CAPITULO LVI

¡¡SEIS MILLONES!!

El doctor indio era un sabio, pero un sabio amable, encantaba y seducía a sus enfermos, que olvidábanse de sus dolencias al escucharle, siendo una de sus más eficaces medicinas la amenidad de su trato.

Era un sér excepcional.

No tenía familia: sus libros eran sus mejores compañeros desde que se había efectuado la conquista, y con perseverancia se consagró al estudio. Su casa era un campo de Agramante: libros en el suelo, sobre las mesas, sobre las sillas; con ellos hablaba, hacíales depositarios de sus más íntimos pensamientos y les tomaba por consejeros.

No era rico: todo cuanto ganaba parecíale poco emplearlo en libros. Jamás se preocupó de lo porvenir.

Cuando los españoles llegaron al floreciente Anáhuac, amaba con pasión, pero el único amigo que tenía le fue traidor y le robó su amada. Nunca supo si ella había; sido infiel ó víctima de un brutal deseo.

Jamás la volvió á ver.

Desde entonces vivió para la ciencia.

Era verdaderamente un médico del alma y una urna de secretos, y se dedicaba con tenaz empeño á la enfermedad moral, cimiento con frecuencia del mal físico.

Distinguíanle los ricos, adorábanle los pobres, porque á ellos más particularmente dedicaba sus cuidados y nunca recibía el óbolo del trabajo.

Amistad, consejos, ciencia, encontraban todos en él pero prestaba las luces de su inteligencia sólo por amor á la humanidad..

Era rico, de carácter altivo, y sus profundos conocimientos servíanle para prodigar el bien. La conquista y las purezas de la religión católica habían sido para el doctor Mixcoac fuente de vida, manantial inagotable en donde su espíritu, ávido de saber, hallaba horizontes infinitos, espacios sin fin.

De grandes secretos era depositario, y la pequeñez humana sublevaba la elevada generosidad de su corazón, porque aquel indígena, al estudiar los secretos de la naturaleza, al sorprenderlos, era llevado por un deseo sublime y grande que le arrastraba en favor de sus semejantes.

Como está llamado en nuestro libro á tomar parte activa en los acontecimientos, he querido presentarlo con todas las cualidades que hacían de él un hombre extraordinario.

Al entrar en la pieza dormitorio de Muley, al examinar al enfermo, se quedó perplejo y asombrado.

A la mirada de Margarita no se podía escapar aquella impresión.

—¿Lo encontráis muy mal?

—Bastante grave. ¿Desde cuándo está así?

—Hace dos días.

—¿Y cómo no habéis mandado á buscarme?

—Angulo no creía que la dolencia de mi padre tuviera gravedad.

—El alma está enferma... El cuerpo y el espíritu fatigado... Sufre mucho. El estadio del corazón humano es mil veces más necesario para la ciencia que ésta misma. El organismo se resiente de los choques morales.

El doctor hablaba consigo mismo, pero en voz alta.

—¿Oís? delira. En la predisposición de su ánimo, se puebla la mente de fantasmas que dominan y esclavizan.

Entre tanto que se entregaba á sus reflexiones, había puesto en un vaso un poco de agua, y en ella algunas gotas de un elixir color de oro, que con una cuchara de plata movía para mezclarlo.

—Esto le calmará. ¡Oh ciencia, ciencia! hija de los dioses; eres divina como lo es tu origen.

El doctor conservaba todavía reminiscencias de su primitiva religión.

Al levantar la cabeza al enfermo, éste abrió los ojos y reconoció á Mixcoac; una sonrisa indefinible vagó por sus labios, y su mirada se fijó en Margarita con amargura, con piedad, con dolor.

Al día siguiente estaba peor.

—Extraño caso,-dijo el doctor hablando con Angulo, —se ahoga, falta aire á sus pulmones, pero me abismo en los síntomas que presenta la dolencia.

En aquel momento un criado llamó á D. Carlos, y Mixcoac se quedó solo con el enfermo.

—Me muero, ¿no es cierto?-preguntó con voz débil.

—No, no: amigo mío: pondremos todos los medios— pero decidme, ayer delirabais, y no era posible preguntaros. ¿A qué atribuís este repentino decaimiento?

—A la fatalidad. No lo extrañéis, ni creáis que divago no; me mata la boda de mi hija con ese miserable.

—Pero no comprendo...

—Doctor, no me salvaréis.

—¿Porqué?

—Acercaos, y como si fuera al confesar os diré lo que pienso.

La cabeza de Mixcoac se inclinó. El enfermo pegó la boca al oído del médico, y pronunció una palabra.

—¿Qué decís? ¡Imposible! ¿Qué pruebas tenéis?

—El presentimiento.

—Puede ser,-y el doctor examinó cuidadosamente á Muley, que en aquel instante había caído en un síncope, en un desfallecimiento que le daba el aspecto de un cadáver.

—Sí, creo que es cierto... ¿De qué sirve la ciencia, cuando no lo he conocido? Ha empleado el jugo de esa hoja que hace languidecer poco á poco, que debilita, que mata. Conozco el antídoto, pero Dios quiera que no sea tarde.

Y buscó en la limosnera, hasta dar con una cajita microscópica, de la cual, vertió en la boca de Muley unos polvos, dándole después una cucharada de agua, que con esfuerzo tragó Muley medio desmayado.

—Me cuesta trabajo creer tanta infamia; me repugna.

—Hace más de un mes que me siento con alucinaciones, con ahogo, con debilidad creciente.

—¡Y no haberme dicho nada!

—No creía fuera caso grave, pero el gozo que brillaba en el semblante de ese hombre, al contemplarme, creyéndome dormido, fue la revelación de su perversidad.

—Y Margarita...

—¡Oh, nada sabe! Ella, ella, está ciega, ha vuelto ese Satanás á apoderarse de su corazón, que ya se le escapaba. Más rendido que nunca, más amante.

—Le arrancaremos la careta.

—Nunca. ¡Mi hija, mi hija primero que mi vida. Desde la muerte de su madre, no he tenido más pasión que ella, más anhelo que su felicidad. Leo en vuestros ojos la desesperación... Pensáis, y pensáis bien que es tarde para salvarme.

—Los indios, los indios le habrán dado esa hoja mortífera, que encierra un jugo blanquecino y amarguísimo, dos gotas diarias bastan... ocho días, y ya no hay remedio...

Mixcoac, escuchando á Muley, ha biaba consigo mismo.

—Sólo vos conocéis el secreto, guardadlo, no quiero que Fátima lo sepa, pero con mi muerte no será dueño de mis riquezas.

La idea de aquella venganza, hacía brillar los ojos del morisco.

—Id á prevenir á mi hija y llamad á ese asesino.

—¿Qué pensáis hacer?

—Ya lo sabréis.

El doctor salió, y poco después Angulo entraba y se acercaba á su víctima.

—Angulo,-dijo,-voy á morir, todos piensan en que esta aguda enfermedad ha tenido por causa la falta de precaución mía para resguardarme de la humedad de la noche, que el pecho y los pulmones heridos, me llevan á la tumba... Tú sabes que no es eso.

Angulo quiso retroceder, pero la mano de Muley sujetaba con fuerza la suya.

—No huyas; ¿para qué? No te delataré. Fátima te salva; la amo demasiado para manchar el nombre que lleva... Me odias y has apelado al veneno para apoderarte de esa fortuna que ambicionabas, y por la cual te has casado con mi hija.

Angulo intentó hablar.

—Es inútil. El día de tus bodas tuve la prueba de tus intentos. Supe la farsa que habías empleado para que yo me creyera deudor de reconocimiento hacia ti...

El rostro de Muley se tornaba lívido y la fatiga iba en aumento.

—¡Allah! ¡cómo devora el fuego de la ingratitud!... Desfallezco... Te estorbaba, villano... Era para ti un obstáculo... Me muero.

Angulo sentía ira, terror, inquietud, un volcán en su cerebro.

—¿Hubieras amado pobre á Fátima? responde; ¿la amarías hoy en la miseria?

Angulo guardó silencio.

—Si ella lo sabe te aborrecerá, pero no seré yo quien clave ese dardo en su pecho...

Las fuerzas de Muley se agotaban, y ya no podía hablar, cuando entró Mixcoac seguido por Margarita.

Al ver á su padre moribundo lanzó un grito, se arrojó sobre la cama y le abrazó convulsivamente.

El morisco la estrechó contra sí, besando sus cabellos.

—Es preciso sacarla de aquí,-dijo Mixcoac,-Angulo, sacad á vuestra esposa.

Con trabajo la separó del lecho, estremeciéndose al tocar á Muley, y la condujo fuera del aposento.

Entre tanto, apelando á los últimos recursos, había dado Mixcoac un fuertísimo reactivo al morisco.

—¡Gracias, gracias!-dijo recobrando fuerzas,-sois un gran médico. Me devolvéis la vida por un momento: tenía el presentimiento de lo que hoy sucede, y me preparé haciendo testamento... Algunas cláusulas parecerán extrañas para todos, pero no para vos. Os nombro ejecutor testamentario... mi última voluntad es sagrada...

—Lo será.

—No dudo de vuestra lealtad, y no tengo más amigo que vos.

La agonía empezaba.

—Siento frío... consolad á Fátima... pobre hija mía... Pero para él, para ese hombre... si la hace infeliz no tengáis piedad... Mi hija... Fátima... Fátima...

—Un sacerdote os daría consuelos; ¿queréis que le haga venir?

—No; muero en mi religión... que Allah me ampare...

Fueron sus últimas palabras.

Una fuerte contracción. Un esfuerzo para incorporarse. Una mirada suprema. Después cayó desplomado.

—¡Muerto! ¡muerto!-exclamó Mixcoac tocando su mano y su frente. Angulo... Margarita... ¿No habrá adivinado?

Sí: que aun cuando con infernal astucia la enloquecía Angulo con su amor, hubo un momento en que comprendió todo.

La angustia, la zozobra, la impaciencia por saber lo que encerraba el testamento, le vendió. Le helaba el alma pensar en que Muley se vengara después de muerto. Tenía miedo. La conciencia, siempre el inexorable tribunal de los remordimientos.

Llegó el día de abrirse el testamento.

En uno de los grandes salones de la quinta se reunieron los interesados en aquel acto.

El escribano indiferente y frío. Angulo, impaciente y calenturiento. Margarita llorosa, pálida y altiva.

El traje negro que vestía, aumentando su hermosura, la daba algo de fatal, de sombrío, de imponente.

Al encontrarse sus ojos con los de su marido, despidieron un relámpago difícil de analizar.

Desde la muerte de su padre habían vivido como extraños, ella encerrada con su dolor, y él devorado por la inquietud que embargaba su sér.

Mixcoac, conmovido y triste, observaba todos los detalles, y seguía los movimientos del escribano, que con tranquilo estoicismo quitaba los sellos y sacaba el pliego que al desplegarse, dejó ver escritos sólo algunos renglones.

Angulo miraba con avidez. No comprendía el laconismo de aquel documento, y su estupor aumentó al escuchar al funcionario público, quien con voz lenta, clara y solemne, leyó:

«Dejo por única heredera á mi hija Fátima Aben Melik, y á mi sobrino hijo de mi hermano Muza Aben Melik, residente en Valencia (España). No mirando sino por la felicidad de Fátima, encargo á mi amigo el médico Mixcoac, único ejecutor de mi voluntad, se conforme y siga en un todo las instrucciones que en pliego separado y adjunto le dejo, y que si á ellas se opusieran, después de entregar á mi sobrino lo que por este testamento le pertenece, pasará el resto de la herencia al rey de España.»

Tempestad poderosa se desencadenaba en el pecho de Angulo.

—¿Quién será,-se preguntó,-ese sobrino tan mal encontrado en este momento? ¿Qué se encerrará en ese pliego?

Toda su atención se fijó en el escribano, que, como si recorriera lo actuado en una causa, examinó en silencio el segundo documento.

—Paso por alto la fórmula,-dijo,-para llegar á las cláusulas, dictadas por el testador. Dice así:

«Poseo seis millones de reales en alhajas, fincas y metálico. Las primeras están en poder de mi hija; las segundas á cargo de mi hermano en Valencia, y el tercero depositado en la casa de Ferrán Núñez, en Veracruz; según recibo que se encontrará entre mis papeles. Deseo, y es mi voluntad, que ese capital de dos millones, quede en poder de Ferrán Núñez, y que los intereses constituyan una renta á mi hija, de la cual dispondrá á su antojo, así como de las joyas y de la renta que producen las fincas especificadas al final, sin que puedan enajenarse en caso alguno.

»Lego á mi sobrino un millón en fincas, que él designará, aunque éstas fueran alguna de las dos que en México poseo.

—Si lo que hasta hoy no ha sucedido, mi hija Fátima Aben Melik, tuviera hijos, éstos al llegar á mayor edad podrían disponer de esa fortuna, reservando siempre la renta de dos millones, para la que es hoy mi heredera.»

Seguía una larga lista de propiedades.

La cólera rebosaba en el semblante de Angulo.

Es decir, que él no existía, que su mujer rica, riquísima, quedaba como en manos de tutores, y que el crimen había sido inútil.

Cuauhtemoc o el mártir de Izancanac
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