CAPÍTULO VIII

EL DELIRIO

Había delirado todo el día; Arias á su cabecera, escuchaba ansioso sus palabras y con el buril de la voluntad las grababa en la memoria. A pocos pasos sobre un diván de forma árabe, dormía Luisa con la cabeza apoyada sobre un cojín: un círculo morado rodeaba sus ojos, y la huella del dolor y del cansancio moral se traducían en la palidez y en lo demacrado del rostro.

Los empeños de Arias y la material imposibilidad de sostenerse al lado del herido, la habían hecho buscar un poco de reposo para reunir nuevas fuerzas y volver á su puesto de enfermera. En aquellos días había sufrido mucho. La herida de su padre no era grave, pero la fiebre no cedía sino á ratos, produciendo en el enfermo extrañas alucinaciones, pesadillas y delirios, que aterraban á la pobre niña y oprimían su corazón.

Su débil naturaleza no podía soportar los insomnios ni la continua alarma y dolorosa incertidumbre en que vivía, por lo que, alentada por las palabras del médico, y por la promesa de Arias, había consentido en dormir un rato, pero allí, en el mismo cuarto, para estar cerca y acudir al enfermo si era preciso.

Arias se quedó solo; consultó la hora, y dijo:

—No tardarán; necesitamos que hable. Luisa duerme y el narcótico tranquiliza su espíritu y nos deja el campo libre.

De la mesa que al lado de la cama había, tomó Arias un vaso, vertió en él dos cucharadas de una medicina preparada por el médico, y añadió unas gotas de color rosado; ya dispuesto acercose á la cama, pasó un brazo por debajo de la cabeza de D. Cristóbal, é incorporándolo le hizo beber sin resistencia, porque la calentura lo tenía vencido y dormitaba con un sueño de plomo.

El efecto de la bebida fue instantáneo: copioso sudor bañó su rostro: sus ojos brillaron y con vaguedad insensata recorrieron la habitación. Balbuceó algunas palabras; después su voz se hizo más clara, pero las frases brotaban entrecortadas y como luchando con diversas ideas que se confundían en su cerebro débil y turbado por la fiebre.

—Que viene de México,-dijo,-llegará, y aquí lo encerraré... la Inquisición; de allí no se vuelve... y ¿quién lo envía? ¿quién es?... no, no,-prosiguió como si viera algo extraño ó inesperado;-no, ellos me miran con odio... me aborrecen, huyen... Luisa, Luisa, ¿tú también? la llevan, ya no la veo... Es raro... no es ella; ¿quién es esa criatura... Xihuitl... no me mires así, ¿me amenazas? ¡qué ojos! ¡qué mirada!...

En aquel momento rechinó la puerta, se abrió, y don Juan y Lorenzo adelantaron hacia la cama, hasta colocarse frente á frente de D. Cristóbal.

Los ojos de éste se agrandaron como si fueran á saltar de sus órbitas, y un grito ronco salió de sus labios.

—¿Qué me queréis?-dijo,-los muertos me persiguen... no puede ser, no es posible... ¡ah! sí, ¿me miras, pero vas á morir, á morir, y entonces ya no te veré más... ¿se fue? (y la vista de D. Cristóbal buscó afanosamente hasta tropezar con Lorenzo, que impasible permanecía al lado de su cama), ¿tú ahora, tú?... ¿vienes á pedirme gracia? ya tengo el papel, ya todo lo sabe Cortés... pero ¿cómo te encuentro aquí? ¿qué es esto? ¿no te maté? ¿á quién hirió mi flecha?... ¡allí, allí están sus hijos!... ¿cómo han podido saber?...

D. Juan, escuchó con ansiedad.

—Nunca llevarán su nombre... nunca ella los volverá á ver... así; ahí están bien, serán pobres... Xihuitl no puede hallarlos... ¡ah! ¿te resistes? ¿todavía eres orgullosa?... él murió y eres mía... ¿quién es esta niña?... Luisa, Luisa, mi hija... no, no; á ella no... déjala; ¡qué infierno tengo aquí!-repuso poniendo la mano sobre el pecho,— me abraso... mi cabeza arde... En aquel rincón está la pobre madre de Luisa... yo di la orden... llora y me pide su hija... yo se la quité para vengarme... porque amo á Xihuitl... no he querido á nadie más que á ella i aparta, tú eres el inquisidor... sí, te conozco... ¿también vuelves?

La medicina perdía su efecto, y D. Cristóbal, comenzaba á balbucear. De repente extendió los brazos hacía D. Juan y cayó desplomado cerrando los ojos y diciendo:

—¡El espectro! ¡el fantasma! ¡no, no, déjame!... ¡no quiero ver su mirada!... ¡me mata!...

—Basta,-dijo D. Juan,-ahora cuando salgamos volverá á la razón y recordará... ¡qué rostro tan angelical! —repuso acercándose, y contemplando á Luisa dormida. ¡Pobre niña, estás destinada á ser instrumento de mi venganza!... ¿pero en dónde habrá el miserable escondido á esos infelices niños? nada; ninguna luz que me sirva de guía...

Otra vez se acercó D. Juan al lecho, y vió á D. Cristóbal, como dominado por horrible pesadilla.

—Todavía dura el efecto del elixir,-dijo,-pero no tardará en recobrar los sentidos. Vamos Lorenzo.

Salió D. Juan, y poco después acudió Arias al herido y le obligó á tomar un calmante. Poco á poco cedió la agitación, recobrando el rostro su color amarillento y enfermizo, y cual si volviera de penoso sueño, abrió los ojos y los fijó en Arias, entre asombrado y temeroso.

—¡Qué horrible pesadilla, estoy muerto por el cansan' ció que me ocasionan estos letargos! He soñado, he gritado, ¿qué he dicho?-preguntó con inquietud.

—Nada, lo de siempre: creéis en fantasmas y en aparecidos, tenéis terrores que no comprendo, y que son sin duda hijos de la fiebre... serenaos: ya pasó el ataque.

Como queriendo recordar permaneció pensativo breve rato y después se estremeció.

—Tenéis razón,-dijo,-qué ideas tan extrañas produce el delirio,-y su expresión inquieta acusaba el temor de que sus ignominias fueran conocidas;-todos los días me hallo bajo el influjo de la calentura, y no sé por qué es tan tenaz, cuando la herida está cicatrizando y es ligera... sin embargo me siento decaído y sin fuerzas, cual si me agobiara grave enfermedad... ¿pero y Luisa? ¡Ah! duerme,-añadió al tender la vista y verla acostada sobre el diván...-Cuanto os debo Arias, porque la pobrecilla no hubiera podido resistir... sin vos estaría enferma... no parece raza de mi raza, ni sangre de mi sangre... es hija de los bosques y de las selvas como yo, pero sin duda, criada á su albedrío, separada de mi casa desde la infancia, guiada por sus propios instintos, no encierra ni un átomo de hiel y no comprendería las borrascas, las tempestades de mi vida.

Arias miró á D. Cristóbal, como provocándole á íntimas confidencias.

Pero acosado tal vez por recuerdos sombríos, guardó profundo silencio.

Su debilidad moral y física reprodujo durante algunos días aquellos delirios y alucinaciones que dejaban en su ánimo profunda huella, que sorprendían al licenciado Fernández, sin que pudieran tener á sus ojos explicación y sólo pensaba fallar la causa en lo irascible del enfermo y en la impaciencia que lo dominaba.

Arias había conseguido hacérsele necesario y entreteniendo su convalecencia con falsas confidencias intentaba provocar las suyas, y tal vez lo hubiera conseguido por completo si una circunstancia, al mezclarse entre ellos, no lo impidiera por entonces.

Había esperado D. Cristóbal noticias del inquisidor Guzmán, relativas al que, recién llegado de México, logró burlar el lazo que se le tendía y hacer estéril la sagacidad de los esbirros del Santo Oficio.

En vano también aguardó los señoríos y mercedes que había solicitado del soberano y con los que pensaba alcanzar el logro de sus deseos y obtener en México ilimitado poder y omnipotencia.

Además D. Cristóbal, al recobrar la salud, habíase sobrepuesto á los terrores que poblaron sus sueños, y únicamente el recuerdo de Lorenzo le hacía temblar de ira y de espanto, no acertando á dominar aquella impresión. Con más furor que nunca habíase entregado al juego y en él perdía sumas enormes, sin fijarse en el surco que diariamente abría en sus caudales.

Entre tanto Luisa, resignada como una santa, sola en aquel caserón con el criado indio, sin emociones ni alegrías, suspiraba por el délo de su patria, y cada vez más triste y más pálida, veía pasar las noches sin otra compañía que sus tristezas hasta que al apuntar el alba llegaba su padre, impaciente ó gozoso, risueño ó sombrío, según habían sido las pérdidas ó ganancias.

Aquella niña era su ángel bueno, y cuantas veces al encontrarla esperando, sin murmurar ni quejarse, la abrazaba tiernamente D. Cristóbal, y como á pesar suyo exclamaba:

—No merezco tenerte á mi lado... ¿quién sería capaz de odiarte?

Una noche al entrar la estrechó convulsivamente diciendo'.

—No te separes de mí; ven, ven, al verte no se atrevería... ni podrá creer...

—¿Qué tienes?-preguntó con dulzura,-¿por qué me dices que no me separe de tí? Jamás... te debo tanto, tanto que sólo con mi amor podré pagarte.

—Calla... pueden escuchar... ya sabes que tenemos enemigos poderosos... que nos buscan, que nos acechan...

—¿Ya vuelves á tus temores? no padre mío, no hay nadie, estamos solos... yo creí que en España no teníamos nada que temer... me causas miedo como en esos días que en la cama te estremecías con el ruido de ana puerta, te asustabas cuando Arias entraba... pero era por Ja debilidad, él lo decía.

La dulce voz de Luisa tranquilizó á— D. Cristóbal, y su mirada dejó de ser huraña y feroz.

—Me conviene,-dijo,-huir de encuentros que me vuelven loco, de semejanzas que me aterran; pronto, hija mía, saldremos para México. La joven lanzó un grito de inmenso regocijo, de ardiente satisfacción.

—¡A México!-exclamó,-hace tres años que me muero aquí de impaciencia y de tristeza; siempre alejada de todos, siempre sola... y veré á los seres que amo...

—Calla,-dijo D. Cristóbal dominado por otra extraña impresión,-tú vivirás donde yo viva... en el campo, lejos de la ciudad... en donde nadie nos conozca.

De nuevo se apoderaba de D. Cristóbal el extravío, la locura v el terror.

¿Qué había sucedido? para saberlo, retrocedamos.

En los momentos en que para herir la imaginación de D. Cristóbal, y subyugarlo por el temor, sé introducía D. Juan hasta su lecho, llegaban á manos del emperador los pliegos que á su llegada á España le había enviado por medio de Lorenzo y en los que Fray Juan de Zumrraga ponía al monarca en ciertos pormenores y antecedentes que debieron causarle honda impresión, puesto que ya en días de partirse para Flandes, dictó algunas órdenes desde Toledo, en donde á la sazón se encontraba, y llamando á un jefe de su guardia:

—Pronto,-dijo,-asuntos de Estado; enviad a Valladolid á un oficial de confianza con este pliego a la casa del veterano Nuño Galindo, allí dirán en dónde se encuentra D. Juan de Texcoco, un noble mejicano; le entregarán el pliego en mano propia; que vayan cuatro soldados también, y que todos se pongan á sus órdenes. No olvidéis que si al volver el mensajero viene con él D. Juan de Texcoco, lo recibiré sin dilación.

Partieron el oficial y los soldados, y á su llegada á Valladolid cumplieron la orden entregando al misterioso azteca el mensaje regio.

Lo leyó, manifestose en su rostro la complacencia de la lectura, y algo como un destello de triunfo pasó por sus ojos.

—Es necesario acabar aquí,-dijo,-hago falta en México y ese hombre debe marchar también... una orden del monarca me lo entregará... En cuatro años ha jugado la mitad de su fortuna, y en eso fundo grandes esperanzas para conseguir el resultado que deseo... mi entrevista con Carlos V es indispensable, y entre tanto Arias entrará más á fondo en la tenebrosa vida de ese malvado. El candor de Luisa, su dulzura, su angelical resignación me conmueven y despiertan poderoso interés, ¿cómo ese ángel es hija de un demonio? En lo que no estorbe á mi venganza, ni al cumplimiento de un deber sagrado, evitaré herir á esa niña y tal vez más tarde... porque parece amarla, ¿será capaz ese corazón de encerrar un sentimiento tierno y noble? Ahora lo queme importa es ver á Carlos V... torturar de nuevo mi corazón con el relato de ese cruel pasado...

Entre tanto Diego Pulgar, el oficial que por orden del rey había llevado el pliego á D. Juan, hablaba con Nuño Galindo, esperando la hora de marchar.

—Persona muy alta debe de ser,-decía,-cuando el emperador ha retrasado su viaje á Flandes por esperar

su llegada, ¿es alguno de esos señores aztecas que acompañaron á Cortés?

—No, es mucho más.

—Con él vinieron caciques, que es como decir potentados con villas y vasallos.

—Pues éste es cacique de caciques, os lo aseguro.

—¿Príncipe real?

—Así es.

—¿Y por consiguiente riquísimo?

—Posee tesoros y es generoso como un rey.

—Y como vos habéis estado en las Indias, lo conocéis de allá.

—Es decir, de nombre lo conocía, pero uno de sus servidores, de antiguo amigo mío, lo dirigió á mi casa.

—¿Y tiene servidumbre india?

—Y española, hombres á sueldo; mirad ya se preparan á marchar.

Efectivamente, diez ó doce hombres armados aguardaban en el gran patio de la casa con sus caballos del diestro: eran los que Arias había buscado para formar escolta á D. Juan, y como el oro hace prodigios, estaban admirablemente vestidos y en alto grado contentos con su suerte.

Con ellos reían y charlaban los soldados.

Aquel príncipe desconocido tomaba á los ojos de don Diego Pulgar, grandes proporciones.

Su respeto y consideración crecieron, y como tales maravillas se contaban de aquellas tierras hasta entonces desconocidas, diose á divagar por el anchísimo campo de la fantasía, pareciéndole que delante de sus ojos desfilaban reyes y princesas cubiertas de riquísimas joyas y deslumbradores atavíos. Creyose él mismo en los soberbios palacios que Cortés había descrito con maravillosa exactitud, y hasta llegó á figurarse que en vez de volver á pisar las angostas calles de Toledo, y los salones del morisco alcázar, iba á encontrarse transportado de improviso con D. Juan á más alegres regiones, á vergeles de mágica luz, en donde la fortuna lo colmaba con sus favores, tornando su insignificante personalidad en otra poseedora de tesoros y de la consideración que se otorga siempre al brillo del oro.

Una voz dulcísima completó la ilusión, y fue preciso que fijara la mirada en una sombra que entre él y la luz se interponía, para salir de su enajenamiento y caer en otro tal vez más peligroso.

Una mujer arrogante, hermosa y de puro tipo árabe, hablaba con Nuño Galindo, y éste, fijándose en que los ojos de D. Diego Pulgar traducían la fascinación que lo dominaba, trató de disiparla diciendo:

—Es mi hija Rafaela.

—Celestial criatura; soltera, por supuesto,-preguntó Pulgar devorando con los ojos á la joven que, ruborizándose, bajó los suyos al suelo.

—Casada. Su marido es uno de los servidores de D. Juan de Texcoco, y disfruta de su mayor confianza.

El oficial ahogó un suspiro, pensando que Arias era el más dichoso de los mortales y el más digno de envidia.

—Aquí llega mi yerno,-repuso Nuño Galindo al ver á Ordóñez y á Lorenzo, que adelantaban por el corredor.

Al acercarse al grupo se detuvieron.

—¿Vos sois el mensajero de Toledo?-preguntó Lorenzo, dirigiéndose á Pulgar, después de haber cruzado un saludo.

—Sí, señor; soy el enviado del emperador Carlos V.

—Pues á caballo; que ya sale D. Juan, y quiere marchar al momento.

—¿ Sois de los nuestros?

—Siempre acompaño á mi señor,-contestó con gravedad el azteca.

El respeto con que había pronunciado las anteriores palabras no sorprendió á D. Diego Pulgar, pues que en su pensamiento, había colocado muy alto al singular personaje á quien Carlos V consideraba hasta el punto de haber suspendido su viaje por esperarlo en Toledo.

Los caballos piafaban de impaciencia en el patio, y entre ellos distinguíase uno árabe, magnífico, de mucho brío y lujosamente enjaezado.

Era un bayo de color tostado, y con las crines y la cola negras.

La puerta grande estaba abierta: los hombres sacaban sus caballos, preparándose á montar.

Todos ellos eran bravos y habían servido en el ejército, y como él noble azteca mostrábase generoso y parecía valiente, no se hubieran cambiado por soldados del rey.

Salió D. Juan, y su arrogante apostura, su varonil belleza y la expresiva melancolía de su semblante, cautivaron á Pulgar.

—A cien leguas se conoce que es hombre de alta alcurnia,-pensó, y saliendo á su encuentro se inclinó profundamente, y siguió á su lado hasta la puerta en donde Arias, Rafaela y Galindo, lo aguardaban para verlo marchar.

—Hasta la vuelta,-dijo, montando de un salto en el caballo, y revolviéndolo con la maestría de un admirable jinete.

—¡Dios os guarde, señor!

Y la voz de Nuño Galindo, acusaba el intenso afecto que sentía por su huésped.

—Adiós, y no olvidéis mis instrucciones,-dijo D. Juan cruzando una mirada de inteligencia con Arias.

—Perded cuidado.

—Vendréis adelante conmigo, D. Diego Pulgar, y tú mi buen Lorenzo.

Y D. Juan dirigió una mirada y un saludo á Rafaela, dió una media vuelta á su caballo, y salió á galope seguido por los hombres de armas y por los soldados.

—Ahora á casa de Luisa,-dijo Arias á Rafaela:— quiere D. Juan que entres en su intimidad, que seas su mejor amiga.

Cuauhtemoc o el mártir de Izancanac
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