CAPITULO CI
Los acontecimientos se hablan precipitado de tal manera, las emociones que sufrió Fernando fueron tan profundas, que volvió á caer bajo el dominio de la calentura, creciendo la angustia y las zozobras de D. Juan y de Caltzontzi, quien no se apartaba un momento de su amigo.
La situación era todavía más complicada, porque la princesa había sufrido repetidos síncopes, imposibilitando á Mixcoac para que prodigara asiduamente sus cuidados á Fernando.
Era dificilísimo se combinasen ambos deberes.
—¡Pardiez!-se dijo el doctor en la mañana siguiente á la evasión de D. Cristóbal,-tanto pensar, sin haber dado con el medio más sencillo y más lógico.
Y sin perder un momento, se dirigió á la cámara de donjuán.
—Señor, encontré la solución del problema que tanto nos ha hecho cavilar. No abandonaré á mi enferma y á la vez atenderé á nuestro Fernando.
—Decid, decid lo que habéis resuelto, porque si la situación se prolonga, temo volverme loco. Es sufrir demasiado.
—Pues bien, traslademos á Fernando.
—¿Adónde?
—A esta casa; á la suya.
—Ya lo pensé hace dos días y os lo dije desde la funesta noche, en que estuvo expuesto á ser envenenado.
—Pero había vuelto la maldita calentura y creí su traslación peligrosa. Ahora, aunque débil, está mejor y con precauciones puede ser conducido aquí.
—Caltzontzi le acompañará. Es un nobilísimo corazón y ama á Fernando cual si fuera un hermano.
—Parece imposible que amistad tan reciente pueda tener ya raíces.
—En Fernando arraiga por la gratitud, y en Caltzontzi por una de esas extrañas simpatías que se sienten pero que no se explican. Dos veces le ha salvado la vida en el espacio de pocos días.
—Ha sido providencial.
—¡Oh! al recordar ambos peligros me horrorizo. En uno de los dos hubiera sucumbido Fernando. Así, pues, ¿cómo no sentir por Caltzontzi eterno agradecimiento? Además existe otra causa que une á los dos y consolida su amistad.
—¿Cuál?
—Que les guía un mismo fin, que ambos reconocen por enemigo á ese satánico indio, á ese genio del mal, empeñado en exterminar á mi familia; á ese hombre que condenó á Fernando á cruel orfandad; no habiendo cesado aún de perseguirlo.
—Señor, el riesgo ha pasado y ya ese traidor azteca purgará sus delitos. Suerte fue su captura, y según creo Arias y Lorenzo han denunciado crímenes que se ignoraban.
—El veneno le es familiar al infame delator, y ese terrible tósigo empleado hace dos días, fue sin duda el mismo que mató instantáneamente al infeliz inquisidor de Valladolid, el que á los ojos de D. Cristóbal no tuvo otro delito que ser amigo mío.
—Pero ¿y vos, y vos? ¿No trató también de envenenaros?
Un estremecimiento, hijo de tristísimos recuerdos, agitó el cuerpo de D. Juan.
—Me liga un juramento,-repuso con voz opaca,-pero necesito que se crea perdido, que tenga la muerte próxima para imponerle condiciones y salvarlo...
—¿Salvarlo?-exclamó Mixcoac estupefacto.
—Sí; le daré la vida en cambio de que me devuelva á esa niña arrebatada hace tantos años. ¡Quién sabe si existe! Es un hombre sin entrañas, pero por muy feroz que sea le recordaré que va á morir y que también es padre, por más que para su infeliz hija haya sido tan desnaturalizado. Pero retrasamos lo que ahora es urgente. Anoche no me hubiera separado de Fernando, mas sabéis como estaba la princesa y que mi presencia aquí era necesaria, Aun no estoy tranquilo y vuestro pensamiento colma mis deseos. Aquí estará seguro: id y que se traslade inmediatamente.
Salió Mixcoac y una hora más tarde, estaba Fernando instalado en la casa de D.' María Isabel.
Habíase preparado para el mancebo la habitación contigua al gabinete que conocemos y en donde lucía el retrato de Cuauhtemoc.
Siguió Caltzontzi á su amigo, instado por D. Juan, por más que ya pensara en comenzar sus activas pesquisas para recobrar á Luisa, y cumplir así el más vehemente de sus deseos.
Tuvo Caltzontzi la misma idea que el de Texcoco: estaba resuelto á salvar á D. Cristóbal si éste le concedía la mano de su amada. Al fin era su padre, y esta consideración abogaba en su favor. No faltarían medios para que pudiera evadirse, pero desterrándolo del país para la seguridad de Fernando.
Ignoraba Caltzontzi que D. Juan era el más interesado en la vida de D. Cristóbal. No sabía los detalles de la tenaz venganza del indio.
En el mismo día en que ambos jóvenes se trasladaron al palacio de la princesa, se consagró el michoacano á poner en práctica sus proyectos, empezando sus investigaciones.
Xihuitl acababa de salir de uno de los ataques de catalepsia, y había caído en la abstracción especialísima, contra la que se estrellaban todas las teorías de Mixcoac.
La demencia, según él, había desaparecido y sólo quedaba la falta de memoria y la vaguedad en las ideas, y para preparar una prueba decisiva invocó el sabio indio, el nombre de Fernando.
¡Pero caso inaudito!
D.ª María Isabel salió de su honda meditación, y con el contento en el semblante bañado por placentera sonrisa, dijo:
—Hace muchos días que mi hijo adorado ha vuelto: ya nadie nos separará. Siempre está conmigo. ¿Por qué me habláis de su regreso? ¿Pensáis que todavía no estoy en mi juicio? Es noble y hermoso: tiene la gentileza y la arrogancia de su padre.
Mixcoac salió de la habitación confundido y asombrado.
Al repetirle á D. Juan las palabras de Xihuitl, lanzó un prolongado suspiro.
—Ya lo veis, Mixcoac, nada hemos adelantado: continúa su locura bajo diferente forma.
—¡No creo lo mismo, señor! La princesa no está loca.
—¿Cómo explicáis entonces lo que acaba de deciros?
—Es un fenómeno extraño, lo confieso, y tanto más, cuanto que esas alucinaciones, tai nombre debe dárseles, comenzaron en la época en que su hijo llegó á las costas de Nueva Galicia. ¿Os acordáis de aquel día en que la princesa, trastornada por un dolor que no podíamos comprender, tuvo un acceso que calificamos de locura?
—¡Oh! sí, lo recuerdo: sus ojos desmesuradamente abiertos parecían contemplar algo que le causara terror y desesperación: después calmose poco á poco y por último cayó en profundo letargo.
—El síncope duró muchas horas, y cuando la princesa volvió en sí, vimos animarse sus facciones con una sonrisa de felicidad.
—Es cierto, pero ¿cuál es vuestra deducción?
—Que hay prodigios imposibles de explicarse y que se resisten á la ciencia, pero que no por eso dejan de existir. Otro ataque que tanto nos alarmó fue cuando Fernando, preso por Nuño de Guzmán, se encontró atacado por los indios, á los cuales debió su libertad, según nos ha referido.
Penetrando en la pieza que seguía, y de la cual examinó el conjunto con tierna emoción.
Le había dicho Lorenzo,-quien era su enfermero por encargo de D. Juan,-que aquellos aposentos eran los que habitaba Xihuitl antes de su locura, y el joven creía ver la huella de su madre por todas partes.
Era ya un poco escasa la luz, pero sin embargo al fijarse el joven en el retrato del último emperador azteca, se estremeció.
—¡D. Juan! ¡es D. Juan!-se dijo.-El artista lo ha reproducido con admirable propiedad. Mas ¿cómo tiene diadema real? ¡Y es D. Juan! sí: ¡son sus hermosas y tristes facciones! ¡es él, con su melancólica mirada! Me confundo y no me explico lo que estoy viendo. ¿Por qué en esa pintura tiene insignias regias? ¿Quién es D. Juan? ¡Dicen que es de la extirpe de los emperadores! ¡deudo de mis nobles padres! Me inspira singular cariño y más diré hasta veneración.
Ya cerraba la noche, y Fernando, pensativo y caviloso,, volvió á su aposento y se acostó.
A poco entró Lorenzo, llevando un tazón de caldo para el enfermo.
—Os habéis acostado sin llamarme,-dijo en tono de reconvención.
—¿Para qué? Me siento bien y con fuerzas; el mal físico desaparece,-añadió suspirando.
Por la mente del joven había cruzado el recuerdo de Elena.
Lorenzo le miró sorprendido.
—No he visto esta tarde á D. Juan, aunque me haya recreado con su retrato.
—¿Su retrato? ¿Le habéis visto?
—Y sin temor de equivocarme. Para convencerme de que recobro la salud, fui hasta la pieza inmediata. ¡Qué parecido está!
—Efectivamente;-contestó el indio entre vacilante y receloso.
—Es imposible mayor semejanza: no he visto nunca pintura más perfecta.
La perplejidad de Lorenzo crecía, y para cortar la conversación:
—Dormid,-dijo.-Dice el sabio Mixcoac que para vos es ahora el sueño la mejor medicina.
—Obedeceré y sin trabajo, porque mis párpados se cierran como si hubiera hecho una larga jornada.
Salió Lorenzo, dejando encendido un mechero de los tres que tenía el candil de plata y el que esparcía tenue claridad.
Fernando hundió su cabeza en la almohada y se entregó de lleno á sus planes y á sus pensamientos, que se sucedían en su. cerebro con vertiginosa rapidez, con virtiéndolo en vasto campo de batalla.
En él vió Fernando á Elena, con el rostro animado y las pupilas esplendorosas y brillantes.
Nunca le había parecido tan hermosa: era como una celestial aparición. D. Juan la conducía por la mano, pero vestido con el traje que tenía en el retrato. La joven, en vez de acercarse á Fernando se alejaba cada vez más, y sin que él pudiera moverse para detenerla, hasta que por último las dos figuras se desvanecieron entre blanquecinas nubes, y en su lugar apareció una mujer, gallarda y bellísima, no vestida á usanza españolé no, sino con la túnica y sandalias de las indias nobles.
Era majestuosa y altiva.
Adelantó hacia Fernando, tendiéndole los brazos y resplandeciente de alegría.
El mancebo quiso correr hacia ella; quiso gritar, quiso darla un nombre adorado que acudía á sus labios: imposible; sentíase sin voz y sin movimiento.
Mientras que Fernando soñaba, agitándose y luchando con diversas impresiones, hablase dirigido D. Juan á su cámara, después de acompañar á la princesa.
La ansiedad de aquellos tres días había sido inmensa y necesitaba un rato de soledad y de reposo. Sobre su brazo apoyado en la mesa descansaba la cabeza, dejando vagar la mirada indiferente y distraída. De pronto la detuvo sobre una carta.
¿De quién era? No conocía la letra. El sobre estaba intacto. Lo tomó sin curiosidad, y desatando la cinta, desdobló el papel y sin leerlo buscó la firma.
—Beatriz,-murmuró,-recuerdo que esta carta llegó á mis manos cuando supe por Caltzontzi la enfermedad de Fernando; la arrojé sobre la mesa y no he vuelto á pensar en ella; veamos para qué se dirige á mí.
Al recorrer su contenido se puso densamente pálido,, su corazón latió precipitadamente, y con la carta en la mano corrió á la puerta y la abrió. En la galería estaban.Mixcoac y Caltzontzi.
Ambos hablaban acaloradamente.
—¿Sabéis lo que sucede, señor?-dijo el michoacano sin fijarse en la agitación de D. Juan.
Pero éste, sin contestarle, adelantó hacia ellos diciendo:
—Es preciso que sin pérdida de tiempo veamos á don Cristóbal; ¡oh! ¡me dirá la verdad!
—De él hablamos, señor; ya no está en la cárcel.
—¿Que no está allí, decís?-exclamó impetuosamente D. Juan.
—No señor: se ha escapado anoche.
—¡Oh, es imposible!
—Desgraciadamente es cierto,
D. Juan inclinó la cabeza diciendo:
—¡Dios mío, «ayudadme á encontrar á ese hombre! ¿Cómo he podido ser tan ciego? Es preciso,-añadió,— que sepáis lo que ocurre: venid. Fernando tampoco debe ignorarlo.
Atravesaron por el gran salón, y amortiguando la alfombra el ruido de sus pisadas, llegaron basta la puerta de la cámara, pero en el umbral se detuvieron estupefactos.
Fernando continuaba dormido. Sentíase embriagado por inmensa dicha. Aquella hermosa mujer que adelantaba con los brazos abiertos, le había estrechado en ellos con frenética alegría, exclamando:
—¡Hijo, hijo mío!
Sobre su rostro sintió Fernando caer sus lágrimas, y después la vió alejarse sonriendo con amor... ¿Había sido sueño ó realidad?...
Delante del lecho de Fernando, estaba la princesa, inmóvil, de pié y contemplándolo con extraña curiosidad.
Sus ojos negros, húmedos y brillantes, tenían singular é indescribible expresión.
Había en ellos asombro, deleite, ternura, y al propio tiempo el temor del avaro y la tristeza del que espera cruel desilusión.
Los tres espectadores de la silenciosa y singular escena, permanecieron mudos y sin atreverse á dar un paso.
¿Qué pasaba en la mente de Xihuitl?
¿Qué efecto producía la vista de su hijo en aquel corazón en donde aún los recuerdos estaban en parte ausentes?
¿Lo reconocía realmente, ó estaba poseída por una de las extrañas alucinaciones?
Su aptitud parecía indicar esto último: era un arrobamiento de espíritu: era una alegría ideal: era una especie de sonambulismo.
La princesa hablaba en voz baja, y para entender lo que decía, habíanse adelantado de puntillas D. Juan de Texcoco y Mixcoac.
FIN DEL TOMO PRIMERO