37. Dolor del corazón.

 

—¡No! ¡No! ¡No! —gritaba Anabella mientras intentaba correr hacia el espejo.

—Para, hija, ya viste que selló el espejo, no puedes volver.

—¡No, Dreick!

Anabella no quería oír a nadie, solo quería volver con él y se lo estaban impidiendo. Su madre la agarraba con fuerza.

—¡Basta, Anabella! ¡Él no quiere que vuelvas! ¡No vas a poder cruzar ese espejo nunca más!

Aquellas palabras detuvieron a la joven y, de repente, cayó al suelo de rodillas mientras comenzaba a llorar desconsoladamente. Su madre, se arrodilló a su lado y la abrazó.

—¿Por qué, mamá? ¿Por qué?

—Lo siento, hija. No me gusta verte sufrir así.

—Yo quería estar a su lado.

La puerta se abrió de repente y apareció el padre de la joven que al ver a las dos entró con la sorpresa reflejada en su rostro.

—¿Anabella? ¿Catherine?

Su mujer levantó la mirada y sonrió con cierta tristeza.

—Hemos vuelto, mi amor.

—Pero… ¿qué ocurre? ¿Por qué está llorando Anabella?

—Es una historia muy larga, ahora lo que necesita es consuelo.

El hombre se acercó y las abrazó a ambas.

—Dreick… —sollozaba la joven.

Después de mucho tiempo llorando, Anabella se quedó profundamente dormida sobre el hombro de su madre y su padre la cogió en brazos para recostarla en su cama.

—¿Dónde ha estado todo este tiempo? ¿Y quién es Dreick? —preguntó el padre.

—Chris, lo que yo te decía del espejo era cierto, ella lo cruzó y ha estado allí todo este tiempo. Dreick es un chico que ha estado con nuestra hija, cuidándola y amándola.

—¿Estuvo en una época pasada? Ese vestido parece ser antiguo.

—La verdad es que no estoy segura, las vestimentas sí que eran antiguas, pero no lo sé. Lo mejor será que la dejemos descansar, cuando despierte estará muy deprimida. Acaba de separarse del hombre que más amaba y el corazón roto no se recupera con solo llorar una vez.

Chris se acercó a su mujer y la abrazó con fuerza.

—¿Tú estás bien?

—Sí, un poco magullada por unas caídas… Oh, se me olvidaba, Anabella tiene un brazo herido. Debo buscar el botiquín.

—Ve a buscarlo, yo me quedo con ella.

Catherine asintió y salió de allí en busca del botiquín para curar la herida del brazo de su hija.

 

Craine estaba en el pasillo junto a la puerta del salón principal y cuando oyó el grito, abrió la puerta rápidamente. Allí estaba Dreick con la mano metida en el espejo y cuando la sacó cayó al suelo. La joven corrió hacia él.

—Príncipe, conteste, príncipe.

Le tocó la frente y estaba tan caliente que temió que muriera en ese lugar. Se levantó corriendo y cuando se topó con el cuerpo muerto de Kartik dio un grito, aunque más bien pareció uno de júbilo. Por fin se iban a librar de la tiranía de él. Salió fuera en busca de los soldados y pidió ayuda para Dreick.

Las sirvientas que estaban cerca, la oyeron contarles todo a los soldados y corrieron a contárselo a las demás. Luego uno de los soldados salió del castillo en busca de un curandero. En su camino hacia el bosque se encontró con Albio que se había quedado cerca por órdenes del rey.

Albio lo interceptó.

—¿A dónde te diriges?

El soldado lo miró fijamente y enseguida reconoció las ropas del reino del padre de Dreick.

—Necesitamos ayuda para el príncipe Dreick. Iba en busca de un curandero. Está muy mal.

—Tenemos que llevarlo al castillo.

—Si lo trasladamos es probable que no resista.

—La curandera del castillo podría venir, pero podríamos tardar. ¿Qué ha pasado ahí dentro?

—El príncipe Dreick ha matado a su hermano Kartik y devolvió a las dos mujeres al lado del espejo al que pertenecen.

—Ya veo. Iré en busca de la curandera, intentad que el príncipe resista.

El soldado asintió y vio a Albio subirse a su caballo y salir al galope hacia el castillo. El otro volvió y busco a Craine que estaba junto al cuerpo debilitado del príncipe.

Cuando se acercó, la joven lo miró con preocupación.

—¿No has encontrado a un curandero? —preguntó ella.

—En el camino me topé con un soldado de su reino y fue a buscar a la curandera del castillo, hay que hacer que resista.

—Anabella… —susurró con voz ahogada Dreick.

—Aguante, príncipe. Por favor —le decía Craine.

—Deberíamos llevarlo a una habitación y tenderlo en una cama cómoda.

Craine asintió y el soldado cogió a Dreick para llevarlo a una de las habitaciones con mucho cuidado mientras la joven sirvienta iba a buscar agua y un trozo de tela para intentar limpiar las heridas que se veían en mal estado mientras esperaban la llegada de la curandera.

Dreick no dejaba de nombrar a Anabella con dolor en sus facciones y Craine trataba de calmarlo porque no se estaba haciendo ningún bien.

—Ojalá lleguen a tiempo —decía Craine preocupada.

 

Horas más tarde, Anabella abrió los ojos y miró a su alrededor reconociendo enseguida aquel lugar. Rápidamente se incorporó y no pudo evitar mirar hacia el espejo donde veía su propio reflejo en su habitación.

Se levantó y corrió hacia este tocando el cristal.

—Dreick… ¡Dreick! ¡Dreick! —llamaba sin cesar.

Se apartó mientras las lágrimas anegaban su mirada y decidió mirar a su alrededor para buscar algo que le hiciese un corte y poder abrir el portal del espejo.

En su mesilla encontró en un vaso que cogió y lo lanzó al suelo haciéndolo añicos. Se agachó para coger un trozo, se hizo un corte en la mano y se acercó al espejo. Cuando estaba acercándola, alguien la apartó y ella comenzó a patalear.

—¡Déjame! ¡Quiero volver con Dreick!

—Anabella, hija —la voz de Catherine reflejaba mucha tristeza, su hija estaba muy afectada por la separación—, no puedes volver, Dreick selló el espejo.

—La sangre abre el portal.

—Él dijo que lo iba a sellar para que nadie traspasara hacia allá. Ven, vamos a curarte esa mano.

—¡No! Él no pudo haberla sellado. Nos amamos, él me lo dijo antes de ir a por Kartik.

—Anabella, debes empezar a hacer tu vida sin él. Aunque me duela decirte esto, no puedes volver. Sólo él podrá volver a ti si de verdad te ama.

La joven negó con la cabeza. Se negaba a creer aquello.

—Déjame hacer la prueba, por favor.

—No merece la pena, Anabella, ven, siéntate que voy a curarte la herida de la mano y ver cómo está la de tu brazo.

Se dejó llevar por su madre hasta su cama y cuando se sentó, Catherine cogió el botiquín que había dejado en la habitación y se acercó para curarle la mano con delicadeza. Luego retiró el vendaje del brazo y al ver que no era tan grave, la limpió y volvió a vendar para evitar posibles infecciones.

—¿Por qué me echó? ¿Acaso hice mal en ir a salvaros?

—No hiciste mal, si no hubieras ido no sé lo que habría sido de él y de mí. Ese Kartik estaba muy loco y parecía obsesionado conmigo. Él me enviaba notas para que traspasara el espejo. Jamás pensé que iba a hacer algo tan vil como lo que hizo.

—Estoy preocupada por él, tenía mucha fiebre.

—Lo sé, mi pequeña, y no sabes cómo me duele verte así. Quizás sería mejor que sacáramos ese espejo de aquí.

—¡No! Por favor, no te lo lleves.

—¿Estás segura? —Anabella asintió— De acuerdo. Tengo que bajar, no hagas ninguna tontería por favor. Por cierto, tienes un pijama sobre la silla.

La joven vio a su madre marchar y se incorporó para acercarse al espejo. Tocó el frío cristal y su rostro se empapó de lágrimas.      

—Dreick…

Anabella se arrodilló junto al espejo sin dejar de llorar. Allí pasó varias horas hasta que su madre le llevó algo de comer y que ella no probó. Así pasaba casi todos los días, pegada al espejo sin apenas probar bocado.

Sus padres estaban muy preocupados por ella y no sabían qué hacer para que reaccionara.

 

A la vez que Anabella sufría, en el otro lado del espejo, la curandera intentaba mantener con vida a Dreick que seguía con la fiebre alta y no hacía ningún esfuerzo por recuperarse.

Silvana pasaba horas junto a su hermano infundiéndole fuerzas para que continuara, para que no se dejara derrotar por el dolor.

—¿Por qué lo hiciste, Dreick? ¿Por qué la echaste? —preguntaba Silvana que se había enterado de todo por la criada que había cuidado de su hermano en su cautiverio.

Dreick dormía profundamente gracias a un brebaje calmante, aunque entre tanta tranquilidad él sufría y llamaba a Anabella casi constantemente.

Los días pasaban con lentitud para todos allí, pendientes de la recuperación del príncipe que parecía no querer hacerlo.

Uno de esos días en los que Silvana cuidaba de él, Dreick se removió un poco y por fin abrió los ojos, llamándola.

—Anabella…

—¡Dreick! —Silvana se sentó junto a su hermano— ¿Cómo estás? ¿Te duele algo? Si quieres aviso a la curandera.

El joven giró la cara hacia su hermana y negó con la cabeza.

—Estoy bien.

—¿Seguro? Temimos por tu vida.

—Sí, no te preocupes.

Silvana tomó la mano de él y trató de sonreír.

—Tienes varias heridas en mal estado así que no deberías moverte de momento.

—Silvana —dijo él mirando al techo.

—Dime.

—El espejo está…

—Lo trajimos al castillo, lo pusimos en otra habitación más segura, aunque ya nadie podrá robarlo de nuevo.

—Maté a mi hermano por salvarla y luego fui tan cruel que la envié de vuelta al lugar al que pertenecía.

—No entiendo por qué lo hiciste. Os amabais. Ella sufrió mucho cuando supo que estabas en las garras de Kartik. Ha sufrido la separación, no me quiero ni imaginar cómo estará ahora.

—Hice lo mejor para ella, ese es su lugar.

—¿Eso piensas? Parte de su corazón lo dejó aquí contigo y no dudes que volverá aquí cruzando ese espejo.

—No lo va a hacer.

Silvana miró a Dreick fijamente sin comprender.

—¿Por qué no lo haría? Sabes que una simple gota de sangre abre el espejo.

—Le dije que lo sellaría para siempre, que no podría cruzarlo.

—Eres un estúpido. Estás cometiendo el mayor error de tu vida y no podrás ser feliz.

—El amor entre Anabella y yo estaba condenado desde el principio por ese maldito espejo. Simplemente hice lo que tenía que hacer.

—Ojalá no te arrepientas porque vas a sufrir si lo haces —Silvana se levantó—. Iré a avisar a la curandera para que revise tus heridas.

Dicho esto, Silvana salió de la habitación mientras Dreick seguía mirando hacia el techo y sintió una lágrima rodar por su sien.

—Ya me arrepiento, Silvana, ya me arrepiento.

Trató de incorporarse y sufrió un repentino mareo cuando consiguió quedarse erguido. Bajó la mirada a su torso desnudo donde podía verse las heridas que poco a poco parecían cicatrizar. La herida que sabía que nunca se iba a curar era la de su corazón.

Dreick se llevó una mano al pecho y susurró para sí.

—Soy un maldito imbécil, un completo imbécil que no se merece el amor de Anabella.