CAPÍTULO LIII
Serian las tres de la madrugada cuando el herido volvió en sí, y con extrañeza dejó vagar sus ojos por el humilde cuarto, sin darse razón de lo que había pasado.
El intento de incorporarse le causó vivísimo dolor, haciéndole exhalar un gemido y llevarse la mano al pecho.
—Cuidado, Altamirano, nada de esfuerzos,-dijo don Álvaro.
El herido le conoció, y sin duda iba á formular una pregunta, cuando la mano del médico le tapó la boca.
—No habléis. Aquí estamos; pero silencio. Sólo así respondo de vuestra vida.
Cerró los ojos, pareciéndole todo aquello un sueño, y quedó inmóvil, mientras que en su cerebro confundíanse las ideas, sin conseguir eslabonar ninguna.
Mixcoac tomó de encima de un poyo la redoma de vidrio, y separando los secos labios de D. Diego vertió en la boca dos ó tres gotas.
El efecto fue instantáneo. Cesó la agitación, y al cabo de un rato dormía con sueño tranquilo.
—¡Sois un hechicero, un mago!-dijo D. Álvaro.
—La noche está hermosísima: mirad. Tibia, con luna y convidando á que, Ínterin duermen nuestros amigos, os refiera la historia de Angulo. Este duelo insensato que pudiera ser de serias consecuencias...
—¿Pues qué mi sobrino está en peligro?
—Un poco, os hablo con franqueza; pero no tanto que desespere de salvarle. Pues bien, os digo que el suceso hace aún que os pongáis en guardia, y para ello importa conozcáis el pasado de este hombre.
Creció Angulo al cuidado de un viejo labriego allá en escondida aldea, cerca de Burgos, porque sus padres habían muerto, dejándole pobre yen la infancia.
El muchacho era listo, pero desobediente, holgazán, mal intencionado y soberbio, y sólo cedía de su condición, y eso por cortos instantes, cuando el campesino le castigaba duramente.
Un día, acababa de cumplir once años, pasó por la aldea un capitán de los antiguos tercios, y se detuvo á descansar en la casa del labrador, tío de Angulo.
La vivacidad del chico llamó su atención, y no fue poca su sorpresa cuando al decirle que si le gustaría la vida de soldado, contestó sin vacilar:
—Ojalá pudiera serlo. La aldea me tiene harto.
—¿Querrías venir conmigo?
—Así Dios me oye, como es cierto que quisiera. Pero, señor capitán, soy muy pequeño y ¿para qué sirvo?
El tono con que pronunció estas palabras hicieron sonreír al oficial.
—Tus padres no te darían permiso.
—Si los tuviera-...
—Cómo ¿eres huérfano?
—Sí, señor, desde chiquito.
—¿Y con quién vives?
—Con un tío carnal; pero estoy seguro que por él no quedaría; no me puede ver, siempre está diciendo que soy holgazán, que no gano el pan que como, que soy una carga y qué sé yo cuantas cosas.
—Pues negocio hecho; si él quiere vienes conmigo.
Fácilmente se convenció el labriego: Angulo al otro día llegó á Burgos, y al cabo de cuatro años era soldado.
Una de las más perversas condiciones de su carácter era la avaricia, y aunque muy joven, no le arredraban, los peligros, ni la vida aventurera para saciar su ambición. Las maravillas que Colón descubrió, las riquezas y misterios de las regiones americanas, el oro que los conquistadores distribuían entre sus compañeros, y las fabulosas fortunas improvisadas, fueron para Angulo un rayo de luz y con Pánfilo de Narváez se embarcó para México.
Era valiente pero jamás daba cuartel al enemigo, y su crueldad le granjeó la admiración y la simpatía de Nuño de Guzmán, presidente entonces de la Audiencia y hombre de gran influjo.
—Preparo,-dijo,-una expedición al interior que ha de ser muy fecunda y lucrativa: he contado contigo.
—Sabéis que mi espada y mi persona están á vuestro servicio.
—Hay más allá de las provincias de Jilotepec y de Michoacán, territorios soberbios según las noticias que tengo, y aunque los indios chichimecas se defenderán con tesón, porque asegúrase que son valerosos, llevamos mucha fuerza y les someteremos. Con mil quinientos españoles soy capaz de conquistar un mundo.
—¿Y tropas aliadas?
—Llevaremos veinte mil entre tlaxcaltecas y mexicanos. A mi lado serás poderoso; sé que deseas oro: lo tendrás.
Angulo se conmovió de ansia y de esperanza de lucro; un porvenir como él había soñado: los honores, las adulaciones que rodean al poderoso, la satisfacción de todos sus caprichos, de todos sus deseos.
;Cuántas veces el aldeano había visto en su niñez pasar por el pueblo hombres de alta posición que le habían causado envidia, haciéndole odiar su pequeñez!
Por eso consideraba á Nuño de Guzmán como i un semidiós, pues que por él realizaría su más bello ideal.
¿Qué le importaba á qué precio?
¿Qué le importaba la persecución de los infelices indios, el saqueo de sus palacios, el incendio ó la profanación de sus templos y sepulcros?
Por otra parte, identificábase con Nuño de Guzmán, porque ambos eran de sentimientos fieros y crueles.
Salió el ejército, y con él Carlos Angulo, encargado por Nuño de Guzmán para expiar los movimientos de Francisco Caltzontzi, el bondadoso rey de Michoacán.
Había sido de los primeros en someterse y en poner sus estados en manos de Cortés, para la corona de Castilla.
Fue también de los más espontáneos para bautizarse, y como encontrara en la religión católica sublimes principios que le asombraron, inculcando en él sentimientos ignorados antes, solicitó la ayuda de los misioneros para convertir á sus nobles y vasallos y hacerles abrazar las doctrinas del Salvador.
Su estancia en México había sido larga, y como se afirmaba poseía fabulosas riquezas, resolvió Nuño de Guzmán llevarlo consigo para arrancarle sus tesoros.
Al llegar á la capital de Michoacán, el noble indígena le regaló seis mil indios de carga, diez mil marcos de plata y una fuerte suma en oro.
La generosidad del monarca michoacano despertó con más fuerza la avaricia de Guzmán y de Angulo.
En aquel día de la llegada, los indígenas, alborozados con la vuelta de su rey, festejaron á los españoles dándoles muestras de su benévolo carácter.
Apenas Guzmán viose á solas con Angulo, le dijo:
—Es preciso que este rey nos dé la mayor parte de sus riquezas. ¿Habrá creído que me contento con las migajas de su mesa?
—¿Y qué debo hacer?
—Irás en mi nombre á decirle que los gastos de mi ejército son muchos y que necesito oro.
Angulo cumplió la orden de su jefe, presentándose á Caltzontzi.
—¡Qué diablo!-se dijo Angulo;-veré de sacarle lo más posible, puesto que ha de redundar en mi provecho. Señor,-añadió en voz alta,-Nuño de Guzmán me envía para solicitar de vos algunas sumas que para el logro de su empresa precisa.
—Pobre soy,-respondió Caltzontzi con dignidad y franqueza;-pero lo poco que poseo es de vuestro amigo el presidente. Reuniré lo que pueda á la mayor brevedad.
Sin duda el rey abrigaba la esperanza de que, satisfecha en lo posible la avaricia de Guzmán, partiría dejándole en sus Estados.
Con grandes esfuerzos, y apelando á todos los recursos, consiguió el rey añadir algo más á las cantidades entregadas ya, y con júbilo las puso en manos del feroz español.
Pero no eran las riquezas que ambicionaba.
—¿Cómo, mal nacido,-exclamó en el colmo del furor —cómo pensáis que pueda contentarme con tan poco? ¿Creéis que con esto pueda yo descubrir nuevos territorios y conquistarlos para el rey de España?
—Os aseguro que mis Estados son pobres, que no poseo más de lo que os he entregado; porque también anteriormente una parte de lo que poseía fue á manos de Cortés para el monarca castellano.
—Sois un traidor.
—Medid vuestras palabras. Sabéis que por agradaros os he hecho un donativo de indios de carga, entre ellos dos indias para vuestro servicio, y que una me amaba, me amaba, sí, y sin hacer caso de sus lágrimas, os la he cedido. ¡Pobre Cilín! [44].
El acento del rey era triste, y comprendióse que al desprenderse de aquella mujer había hecho un gran sacrificio. Era hermosa, con la hermosura incitante que agradaba á los españoles. Preferida por Caltzontzi, le había seguido á México, y al volver y durante el viaje Nuño de Guzmán la vió, y de sus ojos brotaron relámpagos de brutal lascivia.
Caltzontzi comprendía que el presidente, si se empeñaba por Cilín, no repararía en medios para arrebatársela, que aquella alma era ruin y perversa, y quiso ganarla con su generosidad.
—¿Os pesa ya el regalo de esa mujer?
—No digo tal. Mi voluntad es grande para vos.
—¡Bah! Sabéis de sobra que no me asusto de nada, y que de gustarme esa indígena la hubiera tomado por mí mismo.
Caltzontzi sufrió el ultraje sin pestañear y conteniendo su cólera.
—Pero no se trata de mujeres, sino de oro.
—No tengo más, ¿queréis cobre? Abunda en esta tierra y cuanto os plazca pueden sacar.
—¿Os burláis de mí? A lo que veo estáis faltando á todo.
—»Nunca á lo que os he ofrecido.
—Basta. He observado lo suficiente para creer que no servís para gobernar pueblos.
—¿Por qué y cómo?-preguntó el rey agotada ya su paciencia.
—No necesito decirlo y sé cómo habéis de obedecerme. ¡Ola! ¡Angulo!
El cómplice apareció.
—Prended á ese traidor que intenta sublevarse contra nosotros.
—¿Yo?
—¡Callad!
—¡Dios os juzgue!
Y el noble rey michoaeano quedó preso y vigilado por fuerte guardia.
La noticia extendióse entre los indígenas y el estupor les paralizó. Pero rehiciéronse á breve rato y corrieran á reclamar á su rey, con uno de los caciques más valerosos á la cabeza.
Nuño de Guzmán negose á la entrega de Caltzontzi, y amenazó á los indios y les apostrofó duramente.
Se retiraron y los principales nobles discutieron lo que debía hacerse.
—He aquí,-dijo el cacique que capitaneaba la rebelión,-he aquí la hora de probar nuestro valor de hombres ó nuestra impotencia como esclavos. Hoy ó nunca. Salvemos á nuestro rey, y en vez de colmar á ese tigre con regalos y oro, debemos aniquilarle.
—¡Matémosle!-gritaron varias voces.
—¿Sabéis lo que ha hecho? Para obligar á Caltzontzi á que descubra tesoros, que Nuño de Guzmán juzga que tiene, le ha dado tormento.
—¡Imposible!
—Es cierto.
—¡Venganza, y muera el verdugo!
—¡Venganza, sí; no podemos esperar otra cosa de nuestros enemigos que mayores vejaciones, mayores miserias!
—¡Pues á ellos!
—¡A ellos! Organicemos nuestras fuerzas y preparemos el golpe. Es necesario cautela, pero rapidez. Ellos nos enseñan el camino.
Verdaderamente el estado de Caltzontzi era lamentable. Había sufrido varias veces el tormento con resignación y valor, y á pesar de que algunos nobles, para hacer menos duro su cautiverio, enviaron á Nuño de Guzmán lo que entre ellos pudieron reunir en oro y plata, el malvado no se dulcificó, y con más rigor guardó su presa.
—Los indios están amotinados, — le dijo Angulo, — y temo que esa hostilidad nos dé mal resultado.
—¿Tienes miedo?
—¡Yo! ¿Acaso no me conocéis?
—Pues deja que ladren esos perros. Mañana saldremos de aquí.
—¿Y el prisionero?
—Vendrá con nosotros.
Guzmán no había observado que esta conversación tenía un testigo.
En la pieza inmediata una india escuchaba con atención.
—¡Dios mío, este hombre sacará de aquí á Caltzontzi para matarle! Mañana... Podré salvarlo esta noche...
Y sin embargo, ha sido ingrato para mí... ni mi llanto ni —mis ruegos le hicieron desistir y me entregó á ese blanco aborrecible, tirano, cruel. Pero le perdono y le amo.
Cilín, pues era ella, salió cautelosamente para que ignoraran habían sido escuchados.
Caltzontzi, extenuado por el tormento y con los pies abrasados por el aceite hirviendo, permanecía horas y horas inmóvil, tendido en unas esteras, y difícilmente incorporábase para tomar el alimento.
Su carcelero era Carlos Angulo.
En la pieza en donde estaba encerrado había una abertura en el techo, un círculo pequeño, por el que penetraba la luz.
Las casas eran de poca altura, y es preciso tener en cuenta estos detalles para comprender que á la media noche, cuando todos dormían, fuera sorprendido Caltzontzi, al escuchar su nombre en azteca.
Arrastrose trabajosamente hasta debajo de la abertura practicada en el techo, y escuchó:
—Vengo á salvarte,-dijo en voz muy baja una mujer.
—¡Cilín!
—Silencio y aguarda.
La abertura había sido ensanchada lo suficiente para dar paso á un cuerpo.
El rey de Michoacán sintió sobre su rostro el roce de una cuerda.
—Sujétala fuertemente: aquí está asegurada.
Con ambas manos tomó la cuerda y la sintió tirante. Un segundo después estaba Cilín á su lado.
—Todo está dispuesto. Primero sales tú y yo después. Todos los nobles y tus soldados te aguardan. Desde hace dos días se preparan á combatir con tu verdugo. El tiempo urge.
—¡Dios mío!
—¿Puedes dudar cuando te espera la muerte?
—No dudo: Me devora el ansia de vengarme—, pero no puedo moverme, tengo quemados los pies y son una llaga.
—¿Qué dices?
—¿No lo sabías?
—No...
La situación era desesperada, y la india echó á llorar abrazando al cautivo.