sin acabar de creerse lo que sucedía, Constança había perdido toda capacidad de reacción. Pero solo cuando la llevaron a su alojamiento tomó conciencia de que nada sería como había previsto; la realidad se impuso con toda la crueldad que reinaba en aquel rincón del mundo.

—¿Te parece que la alcoba será digna de tu categoría? —ironizó hiriente doña Jerònima mientras resoplaba tras subir tantas escaleras.

El palomar rebosaba de pulgas y excrementos, y a Constança se le cayó el alma a los pies incluso antes de entrar. Meses después, con el suelo limpio y las paredes blanqueadas, el rastro de un pasado infecto se manifestaba durante las noches húmedas, cuando a menudo tenía que pelearse con las palomas que volvían en busca de su nido o para hacerse uno nuevo.

Sumida en estos pensamientos, no prestó atención a que el cántaro estaba lleno y derramaba la preciada agua de Collserola que salía de la fuente de Canaletes. Las mujeres que esperaban en la cola la advirtieron enseguida, sin ahorrarse algún empujón que estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio. Recordó al pobre naranjero y sujetó el cántaro con fuerza. Si volvía sin el agua le sería imposible justificar su salida, pero si rompía el recipiente la abuela tendría motivos para ordenar a su marido que la azotara.

Era la única suerte que le había tocado en aquella casa. Ventura, unos años más joven que su abuela, se escaqueaba siempre que le era posible y los castigos se resumían en un par de latigazos sin demasiada fuerza.

—Ahora haz un hatillo con esta gasa. Pon las semillas dentro y después lo dejas hervir con los trozos de membrillo. —La criada la aleccionaba de buen grado.

—Me parece que ya puedes dejarme sola. Cuando los clientes prueben esta jalea harán cola. La abuela no tendrá bastantes manos para despacharla —respondió Constança, divertida.

—¡Ni nosotros para hacerla!

Los ratos que pasaba con Vicenta elaborando mermeladas y dulces, que más tarde Jerònima ofrecía en la droguería, eran los mejores. Especialmente en invierno, cuando con el calor de la cocina se estaba muy bien.

—¡Aprendes deprisa, sí, señor!

—Me lo sé de memoria: primero tengo que limpiarlos bien y cortarlos en trozos, y después ponerlos a hervir un buen rato.

—Con las semillas.

—¡Sí! Con las semillas dentro del hatillo y bien tapados.

—Para darle más sustancia… —añadió Vicenta.

—Y más aroma —completó la chica—. Una vez que están ablandados, se pasa por el paño de algodón sin apretar, ya me acuerdo.

—Para que el jugo no se enturbie.

—¡Eso mismo! ¡Después ponemos una libra de azúcar por cada libra de jugo, y lo dejamos al fuego un ratito hasta que llegue a su punto!

—Y…

—Y entonces lo apartamos del fuego y retiramos la espuma. ¡Lo dejamos enfriar y faena hecha!

Vicenta sonrió complacida. Pero la chica congeló el gesto antes de que la jalea cogiera cuerpo y, a continuación, enarcó las cejas.

—¡Tienes que ayudarme!

—Claro. ¿Qué pasa? ¿No decías que ya podía dejarte sola, que tenías mucha mano para las jaleas y mermeladas? —preguntó la criada, que veía cómo Constança seguía con la mirada fija.

—No. No es nada de eso. O, bien mirado, quizá sí…

—¡Quieres hacer el favor de decir lo que sea de una vez, empiezas a ponerme nerviosa!

—¡Quiero que se trate de una sorpresa!

—Entonces no sé qué puedo hacer…

—Tienes que ayudarme a prepararla. No puedo hacerla sola. Eso quería decir.

—¡Constança, me das más miedo que un nublado! —respondió la criada con un tono que recordaba lejanamente al de su madre cuando, de pequeña, le descubría una expresión pilla en el rostro, y quizás algo que tenía en las manos e intentaba ocultar sin éxito. Después, entre resignada y curiosa, dijo—: A ver, ¿qué dices ahora?

—Quiero que la abuela se sienta orgullosa de mí. ¡No soy una inútil! He procurado explicárselo muchas veces, pero no me escucha. Tú no puedes entenderlo, eres demasiado buena. ¡En mi cabeza bullen mil ideas, Vicenta, y necesito desarrollarlas!

—Constança, hazme caso, lo mejor que puedes hacer es…

—¿Traer agua? ¿Limpiar cazuelas? ¿Fregar el suelo o hacer la colada? —iba enumerando la chica cada vez más alterada.

—Tienes un plato en la mesa y no duermes al raso…

—Pero ¡yo no quiero pasarme la vida haciendo de criada!

Vicenta bajó los ojos.

—¡Perdona! ¡No quería ofenderte, de verdad! Es que yo…

—Eres tozuda como tu madre. ¡Te pareces tanto a ella!

—¿Conociste a mi madre? ¡Dime la verdad!

—¡Claro! Llevo aquí toda la vida…

—¿Y por qué nunca me has hablado de ella? ¡Eres un pozo de sorpresas!

—A la patrona no le gusta y no es bueno hacerla enfadar. Ya lo has visto tú misma.

—Ahora no nos escucha, está atareada con la señora De Anguera. Se desvive por complacerla.

—Tiene dinero, y es una buena clienta.

—Cuéntamelo todo, por favor. Yo tengo una imagen borrosa, sus ojos…

—Tan azules como los tuyos, y las mismas manos delicadas.

—¿Por qué la odia tanto la abuela? ¿Se pelearon?

—Nunca le perdonó que se marchara y abandonara el negocio. Tu abuela no pudo tener más hijos. Esta droguería ya la había llevado tu bisabuela, que en paz descanse. Tu abuela lo vivió como una traición a la memoria de la familia, a tantos esfuerzos por levantar el negocio de la nada hasta llegar a ser uno de los más renombrados de Barcelona.

—Pero debía marcharse con mi padre…

—Tu abuela decía que ultramar no era un lugar para una chica honrada, y tampoco veía bien que decidiera criar a su nieta entre salvajes. Ella habría podido esperar a su marido aquí, su misión no era para toda la vida. Pero tu madre no quiso ni oír hablar de ello. Entonces la patrona dijo que, a partir de aquel momento, para ella sería como si se hubiera muerto. Al saber que las fiebres se la habían llevado, rumió que era un castigo del Señor, pero, aparte de hacer decir unas misas por ella, no se volvió a hablar del asunto. Tu regreso la ha trastornado. ¿Lo entiendes?

—Sí… Por eso quiero que las cosas sean como antes. Tengo una idea que puede hacerlo posible. ¿Me ayudarás a llevar a término la sorpresa de la que te hablaba? —preguntó Constança con aquella especie de expresión de no haber roto nunca un plato que desarmaba a la criada.

No hubo manera de sacárselo de la cabeza. Cuando Vicenta supo de qué se trataba, intentó hacerla desistir de todas las maneras posibles, pero se dio por vencida con la esperanza de que la realidad, con toda su crudeza, acabara por abrir los ojos de la joven.

—¡Que Dios nos coja confesadas! —exclamó mientras daba a la joven el dinero destinado a la compra de toda una semana y la veía desaparecer en un santiamén.

Constança tuvo que volver a salir a por un buen manojo de perejil que había olvidado, pero después de toda una tarde en la cocina de los Martí su rostro resplandecía.

Ya eran las nueve pasadas cuando Jerònima y Ventura llegaron a casa. El ruido de la puerta aceleró el corazón de la chica, y también el de Vicenta. Tal como la criada había pensado, la abuela puso el grito en el cielo al verla.

—¿Qué coño haces aquí? ¿Tú le has dado permiso? —preguntó a Ventura; el hombre, como única respuesta, se encogió de hombros—. ¿Quieres hacer el favor de desaparecer de mi vista? Tienes suerte de que esté cansada, que si no…

—Quería daros una sorpresa —insistió, soportando el rapapolvo sin parpadear.

—¡Lárgate y no me lo hagas repetir!

—Espera, mujer, a ver qué es esta sorpresa de la que habla la chica —intervino Ventura con tono conciliador.

Constança abrió las puertas de la sala del primer piso, donde comía la pareja. Dos lámparas de petróleo quemaban humildemente. Una, encima de la cómoda, iluminaba el retrato de una mujer mayor que, según le había dicho Vicenta, era su bisabuela. Pero el centelleo le otorgaba una presencia más bien espectral. La otra, idéntica a la primera, estaba situada sobre el estante debajo de la ventana. Aquella otra llama hacía más claro el trayecto de las gotas al resbalar por los vidrios, ligeramente empañados.

En la calle comenzaba a caer una llovizna gélida. El calor del hogar, encendido hacía un par de horas, invitaba a quedarse allí. Sobre la mesa dispuesta con extremo cuidado también había unos candelabros. Solo salían del armario para las celebraciones y ahora flameaban en torno a la sopera.

Un legajo de papeles, abierto por la primera página, reposaba junto a los fogones, lejos de todas las miradas.

La criada no se movía del umbral de la puerta. Parecía lista para salir corriendo en cualquier momento, y se diría que no respiraba, dada su inmovilidad.

—¿Alguien me puede explicar todo esto? —preguntó Jerònima mirando a Vicenta de hito en hito.

—Ella no quería… No tiene nada que ver, le he pedido que me ayudara —respondió la chica exculpando a la vieja criada, que seguía sin moverse a pesar de que le temblaba el labio inferior.

—¿Y a ti quién te ha pedido nada? No te quiero metiendo la nariz en mi casa. ¡No quiero que toques nada, no quiero que vuelvas a cocinar nunca más!

—Mujer, tranquilízate —intercedió Ventura—. No es bueno para tu salud ponerte nerviosa. ¿Por qué no cenamos? Sea lo que sea, huele muy bien. Puedes seguir con la pelea después, si te parece, pero comienzo a tener hambre.

Aquel hombre conocía bien a su esposa y, cuando veía que torcía la boca más de la cuenta, intentaba pararle los pies. Si seguía por aquel camino, todo el mundo, incluido él mismo, estaría perdido. Pasarían días hasta que la casa volviera a la normalidad, si es que eso era posible. Doña Jerònima se lo pensó, tal vez la venció la sensación de desazón del estómago o el cansancio, y sin dejar de refunfuñar aceptó sentarse a la mesa. Constança hizo el gesto de acompañarlos.

—¡Eso sí que no! —gruñó la mujer, irritada.

—No, abuela. Yo no tengo hambre. Si me lo permitís, os serviré.

Aquellas palabras apaciguaron a doña Jerònima, que finalmente dejó que su nieta dispusiera sobre la mesa todo el festín que había preparado.

—Y yo que pensaba encontrarme la tortilla de hígado y sangre de cada día. Esta joven empieza a gustarme —dijo Ventura tratando de aligerar las cosas.

—Has ido demasiado lejos, jovencita. ¿Os pensáis que ato los perros con longanizas? Que podéis disponer como queráis de…

—¡Basta con el responso! ¡Constança, sirve a tu abuela! ¿A qué esperas?

La chica nunca había visto al hombre de la casa ponerse serio, y la verdad era que resultaba poco creíble, pero aquel día fue efectivo. La primera cucharada de sopa de pan tostado con albondiguillas que Jerònima se llevó a la boca hizo que le cambiara la expresión, antes incluso de que la comida llegara al estómago. Por su parte, Ventura estaba cautivado, mientras que la criada rezaba en la cocina, deseando que sus predicciones fueran erróneas y que aquel día no sucediera nada irremediable en la droguería Martí.

Mientras el matrimonio cenaba, Constança, siempre con cuidado de mantenerse a una distancia prudencial de la mesa, iba relatando cómo había cocinado aquel plato.

—Al caldo de pollo le puse unas hierbas y, cuando hervía, vertí un sofrito de cebolla y un poco de tomate. Después de mezclarlo todo, añadí las albondiguillas. ¿Queréis que os explique cómo las hice?

Ante el silencio de Jerònima y el rostro satisfecho de Ventura, la chica prosiguió con su explicación…

—Hay que mezclar la carne de cerdo y ternera con perejil, orégano, menta, ajo picado, un huevo entero y miga de pan mojada con leche. Claro que las especias son al gusto. Después hacemos las albondiguillas, las enharinamos y las ponemos en la olla; entonces le añadimos un poco de azafrán… ¡Y en el tiempo de un rosario ya lo tenemos listo!

—Tal como lo explicas no parece demasiado complicado —observó Ventura.

—Pero tiene un secreto. La buena cocina está llena de secretos. Mi maestro Antoine siempre lo decía y…

Constança no acabó la frase. Se había dejado llevar por el entusiasmo sin percatarse de que aquel terreno, todo lo que hiciera referencia a Lima, enfurecía a su abuela.

—Quiero decir que… ¡el secreto está en el sofrito! Y eso, el cocinero francés, el cocinero del virrey de Perú, me refiero, lo aprendió de su madre —añadió dulcificando la voz.

Alguien habría dicho que por aquel comedor de la calle Hospital, anticipándose a las fiestas navideñas, había pasado un ángel. Por un momento la tensión del ambiente podría haberse cortado con un cuchillo.

—No es suficiente con hacer la cebolla en la sartén, tenemos que conseguir una confitura. Eso solo es posible invirtiendo tiempo y paciencia… —continuó la joven.

—Tiempo y paciencia es lo que yo no tengo —articuló Jerònima apretando los dientes—. Y te recuerdo que tu tiempo me pertenece. ¡Sube al palomar y cuando luego bajes no te detengas en este rellano, sigue hasta la planta baja, ni siquiera levantes los ojos! ¡Ve directo al trabajo! Aquí no se te ha perdido nada. No entres en mi vida, ninguna de tus malas artes te dará resultado. Y si me desobedeces ten por cierto que saldrás de aquí con los pies por delante y dentro de una caja.

Ventura iba a decir algo, pero el sabor de aquellas albondiguillas deshaciéndosele en la boca sofocó cualquier intención de intervenir para apaciguar el enojo de su mujer.