23. Latidos fuertes.

 

Unos días más tarde, tras su regreso, Anabella se levantó temprano y bajo al campo de entrenamiento de los soldados del castillo. Quería seguir con su entrenamiento de espada que había dejado de lado por el ataque sufrido en el castillo de Kartik y todo lo que había ocurrido después.

Le había costado algunos días conseguir un pantalón para poder estar más cómoda, ya que con vestidos era imposible moverse. Por suerte, Silvana le había ayudado a conseguir unos de Dreick de hacía algunos años que ya le quedaban pequeños y a ella le quedaban perfectos. La blusa que llevaba puesta sí que le quedaba un poco grande, pero al menos se sentía liberada de la presión que ejercían los vestidos a su torso. Se recogió el pelo en una coleta alta dándose cuenta de que en el tiempo que llevaba allí le había crecido bastante y apenas se había percatado hasta ese momento.

Al llegar al campo de entrenamiento, los soldados la miraron con sorpresa. Nadie se esperaba que ella apareciera por allí y menos que cogiera una espada ligera y empezara a usarla. La joven al sentirse observada, se detuvo y los miró para mostrar una leve sonrisa.

—No os molesto ¿verdad?

Los soldados se miraron por unos instantes y mucho de ellos negaron embelesados por la dulce sonrisa de Anabella. Ella hizo una leve reverencia y siguió con su propio entrenamiento.

Al rato apareció por allí Dreick para hablar con uno de sus soldados cuando la vio con una espada en la mano. No se esperaba para nada verla como la estaba viendo. Se veía realmente hermosa con el cuerpo recto y el brazo en alto con la espada como si fuese una extensión de este. Sus movimientos eran elegantes y sutiles. Helian le había enseñado bien.

Al pensar en esto, repentinamente, sintió celos. Seguro que él le había enseñado la postura correcta con cada movimiento de espada. Un instinto casi animal lo llevó a ir hasta ella y tras agarrarla de la cintura por sorpresa desde atrás, le obligó a girar la cara y besarla profundamente.

Anabella abrió los ojos desmesuradamente por la sorpresa, pero luego soltó la espada y se giró hacia él para profundizar aún más aquel beso. Cuando se apartó, sonrió un poco.

—Qué efusivo ¿no crees? Estamos ante tus soldados.

—Es que te vi con la espada y me vino a la mente imágenes que realmente no desearía ver.

Anabella enarcó una ceja, divertida.

—¿Y qué imágenes son esas?

—Helian detrás de ti, indicándote las posiciones correctas para el manejo de la espada.

—¿Acaso te has puesto celoso de pensarlo? Piensa que gracias a él yo te salvé la vida.

—Y casi te pierdo en el intento.

—Pero estoy bien ¿verdad? No pienses en eso, además, creo que he perdido un poco de práctica, el brazo se me cansa.

—Es normal, tienes una cicatriz reciente en el hombro, es normal que se te canse el brazo.

—No me duele.

—No tiene nada que ver, una herida de ese calibre tarda mucho en curarse del todo y cuesta volver a coger la espada sin que el brazo se canse.

—¿Acaso tienes experiencia en ese sentido?

—Digamos que tengo alguna que otra cicatriz y sé de lo que hablo. Te va a costar un poco más de lo que seguro tenías en mente así que debes tener paciencia. Quizás deberías entrenarte en el arte de la daga, es más cómodo y puedes ocultarla en cualquier sitio. Por cierto —se acercó para hablarle al oído—, me suenan mucho esos pantalones.

Ella se sonrojó.

—Silvana me dijo que eran tuyos, pero que ya no te servían.

—Te quedan muy bien, aunque no me gusta que mis soldados vean todas tus curvas —dijo él sonriendo junto a su oído—. Creo que me voy a tomar la licencia de secuestrarte y encerrarte en un sitio donde solo pueda tenerte yo.

—¿Serías capaz? —preguntó ella divertida.

Sin pensarlo, la cogió en brazos y salió de allí bajo la atenta mirada de todos los soldados que gritaron de aprobación ante aquella muestra de amor de su príncipe a la joven forastera.

—Tus soldados se alegran mucho. Creo que se sentían incómodos con mi presencia.

Dreick sonrió y se metió en el castillo para ir directamente a la habitación de ella donde se encerraron. Allí la bajó para apoyarla contra la pared y besarla con pasión. Sus manos viajan por su espalda hasta llegar a la cinturilla de los pantalones de donde sacó la camisa que ella llevaba puesta para poder tocar aquella suave y cálida piel de su vientre y luego subir poco a poco hasta rozar uno de los pechos de la joven que gimió al notar cómo sus pezones se endurecían ante el contacto.

Sin dejar de besarla, Dreick agarró la camisa y la rompió para tener libre acceso y tocarla sin nada de por medio.

—Eres perfecta, mi dulce Anabella.

Ella tenía los ojos cerrados y la cara vuelta hacia un lado mientras Dreick besaba su cuello con dulzura. Sintió cómo la camisa caía sin remedio desde sus brazos hasta el suelo y un repentino escalofrío recorrió su torso haciendo endurecer aún más los pezones que Dreick tomó entre sus dedos para juguetear con ellos.

Sin pensar, la condujo hasta la cama en donde la recostó para luego ponerse de rodillas encima. Sus manos descendieron y le sacó las botas que seguramente había cogido del mismo lugar donde había estado metido el pantalón. Una vez tuvo los pies de ella libres, se dirigió a la cinturilla para quitárselo lentamente.

Anabella se dejaba llevar por la pasión y se dejó desnudar por completo. Cuando sintió la mano de Dreick sobre su centro, algo se encendió en su ser y abrió los ojos que habían permanecido cerrados hasta ese momento.

Los ojos de Dreick brillaban de deseo y al mirar hacia su entrepierna pudo ver cómo su miembro había crecido aún manteniéndose dentro de lo pantalones.

Sin saber muy bien por qué, ella retrocedió y se cubrió con las manos. La vergüenza que sentía era demasiado.

—¿Anabella?

—No estoy preparada, Dreick. No puedo.

—¿Qué ocurre?

—No puedo. Nunca he hecho esto y tengo miedo, me bloqueo, lo siento —dijo ella mirando a otro lado totalmente avergonzada.

Dreick se levantó con cierta frustración, e incómodo se acercó hasta el lugar donde había caído la camisa de ella para ponérsela por encima. Una vez, ella la tuvo puesta se abrazó las rodillas y escondió el rostro.

—No lo sientas, Anabella.

—Sí. Ya es la segunda vez que ocurre.

—No importa —dijo él y la abrazó—, olvídalo.

Ella se dejó abrazar y apoyó la cabeza en el hombro de él.

—Gracias por comprenderme.

Dreick le dio un beso en la frente y luego se apartó.

—Será mejor que vuelva al campo de entrenamiento, tenía que hablar con uno de mis soldados.

La joven asintió y lo vio salir.

Soltó un amargo suspiro cuando se quedó sola. Su cuerpo ardía por las caricias de Dreick y aún no lograba entender por qué lo había detenido. Podía notar sus pechos tensos y su centro de placer húmedo.

Se levantó rápidamente para ponerse un vestido y así ocultar su excitación. Una vez vestida, volvió a la cama y se tendió de lado intentando olvidar lo que había estado a punto de suceder.

 

En el otro lado del bosque, justo en el pueblo donde vivía Helian, este se encontraba sentado bajo la sombra de un árbol tras un duro entrenamiento. Su mente vagaba en pensamientos relacionados con Niseya.

El no saber nada de ella le tenía el alma en vilo. Ojalá pudiese ir al castillo de Kartik ahora mismo para sacarla de aquel lugar, pero no estaba lo suficientemente preparado para meterse allí y él lo sabía.

Cerró los ojos por unos instantes y dejó caer su mano que se topó con una rama algo gorda. Helian abrió los ojos y tomó aquel trozo para mirarlo. A su mente llegaron recuerdos de un pasado algo lejano, pero que conservaba tan vívido como si hubiese sido ayer mismo.

A él le gustaba tallar figuras que luego regalaba a Niseya y que a ella tanto le gustaban, en especial los animales. Recordando aquellos momentos, sacó una daga que siempre llevaba oculta en una de sus botas y comenzó a tallar aún sin saber muy bien qué es lo que iba a hacer.

El tiempo pasaba lentamente mientras él tallaba y tallaba sin parar hasta que por fin pudo identificar lo que estaba haciendo. Había tallado a Niseya. Sonrió con tristeza y al mirar al horizonte se dio cuenta de que había anochecido. Guardó la daga en su bota y con aquella figura tallada en la mano volvió a su casa donde cenó todo lo que había cumpliendo así la promesa que le había hecho a Anabella.

Una vez acabó, se metió en su habitación y quitándose la ropa, se recostó en su cama cogiendo la pequeña pieza tallada entre sus manos.

—Pronto iré por ti, Niseya, te lo prometo.

Se recostó de lado y casi al instante se quedó completamente dormido.

 

Anabella se había acostado tras haber pasado un rato con Silvana después de la cena en la biblioteca. Se había sentido tensa por la mirada de Dreick que también estaba allí con Nitziel.

En la soledad de su habitación intentó cerrar los ojos para dormir, pero a su mente le llegaban las imágenes de lo que había sucedido esa tarde. Su cuerpo había respondido a cada una de las caricias que Dreick le había prodigado.

Se destapó al notar cómo su cuerpo reaccionaba a esos recuerdos. Este ardía y podía sentir cómo se mojaba aquel lugar escondido entre sus muslos. Se abrazó a sí misma intentando calmar el ardor que la invadía. Sin poder soportarlo, se levantó de la cama y comenzó a dar vueltas por la habitación, pero aquello no la aliviaba.

Las imágenes no se iban de su cabeza. Anhelaba aquellas caricias que Dreick tan cariñosamente le daba, pero tenía mucho miedo de no estar a la altura. No tenía experiencia alguna.

Salió de su habitación para despejarse y así no pensar en el tema. Iría a la biblioteca por algún libro que le sacara aquellos pensamientos. Una vez allí, empezó a buscar entre las estanterías cuando sintió la puerta abrirse. Anabella se giró y contuvo la respiración al ver a Dreick allí, con los pantalones puestos y la camisa abierta dejando ver su torso. Estaba descalzo y algo despeinado.

—¿Anabella? ¿Qué haces aquí?

Ella apartó la mirada.

—Vine por un libro.

—¿No puedes dormir?

—La verdad es que no.

Se giró hacia las estanterías con el rostro colorado. Al instante notó la mano de Dreick sobre su brazo y se puso tensa.

—¿Te pasa algo? —la joven no contestó así que él la giró para tenerla frente a frente— ¿Qué te ocurre, Anabella?

—Nada.

—¿En serio? Desde que salí de tu habitación esta tarde has estado evitándome. No quiero forzarte a hacer algo que no quieras, pero no entiendo por qué me ignoras así. ¿He hecho algo malo?

Anabella se apartó un poco.

—No es eso, Dreick. Esta tarde he estado a punto de entregarme a ti, pero no pude porque me dio miedo. Nunca he hecho esto y no sé si lo haría bien. No he dejado de pensar en lo que me has hecho sentir. Mi cuerpo está tenso y ansioso de algo que sólo tú me puedes dar, pero ¿cómo te puedo dar yo lo que desconozco? No sé qué hacer.

Dreick se acercó hacia ella y tomó su rostro entre las manos.

—Es normal que tengas miedo, pero no tienes nada que temer, yo esperaré a que estés lista. No quiero hacerte daño.

Ella posó una mano en la de él y sonrió levemente.

—Sé que no quieres y te lo agradezco. Realmente quiero ser tuya, pero me da mucho miedo.

—No te obligues a ti misma a hacer algo de lo que te puedas arrepentir.

—Sé que no me arrepentiré porque será contigo, el problema es que no sé si estaré a la altura.

—No digas eso, eres perfecta tal y como eres, con tus virtudes y tus defectos, estarás a la altura de cualquier circunstancia.

Ella se abrazó a él con fuerza y hundió el rostro en su pecho. Luego Dreick la tomó de la barbilla para que lo mirara y así besarla con dulzura. Anabella se dejó llevar una vez más como aquella tarde mientras él le acariciaba la espalda con delicadeza como si fuese un objeto valioso que temiese romper.

—Dreick, te amo —logró decir ella contra los labios del chico.

El príncipe sonrió y la atrajo más hacia él.

—Estoy seguro que no tanto como yo –le dijo apartándose levemente—, ven, vayamos a mi habitación.

Ella asintió y ambos salieron de la biblioteca para subir las escaleras hasta la habitación de Dreick iluminada únicamente por el fuego que salía de la chimenea. Una vez en el interior, él cerró la puerta y se acercó hasta ella para volver a besarla.

—Dreick… —suspiró Anabella.

El joven la llevó hasta la cama donde le hizo recostarse contra las almohadas mientras él se ponía de rodillas encima de ella.

—Eres tan bella… —susurró con voz velada por el deseo.

Anabella se sentía nerviosa, pero a la vez ansiosa de poder saber qué se sentía más allá de aquello a lo que habían llegado aquella tarde. Su cuerpo comenzaba a sentir el estrago de las caricias de Dreick que desató el lazo que unía la parte de arriba del camisón que ella llevaba para besarle el cuello.

Anabella tembló de anticipación y notó cómo sus pezones se endurecían. Las manos de Dreick acariciaron los lados de su cuerpo rozando los pechos haciéndola removerse. La joven movió sus manos hasta el torso que podía verse a través de la camisa abierta y subió sus manos para quitársela. Él la dejó hacer y volvió a besarla mientras subía el camisón lentamente y así dejarla completamente desnuda ante la visión oscurecida de deseo de Dreick.

Ella apartó la mirada avergonzada, pero él la obligó a mirarlo.

—No sientas vergüenza, eres hermosa y no debes avergonzarte por algo así —le cogió la mano y la puso sobre su torso a la altura del corazón—. Mira cómo late mi corazón por ti.

Anabella pudo notar los acelerados latidos y lo miró, admirando la sonrisa que le mostraba. Entonces subió su mano hasta el cuello de él y lo acercó para besarlo.

—Mi corazón late igual —dijo ella entre susurros—. Quiero ser tuya, Dreick, no quiero pertenecer a otro que no sea a ti.

Él volvió a acariciarla con delicadeza y rozó los pezones duros haciendo que ella se arquease anhelando más de aquellas caricias que Dreick no le negó. Luego acercó su rostro hasta estos y tomó un pezón entre sus dientes mientras acariciaba el otro con una de sus manos. Anabella gimió.

La mano libre de Dreick bajó por las caderas y el muslo buscando el interior de este y tocar el lugar oculto entre las piernas de Anabella. La joven estaba húmeda de excitación y anticipación.

Ella se agarraba a los hombros del príncipe y gemía mientras él acariciaba tantos lugares que su cerebro era incapaz de procesar, solo de sentir y dejarse llevar. Podía notar la mano de él acariciando aquel pequeño botón que se escondía entre sus pliegues que la hacía humedecerse aún más y sin poder aguantar más, gritó convulsionándose en un orgasmo que la había dejado laxa.