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Barcelona, verano de 1772

Al despertar se dijo que los últimos acontecimientos no debían llevarla a considerar su situación de manera errónea. Había encontrado una persona en la cual confiar, incluso en algún momento había pensado que aquel chico capaz de arriesgarse por estar con ella le importaba. Hacer pasar el palomar por un sitio donde tenía su taller y explicarle que era una chica estimada por su familia habían sido buenas ideas, aunque había advertido cómo Rodolf preguntaba con interés sobre el parentesco de Constança con la droguera más prestigiosa y, quizá, más rica de Barcelona.

Todos estos pensamientos pasaron a un segundo plano a medida que le iba volviendo el recuerdo de las caricias del chico. Porque, a pesar de la hombría que Rodolf había imprimido a todo el encuentro, en algunos momentos le recordó a aquella primera proximidad al cuerpo de otro. Había reconocido la piel fina y joven de Iskay, la capacidad que tenía para hacer despertar sus sentidos y cómo se quedaba embobado cuando la miraba. Constança había adelgazado mucho en aquel tiempo en la droguería; el trabajo duro, la comida escasa. Pero había mantenido el poder de sus muslos, capaces de hacer rodar al joven al suelo.

Sin embargo, lo que no había encontrado en su amigo tenía un peso importante. Los ojos de Iskay, después de aquel episodio en el río, traslucían un brillo sincero. Entonces no solo se había sentido deseada, también había apreciado una mezcla de admiración y temor, la pasión creciente por su persona.

Le vino a la cabeza la imagen del río; de hecho, pensaba que todo lo que tenía que ver con Iskay —y aquella era una parte muy importante de su existencia— se relacionaba con el río: había sido el auténtico protagonista desde los primeros tiempos, cuando apenas eran unos chiquillos, e incluso más tarde, cuando sus cuerpos comenzaron a cambiar y aquella unión se volvió más profunda, a veces más confusa.

También estaba cerca del río aquel convento donde, poco antes de marcharse, cuando la vida de su padre adoptivo, Antoine Champel, ya peligraba, había acudido a buscar consuelo. Pero las únicas respuestas que había obtenido tan solo habían conseguido hundirla más y más. La religiosa no fue capaz de entender en ningún momento qué clase de trato tenía con el cocinero. Cuando le habló de Iskay, cuando insinuó ligeramente que amaba a aquel recién llegado de lo más profundo de la selva, la mujer, una valenciana que hacía media vida que estaba en Lima, fue incapaz de ver más allá. La de Constança, según la Iglesia, era una vida que transcurría rodeada de pecado.

Este conjunto de ideas contrapuestas, el calor del cuerpo de Rodolf, sus besos a menudo torpes, hicieron muy difícil la faena del día siguiente. Vicenta, aunque se esforzaba por aceptar lo que estaba sucediendo ante sus ojos, se sentía ajena y sus silencios la delataban. A veces pensaba si debía denunciar a doña Jerònima el comportamiento impropio de la chica, pero se imponía la idea contraria, la certeza de que Constança solo buscaba la libertad, la que ella nunca había tenido, toda la vida encerrada entre las cuatro paredes de la trastienda.

—¿No quieres saber qué pasó? ¡No me lo puedo creer! —dijo Constança, no tanto para pincharla ni presumir de su noche con Rodolf como por la nostalgia de haber perdido a su amiga, la cómplice de los días malos.

—Me enseñaron que Dios prohíbe esta clase de cosas. No quiero saber nada… —respondió Vicenta mientras recogía los restos de harina sobrante de un pastel para el capitán general.

—¡Eres desconcertante! Siento contradecirte, pero sí que quieres. Lo que pasa es que tienes miedo, amiga, miedo de Jerònima, de perder esta vida de miseria, de levantarte un día y que alguien te diga: «A partir de hoy ya no serás una esclava, haz lo que quieras…»

En ningún momento fue su intención ofenderla. Aquellas palabras salieron de su boca con toda la amabilidad de que era capaz, pero para Vicenta supusieron un golpe muy duro. En aquellas cuestiones no entendía demasiado de matices, y no esperaba que, además de soportar tantas novedades que la espantaban, Constança la atacara de aquella manera.

—Espera, Vicenta, espera. Por favor, ¿por qué lloras? Yo no pretendía…

—¿Qué pretendías, entonces, eh? ¡Dime! ¿Qué pretendías?

La vieja criada se marchó corriendo, aunque doña Jerònima podía entrar en la trastienda en cualquier momento. La primera reacción de Constança fue seguirla hasta el segundo piso, donde desde siempre tenía su cuarto, en medio de varias habitaciones que se usaban como almacén o permanecían vacías. Pero pudo más una cierta perplejidad y, también, darse cuenta de que si su abuela no encontraba a ninguna de las dos en su lugar de trabajo, sería mucho peor para ellas. Así pues, terminó de recoger la harina y después comenzó el pedido que había que satisfacer aquel día.

Seleccionó con esmero el amelo y el alazor para los rojos, el azafrán y retama para los amarillos, el zumaque de Sicilia para el negro… Pronto perdió la cuenta de todos los productos que había manipulado y los revisó uno a uno. Era una muestra para los propietarios de la nueva compañía de hilados y un negocio muy importante para doña Jerònima. Si lograba convencer a aquellos señores de que sus hilados eran los mejores de toda Barcelona, la droguería de la abuela se convertiría en proveedora de la compañía. Constança sabía que los beneficios serían enormes.

Cuando lo tuvo todo listo, Vicenta aún no había vuelto. Después de asegurarse de que doña Jerònima estaba ocupada con los clientes, se sacó del pecho un papel con medidas que había doblado cuidadosamente, y fue cogiendo pequeñas cantidades de algunas especias. La ausencia de la vieja criada, en realidad, suponía una ocasión de oro.

Pero unos gritos provenientes de la tienda hicieron que se acercara a la cortina que separaba los dos espacios.

—Tranquilizaos, señor marqués. ¡No querréis morir de una apoplejía! ¿Sabéis cuánto perjudicaría eso mi negocio?

Quien hablaba de aquel modo era Jerònima, y el hombre a punto de tener el ataque era un marqués al que ella siempre calificaba como de tres al cuarto. A Constança no se le ocurría cuál era la cuita que lo tenía tan excitado, pero se enteró enseguida.

—¿Es que no lo entendéis, señora Jerònima? Los que vuelven de las Indias siempre piensan que pueden presentarse aquí y hacer lo que quieran. ¿Cómo se atreve este virrey sin virreinato a construirse un palacio en la Rambla sin tener en cuenta las nuevas disposiciones? Si lo hace como pretende, y debéis saber que he tenido acceso a los planos, quedará lejos de la línea que ha marcado el consistorio. El proyecto de alinear la Rambla quedará muy mancillado por su insolencia. Y bien sabe Dios que muchos hemos hecho grandes esfuerzos por acomodar a él nuestras casas y palacios.

La patrona no respondió de entrada. Escuchaba al marqués, pero también miraba de reojo a los otros clientes que esperaban turno. Quizá para que el hombre se tranquilizara, dijo:

—¡Qué personaje, Manuel de Amat!

Entonces, todas las medidas que Constança llevaba en las manos, el clavo, la canela, el sésamo, cayeron al suelo y se esparcieron, mezclándose con los restos de harina y chocolate en polvo.

La chica empezó a temblar, pero esta vez la causa no era el recuerdo de las manos de Rodolf.

—Diría que estás más serio que de costumbre, Rodolf. ¿Acaso tienes que darme alguna mala noticia?

Constança miró al chico de soslayo mientras recogía los utensilios dispersos en la pequeña mesa de su taller. Poco a poco, aquellos trastos desechados o recogidos de la basura se habían convertido en objetos con funciones propias, a los cuales trataba como pequeños tesoros. Las herramientas que rescataba de la tienda procuraba tenerlas a buen recaudo cuando no las usaba. Si alguien aparecía en el palomar, y en este sentido solo pensaba en doña Jerònima, no le sería fácil descubrirlas.

La última incorporación había sido aquella balanza, que le sería útil para calibrar el peso de los ingredientes y que ya había arreglado emulando la destreza de su amigo Iskay.

Ante la pregunta de la chica, Rodolf no abrió la boca. Al contrario, siguió cogiéndose la cabeza con las dos manos mientras observaba la claridad del día que ya iluminaba los tejados. Después de meditarlo un momento, abandonó el catre con la intención de aproximarse a aquella parte de la estancia que la cortina mantenía oculta casi siempre. La joven salió bruscamente a su encuentro.

—Ya te he dicho muchas veces que este es mi espacio, y no me gusta que nadie fisgonee. Además, ¡hoy te he preparado una sorpresa! —exclamó, quitando hierro al asunto.

No era la primera vez que le daba a probar alguna de las confituras que elaboraba en pequeñas cantidades, una pizca de mermelada de higos maduros, un poco de crema de naranjas verdes o un trocito de piñonate de almendras. Quizás abusaba de la predisposición del chico, pero es que Vicenta había perdido interés y apenas respondía con monosílabos a sus preguntas sobre la bondad de sus creaciones. Esta vez Rodolf no parecía complacido de hacer de conejillo de Indias.

—Ya veo que hoy no estás para historias. No tienes ni la menor idea de cómo encontrar a Pierre y no sabes cómo decírmelo. Es eso lo que te preocupa, ¿verdad?

—El conocido del que te hablé aún no ha vuelto de Cádiz. He seguido la pista que me dio aquel otro, el pescador, pero nada de nada. Es como si se lo hubiera tragado la tierra.

—¡Seguiremos buscando!

—¿Es que no puedes pensar en nada más, Constança?

—¿A qué te refieres?

—Pues a que tienes una buena vida. Eres la nieta de la mejor droguera de Barcelona y no te falta nada, incluso juegas a las cocinas, como si aún fueras una niña. —Rodolf hablaba con decisión, pero hacía algún silencio significativo, como midiendo sus palabras o temeroso de las consecuencias—. Y en todo este tiempo no me has presentado a tus abuelos, y ni siquiera permites que me pase por la tienda. Comienzo a estar harto de saltar por los tejados como un vulgar ladrón… ¡Muchos días me da la impresión de ser un mocoso!

—No juego a las cocinas, Rodolf. No puedes entenderlo… Además, pensaba que disfrutabas estando conmigo, que nos lo pasábamos bien juntos y que teníamos…

—¿Teníamos? ¿Se puede saber qué tenemos, Constança? ¡A veces pienso que estás ida! ¡Tienes edad para pensar en el matrimonio y te pasas las noches en este palomar haciendo pastelillos como una criatura!

—¡No hago pastelillos! —Había encajado la primera queja sobre su pasión culinaria, pero ni una más.

—¡Tanto me da lo que hagas! ¡Tienes la cabeza llena de pájaros!

Si le hubieran lanzado un jarro de agua fría, Constança no se habría quedado con una expresión tan próxima al horror. ¿Cómo podía ser que después de casi dos semanas le viniera con una actitud exigente y egoísta? Él solo quería su cuerpo, nada más. Y su cuerpo quería ser amado, que lo abrazaran más allá del acercamiento tímido y un poco rancio de Vicenta. Pero podía prescindir de él, estaba segura.

Rodolf tomó conciencia de que había llegado demasiado lejos. La mirada azul de la chica permanecía fija en su amigo, pero más bien parecía rodearlo, como si lo quisiera engullir.

—No, quizá no me esté explicando bien… —murmuró Rodolf sin demasiada convicción tras observar de reojo el rostro de ella—. ¿Podrías, por favor, hacer el esfuerzo de ponerte en mi lugar? Tú tienes una vida regalada, y yo… yo solo soy tu distracción. Te engalanas y esperas que venga a adorarte a la luz de la luna. Después bajas a tu cuarto y yo vuelvo a mi guarida. No es fácil dormir cuando tienes hambre, ver cómo mi madre reparte un trozo de pan entre los hermanos pequeños y finge que ella ya ha comido.

Constança se dio cuenta entonces de la fragilidad interior que traslucía su amigo. Si llevar aquellos cuatro trapos combinados lo consideraba engalanarse, no debía de haber tenido demasiadas ocasiones de contemplar de cerca a otras mujeres, aparte de las rameras que frecuentaban los locales donde la llevaba a veces. O quizás, y eso era lo más probable, no distinguía demasiado bien lo que tenía delante, aparte de la piel que quedaba a la vista.

Como fuera, aquella reflexión no era la más importante. La chica sintió un pellizco en la boca del estómago que la hizo doblegarse. Por un lado, no le podía perdonar que no la tomara en serio, pero… ¿con qué derecho podría reprochárselo? Rodolf se había hecho una imagen falsa, y ella era la única culpable.

Un alboroto de cencerros le rompió sus cavilaciones. Era la señal inequívoca de que algún viudo se casaba. En un primer momento, Constança creyó que su amigo salía al tejado para mirar la calle movido por la curiosidad, pero antes de poder decir nada ya había desaparecido de su vista. Estaba dolido y nada parecía ir bien.

No había sido un buen comienzo, y ahora se arrepentía. ¿Y si le hubiera explicado que aquel juego de «criaturas» no era el pasatiempo de una chica consentida y aburrida, que buscaba la manera de abrirse un camino lejos de la esclavitud a que la sometía su abuela? En todo caso, aquellas palabras no habían salido de su boca, a pesar de que necesitaba confiar en alguien, explicar que aquella misma tarde un fantasma del pasado había vuelto a hacer acto de presencia… Es que tenía la sensación de que, por lo que se refería a Rodolf, lo había estropeado todo.

Bien, lo esperaría. En el fondo, solo era una rabieta de niño mayor. Y se armaría de valor para decirle la verdad. Le haría entender que se necesitaban y que, juntos, podrían conseguir grandes hitos. ¡Seguirían buscando a Pierre y, cuando lo encontraran, todo sería diferente!

Unos barquillos de pasta de melocotón seguían sobre la mesa cuando, ya despuntando el alba, a Constança la venció el sueño.