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Eran las once y media de la noche cuando las campanas de la ciudad anunciaron la entrada del Miércoles de Ceniza. Lo harían durante media hora de forma ininterrumpida. Se iniciaba el tiempo de Cuaresma, época de ayunos y abstinencias que forzosamente mudarían las costumbres de los barceloneses. Durante este período de duelo y reclusión, los señores vestirían casacas de terciopelo negro y se impondría el silencio. Las diversiones públicas cesarían, los teatros cerrarían sus puertas y la iglesia se llenaría de fieles atemorizados por sermones que exhortarían a la penitencia.

La Semana Santa se presentaba, pues, como el último bastión que superar para llegar finalmente a la primavera.

Pero no todo el mundo guardaba los preceptos sagrados. Bajo la atenta mirada de Constança, tres hombres cruzaban el patio de la casa de Monsieur Plaisir en dirección a las cuadras.

El repique de las campanas había desvelado a la joven, que, si bien en un primer momento intentó conciliar otra vez el sueño, al cabo de pocos minutos se dio por vencida, incapaz de soportar aquel tañido.

Con cara de pocos amigos apartó la manta debajo de la cual se había refugiado, y se levantó a beber agua. Fue entonces cuando advirtió unas sombras movedizas. No era nada habitual que a medianoche el servicio siguiera trajinando, y aún resultaba más sospechosa la manera en que aquellas figuras se deslizaban en la oscuridad, como ladrones temerosos de ser descubiertos.

La joven se vistió con rapidez y encendió la lámpara colgada en la pared. Su intención era alertar a Eulària para que diera aviso a los hombres que dormían en el piso de arriba, pero su curiosidad fue mayor que su prudencia, ¡como tantas otras veces! Decidida, se dispuso a seguir sus pasos tomando precauciones. Apagó la lámpara, que podía delatarla, y una vez en el jardín se ocultó detrás de un banco de piedra. Entonces vio cómo un cuarto hombre se añadía al grupo. Hablaban en voz baja sin dejar de escudriñar la oscuridad que los rodeaba.

Constança notó que la humedad le empapaba el pelo, y poco después comenzó a temblar de frío, pero ya era tarde para echarse atrás. Acurrucada en la penumbra, acarició el talismán que colgaba de su cuello. Comenzaba a creer que necesitaría mucha suerte para salir sana y salva de aquella encerrona.

Cuando los hombres desaparecieron de su vista, caminó hasta las cuadras. Estaban justo en los límites del recinto, y ella apenas las había visitado un par de veces. La primera impresión fue que todo estaba en orden. La puerta de los carruajes no parecía forzada, y tampoco notó nada extraño en el establo, donde dos preciosos caballos relinchaban sin estridencias. Cuando estaba a punto de abandonar el sitio, le pareció oír un rumor de voces y, de puntillas, caminó en dirección a una pequeña ventana parcialmente tapada por la hiedra. Quedaba fuera de su alcance, pero habría jurado que al otro lado parpadeaba una luz tenue. El corazón le latía con fuerza y un puñado de preguntas sin respuesta la acuciaban. ¿Quién era aquella gente? ¿Qué hacían en un rincón donde solo podían encontrar polvo y suciedad?

Constança no era la clase de persona que se da por vencida a la primera, pero tampoco veía la manera de resolver el misterio. Por mucho que aguzó el oído no fue capaz de averiguar qué se cocía allí; ninguna palabra le llegaba con bastante nitidez y no veía la manera de asomarse para salir de dudas. Decepcionada, rehízo el camino en dirección contraria. De vez en cuando se volvía para corroborar que todo seguía en calma. La lámpara continuaba en el mismo lugar donde la había dejado un rato antes; nadie parecía haberse enterado de su salida, ni de la presencia de aquellos desconocidos.

Al llegar a su cuarto, se dejó caer sobre la cama. El cielo aún estaba oscuro, sus pies seguían sucios de polvo y las greñas se le pegaban a la cara con insistencia.

Constança mostraba aquel mismo aspecto a la mañana siguiente, cuando Eulària la vio al retirar las cortinas y abrir los postigos.

—¡Madre de Dios Santísima! Pero… ¿qué ha pasado? Señorita Constança, ¿os encontráis bien? —preguntó la mujer con los ojos desorbitados y llevándose las manos a la cabeza.

—Buenos días —respondió la joven sin mirarla.

La criada, inmóvil a los pies de la cama, no sabía qué hacer. En la estancia no había rastros que delatasen ningún cataclismo, y Constança se mantenía ajena a sus aspavientos.

—¿Estáis bien? —insistió—. ¿Queréis que mande llamar al médico?

—No, Eulària. ¡Ni se te ocurra! Pero si eres tan amable de prepararme un baño…

—Sí, señorita. Ahora mismo.

Sumergida en aquella agua tibia, Constança fue cavilando el asunto. En un primer momento pensó en confiar su aventura nocturna a Eulària, incluso contársela al propio Pierre, pero desistió. A buen seguro la sirvienta le echaría un buen sermón, y el francés no estaba para bromas. Aún se sentía herida en su amor propio y no quería darle el gusto de mostrarse enfadada, aún menos dolida.

La mala pécora de Margarita tejía su telaraña con astucia y, a pesar de que se le hacía muy difícil pensar que el interés de Pierre fuera más allá de la fortuna de ella, la disgustaba especialmente. En todo caso, era muy probable que no la tomaran en serio. Fuera lo que fuese aquello que se cocía cerca de los establos, olía a chamusquina.

—¡Me mantendré al acecho! —exclamó en voz alta.

Después de tomar una decisión que la complacía, relajó el cuerpo y, con la cabeza parcialmente sumergida en el agua, se abandonó a la sensación de formar parte de ella. Era una experiencia liberadora, como si aún permaneciera protegida dentro del útero materno. Aquel silencio era diferente, y los pocos ruidos que había le llegaban de manera atenuada, como formando parte de otra realidad.

Sin saber bien por qué, le vino a la memoria Bero, aquel viejo marinero de manos encallecidas y rostro amable. Sonrió al recordar el día que había añadido un listón de madera a los bajos de la puerta de su cabina para impedir que las ratas la molestasen, o aquel otro, cuando la protegió con su cuerpo al estallar la rebelión a bordo, el motín en que el capitán del barco resultó herido. A veces también la reñía, recordándole que solo había visto el mundo por un agujero, recluida en una jaula de cristal bajo la protección del virrey del Perú. ¡Aquel día se había enfadado de verdad! Pero la travesía en La Imposible no habría sido lo mismo sin él…

—Quién sabe dónde estará en este momento… —dijo con añoranza.

Al volver a la realidad, se vistió con la intención de echar un vistazo por los alrededores de la casa. Iría discretamente al lugar donde había descubierto a los intrusos, quizás encontraría alguna pista para seguir.

Constança aguzó la vista. No podía creer que la esbelta figura de Àgueda fuera a su encuentro acercándose por el mismo pasillo donde la había descubierto la primera vez. Durante aquellos casi dos años de convivencia, las dos mujeres habían intercambiado alguna palabra en contadas ocasiones. Desde el comienzo, y con la misma fuerza, se sintieron enfrentadas por una especie de rivalidad tácita y profunda.

Hacía mucho tiempo Àgueda había intentado prevenirla contra Pierre, pero desistió pronto al comprobar que todo lo que dijera caería en saco roto. Constança era demasiado joven y orgullosa para no interpretar sus palabras como una muestra de celos e inquina. De hecho, era muy probable que se mezclaran los dos sentimientos.

Aquella silueta inquietante, descubierta al fondo del pasillo el día que llegó, volvía a adquirir corporeidad. Pero esta vez había abandonado su pose digna. ¿Qué la había hecho cambiar y por qué le iba detrás?

—Quería hablar contigo —dijo Àgueda con voz firme desprovista de aspereza.

—Tú dirás —respondió Constança sin ceder ni un palmo de la ventaja que se le ofrecía en bandeja.

—¿Podemos caminar?

La pregunta de la mujer sonó más a súplica. Sin tirar más de la cuerda, la joven cocinera aceptó, y juntas bajaron los escalones que conducían al pequeño jardín delimitado por las casas. La primavera se mostraba exultante, brotes de verde tierno engalanaban las plantas dispuestas en torretas y las flores de azahar perfumaban el aire aún fresco de la mañana.

Las dos llevaban un chal, pero mientras Àgueda hacía el gesto de protegerse el cuello, Constança se lo retiraba y dejaba a la vista un escote generoso. Cada gesto se habría podido interpretar como una puesta en escena en que los personajes tienen un rol determinado y se ciñen a su papel.

Pero, a pesar de los parámetros en que se movían, las dos percibían una especie de hilo invisible que, resistente a los embates de la fortuna, las mantenía unidas de algún modo. Eran como dos caras de la misma moneda. Caminaron un rato en silencio y, poco a poco, la incomodidad inicial se fue convirtiendo en serenidad. Àgueda se detuvo al pasar por delante de dos naranjos en flor. Olió aquel aroma dulce e inició la conversación.

—No me la quites también a ella.

—No sé qué quieres decir —respondió bruscamente Constança.

—¡Sí que lo sabes, y tanto que lo sabes!

—Yo no he venido aquí para quitarle nada a nadie, pero no permitiré que…

—Constança, no sigas, por favor. Estoy cansada, muy cansada, y me hago vieja. Haz lo que tengas que hacer, tanto me da, pero no arrastres contigo a lo que más quiero.

—No entiendo.

—Hablo de Cecília, de mi hija.

—¡Ah! ¡Es eso! Quizá te gustaría más verla como una pícara, apareciendo y desapareciendo como un fantasma por los pasillos…

—Pretendes provocarme, pero ya no tengo ánimos. Ahora déjame hablar —dijo con autoridad, sin alterar la voz.

Hacía mucho tiempo que nadie le hablaba de aquella manera, y quizá por eso se quedó desconcertada. Su madre no había tenido demasiadas oportunidades de hacerlo y, una vez muerta, ella era demasiado pequeña para compartir con nadie sus inquietudes. Más adelante, su padre delegó su educación en preceptores, y Antoine nunca hizo nada para imponerse. El trato con la abuela había sido diferente, pero en sus exigencias nunca percibió aquel matiz del que riñe con afecto, como si en el fondo le importara.

Àgueda prosiguió:

—Sé que Cecília te aprecia. Admira tu manera de ser, tu posición. Tienes mucho poder sobre ella, y eso me da miedo. Miedo de que quiera seguir tus pasos.

Constança se mordió el labio inferior como solía cuando se inquietaba. No podía negar la evidencia, pero no conseguía adivinar el sentido de todo.

—¿Mis pasos? ¡Es absurdo! No tiene ningún interés ni aptitud para la cocina.

—No hablo de eso —respondió la mujer con tono grave.

—Pues, entonces, ¿de qué hablas?

—Está a punto de cumplir los diecisiete y no quiero que se quede en esta casa. Tienes que ayudarme…

—¿Y ella no sabe nada, supongo? Sería justo que pudiera decir su opinión. Y, por otro lado, ¿qué te hace pensar que yo querría ayudarte?

Justo en ese momento Monsieur Plaisir volvía a casa acompañado por su cochero. El encuentro fue repentino y breves los saludos. Ninguno se volvió, a pesar de que los tres estuvieron tentados de hacerlo. Solo una mirada de Àgueda sirvió para aludir al señor de la casa.

—No quiero que la toque. No soporto la idea, ni siquiera que la mire.

—¿Estamos hablando de Pierre? —saltó Constança, deteniendo el paso.

Àgueda asintió con la cabeza, apretando los dientes.

—Pero ¡eso es ridículo! Pierre es… yo pensaba que era…

—Eres una ingenua —la interrumpió la mujer—. Tanto da si es o no su padre. Se cree el ombligo del mundo y, lo que es peor, nunca tiene suficiente.

—¡Pierre es un cocinero muy importante, todo el mundo lo adora! Nunca sería capaz de hacerle daño.

—¿Lo amas?

Constança tragó saliva. Notó los ojos de Àgueda expectantes mientras los de ella seguían clavados en el suelo. La pregunta había sido clara, expresada con rotundidad. ¿Por qué, entonces, era incapaz de responder de la misma manera? ¡Claro que lo amaba! Aun así, sus labios permanecían cerrados.