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Barcelona, verano de 1773
Detrás de Monsieur Plaisir, Constança subió los escalones de su nuevo hogar. Lo hizo con la barbilla levantada y la mirada decidida, como quien toma posesión de algo largamente esperado que, según sabe desde hace mucho tiempo, le pertenece por derecho propio.
No llevaba corpiño ceñido a la cintura, solo una cinta del mismo color que sus ojos, que brillaban con un resplandor recién estrenado. La oscura cabellera le caía libre sobre la blusa blanca de escote generoso. El pequeño hato que le colgaba del brazo se balanceaba a cada paso, mientras arrastraba el baúl que había heredado de Antoine, firmemente aferrado en la mano derecha.
Con la dignidad de una dama, cruzó el patio central del edificio, y una sonrisa elevó sutilmente las comisuras de sus labios al mirar de reojo aquel vergel. ¡Qué poco podía imaginarse hace solo unos meses que tendría a su alcance un jardín semejante, un espacio elevado en la calle Carbassa que no pasaba inadvertido! Constança pensó que Pierre Bres debía de ser muy rico, y que ella disfrutaba por fin de la suerte que le había dado la espalda al llegar a Barcelona.
A medida que se acercaban al ala izquierda del edificio, los encuentros con el servicio se hicieron más frecuentes. Todos saludaban al señor con la cabeza ligeramente inclinada, tan solo unos chiquillos que trajinaban troncos la miraron sin disimular su curiosidad.
—Descansa y dispón tus cosas como mejor te plazca. Más tarde vendrá Eulària y te enseñará las cocinas, el comedor común y el resto de las dependencias. Pídele todo lo que necesites. Mañana te quiero fresca como una rosa.
Las últimas palabras de Monsieur Plaisir fueron pronunciadas con tono amistoso; después deshizo el camino que los había llevado hasta allí y Constança se dispuso a hacer su cuarto. Cuando ya tenía un pie dentro, algo la hizo recular. Al fondo del pasillo se recortaban dos figuras inmóviles. Por la silueta a contraluz, podía tratarse de una mujer y de una chiquilla de más o menos la edad de Rita. Incómoda, se mantuvo en el umbral de la puerta a la espera de que desaparecieran, pero no lo hicieron. Por un momento dudó si aproximarse. Quizá las conocía. Pero sus piernas no le obedecieron. Una especie de presentimiento enturbió la alegría que sentía y, como si así escapara de un mal presagio, cerró la puerta y se adentró en la habitación.
«¡Mira que soy tonta! Después de cruzar el Gran Mar y de sobrevivir…» Constança no acabó de dar forma a su pensamiento. Salió al exterior bruscamente para preguntar a aquellas desconocidas quiénes eran y si querían algo. Sin embargo, por mucho que echó un vistazo a los cuartos abiertos —a los otros no se atrevió—, habían desaparecido.
—¡Tanto da! —exclamó, restándole importancia.
De nuevo se plantó en medio de la habitación que le habían adjudicado. Se recreó llenándose los pulmones con el aire perfumado del romero que colgaba de un saquito de tela en la cabecera de la cama.
—Aún no me lo puedo creer —susurró.
Después de bailar por su habitación como cuando era pequeña, depositó el baúl encima de la cama y lo abrió con cuidado. Sacó la flauta y la hizo sonar de alegría. Sus pensamientos volaban lejos. Entre añorante y feliz, la guardó en el mismo sitio, no sin antes dedicarle un último vistazo. Entonces cogió el legajo de hojas manuscritas, la herencia de Antoine, se sentó sobre el colchón de lana con las piernas cruzadas y lo apretó contra el pecho.
«Es importante que te enfrentes a él con calma. No quieras devorarlo todo de golpe, la digestión sería dura y no absorberías el resultado. No es tan solo un libro de recetas. Es un recorrido personal y compartido con el que he querido disfrutar del descubrimiento, experimentar nuevas posibilidades a la hora de mezclar los ingredientes de cada plato…»
Esas recomendaciones de su maestro permanecían intactas en su memoria. Las había repetido del derecho y del revés antes de confiarle el manuscrito. Sin embargo, sabía que algunas anotaciones eran de su madre, que no quería olvidar los platos con los que se había hecho mayor. Antoine las guardaba con estima, como si se trataran de un objeto de gran valor, y nunca dejó de tenerlas en cuenta.
«Es curioso, pero por más que sigas con pelos y señales las indicaciones de cada una de las recetas, el resultado no es exactamente el mismo. Quizá no le encuentre el punto, porque los platos no tienen el mismo sabor…»
Constança solo había llevado a término las dos primeras recetas. A pesar de que la cena preparada en casa de sus abuelos no había conseguido el resultado esperado, se sintió satisfecha y advirtió cómo, después de las reticencias iniciales, los dos habían acabado chupándose los dedos. De alguna manera, era responsable del legado de Antoine; incluso cuando le había explicado el verdadero arte del sofrito, herencia de su madre, había tenido la sensación de que tomaba el relevo.
La demostración ofrecida a Monsieur Plaisir había sido muy diferente. Se había jugado su futuro a una sola carta y solo le habían concedido una oportunidad.
Recordaba que Antoine hacía unas salsas espléndidas con leche, pero siempre resultaban difíciles de digerir. Además, por mucho que se esforzara, era un procedimiento con el que no conseguiría deslumbrar a alguien como Monsieur Plaisir, avezado en la cocina francesa.
Consultó el legajo en busca de una respuesta. En la cuarta hoja, bajo el título de «Roma anicoc», había escrito lo que parecía una receta muy breve:
«¡No te preocupes, usa la intuición y diviértete! Estate atenta y no renuncies a escuchar tus sentidos. Entonces, déjate llevar. Nunca tengas prisa, es el peor enemigo. Toma nota de cada nuevo sabor, de cada aroma antes de que se confunda con los otros. Y, sobre todo, sueña.»
¿Qué clase de receta era aquella? ¿Y qué sentido ocultaba un título tan estrafalario? Tuvo la tentación de desobedecer los consejos de Antoine, saltarse páginas o leer en diagonal, en busca de mensajes encubiertos. Pero fue fiel a su promesa y se dedicó a releer las palabras del maestro. Las repitió hasta que se las aprendió de memoria y, con este espíritu, se dispuso a cocinar el plato.
Enseguida descubrió que disponía de las mejores aves de Barcelona, y también de pescados, carnes, huevos, así como cualquier especia que quisiera. Complacida, recorrió la mesa de mármol con la mirada. No fue consciente de cómo usaba los productos que tenía al alcance; eran sus manos las que hacían el trabajo, como si obedecieran un impulso ajeno a su voluntad.
Ante la mirada expectante del cocinero, eligió unas peras maduras, enteras. Los dedos se le humedecieron con el jugo dulce que vertían. Entonces, como quien se dispone a llevar a término un ritual, sujetó el mortero de mármol e, inmóvil, soñó un aroma.
Quizás era igual que perseguir un perfume. Debía esforzarse por separar los elementos que lo conformarían. Picó los piñones, las avellanas y las almendras a un ritmo constante; después aligeró la mezcla con perejil fresco. Incorporó una pizca de azafrán, un pellizco de sal y otro de pimienta. De nuevo cerró los ojos para abrirlos unos instantes más tarde y, con la seguridad de un cirujano, mezcló el clavo y la canela. El olor de las especias la complació mientras un cosquilleo le recorría el espinazo.
El color tostado de la mezcla la satisfacía, pero, por más que revolvía el contenido, no conseguía atrapar el punto álgido esperado. La joven cogió aire, olvidó el examen al que Monsieur Plaisir la sometía, y se perdió en un embrujo que la llevó lejos, muy lejos.
De pronto su expresión se transfiguró y una mirada de niña traviesa puso luz al azul de sus ojos.
—¿Dónde está el chocolate?
—¿Cómo dices? —preguntó el francés, frunciendo las cejas y adelantando ligeramente la cabeza.
—Ya me habéis oído. ¡El chocolate! ¡El que tomáis para desayunar! —aclaró mientras señalaba las jícaras de porcelana que descansaban en una balda.
Sin más palabras, el cocinero le dio el bote de cerámica que contenía la molienda del cacao.
Antes de incorporar un generoso pellizco a la mezcla, la joven metió el dedo y, al sacarlo cubierto con aquel polvillo sabroso, se lo llevó a la boca. Repitió la operación dos veces más, imprimiendo sensualidad al gesto. Se complació persiguiendo el sabor del chocolate por el paladar, y con movimientos lentos se relamió sus labios carnosos. Cuando por fin se lo tragó, la caricia del jugo bajándole por la garganta hizo que emitiera un suspiro de placer.
Monsieur Plaisir seguía cada movimiento con los ojos desorbitados y no pudo evitar una erección espontánea. Para no hacerla evidente, se dejó caer en el banco de la cocina.
Constança, ajena a todo lo que no fuera su creación, prosiguió con gesto juguetón y goloso añadiendo un chorrito de vino blanco.
Satisfecha, abandonó la picada dedicándole una sonrisa y puso una cazuela de barro al fuego. Doró unos trocitos de carne de ternera con aceite caliente. Cuando el color se asemejó al de la miel, los retiró. Entonces cortó la cebolla bien fina y la caramelizó; el perfume de un poco de tomate añadiéndose a la confitura le agradó. Con una mancha de harina espolvoreó el color tostado y, sin dejar de mezclar, vio cómo se fundía igual que la bruma baja sobre las montañas.
—Ya está ligado —susurró.
La cuchara de madera guiada por las manos hábiles de Constança mezclaba el contenido con la carne acabada de posar. Dos vueltas más y la picada de mortero regó la superficie con un aspecto crujiente. De nuevo lo revolvió todo con cuidado, sin prisas. Entonces añadió dos copas de agua y las peras.
Antes de condimentarlo con sal y pimienta y tapar la cazuela, olió ligeramente el aroma que desprendía y se sintió complacida.
Se dirigió al cocinero con una sonrisa radiante. Había que esperar un rato para saborear el resultado, que, no tenía duda, sería espléndido.
Por fin había llegado la hora de la verdad, y Constança fue presentada al resto del servicio. De la docena de criados, sirvientes, camareras y lacayos, siete estaban destinados en la cocina. El portero y el cochero vestían de manera más elegante, diferenciándose del resto. La joven saludó a los unos y los otros disimulando su indiferencia. Buscaba a dos mujeres en concreto y, a pesar de no saber demasiado más, tenía la intuición de poder reconocerlas. No iba errada. Al ver delante de sí a la pelirroja de piel muy blanca y ojos almendrados, supo que la búsqueda había llegado a su fin.
Se examinaron mutuamente durante unos instantes. A diferencia del resto de los presentes, aquella mujer no bajó la mirada. Tan solo cogió de la mano a la chica que la acompañaba, poco más joven que Constança.
—Te presento a Àgueda y su hija Cecília —informó el francés—. Ellas se encargan de limpiar la plata, supervisar la ropa… ¡Ya se sabe, en una casa tan grande nunca falta trabajo!
Con una punzada de desconcierto, Constança acompañó a Pierre Bres a las cocinas.
—¡Este es mi reino! —exclamó él muy ufano—. Para que todo funcione la disciplina es muy importante, aplicarse en la observancia de las reglas. Cada uno sabe su cometido y el éxito del resultado depende del cumplimiento del método establecido.
Aquella tropa se veía muy bien adiestrada y rodeaba, fiel, a su señor. Un recuerdo asaltó la memoria de Constança. Alguno de los maestros que se ocupaban de su formación en Lima le había explicado el funcionamiento de las abejas, la manera en que se organizaban. Había una correspondencia casi perfecta con lo que veía ahora.
No tenía ninguna duda de que Monsieur Plaisir hacía el papel de la abeja reina, la única reproductiva y, sin embargo, también encargada de eliminar a sus rivales en potencia. Ya le habían presentado a las obreras; como no podía ser de otra manera, de ellas dependía el futuro de la comunidad. Recogían néctar, polen y agua; transformaban el néctar en miel, limpiaban la colmena…
Antoine Champel le había hablado de la ciudad espiritual de san Agustín y de la utopía de Tomás Moro, incluso del Estado justo que pregonaba Platón. Pero para que la chica pudiera entender todo aquello, al final había puesto el ejemplo de las abejas. Y en aquella sociedad perfecta que el cocinero se había organizado había una figura que Constança aún no había identificado: ¡el zángano!
Este individuo no disponía de aguijón, ni de ninguna defensa; tampoco tenía cesto para el polen, ni glándulas reproductoras de cera. Su única función era aparearse con la reina. Pero a medida que se acercaba el otoño, los zánganos eran expulsados de los panales por las obreras y morían en el exterior. Se preguntó quién cumplía esa función en casa del prestigioso cocinero. Y un escalofrío le recorrió la espalda.
—¿Constança, pasa algo? —preguntó Monsieur Plaisir al observar su repentina palidez.
—¡No, nada!
Desprendiéndose de aquella idea absurda, prestó atención a las instrucciones de aquel hombre elegante. De momento ella debía acompañar a la subcocinera y familiarizarse con el resto. Los ayudantes se encargarían de ir a buscar agua, fregar los platos, comprar todo lo necesario y obedecer en aquello que se les ordenara.
—Nosotros no trabajamos para un único patrón. Vamos donde se nos pide, casi siempre nos hacemos cargo de fiestas o compromisos en que los nobles y señores anfitriones deben obsequiar a un invitado de una manera especial. También ayudamos a los cocineros a ligar salsas o preparar postres en ocasiones puntuales. Ya puedes imaginar que nuestro oficio es de una gran responsabilidad. Si fracasamos, se pueden ir a pique asuntos muy importantes. ¡La mesa constituye un escenario estratégico! A su alrededor tanto se cierran pactos políticos como se anuncian compromisos de matrimonio. De vez en cuando también se gestan otras cosas que… en fin, si yo te explicara…
—Me hago cargo.
—No. Aún no, pero ya lo irás viendo. Estoy convencido de que sirves para este trabajo, y por eso te he contratado —dijo él mientras sus ojos contradecían sus palabras; poco después dejó de mirarla—. ¿Sabes por qué me llaman Monsieur Plaisir?
Constança negó con la cabeza. No quiso aventurar una respuesta que no se ajustara a la esperada. Entonces el cocinero irguió el cuello con pose altiva, como un pavo real que hubiera ido a lucirse en un gallinero. Bien mirado, el porte de Pierre Bres era principesco, con aquel talle esbelto y una presencia impecable. Llevaba casaca y una chaqueta de diferentes tonalidades de verde, y debajo una camisa que recordaba el tono más claro de las vainas de judía. Los pantalones ajustados se le ceñían a la rodilla con una hebilla, más pequeña que la de los zapatos, que eran puntiagudos y con un poco de tacón. El conjunto se completaba con unas medias que adornaban la parte de pierna que quedaba al descubierto.
—Escúchame bien, chiquilla. Yo soy quien satisface las necesidades de quienes buscan el placer. Y soy un verdadero experto en ello. No concibo la vida sin ir de manera constante a la búsqueda de la felicidad, y la cocina es su verdadera fuente. Mi oficio es deleitar todos los sentidos de los clientes, como si no hubiera ninguna otra cosa importante en la vida. Eso es lo que esperan de nosotros y es, exactamente, lo que les ofrecemos. ¡Si lo has entendido, eres bienvenida a mi casa!
Constança asintió mientras ocultaba una media sonrisa. No se tomaba a la ligera las palabras del señor, pero la manera de hacerlo le sonó innecesariamente afectada. Después tomó buena nota de cuanto sucedía en las cocinas, pero una de las conversaciones captó su atención.
—¡Cuando el palacio que el virrey del Perú se está haciendo construir en la Rambla esté terminado, nos caerá mucho trabajo!
—He oído decir que, desde tierras tan lejanas, él mismo se encarga de dar las instrucciones y toda clase de detalles para la construcción.
¡No era posible! Aquellas personas hablaban de Manuel de Amat y Junyent, el virrey al que había servido su padre. ¡Todo indicaba que su regreso a Barcelona era para quedarse! La joven aguzó el oído.
—Si es tan rico e influyente como dicen, ya verás como el patrón y todos nosotros acabamos instalándonos una temporada en su casa. Se comenta que le gusta la buena cocina, sobre todo la francesa. ¡Sería un no parar!
—¿Te lo imaginas? Vivir en un palacio y ver pasar a las damas más bellas, a los prohombres más importantes y…
—Perdonad, ahora vuelvo —dijo Constança, y se dio media vuelta apresuradamente, para sorpresa de sus nuevos compañeros y compañeras.
Una vez en el jardín, se serenó y se hizo la promesa de no dejar que aquel fantasma del pasado enturbiara su oportunidad de ser feliz.