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Barcelona, primavera de 1772

Las paredes desnudas del palomar se iban vistiendo de trastos que la chica recogía aquí y allá y devolvía a la vida con un objetivo muy particular. A pesar de que estos detalles conseguían reavivar sus ilusiones, aún tenía muy presente la decepción que había tenido unas semanas atrás.

—No está hecha la miel para la boca del asno.

Ese había sido el único comentario después de renunciar a servir el festín preparado con tanto cuidado para sus abuelos. El único recorrido de Constança antes de salir de la primera planta la había llevado a la cocina. No podía marcharse sin coger el libro que por derecho le pertenecía, ni sin dejar un beso en la mejilla húmeda de Vicenta.

Ahora, cuando todo el mundo en la calle parecía celebrar la llegada de la primavera, el manuscrito de Antoine, con anotaciones de su propia madre, descansaba en el interior de una caja de madera en una de las baldas que había ido colocando metódicamente. Encima, dejaba el papel con aquel nombre que constituía su única esperanza: Pierre Bres, a pesar de que se lo sabía de memoria.

—Quizá todo tenga un sentido oculto que aún no soy capaz de desentrañar. Tal vez necesite tiempo para presentarme ante el maestro, para asimilar todo lo que he aprendido y sacar mis propias conclusiones —se repetía durante el insomnio en aquel espacio diminuto pero sorprendentemente claro, que a menudo imaginaba como un huevo gigantesco donde ella iba creciendo y desarrollándose física y mentalmente para poder enfrentarse al mundo.

Por las noches, intentaba conciliar el sueño, echaba un último vistazo al baúl cerrado a cal y canto que había traído de Lima. Recorría con la mirada el barco de tres palos y enormes velas blancas que Antoine había pintado en la tapa, y después, como si se tratara de una oración, leía las únicas palabras que lo engalanaban: «Siempre contigo.» Aquello le transmitía la fortaleza necesaria para no desfallecer.

Al final de cada jornada, mientras Vicenta ordenaba el establecimiento y Jerònima contaba las ganancias en la trastienda, una tarea que no se podía interrumpir de ninguna manera, la chica hacía su propia búsqueda, por si podía trasladar al palomar algo que ya no sirviera en la droguería. Más tarde, estudiaba las posibilidades de aquellos cachivaches y las adaptaba a sus propósitos. Su «taller», como le gustaba llamarlo, iba tomando forma.

Constança siempre tenía la nariz y la garganta a punto, almacenaba en su cabeza un puñado de olores, texturas y sabores con los cuales quería ir más lejos, tan lejos como le fuera posible.

En la trastienda, aguzaba el oído a todo lo que decían unos y otros. Tomaba nota de los secretos para hacer diversos tipos de comida, de los procedimientos y las recomendaciones que les confiaban las clientas, muy especialmente aquellas que amaban la cocina. Lo apuntaba todo en un legajo que llevaba encima, las dudas que le suscitaban y también los nombres de los ingredientes que no conocía y que se podían leer en las cajas o en las listas de compras. A la menor oportunidad, preguntaba a Vicenta.

Había decidido mostrarse sumisa, no levantar la liebre ni hacer más tentativas que acabaran suponiendo un nuevo disgusto. Tenía a la criada de su parte y, a pesar de que no le explicaba con pelos y señales los secretos de su ambición, disfrutaba de aquel pozo de sencilla sabiduría; incluso, a veces, la exprimía hasta sacarle todo su jugo.

—Y la balanza que siempre he visto abandonada debajo de la leña… ¿te parece que me la podría llevar? Hace tiempo que nadie la usa —preguntó la joven mientras la criada se disponía a llevar las confituras a la estufa, la pequeña habitación donde hacían vapor para ablandarlas.

—Hace muchos años que los señores la dejaron de lado, las medidas grabadas en la barra están medio borradas y se perdió un gancho. No sirve para nada.

—No dirán nada si la cojo, ¿verdad? —preguntó Constança con los ojos brillantes.

Sabía que se la acabaría llevando, pero le parecía justo decírselo a la criada. Al fin y al cabo, si notaban su falta, también ella sería responsable.

—¡Criatura! ¿Qué quieres hacer con ese trasto? Salvo que se lo vendas al trapero…

—No te preocupes, déjame hacer.

—Pero la patrona…

—Ella no sabrá nada. No hago nada malo; tú misma has dicho que es un trasto.

—Pero ella…

—Mira, le diré que necesitamos más espacio. Que en agradecimiento a su generosidad por acogerme, me propongo limpiar el patio del pozo.

Vicenta resopló negando con la cabeza, pero su rostro mostraba resignación.

—Coge lo que quieras… ¡Ya sé que lo harás de todas maneras! Pero, dime, ¿qué tramas ahora?

—¿Has oído hablar de Leonardo da Vinci?

La criada frunció la nariz por toda respuesta.

—Mi preceptor, un hombre de piel oscura y nariz grande y roja que, no sé por qué, siempre moqueaba, me hablaba con frecuencia de él, allá en Lima. Se llamaba Fabrizio, él también era italiano, como el genio.

—¿Y qué tiene que ver ese tal Leonardo con las balanzas? ¡No trates de engañarme, que soy gata vieja!

Constança rio dejando a la vista unos dientes blanquísimos y perfectamente alineados. La perplejidad de aquella mujer delgada y un poco encorvada iba en aumento.

—Yo no pude tener un preceptor como tú. Toda la vida he tenido que trabajar como una mula.

—¡Lo siento, Vicenta! No me reía de eso. Nunca lo haría. ¡De veras que puedes creerme! —dijo la joven, comprensiva—. Reía al recordar que en La Imposible conocí a un marinero que usaba esa expresión de ser un «gato viejo». Su apodo era Bero. Un buen hombre, Vicenta. Pienso a menudo en él.

—Eres tú quien tiene que perdonarme. A veces…

—Me parece que se nos ha acabado la cháchara por hoy. Ventura ya está retirando las mesas de la calle y se nos viene encima el trabajo de recogerlo todo. Pero recuérdame que te explique la historia de Leonardo da Vinci. ¡Entonces, quizá me entiendas!

Además de la tienda que doña Jerònima regentaba con mano firme, el establecimiento tenía diversas estancias interiores a las cuales la patrona solo iba en caso de que necesitara algo o para preparar algún encargo para los clientes. Cuando las hojas de las puertas se plegaban, el reino de los armarios, las estanterías y aquel mostrador de nogal con cajoneras quedaba al alcance de Constança. Con la complicidad de la luz tenue de las farolas, hacía y deshacía tantas veces como fuera necesario, y no solo siguiendo las instrucciones de la abuela. Nadie podía negarle el derecho de empaparse de aquel universo que la había hechizado desde muy pequeña.

Una vez que la patrona de la droguería retiraba el dinero del cajón para guardarlo en la gaveta de cobre, ya podía acercarse a limpiar. A la joven, aquel tintineo de las monedas contra el metal, aunque lo oyera de lejos, le recordaba el sonido de los cascabeles de la danza de los negritos, como la denominaba su amigo Iskay. Según decía, la bailaban desde tiempos muy lejanos los hijos de los esclavos negros, con la esperanza de poner sonido al sufrimiento silencioso de un pueblo oprimido. ¡Constança no podía imaginar entonces que su situación se acabaría pareciendo tanto a la de ellos!

Pero la libertad, la verdadera libertad, estaba segura, debía ser por fuerza interior, igual que la verdadera soledad. Ella había probado el efecto de las dos y, cuando los cascabeles callaban y el saco con las monedas ya estaba en poder de su abuela, Constança disfrutaba. Ordenaba los tinteros de madera, los cascadores de frutos secos, las cajitas de hojalata para guardar los papeles de estraza, los recipientes de cobre… Como si siguiera un ritual, cada tarde ponía los pesillos para monedas en cajas y pesos con su gaveta, y hacía una lista de los productos que había que reponer. Repasaba las muelas para la pimienta y la vainilla, o las cribas de arroz, y limpiaba las diferentes cucharas para extraer la confitura de los tarros.

Siempre acompañada por la compasiva mirada de la Virgen de la Concepción; allá, en su capillita adornada con flores de seda y cuatro lámparas que ardían noche y día, la chica trajinaba sacos y cajas al lado de la romana, debajo de la polea.

El verbo dormir no era de los más conjugados por Constança. A pesar de las numerosas tareas que realizaba en la droguería, aunque siempre alejada del trato con la gente, su tiempo de descanso transcurría por completo en el palomar que, poco a poco, había habilitado como cuarto. La chica había sido desterrada del resto de la casa desde el comienzo, pero mucho más después del infructuoso intento de seducir a su abuela con un gran banquete.

Había dividido el espacio del que disponía con una cortina facilitada por Vicenta, y había reservado la mitad para su taller, pero una vez removidos los utensilios y vueltos a colocar los ingredientes que, en partes minúsculas, comenzaban a llenar la improvisada despensa, ya solo tenía la posibilidad de soñar. Y ella era de las que sueñan despiertas.

Cuando sentía la necesidad, a menudo acompañada por un ahogo creciente, abría la ventana y, con un salto ágil, salía al tejado. Había tardado en descubrir aquel mundo que, sobre todo, miraba a las estrellas, pero enseguida lo hizo suyo. Bajo la inmensidad del cielo, los anhelos parecían adquirir un aire nuevo, como si el espacio abierto de la noche pudiera hacer posible cualquier cosa. Pero la realidad es que también allí arriba vivía como una prisionera, al menos hasta que oyó la conversación que cambiaría del todo su vida de entonces.

—Según dicen, nuestros tejados hacen camino a través de la ciudad. ¡En Barcelona ya no cabe ni una aguja! Mi hijo, incluso, compra el pan sin salir a la calle, solo debe salvar algunos obstáculos. Pero resulta fácil, con la edad que tiene… —Quien hablaba era Dorotea, una clienta de la droguería que no tenía por costumbre marcharse pronto de la tienda, sin que eso pareciera importar demasiado a la propietaria.

—Lo que decís quizá resulte útil, las calles de esta parte de la ciudad están llenas a rebosar —respondió la abuela con un murmullo después de mirar a uno y otro lado—, pero seguro que no habéis pensado en otra posibilidad: ¿y si estos senderos que decís son aprovechados por los ladrones para acceder a nuestras casas?

—Pues, tenéis toda la razón, Jerònima, pero el consistorio ya se ocupa de estas cosas. Dice mi marido que se han dictado ordenanzas para que no se puedan construir arcos entre las casas para ganar espacio. Y estoy segura de que también acabarán prohibiendo los voladizos de los pisos más altos… ¡Yo casi me puedo dar la mano con la vecina del otro lado de la calle!

—El consistorio, decís… Esos hablan mucho pero hacen poco. ¿Ya sabéis lo de Peret, el hombre que llevaba el asno, el que recogía los perros y gatos muertos para lanzarlos al mar? Se ve que murió la semana pasada, y ya me he encontrado varios animales a primera hora de la mañana en la puerta de la tienda, llenos de moscas y con las ratas rondándolos. Tal como se hacen las cosas, me temo que tardarán en restablecer este servicio.

Dorotea puso cara de no tener demasiado en cuenta esas cuestiones, pero sin duda las consideró con atención. Por su parte, Constança no esperó al fin de la conversación; ya había escuchado bastante y una nueva idea nació en su cabeza: ¡aprovechar aquel camino de tejados que se le ofrecía! Si el rumor era cierto, se le abría un mundo inesperado. Pero debería esperar a la noche, cuando el silencio y la oscuridad se convertían en los mejores aliados.

Al atravesar el marco de la ventana ya tenía decidido que lo intentaría. A veces se había preguntado qué clase de gente vivía en las casas vecinas, cómo era la ciudad durante las horas en que todo el mundo descansaba. Siempre había quien, con cualquier excusa y haciéndose el interesante, comentaba con malicia de aquella otra Barcelona que al anochecer despertaba a la vida. De buen seguro que albergaban el propósito de espantarla; le contaban terribles historias sobre asesinos, prostitutas y criaturas deformes que solo salían a la luz cuando los demás no podían verlos. Quizás había llegado el momento de comprobarlo.

Constança rumiaba que aquello le daría la oportunidad de buscar a Pierre Bres, el cocinero amigo de su padre adoptivo, que ocupaba buena parte de sus pensamientos. Según las noticias que le habían llegado, podía ser que viviera en el barrio de la Ribera, donde los comerciantes se construían sus lujosas casas, pero para ella aquel era un mundo lejano al que sus obligaciones diarias le impedían acercarse.

De pie sobre el tejado, observó bien su entorno. El plan que había trazado era sencillo, solo necesitaba saltar de casa en casa para encontrar una escalera abierta que le permitiera bajar a la calle. Pero su primera impresión no fue nada favorable: el palomar estaba situado en un edificio de tres alturas, no demasiado habituales en ese barrio; quizá lo habían permitido porque hacía esquina con la Rambla, y la calle Hospital no era tan estrecha como otras.

Fue hasta el límite de la propiedad de sus abuelos. Buscó las salidas por todos los rincones posibles y acabó mirando con cierto reparo los tejados más próximos. Había tres. La suerte era que, en uno de ellos, había un palomar parecido al de los abuelos, donde ella estaba ahora, y podría bajar de un salto. ¿Soportaría su peso? Era un riesgo que tenía que correr, y quizás el problema no era tanto este, sino si podría subir en sentido contrario, de manera que dejó el taburete y una cuerda sobre el habitáculo para facilitar el acceso a la vuelta. Necesitaba encontrar a Pierre de la manera que fuese, era su única salida. Esta convicción, que comenzaba a ser obsesiva, despertaba su ingenio y la hacía sentir capaz de superar cualquier obstáculo.

Se descolgó poniendo en práctica las habilidades que Iskay le había enseñado en una época que ahora le parecía muy lejana. No le costó demasiado situarse sobre el otro palomar y, desde allí, desplazar a un rincón más oculto el taburete y saltar a la casa vecina. No era un trayecto sencillo. Los tejados se sucedían, casi siempre al mismo nivel, con pequeños altibajos difíciles de superar. Pero su plan iba más allá. Debía encontrar una puerta abierta en aquel maremágnum de superficies, introducirse en alguna casa ajena y llegar hasta la planta baja, para comprobar si así podía salir al exterior.

Lo intentó varias veces, en vano. Casi todos los vecinos tenían la previsión de atrancar la puerta del terrado, quizá temerosos de los ladrones de los que hablaba su abuela. Había tomado algunos puntos de referencia para no perderse a la hora de volver, pero cada vez le resultaba más complicado entender aquel enredo, en un mar de salientes, chimeneas y construcciones que configuraban un extraño e irregular paisaje.

Un instante después, cuando ya pensaba en rehacer el camino antes de que todas las marcas quedaran fuera de su alcance, oyó el chirrido de la puerta que acababa de empujar. Estaba abierta. No tenía ni idea de adónde conduciría, pero no había llegado tan lejos para desistir.

Fue bajando las escaleras con cuidado, sobresaltada a cada ruido que hacían sus pies sobre los irregulares peldaños de madera. La oscuridad era absoluta, y ella no había tenido la precaución de llevar ninguna vela. Contó los rellanos hasta que, siempre a tientas, encontró otra puerta. Si sus cálculos no la engañaban, debía de dar a la calle. Un hilo de luz tenue se colaba por una rendija con la tan anhelada promesa de libertad.

Constança palpó la madera empujándola por todos los lados que se lo permitía, pero la puerta no cedía. Su desesperación iba en aumento. Quizá se había arriesgado demasiado en aquella aventura nocturna. Tal vez debería volver sobre sus pasos, regresar a la casa de sus abuelos. Apenas se dejaba ver la claridad de una luna menguante. De golpe, dudó sobre qué era lo mejor para su futuro; quizá si no volvía… Pero doña Jerònima era muy capaz de denunciar su desaparición y, mucho antes que eso, subiría al palomar y descubriría su taller secreto. Aquel pensamiento la horrorizó.

Impotente, apoyó la cabeza en la puerta y se fue deslizando hasta caer de rodillas sobre el suelo. Pasó los dedos por su amuleto mientras evocaba un milagro. Quería llorar, pero también sentía rabia, una rabia infinita por su situación, por la muerte prematura de Antoine, por la negativa de Iskay a seguir sus pasos, por haber dejado que la abuela Jerònima la enterrara en aquella casa sin salida.

Y fue entonces cuando se dio cuenta de que, a poco más de dos palmos del suelo, había un cierre. Era un hierro sencillo, como los que se usaban en los establos en Lima. Lo levantó y, sin más dificultades, la puerta quedó entornada después de emitir un extraño crujido. ¡Lo había conseguido!

Constança se levantó, abrió la puerta sin preocuparse por el ruido que producía y se halló en una calle no demasiado estrecha. Por suerte, una lámpara de aceite la iluminaba desde dos casas más allá. No se veía un alma, pero la sensación de libertad que tuvo al cruzar el umbral fue más fuerte que las dudas y el miedo que la embargaban.

Ahora tenía a su alcance lo que buscaba, la ciudad se le ofrecía por primera vez, sin obligaciones, sin recados que le impidieran tomarse su tiempo. Necesitaba aprovecharlo, y se lanzó a correr en dirección a la luz.

Tardó en tranquilizarse, el corazón de la chica latía desbocado en medio de un silencio que no esperaba. Pero poco a poco tomó conciencia de que no solucionaría nada parada bajo la luz como una estúpida mariposa. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad circundante, vio la puerta del Colegio de Cirujanos, donde a veces iba a llevar algún recado.

Así pues, estaba en la calle Hospital. Debía de haber caminado en círculo por los tejados hasta encontrar una escalera más próxima a la droguería. Su rostro se descongestionó y a continuación miró hacia la derecha; no demasiado lejos se adivinaba la claridad que irradiaban las casas de la Rambla. Aunque el miedo remitía, su paso era apresurado; se decía que disponía de una larga noche casi sin luna y, a pesar de este pensamiento, algo la pinchaba por dentro, como si en aquel lapso de tiempo debiera recuperar todo lo que había perdido.

En la Rambla giró en dirección a los muelles y poco después encontró a la izquierda la calle Ferran. Sabía que la llevaría hasta la catedral. A partir de allí, la ciudad era un misterio para ella. Pasó muy cerca de un local donde se oían gritos y carcajadas y, después, vio a dos hombres salir de la calle Quintana. Medio oculta por las sombras, no la descubrieron, pero el olor a alcohol que desprendían la alcanzó de lleno. A veces Ventura tenía ese olor. Nunca lo había visto tambalearse, ni siquiera hablar como los borrachos. Se encerraba arriba de la tienda, como hacía su padre, y por lo único que se podía advertir su ausencia era por el humor de doña Jerònima: se volvía agria como la leche en verano.

Enseguida, cerca de la catedral, tuvo que ocultarse de nuevo; dos mossos d’esquadra hacían la ronda. Constança comenzaba a dudar de la eficacia de su salida. Si continuaba evitando a la poca gente que circulaba por las calles, ¿cómo encontraría a Pierre Bres?

Al cruzar la plaza del Àngel, el paisaje urbano y sus rumores cambiaron del todo. Le llegaban voces y varias personas asomaron la nariz por los postigos, la parte superior de los portillos que se abría hacia fuera. Se acercó a una de las casas poniendo su cara más amable, pero como única respuesta la mujer cerró de golpe la improvisada celosía. Las calles se estrechaban y, si no hubiera sido por las tenues claridades que, temblando, también dibujaban contornos sobre los muros, le habría sido imposible orientarse.

Armándose de valor, lo intentó de nuevo. Esta vez probó suerte dirigiéndose a un hombre que la miraba con los ojos muy abiertos, pero solo consiguió que la insultara. Quizá la tomaban por una prostituta: una chica y haciendo aquel recorrido en plena noche… A continuación apareció una matrona detrás del hombre; tiró con fuerza del que debía de ser su marido y comenzó a gritarle con muy malos modos. Constança no perdió ni un segundo en alejarse corriendo; no había entendido lo que decía, pero no debía de ser nada bueno.

De nuevo se sentía desalentada, dubitativa, asustada… Si la detenían, si alguien la relacionaba con la droguería y se lo contaba a Jerònima, estaría perdida. Tan a ciegas fue la carrerilla, que no se percató del lugar adonde la había conducido el espanto. Había dejado un extraño arco justo atrás y, de golpe, aquella garganta de lobo parecía habérsela tragado. Divisó una luz al fondo de la calle, quizás unas teas encendidas, pero no estaba segura.

Algo se movió a su espalda. Estaba muy cerca, podía sentir su presencia. Antes de decidir si se volvía o si echaba a correr, alguien la cogió por los brazos y le sujetó las manos a la espalda al tiempo que le tapaba la boca. Sintió el contacto de un cuerpo fuerte y grande, pero otra figura se plantó delante de ella. El chico, no demasiado mayor que ella, la miró de arriba abajo con lascivia.

—Vaya —dijo mientras Constança hacía todo lo posible por liberarse—, tenemos una nueva vecina, y está de muy buen ver. ¡Sí, señor!

Enfadada, mordió con fuerza aquella manaza plantada en su cara.

—¡Mala puta! ¡Ahora sí que estás perdida! —exclamó el que la sujetaba, doliéndose del mordisco, y le soltó una bofetada que la tiró al suelo.

Aturdida, notó la sangre tibia que le goteó por la nariz, mientras la visión se le hacía borrosa. Sentía cómo, ora uno, ora el otro, le sobaban los pechos con fuerza y le restregaban la entrepierna. Le hacían daño, pero no quería llamar la atención de los guardias y acabar en un calabozo. Tenía que encontrar una salida, pero ¿cuál? La rodeaba la oscuridad, y los dos matones jugaban a marearla, hablando a la vez, presionando sus miembros erectos sobre las nalgas de ella. El llanto acudió a sus ojos, pero eso los divirtió aún más.

—¡Oh! ¡Pobrecilla! ¡Miradla, hecha un mar de lágrimas! ¿Acaso no lo entiendes, zorra? ¡Has tenido suerte! No hay dos muchachos más empalmados en toda Barcelona —dijo el más delgado, riendo mientras se llevaba las manos a la bragueta.

—Deja de hablar y ayúdame a llevarla a ese portal. A la gente tanto le dará lo que le hagamos a una zorra, pero si los despertamos se enfurecerán. Ya sabes la mala baba que tiene la gente de este barrio, nos perseguirían para darnos una paliza —dijo el otro, que había aferrado a Constança por los brazos.

—¡Dejadme en paz! —exclamó ella, dudando que sirviera para algo—. Busco a una persona, y si me hacéis daño os lo hará pagar caro.

—Buscabas a una persona y has encontrado a dos…

—Quizá salgas ganando…

—No sé qué pensará ella de eso…

—¿Por qué no se lo preguntas?

Temerosa porque estaban consiguiendo arrinconarla y el portal oscuro pronto sería su perdición, Constança no se percató de la presencia de otra figura. Apareció de la nada, y el chico de delante, que ahora la arrastraba por el pelo, no imaginó que recibiría el primer golpe. Sonó con fuerza en su cara e hizo que se desplomara en el suelo. Constança quedó libre de pronto y solo atinó a protegerse la cara.

El que la agarraba por detrás, más alto que el otro, hizo el gesto de enfrentarse al recién llegado, pero este desapareció un instante en la oscuridad. Cuando reapareció, esgrimía un sólido garrote. El matón no presentó batalla, se acercó a su compañero, aún confuso, y lo ayudó a incorporarse. Mientras se alejaban, mantuvo el brazo estirado como para protegerse de un inminente garrotazo.

Agotada por el esfuerzo y enfadada por la humillación, Constança se había apoyado en la pared, temblando como una hoja. Por muchas ganas que tuviera, era incapaz de salir corriendo. Aquel hombre joven la había salvado en el último instante, y aparentemente no era de la misma clase. A pesar de todo, le quedó el reparo de pensar que sus agresores podrían haberse ocultado entre las sombras. ¿Y si reaparecían para acabar el trabajo?

—No tengas miedo —dijo su joven salvador—, son unos cobardes y no volverán.

—¿Cómo puedes saberlo? ¿Los conoces?

—Claro que no, pero a los cobardes se los reconoce enseguida, lo llevan tatuado en el rostro y se huelen a millas de distancia.

Se había acercado hasta muy cerca de la cara de ella. Sus ojos brillaban mientras respiraba agitado por la pelea. Si la poca luz no la engañaba, tenía el pelo rojo y rizado. Por unos instantes pensó si no la habría salvado de los atacantes para ponerse en su lugar.

Como si le adivinara el pensamiento, el desconocido se presentó con mucha ceremonia.

—Me llaman Rodolf. Pero tranquilízate, ya ha pasado todo —dijo mientras la cogía del brazo—. Ven, nos sentaremos en aquellas cajas. Te irá bien descansar un rato.

—Te lo agradezco mucho —dijo Constança, que ya había decidido confiar en él.

—Puedes quedarte tranquila. Estoy a tu servicio. Pero no entiendo cómo te arriesgas a andar por aquí a estas horas. La calle de las Filateres es una de las peores de Barcelona, una vez que cruzas el arco es como si entraras en un mundo muy distinto del que has dejado atrás.

—La verdad es que no sé cómo he podido llegar aquí… Sin duda me he perdido —respondió mientras vigilaba la reacción de él y, a la vez, se tocaba los brazos doloridos.

—¿Te han hecho daño? Si es así, cuando los encuentre los pondré en sazón.

—No, déjalo correr… Ya has hecho bastante.

—Pero no puedo permitir…

—¿… que molesten a una prostituta? —Constança sabía que apostaba fuerte, pero quería saber la respuesta.

—No eres una prostituta, de ninguna manera.

—¡Vaya! ¿Y cómo lo sabes?

Rodolf la miró fijamente a los ojos. Ella retrocedió un poco, pero el miedo ya había desaparecido.

—Mírate —dijo, muy serio—. Una furcia no llevaría estas ropas, ni el pelo tan poco arreglado. Sea cual sea tu problema, confía en mí.

—De acuerdo. Estoy buscando a una persona. Y tú podrías ayudarme, tienes aspecto de chico despierto.

—Soy un hombre, muchacha, no te confundas —repuso Rodolf como si lo hubiera herido—. Ya te lo he demostrado, ¿no?

—No quería ofenderte.

—De acuerdo, de acuerdo… ¿A quién buscas?

—Busco a un cocinero. Monsieur Bres. ¿Lo conoces? ¿Has oído hablar de él? —La pregunta encerraba una brizna de esperanza y otra de inquietud.

Rodolf puso una cara extraña y Constança se dijo que no había nada que hacer, pero entonces él la sorprendió.

—Bres, Monsieur Bres… Me suena el nombre, deberás dejar que lo averigüe, conozco a tanta gente… Pero háblame de ti, me lo debes.

Tras unos instantes de vacilación, la chica pensó que no era necesario ocultarlo todo. Pero tampoco le explicaría toda la verdad, de momento. Le dijo quién era, la nieta de los Martí, que ayudaba a su abuela en la droguería. También que su vida en la tienda era un destino temporal. Estaba llamada a cosas más importantes, y subrayó estas palabras. La única barrera entre ella y sus objetivos era localizar a Pierre Bres.

Rodolf la escuchó con atención mientras la repasaba de arriba abajo, pero Constança no se sintió molesta por el escrutinio. Le gustaba aquel chico, parecía decidido y fuerte, también un poco bribón, por más que se esforzara por no hacerlo evidente.

Una claridad tenue comenzó a proyectarse desde arriba de la calle. La chica creyó que provenía de alguna ventana, de un vecino que había oído la cháchara y quería quejarse, pero Rodolf también miró hacia allí. Era el sol, que comenzaba a iluminar los tejados del barrio. De golpe, a Constança le entró una prisa irrefrenable.

—¡Dios mío! ¡Está amaneciendo! Debo volver a casa antes de que lo descubran… ¡Quiero decir que si no me encuentra en mi cuarto, la abuela lo pasará muy mal!

—Un momento, un momento… —Rodolf parecía muy interesado—. ¿De qué hablas? ¿Te has escapado? ¿Te marchas de noche de tu casa como los ladrones?

—Por favor, ¿puedes acompañarme? Seguro que sabes llegar a la calle Hospital. Yo volvería a perderme.

—Bien, si no hay más remedio, llevaremos a la niña a casa.

Lo dijo con ironía, pero aceptó su papel de buen grado, lo cual complació a Constança. Ya de regreso, oyeron pasos y puertas que comenzaban a abrirse. Rodolf miraba atrás todo el rato, como si temiera que aquellos bribones los estuvieran siguiendo. Después, ya cerca de casa, ella decidió que no lo acompañara hasta la escalera por donde había bajado.

—Como quieras, pero si no sé dónde vives no podré decirte dónde está ese tal Monsieur Bres. Claro que puedo pasarme por la droguería…

—¡No, ni se te ocurra, por favor! Confía en mí —le rogó, haciéndose la cohibida. Inmediatamente después, sus facciones se endurecieron antes de exigir—: ¡Tienes que prometerme que no lo harás!

—De acuerdo, no lo haré —respondió el joven con aplomo, mientras Constança pensaba que, si hubiera sido Iskay, tendría los dedos cruzados a la espalda.

Pero las manos de Rodolf se proyectaban hacia delante, como si quisiera abrazarla. Ella fue más rápida. Se adelantó y le dio un beso en la mejilla. Después salió corriendo sin entender por qué había hecho aquella tontería.