3. Salvada.
La noche era perfecta, había luna nueva y todo estaba completamente oscuro, una verdadera ventaja para lo que tenían planeado hacer.
—¿Cómo vamos a entrar? —preguntó uno de los dos jinetes al otro, ambos envueltos en una enorme capa oscura que les cubría hasta la cara.
—Por la parte de atrás, no hay tiempo que perder.
—¿Entro contigo o me quedo con los caballos?
—Cuanto menos ruido, mejor, ya sabes que Silvana no se lleva muy bien contigo —dijo el otro jinete sonriendo bajo la capucha—. Quédate con los caballos, yo volveré rápido.
Su compañero asintió mientras el otro bajaba del caballo y salía corriendo hacia el castillo.
Cuando estuvo cerca, se acercó sigilosamente a la puerta trasera pegado a la pared. Tras comprobar que no se oía nada, entró a la habitación destinada a la cocina de la cual salió para buscar las escaleras que bajaban a las mazmorras.
Todo estaba tan oscuro que no llegaba siquiera a ver su mano si se la ponía delante de las narices, aunque se sabía la disposición del castillo de memoria, era bastante difícil guiarse si todo estaba a oscuras como esa noche.
A tientas encontró una antorcha que encendió de las brasas que quedaban en una chimenea cercana y esta iluminó la estancia. Estaba bastante lejos de la puerta que va a las mazmorras por lo que se dirigió allí lo más rápido posible sin hacer el más mínimo ruido.
Una vez estuvo frente a la puerta, la abrió lentamente. Como supuso, todo estaba completamente oscuro así que bajó con cuidado las escaleras mientras afinaba el oído. Oyó unos fuertes ronquidos al final lo que le indicaba que había un centinela vigilando las mazmorras. Bueno, realmente vigilando no, lo que estaba haciendo era dormir.
Se acercó a este una vez estuvo abajo y vio que tenía las llaves de las celdas colgadas en el cinturón.
—Maldición… —susurró al ver que sus esperanzas de encontrar las llaves colgadas en la pared se hacía añicos.
Sólo tenía una opción: quitárselas. Si quería salvar a Silvana, tendría que hacerlo así. Se acercó y comenzó a desabrochar el cinturón lentamente para sacar las llaves. El guarda se removió y abrió los ojos. Cuando vio la sombra oscura delante fue a gritar, pero un corte certero en el cuello lo mató. El cuerpo cayó hacia un lado mientras la sangre hacía un charco a su alrededor.
La sombra limpió la daga que se guardó luego en la bota y, tras coger las llaves, corrió por el pasillo de las mazmorras en busca de la chica.
—Silvana… Silvana, ¿estás ahí?
Un movimiento de frufrú atrajo su atención.
—¿Dreick? Dreick, ¿eres tú?
El joven corrió hasta el fondo donde vio a su hermana afirmada a los barrotes. Se quitó la capucha que cubría su cara y dejó a la vista un hermoso rostro de ojos verdes como los de su hermana y el pelo medianamente corto del mismo color que ella. Su sonrisa se ensanchó al ver que su hermana no estaba tan mal después de todo.
—Claro que soy yo, pequeña, prometí que te salvaría y lo estoy cumpliendo.
Silvana sonrió y dejó que su hermano abriera la puerta. Cuando estuvo abierta, ambos hermanos se abrazaron contentos de volver a verse.
—Pensé que no vendrías, los días pasaban y mis esperanzas decaían.
—Pues aquí estoy, venga, vámonos ya —dijo Dreick tomando a su hermana de la mano dispuesto a marcharse, pero ella lo detuvo. Confuso, se viró hacia Silvana— ¿qué pasa?
—No podemos irnos así.
El príncipe frunció el ceño.
—¿Así cómo?
—Sin ella —dijo Silvana señalando al interior de la celda.
Dreick miró hacia allí, pero no vio nada.
—Silvana, yo no veo a nadie.
—Está acostada al fondo, está débil, desde que la trajeron aquí apenas ha probado bocado porque sólo nos traían un plato de sopa y un mendrugo de pan para compartir, pero ella me lo daba todo…
—Basta, estás nerviosa, ¿verdad?
—¿Yo? ¿Por qué lo preguntas?
—No paras de hablar —dijo él sonriendo cálidamente.
—Claro que estoy nerviosa, Dreick, Anabella hace unas horas que no se despierta y temo que haya enfermado, con ese pajoma, pimaji o como se llame.
—Vayamos a ver a esa chica —dijo Dreick frunciendo el ceño y entrando en la celda.
—Espera, Dreick, tenemos que llevárnosla no sólo por eso, viene del otro lado del espejo. Kartik va a querer hacerla suya a toda costa, es muy bella y no podemos permitirlo.
Dreick siguió hasta el fondo donde halló a la joven tendida sobre un montículo de paja. Su hermana tenía razón, era bellísima, era la joven más bella que había visto jamás. Aunque la extrema palidez de la chica no era nada normal en aquel sereno semblante.
—¿Cuánto tiempo hace que no come? —preguntó a su hermana, olvidando por un momento que venía del otro lado del espejo, ya habría tiempo de hacer preguntas sobre ello si esa joven se recuperaba.
—Casi desde que la trajeron aquí, hace un par de días, no sé, parecía tan bien, pero hoy estaba muy mal y se echó ahí donde ha permanecido casi todo el día…
—Silvana, sigues nerviosa, tranquilízate.
La joven asintió y respiró profundamente, pero por mucho que respirara de esa forma no conseguiría quitarle la preocupación que tenía encima por la joven.
—¿Cómo dices que se llama?
—Anabella —respondió su hermana.
Dreick asintió y agarró a la joven entre sus brazos.
—Anabella, ¿me oyes?
La hermosa joven gimió levemente. Un gemido apenas audible. Dreick esperó un poco y la vio removerse hasta que abrió los ojos. Unos preciosos ojos oscuros como esa noche.
Anabella se sentía demasiado débil para moverse, aunque sabía que alguien la tenía cogida, notaba unas manos grandes y cálidas e intentó mirar al dueño de aquellas manos. Ante sí vio a un dios griego. No parecía real. Era imposible que alguien tuviera esa belleza. Nadie puede tener semejante cabello castaño que parecía las dunas de un desierto a plena luz del día. Sus ojos tan verdes como la hierba recién cortada parecía una tentación. Prácticamente era imposible. Sólo podía tratarse de un dios, un…
—Adonis… —susurró ella con la voz ahogada a causa de la sequedad que invadía su garganta.
Luego cerró los ojos y volvió a perder el conocimiento.
Dreick frunció el ceño y miró a su hermana.
—¿Adonis? ¿Qué es eso?
Silvana se encogió de hombros.
—No lo sé, es la primera vez que lo oigo, pero ¿ves? No sabe lo que dice, está muy mal.
El joven miró a Anabella percatándose del pijama corto y el tirante roto de la blusa.
—No puedo creer que Kartik la haya metido aquí así de desnuda —dijo mientras llevaba sus manos al cordel de la capa para quitársela.
—Para, Dreick, eso es una ropa de cama que utilizan al otro lado del espejo, se llama pijoma, pimaji o algo así.
—Aún así hay que resguardarla del frío, ahí afuera hace bastante.
—Saquémosla de aquí primero.
Dreick le pasó un brazo por debajo de las rodillas a la joven y se levantó con ella en brazos. Silvana cogió la antorcha que Dreick había dejado por allí colgada en uno de los soportes de la pared y encabezó la marcha mientras él llevaba a Anabella.
La primera no pudo evitar soltar un grito al ver el cadáver del guarda y miró a su hermano.
—No me quedó más remedio, iba a gritar y me descubrirían.
—No soporto ver esas cosas.
—Pues sube ya. El camino a la salida es un poco largo y no quiero permanecer más tiempo aquí para tropezarme con alguien.
Silvana asintió y siguió caminando. Al poco rato llegaron a la cocina donde abrieron la puerta y salieron al jardín. Corrieron lo más rápido que pudieron hasta llegar junto al jinete que agarraba a los dos caballos por las riendas.
—Pensé que no saldríais nunca —dijo el jinete.
—Tenemos algunas complicaciones —dijo Dreick mostrando a la joven que sostenía entre sus brazos.
El joven miró a la chica frunciendo el ceño.
—¿Quién es?
—Una joven que viene del otro lado del espejo —dijo el príncipe— así que bájate y ayúdame para que pueda subir yo.
El jinete se bajó del caballo haciendo que se le cayera la capucha que cubría su rostro. El pelo medianamente largo, casi tan oscuro como la noche, caía graciosamente sobre sus ojos azul cobalto, pero rápidamente se lo apartó para poder ver bien. Un movimiento de cabeza muy común en él.
Pasó al lado de Silvana y le dio un puntapié apenas perceptible para el hermano de esta. Ella hizo una mueca entre el desprecio y el dolor que casi hace reír al chico.
—Espero no tener que volver a venir a salvarte, niña malcriada —le susurró a la princesa.
Ella frunció el ceño mientras se cruzaba de brazos para mirar a otro lado haciendo como si él no existiese.
—Nadie te pidió que vinieras, Nitziel.
—Te recuerdo que soy el segundo de tu hermano. No podía dejarlo venir solo.
—Mi hermano se las hubiera apañado bien sólo.
—¿De verdad? ¿Y si hubiera pasado lo de hoy? ¿Ayudarías a tu hermano a cargar con la chica mientras se sube al caballo?—preguntó mientras cogía a Anabella entre sus brazos— yo creo que no.
—Nitziel, Silvana, dejad de cuchichear —advirtió Dreick una vez se subió al caballo.
Nitziel se acercó con Anabella y Dreick la cogió para colocarla delante de él y cubrirla con la capa. Su segundo se subió en su caballo mientras Silvana miraba a su hermano.
—¿Tengo que ir con él? —preguntó señalando a Nitziel, haciendo una mueca de asco.
—No te queda más remedio, no contábamos con ella —dijo su hermano señalando a Anabella.
Nitziel sonrió maliciosamente y tendió la mano hacia Silvana. Ella lo miró con odio mientras se subía delante de él. El joven la agarró de la cintura, pero ella se la apartó.
—Las manos fuera, puedo agarrarme de las crines.
—Pobre caballo —dijo él con dramatismo mientras azuzaba al caballo para ponerse en marcha.
Dreick negó con la cabeza y los siguió agarrando a la joven para que no se le escurriese del caballo. No podía evitar mirarla. La belleza de esa chica lo embelesaba.
Su hermano pretendía hacerla suya aún siendo del otro lado del espejo. Con el movimiento del caballo, la chica se removió levemente antes de susurrar quedamente.
—Papá…, ayúdame…
Dreick la atrajo más hacia sí para darle calor y para que no se le escapara. Las curvas de esta le provocaban porque para él era perfecta, todo belleza.
El camino se hizo un poco más largo ya que Silvana y Nitziel se pasaron el trayecto discutiendo. Llegaron antes al amanecer al castillo de grandes dimensiones, de piedra oscura con varias torres que se recortaban en el cielo haciéndolo elegante.
Silvana observó el castillo con nostalgia. Había echado de menos su hogar.
—Al fin en casa —dijo la joven sonriendo.
Una vez dentro de los muros, se bajaron del caballo y Dreick tomó a Anabella en brazos para entrar en el castillo. Allí los recibió un arsenal de sirvientes que acudieron a saludar a la princesa, contentos de tenerla de nuevo en el castillo.
Dreick aprovechó para subir las escaleras a su habitación. Uno de los sirvientes, un hombre bajo, de pelo canoso ralo y ojos grises, se acercó hasta donde estaba él.
—Príncipe, ¿está todo bien? ¡Lleva a alguien en brazos! —subió hasta llegar al escalón donde estaba Dreick para ayudarlo— déjeme ayudarlo, señor.
—Estoy bien, la llevaré a mi habitación, avisad a la curandera para que la vea.
—Sí, señor —dijo el viejo sirviente antes de bajar las escaleras en busca de la curandera.
Dreick siguió subiendo y se dirigió a su habitación.
Una instancia inmensa de paredes rojas oscuras con muebles de madera, también oscura. Un gran ventanal ocupaba gran parte de una de las paredes pero unas pesadas costinas de color oscuro impedían la entrada de la luz del sol.
Una gran cama con dosel presidía la habitación. Se acercó a esta y dejó a la joven sobre ella cubriéndola con el cobertor.
Se sentó en el borde a la espera de la curandera y observó de nuevo a la joven.