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Barcelona, otoño de 1773

Aquellos meses en casa de Monsieur Plaisir fueron deliciosos. Lejos del recelo con que se habían recibido sus aportaciones y sugerencias iniciales, Constança había conseguido crearse una posición de privilegio en las cocinas. Con mucha mano izquierda, se había ganado la confianza y la complicidad de casi todo el servicio y, ahora, su participación resultaba imprescindible para sus compañeros.

Pierre Bres, tal como ella lo denominaba en privado, la trataba de una manera exquisita y tenía una consideración especial por sus iniciativas; una consideración que en ningún momento otorgaba a los otros, sin dejar de lado algunas muestras de confianza, mínimas pero evidentes, a las cuales Constança, feliz, no prestaba demasiada atención.

—Es la niña de sus ojos —comentaba Eulària, quien se afanaba para que, tal como le habían indicado, no le faltara nada a la recién llegada.

Cuando en la cocina de Monsieur Plaisir no tenían ningún encargo, y se ha de decir que era en contadas ocasiones, la joven era libre de entrar y salir de la casa. Entonces, aprovechaba para encontrarse con Ventura en el café de la calle de la Esparteria, o con Rita, que la ponía al día de las novedades en la droguería de los abuelos. La huérfana no había olvidado la promesa hecha y a menudo le preguntaba sobre la posibilidad de que el francés la «comprara» también a ella. Lo único que podía responder Constança es que era cuestión de tiempo, que un día no demasiado lejano se presentaría en la tienda y se la llevaría.

Las cosas no resultaron tan sencillas con Vicenta. La vida de aquella mujer se había visto conmocionada al conocer a la joven. Si bien era cierto que la había enfrentado a su existencia mediocre y sumisa, también le había dado esperanzas. Durante la época en que permaneció en la tienda, la idea de que todo podía ser diferente había anidado en la criada; por momentos volvía a ser aquella mujer con sus sueños de juventud, a la cual ya había renunciado.

Por eso su marcha se había convertido en una ruptura tan dolorosa, como si a Vicenta le hubieran vuelto los síntomas de una antigua, larga y abrumadora enfermedad. Meses más tarde aún se resentía de las cicatrices, y por nada del mundo quería exponerse a reabrir viejas heridas. Este era el motivo por el cual siempre encontraba una excusa para aplazar el reencuentro.

Aquel día, aunque lo tenía libre porque Pierre se había marchado a Girona para averiguar las razones de la desaparición de uno de sus proveedores más estimados, Constança decidió no salir de casa. Tendría tiempo para visitar de nuevo a aquellas mujeres a las que había dejado atrás, aunque comenzaba a pensar que la vida también era eso. La gente se iba quedando por el camino, sin que ella pudiera hacer demasiado para cambiar las cosas.

Por otra parte, fuera lloviznaba y se había levantado un vientecillo frío que invitaba a quedarse a cubierto. Se había levantado de buen humor y, después de tomar un chocolate caliente, había preparado todo lo que necesitaba para convertir unas telas de indiana en cortinas para su cuarto. Quizá debido a los años en Lima le agradaban los colores vivos, aunque en Barcelona no eran fáciles de encontrar.

Las había comprado gracias al generoso sueldo que le pagaba su benefactor, si bien debía reconocer que se lo ganaba con creces. No había podido resistirse, después de ver cómo lucían las casas de prestigio donde a menudo solicitaban los servicios de Monsieur Plaisir. Le parecía que aquellos nuevos estampados, que se habían puesto tan de moda, hacían más hermosos los objetos cotidianos.

Con ellos, Barcelona había entrado de lleno en los circuitos del gran comercio internacional. No era solamente gracias a la exportación de aguardiente al norte de Europa, también los barcos que zarpaban hacia las Indias iban llenos de tejidos catalanes. Aquellas nuevas telas de algodón iban adquiriendo una importancia creciente en el tráfico de mercancías. ¡Y Constança no quería renunciar a verlas engalanando su cuarto!

De los muchos motivos que se ofrecían, había escogido uno que alternaba rayas y franjas verticales con ramilletes de pequeñas flores en azul, rojo y tostado, todos colores muy vivos. Por unos momentos le pareció que volvía la primavera a su ventana y que la humedad del cuarto se evaporaba, ¡e incluso que las podía oler!

Cosía, cantaba, volvía a coser. Y, entre puntada y puntada, sonreía y hablaba en voz alta.

—¡Cómo me gustaría tenerte cerca, Iskay! Solo me entristece pensar que tus ojos hayan podido quedar definitivamente a oscuras… ¡Ya lo sé! Tú refunfuñarías, seguirías insistiendo en que la luz nos es dada por la alegría y esta es una experiencia personal, que viene de dentro. Y quizá debería darte la razón.

»¿Sabes? ¡Me parece que por fin puedo percibir la luz de la que siempre me hablabas! Diría que tiene que ver con la serenidad. Mi intuición me dice que he encontrado el sendero correcto. Me gusta mi nuevo trabajo, me siento respetada por todos y, en particular, halagada por Pierre Bres, el cocinero que buscaba. ¿Te acuerdas? ¡Es tan elegante! Ha viajado por medio mundo, conoce a tanta gente… Sí, tiene sus cosas, pero quizá son más evidentes porque no le da reparo mostrarse tal como es. En casa me tratan de señorita, ¡y te partirías de risa si me vieras con mis nuevos vestidos! En esta parte del mundo tienen la costumbre de llevar una prenda que llaman corsé. ¡Dios mío! ¡Hasta que te acostumbras, te corta la respiración! El cocinero me regaló uno, y también unos zapatos de terciopelo con tacones, ¡nada menos adecuado para caminar por la selva! Un día me llevó a pasear de bracete…

—¿Decía algo la señorita? —interrumpió Eulària.

—No, no… Hablaba sola —sonrió sin apuro.

—Por mí no os preocupéis. Yo también lo hago a menudo.

—Eres muy amable, Eulària. Por cierto, ¿te gustan?

Constança le mostró las telas hilvanadas.

—¡Oh, sí! Desde luego os dais mucha maña.

—¿Ha salido Monsieur Plaisir? Cuando las tenga listas me gustaría mostrárselas.

—Ha vuelto hace un rato, creo que está en su estudio.

—¿Acaso experimenta con algún ingrediente nuevo?

—Eso sí que no lo sé, señorita…

—Puedes llamarme Constança, ya te lo he dicho muchas veces.

—Sí, señorita Constança.

Ambas rieron al unísono y Eulària se cubrió la boca como hacía siempre, para no mostrar unos dientes irregulares que la acomplejaban desde muy joven.

—¿Sabes a qué hora terminará el trabajo?

—Imposible saberlo… Cuando se encierra a cal y canto en su estudio puede pasarse todo el día, incluso parte de la noche. ¡No permite que nadie lo moleste y no sale ni para comer!

—Caray, sí que debe de ser interesante el experimento que lo retiene —bromeó Constança—. ¿Y tú? ¿Nunca has entrado en ese estudio?

—¡Oh, no! Ninguno de nosotros tiene acceso. Bueno, antes entraba Àgueda, pero de eso hace muchos años…

—¿Àgueda…?

—Perdonad, si no me necesitáis debería volver al trabajo —la interrumpió Eulària, visiblemente incómoda.

Constança se quedó pensativa, algo se le escapaba. A partir de entonces su curiosidad fue en aumento. No veía la manera de conseguir información sin resultar indiscreta y, al final, resolver el misterio se convirtió en una obsesión. Un par de veces estuvo a punto de preguntarlo, pero se desdijo. En el fondo, confiaba que con el tiempo se haría merecedora de conocer aquel secreto.

Quizá fue a causa de la tempestad.

En la tarde oscura, Constança se dejó llevar por el estrépito del agua sobre los tejados. Melancólica, se entregó a la contemplación de los regueros que la lluvia formaba sobre los vidrios y perdió la noción del tiempo delante de aquellas formas sinuosas y ondulantes que resbalaban a ritmo desigual. De alguna manera, las inciertas lejanías se convertían en certezas en la voz líquida que ahora le hablaba y que tanto le hacía pensar en su amado Rímac, el río donde tantas cosas habían sucedido por primera vez.

La joven cogió la flauta para que la acompañara en aquellos instantes que sentía muy suyos. Unas notas temerosas brotaron de la madera de saúco y, sin prisas, se esparcieron por la habitación.

Solo los márgenes de una sombra delataron la presencia de alguien más en el cuarto. Ningún ruido, ninguna palabra. Se dio cuenta de que no estaba sola, pero le era imposible asegurar si el intruso acababa de llegar o ya hacía un rato que estaba allí. En un primer momento el corazón comenzó a latirle con fuerza, pero muy pronto se tranquilizó.

El perfil frágil, la estatura media y la larga cabellera que se adivinaban en la oscuridad le hicieron pensar que se trataba de la hija de Àgueda.

—¿Cecília? ¿Eres tú? ¿Qué haces aquí?

—¡Perdonad! —dijo la chiquilla al verse sorprendida—. Lo siento, de verdad. Por favor, no se lo digáis a mi madre…

El gesto rápido de Constança detuvo la huida de Cecília. Sin dilaciones, la joven cocinera se plantó delante de la puerta cerrándole el paso, mientras la sujetaba por el brazo.

—¡Espera! ¿Cómo es que entras y sales de mi cuarto como si fueras un fantasma? No le diré nada a tu madre, si eso es lo que te preocupa. Pero tienes que explicarme por qué es tan importante que no lo haga.

—No le gustaría.

—Entiendo que no es correcto hacer de espía.

—¡Yo no hago de espía! —se defendió la chica con vehemencia.

—¿Ah, no? ¿Y cómo llamas tú a lo que haces? Ya sé que has entrado aquí otras veces.

—No tenía intención de asustaros. He oído la música y…

—Y sin encomendarte a Dios ni a María Santísima, has aprovechado para colarte en la oscuridad, como los ladrones.

—¡Yo no soy ninguna ladrona! No quería cogeros nada. ¡Tenéis que creerme, señorita Constança!

—Está bien, está bien. Puedes venir siempre que quieras, eso sí, antes llama a la puerta. ¿De acuerdo?

—No os preocupéis, no volverá a suceder —respondió con la cabeza gacha.

Constança la cogió por la barbilla y la miró a los ojos. Un velo de protección cerraba el paso a la luz que se adivinaba al fondo. Las dos habían acabado sentadas al borde de la cama.

—Ya te he dicho que no me molesta que vengas. No te aflijas.

—No debe saberlo, por favor. No se lo digáis… —insistió Cecília. Y añadió en voz baja—: Yo también vivía aquí.

—Y aún vives, ¿o es que te has mudado de casa?

—No me habéis entendido. Antes de que llegarais este cuarto fue mío durante muchos años. Recuerdo que de muy pequeña…

—¡Cecília!

El grito de su madre cortó la conversación y la chiquilla salió corriendo de la habitación sin despedirse. Constança también se levantó mientras miraba con expresión seria a la mujer, que se había plantado en el umbral. Pero Àgueda no se volvió ni dio un paso atrás. Debía de tener unos treinta y cinco años, y las cejas tan claras que apenas se distinguían en su rostro pecoso. Sus labios se mantuvieron firmemente cerrados. Cuando se acercó, Constança advirtió que en sus ojos había señales de una fragilidad que no encajaba con el resto.

—Ha sido culpa mía, la he entretenido —dijo buscando romper el hielo.

La mujer siguió sin decir nada, tan solo le temblaban las manos casi imperceptiblemente.

—Son bonitas —dijo por fin, señalando las cortinas.

—Gracias. Las he hecho yo. ¿No queréis pasar? Podríamos…

—Eres una ingenua. Pero no te culpo —la interrumpió Àgueda con un tono burlón que no pasó desapercibido a Constança.

—¿Cómo decís?

—Me recuerdas tanto a la joven que fui…

—No sé qué insinuáis, pero os agradecería que no jugáramos más al gato y el ratón.

—¿Y cuál dirías que eres tú?

Los papeles fueron cambiando y, a medida que Constança se inquietaba, la pelirroja recobraba el aplomo. La claridad de un rayo iluminó sus rostros enfrentados.

—¿Hay algo que queráis hacerme saber? Porque, si no es así, os agradecería que abandonarais mi habitación.

—No te preocupes. Hace muchos años que abandoné este cuarto, jovencita.

—¡Me llamo Constança! —le recordó ella con pose altiva.

—Bien que lo sé. Tu nombre está en boca de todos, pero también eso pasará. Es cuestión de tiempo.

—He venido para quedarme, y me marcharé cuando lo estime oportuno.

—Mira, no te deseo ningún mal, pero no te hagas ilusiones. Pierre es una persona caprichosa; ya lo irás viendo —dijo Àgueda con una sonrisa amarga.

—Monsieur Plaisir es un verdadero caballero, y en caso de que insinuéis algo…

—Yo no insinúo nada y, por lo que veo, estoy perdiendo el tiempo. Disfruta de sus favores mientras puedas.

Fueron las últimas palabras que pronunció Àgueda antes de marcharse.

A Constança le costó conciliar el sueño aquella noche. Desvelada por sus cavilaciones, era incapaz de oír el rumor del viento contra la ventana. Tampoco el chapoteo del agua consiguió serenarle el ánimo, como tantas otras veces, cuando miraba en soledad los tejados de Barcelona en el desván de la casa de sus abuelos.

¿Quién era aquella mujer? Y, lo que más la inquietaba, ¿acaso Cecília era la hija ilegítima del cocinero? Cuando ya clareaba se rindió al cansancio. Poco antes había decidido no darle más vueltas. Era muy probable que Àgueda solo fuera una tonta trastornada por la envidia. Al levantarse dejó la flauta al fondo del baúl y se prometió aprovechar el nuevo día. El cielo volvía a ser azul y ella había decidido que nada ni nadie enturbiaría la felicidad de la que apenas comenzaba a disfrutar.