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Barcelona, primavera de 1773

Se cumplía el peor de los pronósticos. La ciudad de Barcelona se levantó en pie de guerra contra el reclutamiento forzoso del sorteo de quintos. A las nueve de la mañana un revuelo de campanas parecía anunciar el fin del mundo. La sensación de caos se acentuaba al ver cómo la gente mayor corría por las calles haciendo algunas compras que les permitieran encerrarse en casa; en ningún momento dejaban de invocar al santo de su devoción. La desconfianza había impulsado a llevar a las criaturas en brazos, las cuales lloraban alteradas por el ruido. Como consecuencia de las ordenanzas reales, un gran alboroto de mozos, de todas las edades, ocupaba las calles. Cada vez se sumaban más, y alguien dijo que nunca se habría imaginado que fueran tantos; daba la impresión de que salían de debajo de las piedras.

—Ventura, por el amor de Dios, ¿dónde te has metido? —gritó repetidamente doña Jerònima al no obtener respuesta—. ¡Vicenta! ¡Constança! ¡Ayudadme a entrar los capazos! ¡Y tú, Rita, no te quedes mirando como un pasmarote y recoge este desparramo de avellanas en el suelo, solo nos faltaría resbalar y rompernos el cráneo!

—Dejádnoslo a nosotras, señora… —intervino Vicenta, a la vez que le cogía de las manos un capazo lleno de judías.

—¡Madre de Dios Santísima! ¿Es que todo el mundo se ha vuelto loco? ¿Se puede saber dónde se ha metido ese holgazán? ¿Cómo hace para desaparecer cuando más necesito su ayuda? —rumiaba la droguera; iba y venía deprisa y corriendo para poner a cubierto las mercancías más valiosas.

—He visto marcharse al señor Ventura hace un rato —susurró Rita con un hilo de voz y los ojos llorosos.

—¿Cómo dices? ¿Y no ha dicho adónde iba? —preguntó doña Jerònima, irritada.

La niña negó con la cabeza y empezó a llorar sin control mientras buscaba el amparo de Constança.

—¡Es un calzonazos! ¡Y el muy desgraciado se ha llevado las llaves de la tienda! ¡Si vuelven a entrar a robarnos, seré yo quien les pida que le corten el cuello!

—¿Queréis que vaya a ver si lo encuentro? —se ofreció Vicenta, que ya no soportaba el trasiego de su señora.

—¿Has perdido el juicio? ¡Esos cafres son capaces de tirarte al suelo y pasarte por encima! Es como si hubieran enloquecido. Si no cambian de actitud nos llevarán a la miseria.

Las últimas palabras de doña Jerònima quedaron ahogadas por un tañido temido, pavoroso.

—¡El campanario de las horas! ¡La Tomasa! ¡Toque a rebato! —exclamó la criada, palideciendo como la cera.

El toque grave y solemne de la gran campana se sumó al tañido enloquecido de todas las demás, invitando a la revuelta.

—¿Qué significa eso, Vicenta? Explícame, ¿qué pasa? —rogó la nieta de los Martí, sacudiendo a la criada por los hombros.

—Nada bueno, Constança, nada bueno…

Como si se la llevaran los demonios, la joven cruzó la puerta a la velocidad del rayo.

—¡Pero criatura! ¡A ti no se te ha perdido nada! Las desgracias vienen solas, no es necesario ir a buscarlas. ¡Vuelve, Constança! Es una locura salir, hazme caso —imploraba la criada, sin atreverse a traspasar del todo el umbral.

—Voy a buscar a Ventura —respondió Constança mientras se mezclaba entre la gente que pasaba presurosa—. Sé adónde ha ido, no te preocupes.

Si añadió algo más, la criada no fue capaz de oírlo. Poco después, cumpliendo las órdenes de la vieja propietaria, encajaron los portillos de la tienda y trabaron la puerta por dentro, arrastrando los bancos hasta construir una sólida defensa.

—Si alguien se digna aparecer, ya le abriremos. La seguridad de la tienda es lo primero. —Doña Jerònima tenía la cara enrojecida y respiraba con dificultad.

—Pero ¿y Constança? —imploró Rita.

—Dos golpes y repiquete, esa es la señal que hay que hacer en la puerta. ¡Bien que lo sabe ella!

—Con tanto ruido quizá no la oigamos cuando vuelva… —insistió la chiquilla.

—Nadie le ha pedido que saliera —replicó la patrona, inflexible.

Vicenta, haciendo de tripas corazón, encendió otra vela a la Virgen de la Concepción. Entonces cogió el rosario y se dispuso a recorrer las cuentas con los dedos para invocar la protección de la patrona. Doña Jerònima, a pesar de que se cuidaba de no ofender las creencias de sus clientes, era una persona poco religiosa. Había sido por la insistencia de la criada, y especialmente para no traicionar las costumbres del gremio, que acogían a la Virgen dentro de la pequeña capilla instalada en la tienda. Rita, siempre pendiente de no decepcionar a nadie, la acompañó en silencio en sus plegarias.

La boca de doña Jerònima se mostraba claramente torcida, como siempre que discutía y se enfadaba. De pie detrás del mostrador, con los brazos cruzados sobre el pecho, bufaba a consecuencia del esfuerzo y el enojo que le provocaba aquella situación.

Mientras tanto, ajena a todo lo que no fuera llegar a la casa de Josep Ferrer, Constança se abría paso entre la multitud. Tiempo atrás Ventura había compartido con ella el secreto de su refugio, y no era la primera vez que la chica iba en su búsqueda…

—Sé que puedes entenderme, Constança. Para mí, este lugar es como tu palomar. Pero si alguna vez hay una urgencia, si me necesitas, puedes venir a buscarme. ¿De acuerdo?

Con la esperanza de encontrarlo sano y salvo y llevárselo a la tienda, llegó al pequeño local de la calle de la Esparteria, una casa vieja que hacía chaflán con la calle de los Vidriers. Pero esta vez ni Ventura ni sus amigos ocupaban ninguna de las tres mesas del interior, tampoco los bancos ni los taburetes. Empapada de sudor y con el corazón repicándole en las sienes, la joven observó las celosías de tela que protegían las puertas y el letrero de madera donde estaba rotulada la palabra «Café». Preguntó tímidamente por él a un hombre de barba gris que parecía el dueño, pero este, contrariado, la despachó de mala manera.

—¿Ventura? Hace días que no se le ha visto por aquí. Y ahora vete a freír espárragos. ¡Ya tengo bastantes problemas!

Cerca de las diez de la mañana, las campanas aún resonaban, obstinadas, para hacerse presentes por encima del revuelo.

Quizá por eso Constança no oía los disparos procedentes de las diferentes puertas de la ciudad. Pero la alterada turba continuaba pregonando su protesta. Armados con bastones y palos, se dirigían furiosos en dirección a la catedral.

—¡Han cerrado las puertas de Barcelona! ¡Piensan enjaularnos como animales! Los guardias han abierto fuego contra los últimos hombres que tuvieron la suerte de atravesar los portales. ¡Ahora ya nadie puede abandonar la ciudad!

—¡No respondáis a ninguna pregunta, que nadie diga su nombre y apellidos! ¡No conseguirán lo que quieren!

Como un ejército preparado para librar la batalla definitiva, aquella multitud de hombres parecía imparable. Constança se arrimó a un rincón esperando el momento propicio para ponerse de nuevo en marcha.

—¡Dios mío! —exclamó con los ojos desorbitados.

A pocos pasos de donde se encontraba, una mujer perdió el equilibrio y cayó entre el gentío. Algunos tuvieron tiempo de esquivarla, pero otros tropezaron en su carrera frenética. Quedó sepultada en un santiamén y Constança la perdió de vista. Sin pensárselo dos veces, abandonó su rincón para ir hasta donde la había visto desaparecer.

Cuando al fin pudo auxiliarla, se sorprendió al ver que se trataba de la señora De Anguera. Respiraba agitada y la sangre le resbalaba por la cara.

—Tranquilizaos. Solo es una brecha en la ceja. Tenemos que marcharnos de aquí.

—Mi madre. ¡Tengo que ir a buscar a mi madre! —repetía la mujer.

En un primer momento, viendo el estado en que se encontraba, Constança pensó que sus exclamaciones eran fruto del delirio.

—Levantaos y venid conmigo. Os acompañaré a casa y veremos qué podemos hacer con esta herida.

—¡No quiero ir a casa! ¿Es que no lo entiendes? ¡Tengo que ir a buscar a mi madre, había ido al oficio en la catedral! Quién sabe qué habrá sido de ella, dicen que han derribado las puertas para entrar. ¡Ayúdame, por favor, te recompensaré!

Nada de lo que le dijo la pequeña de los Martí tuvo ningún efecto. Solo la promesa de que podía contar con ella logró serenarla.

—Lleva un sombrero gris y tiene el pelo blanco. Se llama Maria, viuda de Armengol…

No fue fácil cruzar la calle del Rec para llegar a la de la Princesa, donde vivía aquella dama. Los gritos iban subiendo de tono durante el trayecto, y la indignación por la docena de muertos que ya se contaban se extendió como la pólvora. Más tarde, la amenaza de que se estaba fortificando la ciudad, la Ciutadella y el Montjuïc con una cantidad abrumadora de artillería y munición de guerra era un clamor que iba de boca en boca.

—¡He oído decir que pondrán dos cañones de campaña en la salida de los portales!

—¡Sí! ¡Los están trasladando al Portal Nou y también al de las Drassanes! Solo nos queda una solución. ¡Encerrémonos en Santa Caterina!

Cuanto más corría la noticia, más se reflejaba la rabia en los rostros de la gente, que parecía mantenerse firme en una lucha titánica contra las autoridades, aunque los resultados de su desafío eran más imposibles que inciertos.

El panorama en el interior de la catedral era desolador. Algunas beatas rezaban al Altísimo y se persignaban cada vez que oían blasfemar a aquellos mozos. Pero ellos, sin descubrirse ni mostrar ningún respeto por el lugar sagrado que los acogía, habían interrumpido el sermón.

—¡Señor obispo, haced que no haya reemplazos! —dijo una voz, a la que se unieron otras hasta que el pedido se diluyó en un barullo caótico.

El ruido era infernal. Habían ocupado el campanario de las horas y hacía mucho rato que un grupo de jóvenes tiraba de las cuerdas. Todas las campanas surcaban el aire sin parar.

El ilustrísimo Climent subió al púlpito e intentó apaciguar al gentío, pero hasta que accedió a entrevistarse con las autoridades todo el mundo se mantuvo en pie de guerra.

Unas horas más tarde, el capitán general, O’Conor Phaly, se comprometió a suspender la orden hasta que hubiera respuesta del rey, y se hizo público el edicto. Eran las doce y media cuando enmudecieron las campanas, mientras Constança acompañaba a la señora Maria a casa de su hija esquivando las barricadas que hombres, mujeres y chiquillos, brazo con brazo, construían a base de sacos, bidones, maderos e incluso algún carro. El aire olía a pólvora.

—¿A qué hora llegó Ventura? —preguntó Constança al volver del horno, al día siguiente de todo aquel revuelo.

—No lo sé. La señora no ha dicho ni pío. ¡Ya se apañarán! Más vale que nosotras nos pongamos a trabajar; cuanto menos sepamos de todo eso, mejor nos irá. ¡Y tú eres la última que debería meterse, Constança! Tu comportamiento de ayer fue una temeridad —dijo Vicenta.

—Ya veo que nunca conseguiré que dejes de ir con la cabeza gacha. Pero yo quiero saber qué pasará ahora. Dos mujeres comentaban que en estos instantes se está celebrando una reunión en palacio. No me extraña nada. Esta noche Barcelona parecía un infierno, con tantas teas por plazas y calles.

—¡Han redoblado las rondas! Se lo he oído decir a doña Jerònima. Sin duda, es por nuestra seguridad.

—¿Qué dices? ¿Acaso es por nuestra seguridad que instalen cañones por todas partes, apuntándonos?

—Eres demasiado joven para entenderlo, Constança. Yo ya las he pasado de todos los colores…

—¡Claro, ahora me acuerdo, dijiste que me lo explicarías! ¿Por qué te espantaste tanto con los repiques de la Tomasa?

—¡Hace cincuenta años de eso! Entonces fue otra la campana que tocaba a rebato, pero…

—¿Pero qué? ¿Se puede saber por qué no me lo explicas de una vez?

—¡Mira que eres tozuda! A la señora no le gusta que hablemos de eso.

—Pero ¡si mi abuela no nos escucha! Hoy está demasiado ocupada cuidando sus inversiones. Además, nada de lo que puedas decir tú le importa un comino, Vicenta.

—¡Ay, criatura! Las paredes tienen oídos… —dijo mirando a diestro y siniestro, e hizo un gesto amargo para expresar la poca gracia que le hacían las palabras de la chica.

—Si no me lo dices, le preguntaré a Ventura. ¡Seguro que él me lo explicará!

—Ni él ni yo habíamos nacido. Pero oí muchas veces cómo hablaba de ello mi madre, que en el cielo esté. Decía que aquella campana pertenecía al pueblo, porque había sido posible gracias a una colecta; todo el mundo había colaborado en la medida de sus posibilidades. Era la Honorata, la que tocaba las horas en la catedral antes que la Tomasa —aclaró—. Se convirtió en un símbolo de libertad. No se limitaba a marcar las horas durante la guerra, sino que repicaba varias veces para alertar a los defensores de la ciudad. La gente se ponía en marcha al oírla y se reunía en torno a la bandera del gremio para defender su trozo de muralla.

—¿Y por eso la cambiaron?

—No exactamente. Las bombas cayeron por todas partes y destruyeron gran parte de Barcelona. Un día, hacia medianoche, una de ellas impactó en la torre del reloj y la dejó tan estropeada que la campana del pueblo enmudeció para siempre.

—Eso que dices parece la batallita de una abuela —respondió Constança con ganas de llevarle la contraria—. Si tanto la querían, ¿por qué no la arreglaron?

—Perdimos la guerra. Ellos tenían la sartén por el mango, y sabían cómo poner el dedo en la llaga… Trocearon la campana en el mismo campanario y de la fundición hicieron cañones que desde la Ciutadella apuntaban a la ciudad —añadió con un hilo de voz.

—Como ahora… Si todo va mal, la Tomasa correrá la misma suerte que la Honorata, ¿verdad?

—¡No digas bobadas, Constança! Espero que estos incidentes se resuelvan lo antes posible. Al rey no le conviene que continúen los alborotos. Estoy segura de que retirará la orden. Pero hay algo que se les ha pasado por alto…

En aquel preciso instante, Jerònima irrumpió en la trastienda. Tenía cara de pocos amigos y la boca tan torcida como el día anterior.

—Hoy tampoco abriremos, no quiero exponerme a que esos cafres nos den un susto. De todas maneras, no os falta faena. De aquí a una semana es San José, y espero que todo este alboroto no me estropee la venta de huevos, ni de canela para hacer la crema. De momento comenzad a preparar el rosolí. Semana Santa también está cerca, y en toda la ciudad no hay ninguno como el nuestro. Tanto da si es para ahogar las penas o para celebrar que han derogado la orden de alistamiento, este licor no puede faltar en la mesa de ningún barcelonés durante las fiestas.

Las dos mujeres fueron a buscar las garrafas de aguardiente y lo vertieron en unos grandes barreños. Añadieron azúcar, una libra por cada seis de líquido, y después las pieles de naranja. Cuando Vicenta puso el hinojo seco, Constança la detuvo.

—¿Y si este año lo cambiáramos por espíritu de canela o de clavo?

—¡Ya lo has oído, es el mejor de Barcelona, les gusta! No entiendo por qué siempre tienes que complicarte la vida.

—No dudo de que sea el mejor, pero eso será hasta que alguien invente uno que los sorprenda y se empiece a hablar de él —rumió la joven.

—¡Constança, la patrona quiere que nos mantengamos fieles a la tradición! ¿Entendido?

—Si siempre somos fieles, tal como dices, no podremos evolucionar. ¡Lo que propongo no es ninguna traición! ¿De qué manera podríamos sorprenderlos, si no?

—¿Aún no lo has entendido? ¡Nadie pide que los sorprendas! Lo que quieren es su licor de siempre. Por otro lado, ese es nuestro trabajo, nos jugamos el pan. Debes hacer lo que te dicen… Únicamente lo que te dicen. No pienses más. Si lo haces, te volverás loca. Bien, quizá ya te hayas vuelto un poco loca.

—¡De acuerdo, de acuerdo! —refunfuñó Constança, dispuesta a seguir las indicaciones pero poniendo morros.

No volvieron a hablar del tema durante todo el rato que duró el proceso de romper, picar y dejar en maceración las almendras.

—¿Te encargas tú de revolverlo bien un par de veces al día hasta el viernes?

—Sí, claro.

—El sábado lo pasamos por el colador y listos. Venga, mujer, no te enfades más. Mi mal no quiere ruido, soy demasiado mayor y estoy demasiado cansada…

Constança la miró con ternura y las dos intercambiaron una breve sonrisa.

—Ahora, si me prometes que tendremos un poco de calma, te explicaré el secreto de que te hablaba antes de la aparición de la patrona.

La chica se relajó y Vicenta se dejó ir, tal como hacen las madres para explicar un cuento a sus hijos pequeños.

—Constança, debes saber que las campanas siempre han sido la voz del pueblo al que representan. Es por ese motivo que los opresores las maltratan.

—Piensan que haciéndolas callar también enmudecerán al pueblo… —dijo Constança como quien hace una reflexión en voz alta.

—Supongo que sí. Pero escúchame bien antes de que vuelva tu abuela —continuó Vicenta. Y añadió en voz baja—: ¡He oído decir que los maestros que fabricaron la nueva campana le pusieron el badajo de la antigua Honorata! Parece que lo mantuvieron en secreto y nadie sospechó nada. De alguna manera, este gesto fue su acto de resistencia.