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Barcelona, primavera de 1772

—¿Te ha dicho algo Ventura? —preguntó la criada a la nieta de su patrona.

—¿A mí? No. ¿Qué tenía que decirme?

—He oído que hablaban de las cuentas. Pensaba que quizá lo comentarían contigo.

—No me espantes, ¿falta algo de la caja? Yo nunca tocaría ni un…

—¡No te alarmes! Yo no he dicho eso. Se trata de un decreto por el que obligan a los comerciantes y mercaderes a llevar las cuentas en castellano. ¡Se les viene encima mucho trabajo! Y como tú sabes de letras, Ventura opinaba que podrías echarles una mano.

—Lo haré encantada —dijo la chica, viendo la oportunidad de abandonar los fogones ahora que el calor comenzaba a hacer insufrible estar cerca de ellos.

—¡Espera! Tu abuela no quiere ni oír hablar de ello, de momento. Te lo digo para que estés preparada si surge el tema. Pero ¡no me delates, que yo no quiero discusiones!

—No lo haré, Vicenta. No lo haré. ¿Te imaginas? Si pudiera llevar las cuentas tendría más libertad de movimiento, pero bien mirado… No podríamos estar juntas y sé que, a pesar de todo, añoraría todo esto… De todas maneras, me parece una tontería perder el tiempo en rehacer unos papeles que ya funcionan.

—Déjalo, Constança. Son muy cabezotas.

—¡No lo entiendo! ¿Por qué no podemos hacerlo como hasta ahora? ¡Los números son los mismos y las letras que los acompañan son bastante claras!

—Quieren una única lengua. Creen que así tendrán el control. Ya hace cuatro años el conde de Aranda dictó una real cédula por la cual prohibía la enseñanza del catalán en las escuelas de primeras letras, latinidad y retórica. Se expulsó al catalán de todos los juzgados y se recomendó hacerlo también en las curias diocesanas.

—Pero ¡es la lengua de esta tierra! Es la que hablaba con mis padres… Si dejamos de hablarla, ella también morirá —dijo la chica con cara de tristeza—. ¿Te parece que tienen miedo?

—Mira, ¡no es asunto nuestro! Ya tenemos bastantes problemas. No te metas. ¿De acuerdo?

—Me sorprende la facilidad que tienes para hablar de algunas cosas, Vicenta.

—¡No me descubrirás! Ni siquiera doña Jerònima lo sabe. Se me queda lo que leo y también lo que escucho. El asunto del conde de Aranda fue un buen revuelo. Imposible olvidarlo.

—¡Cómo…! ¿Lo que lees? Ya sé que te defiendes leyendo, pero…

—Hago algo más que defenderme. Pero ese es mi secreto. Algún día te lo desvelaré… Por cierto, ¿qué te ha pasado en el cuello? —preguntó la criada fijando la mirada en la piel enrojecida que se advertía bajo la blusa.

—Nada. Debe de haberme picado un mosquito y me he rascado —dijo, cubriéndose rápidamente para ocultar las marcas que aquellos cafres le habían dejado en prenda. Después de rumiarlo, dijo—: Los problemas forman parte de la vida, no podemos cerrar los ojos y hacer como si no pasara nada. ¡Es el legado de nuestros antepasados y tenemos que protegerlo!

—¡Qué bocazas soy! No debería habértelo dicho. ¡Tengo una idea! ¿Por qué no me cuentas un poco de aquel genio que te tenía robado el corazón?

—¿Un genio? ¡No sé de qué me hablas!

—Sí, mujer, un italiano, me parece recordar. Dijiste que me lo explicarías.

—¡Ah! ¡Leonardo da Vinci!

Constança mudó la expresión de su rostro. Un brillo de agua iluminada por la luna emergió en sus ojos y habló y habló de aquel a quien tanto admiraba.

—Algunos lo tildaban de loco, Vicenta. ¡Quería volar como las aves! Estaba convencido de que un día volar estaría al alcance de los hombres. Hizo muchos dibujos, pruebas que a menudo servían para ridiculizarlo. Pero él no desfallecía, volvía una y otra vez hasta que perdía el interés y se apasionaba por otra cosa.

—¿Y lo consiguió? Volar, quiero decir.

—No del todo, me parece. Mi preceptor decía que hizo construir una máquina que parecía un pájaro gigantesco. Pero ¡tenía tantas cosas que aprender para lograr sus propósitos! No tuvo bastante con una sola vida…

—Pues a mí me parece que me sobra —dijo Vicenta en voz baja.

—¿Sabes qué hacía?

La criada abrió los ojos como una niña a la que su madre narra una historia inventada y ella se rinde sin importarle qué es realidad y qué ficción.

—Compraba cadáveres de delincuentes para estudiar cómo se doblan y se estiran los músculos de las articulaciones. Se hacía llevar restos de cerebros, vísceras…

—Pero eso… ¡eso es asqueroso, denigrante!

—¿Por qué? ¡Piénsalo bien! Aquí, a cuatro pasos, en la calle Hospital, ¿qué edificios hay?

—La casa de los Morera, la de los Cases…

—Sí, claro, y también el hospital, el Colegio de Medicina, el de Cirujanos, el depósito de cadáveres y el cementerio.

—No sé adónde quieres llegar —respondió Vicenta, que ya comenzaba a perder el hilo.

—¿Te parece casualidad que estos edificios estén tan cerca los unos de los otros?

La mujer no respondió. Veía que Constança llevaba su disertación por caminos que no llegaba a comprender y comenzaba a perder el interés.

—Me gustaba más la historia de la máquina de volar —dijo para cambiar de tema, pero la chica no estaba dispuesta a cejar.

—¡Seguro que has oído hablar de ello! Los cirujanos se establecieron aquí para disponer de cuerpos con los cuales estudiar el ser humano. Dicen que necesitan diez cadáveres por semana, y con el cementerio y el hospital están bien servidos. Sin embargo, en verano no pueden hacerlo porque con las barras de hielo no es suficiente para conservarlos.

—¡Basta! —exclamó la criada con cara de asco.

—Todos tenemos que morir un día u otro, Vicenta. ¡Con lo que aprenden, estos estudiosos pueden ayudar a salvar muchas vidas!

—Mira, a mí no me gusta hablar de esto. Conozco a una mujer que asegura que a su marido lo llevaron directamente del hospital a la mesa donde descuartizan los cadáveres. Lo habían operado sin éxito, pero su corazón aún latía.

—¡Bobadas!

—Muy bien, quizá sean bobadas. Pero qué tienes que ver tú con toda esta historia… —Vicenta hacía muecas sin encontrar la palabra que reflejara el rechazo que le provocaba aquella conversación.

—Quiero seguir sus pasos. ¡Eso es lo que quiero hacer!

Viendo la cara de espanto que ponía la criada, Constança rectificó.

—¡Tranquila, mujer! No me refiero a todo eso de los cuerpos. Quería decir que quiero llegar al fondo de las cosas, como hacía Leonardo. Bien, no exactamente de la misma manera… Yo creo que se dispersó. Iba de teoría en teoría, comenzaba cosas que no acababa nunca, pintaba… Pero me interesa su capacidad, la atención que prestaba a los descubrimientos. Me lo imagino haciendo sus propios pigmentos, mezclando polvos de minerales, huevo, aceite y otros ingredientes para obtener las pinturas. Mi preceptor me explicó que dedicaba horas a esa tarea, antes de enfrentarse al cuadro. Pensaba que, cuanto más rica y bien amalgamada, mejor sería la pintura. Y también era un gran observador. Anotaba las cosas en una libreta, como hago yo —dijo mostrando la que llevaba bajo la camiseta y de la cual no se separaba nunca.

A aquellas alturas, la criada ya no sabía qué decir. Esto no preocupaba a la joven, que, apasionada como estaba con su propio discurso, se había abstraído por completo.

—¿Quieres saber por qué no lo envidio del todo? —Sin esperar respuesta, Constança Clavé añadió—: Porque yo no pienso dispersarme. Dedicaré todos mis esfuerzos en una sola dirección, en profundizar en aquello que de verdad me apasiona. ¡La cocina, Vicenta, la cocina!

Días atrás, no había sido demasiado sincera con su amigo Rodolf. ¿Podía considerarlo un amigo? La había salvado de aquellos matones, y también le había dado esperanzas en su búsqueda de Pierre Bres. Sin embargo, ella se había comportado como una chica un poco desagradecida, la nieta de los grandes drogueros de Barcelona, obsesionada por encontrar a un personaje misterioso.

Mientras iba distribuyendo los sacos de algarrobas que habían traído de El Vendrell, dudaba si realmente había conseguido interesarlo. Pero la presencia de la criada en el umbral, con el rostro demudado, hizo que olvidara esas preocupaciones.

—¡Vicenta, por el amor de Dios! Parece que hubieras visto a un fantasma. ¿No habrá entrado una rata rabiosa? Dímelo, porque si es así ya sabes que saldré corriendo…

—No sé qué decirte. Bien mirado…

Constança miró de reojo alrededor, pero algo le decía que no se trataba de eso.

—Me estás asustando. ¿Hay algo que debería saber? ¡Por el amor de Dios, habla de una vez!

La relación con Vicenta era lo más positivo de su vida en la droguería. La vieja criada la trataba como a la hija que no había tenido, y su ayuda era fundamental para hacer el trabajo más soportable. Entre las dos se repartían lo más duro, que Jerònima siempre asignaba a Constança.

En cambio, Ventura era un misterio. Tan pronto la ayudaba a resolver los conflictos con su abuela como se ponía de parte de ella y consentía los castigos. No obstante, como encargado de ejecutarlos, solo le había pegado con la fusta una vez, la primera. A partir de entonces bastaba una mirada de Constança para que el semblante del hombre se llenara de dudas y los fustazos acabaran siendo solo de mentirijillas.

Vicenta continuaba de pie en el umbral. Su inmovilidad hizo que la chica cambiara de actitud.

—¿Hoy no estás de buen humor? —canturreó divertida mientras daba unos pasos de baile en torno a la vieja con la intención de arrancarle una sonrisa.

—¡Calla! —respondió la criada con una firmeza que utilizaba pocas veces—. Estoy pensando si tengo que echarte una bronca o si realmente tienes razón cuando dices que alguien vendrá a buscarte y tu abuela perderá todo el poder sobre ti…

—Me ocultas algo que ignoro y me estás poniendo nerviosa. —Constança detuvo el baile; de pronto, se abrían muchas posibilidades sobre la información que tenía la criada y se le acumulaban en el cerebro.

—Me han dado un mensaje para ti, un chico, más o menos de tu edad, pelirrojo…

—¡Ah! Es eso… —respondió la chica, y soltó una risita.

—¿Es a quien esperas? —La pregunta de Vicenta traslució espanto.

—No, mujer. Es, es… bien, ni yo misma lo sé… —volvió a reír—. ¡Un amigo!

—¿Un amigo? Si se entera tu abuela, te encerrará a cal y canto.

—¿No crees que ya me tiene bastante encerrada? —Constança se puso seria de golpe, sus ojos brillaban—. Explícame de una vez qué te ha dicho. Tengo derecho, ¿no?

La criada, a pesar de sus dudas, sabía que no podía detener la vida. La de ella había sido descabezada muy pronto, cuando le ofrecieron ir a servir en aquella casa, donde ya lo había hecho su madre y antes su abuela. Había pensado que era parte de su destino aceptarlo.

—Ha dicho que te espera esta noche. Pero, criatura, ¿sabes dónde te metes? ¿No eres muy joven para salir sola a esas horas?

—Eso lo dices, Vicenta, porque más allá de los pequeños recados que haces no has tenido demasiadas ocasiones de salir afuera… ¿Me equivoco?

La criada bajó los ojos. No estaba dolida ni ofendida, eran sentimientos que había perdido hacía tiempo. Pero temía el momento en que Constança desapareciera de su vida. Se quedaría de nuevo sola ante los caprichos de una mujer como Jerònima; su existencia dejaría de tener el sentido que la chica le había dado.

No hablaron más. Las dos sabían que hacerlo habría invadido de manera insoportable las razones de la otra. Así, acabaron la faena con un estado de ánimo radicalmente diferente: la alegría radiante de Constança frente a una Vicenta triste y preocupada.

Cuando, ya en el palomar, abrió los pequeños postigos de la ventana, la chica recibió el golpe de aire caliente de finales de mayo como una promesa de felicidad. Su corazón palpitaba con fuerza, expectante por saber si Rodolf tendría novedades sobre Pierre Bres, pero, sobre todo, porque sus temores se habían demostrado infundados. El joven había vuelto y no parecía dar demasiada importancia a la situación, más bien confusa, que Constança le había contado durante su primer encuentro.

Fue en pos de aquella oscura escalera que la conduciría a la calle. Se sentía más segura, y esta vez no había olvidado llevar un cabo de vela para no terminar rodando por efecto de la inquietud que sentía. Nada era diferente en la calle Hospital, salvo la figura que esperaba bajo la lámpara de aceite. Rodolf le dedicó su mejor sonrisa, y ella no se quedó atrás. Unos instantes más tarde caminaban en dirección a la Rambla, sin importarles demasiado la claridad tenue del piso superior de la droguería, donde se recortaba la silueta de Ventura.

—Me muero de curiosidad —dijo Constança después de aceptar la mano tendida de Rodolf, que a cada paso se situaba más cerca—. ¿Has sabido algo de Pierre Bres?

—Pronto, pronto… —respondió el chico haciéndose el interesante—. Me he puesto en contacto con dos amigos muy próximos al mundillo de los cocineros y seguro que tendremos una respuesta.

Constança se detuvo para mirarlo fijamente. ¿La engañaba? Y si era así, ¿le importaba realmente? Aquella libertad repentina le llenaba la vida, y la compañía de Rodolf hacía que sus sueños se dispararan, como si apenas salida de la tienda ya pudiera pasar cualquier cosa. No obstante, dijo:

—Quiero verlos. ¡Llévame!

—¿Cómo dices?

—Quiero que me lleves a conocer a tus amigos. Si pertenecen al mundillo de la cocina, como dices, quizá trabajen en alguna de las casas de comida que hay por la ciudad. ¿Sabes si trabajan en el Hostal de las Naciones? He oído decir que recientemente lo llevan unos italianos llamados Fortis y Malatesta.

—No lo sé con seguridad… De todas maneras, hoy es un mal día para hacer indagaciones.

—¿Por qué?

—No conozco el motivo, pero hoy tienen fiesta.

—¡Mejor! Será más fácil. Iremos a su casa.

—Constança… —Ahora fue el chico quien se detuvo—. No soy nadie especial, pero te he dicho que te ayudaré a buscar a Pierre Bres y lo haré. Tienes mi palabra.

—¿Eso quiere decir que hoy no podremos saber nada de Pierre Bres? —dijo la chica, decepcionada, mientras Rodolf, que advirtió su desilusión, rumiaba a toda prisa.

—Haremos otra cosa, y quizá podrás preguntar por esa persona que te quita el sueño. Iremos a un lugar que te agradará, lo llaman la Puda d’en Manel. Está en el paseo Nacional, y hacen las mejores torrijas que puedas probar en la ciudad. Allí comenzaremos la investigación por nuestra cuenta… ¿Qué te parece?

Constança lo miraba de hito en hito. Se había vestido con la falda amplia de color canela. De las tres que conservaba le pareció la más acertada, dado que le permitía moverse cómodamente a la hora de saltar, y si le molestaba demasiado se hacía un nudo. Sobre los pechos, se había cruzado una ligera tela roja que le cubría la blusa raída. Aquella tela debía de ser la posesión más preciada de Vicenta; pero ni ella misma sabía de dónde había salido. Le agradaba decir que era tan antigua como el mundo y que fue lo primero que había visto al nacer. Quizá por eso le tenía tanta estima y la trataba con tanto cuidado.

Aquella noche no averiguaron nada, solo bebieron y comieron un poco. Las torrijas no estaban del todo mal, pero Constança habría jurado que, una vez fritas, las habían ablandado solo con leche aguada porque, por mucho que se esforzó, no supo encontrar aquel punto de malvasía que las hacía tan especiales. Como no le pareció oportuno hacer ningún comentario, se zampó tres en un santiamén.

Mientras ella se lamía los dedos, el chico contó, medio a escondidas, el dinero que aún le quedaba. Luego solo pasearon con calma por las calles, casi sin hablar. Ella llegó a la conclusión de que aquel joven era muy especial, pero rogó que no quisiera cobrar en especie el favor de la noche anterior, ni las torrijas. Se tranquilizó mientras recorrían aquellas edificaciones fastuosas de la plaza de Sant Miquel, en el nuevo barrio del arenal, que algunos comenzaban a llamar la Barceloneta.

—Lástima que la iglesia esté cerrada a estas horas. Dentro hay un arcángel que tiene tu misma expresión —dijo Rodolf.

Después de un momento en que se miraron con intensidad, ambos jóvenes se refrescaron en la fuente de hierro fundido, rodeada por cuatro farolas recientemente instaladas. Un hombre que apestaba a alcohol dormía tendido sobre un charco.

Siguieron en dirección a la plaza de los Boters, donde parecía concentrarse la actividad militar. Rodolf hacía de guía experto, mientras ella intentaba adivinar todo aquello que le ocultaba la oscuridad.

—Estos son los cuarteles de infantería y de marinería, dicen que pueden alojar a dos mil hombres cada uno.

Pero esta información no pareció impresionar a Constança. Lo que más sorprendió a la chica fueron los bloques de casas, prácticamente idénticas. Una puerta y dos ventanas en la planta baja y un balcón y dos ventanas más en el primer piso.

—Me gustaría tener un balcón como este, de hierro y con barrotes enroscados en el centro y los extremos —dijo, mirándolos boquiabierta—. ¡Y también estas fachadas de colores vivos!

Al llegar a las casas de las Atarazanas, también se detuvo para observarlo todo. La nieta de Jerònima parecía un pájaro al que han abierto la jaula y que, sin saber en qué rama posarse, vuela feliz.

—Las utilizan como almacén, para guardar la barca y los aparejos de pesca —explicó Rodolf ante unas edificaciones más humildes.

La chica dirigió la vista al puerto, perfectamente visible del otro lado, y olió el aire salobre. Un sorbo de añoranza le cerró los ojos para concentrarse mejor en los recuerdos.

—¡Tengo una idea! —la interrumpió su acompañante—. Si volvemos durante el día podremos comer pescado fresco. Un amigo mío tiene una barca y, mientras hacen las reparaciones, comen a menudo las capturas que han hecho. ¿Qué te parece?

Constança sonrió con tristeza, no veía el momento de que todo aquello pudiera suceder.

—Tenemos que volver… —dijo finalmente.

Rodolf la acompañó de nuevo hasta la calle Hospital. Se abrazaron y el chico buscó con ansia sus labios.

—Hoy no. Es muy tarde, y mi abuela se levanta temprano. Mañana, ¿de acuerdo?

Y, sin más, desapareció con la misma prontitud con que había ido a su encuentro.