CAPÍTULO XCII
Aquella sospecha se enlazó con otras relacionadas entre sí, y tan grande fue la impaciencia que le devoraba, que tuvo intención de levantar la urna y de arrojarla contra el suelo para que con el golpe descubriera su secreto.
Dos ó tres veces, y ya sin asustarse, hundió la mano en la ceniza y registró el fondo.
Nada; allí no había nada. Entonces palpó, miró, quiso levantar las chapas, pero al apoyar los dedos en una de las del centro cedió á la presión. El indio contuvo un grito. Había descubierto el resorte para abrir el segundo fondo.
Ya lo demás no fue difícil.
Introdujo la hoja de su puñal en una pequeña hendidura y levantó la pesada tapa, que la formaba el primer fondo.
D. Cristóbal creyó por un instante que se volvía loco.
En la urna rebosaba el oro: idolitos, chapas de distintas formas, broches, hebillas, todo de oro, todo de gran valor.
—¡Ah!-exclamó,-¡las riquezas de tres reinos están aquí! ¡estas urnas son una mina inagotable y el porvenir es mío! ¿pero las demás guardarán lo mismo?
Y frenético se lanzó sobre la más próxima y sin ocuparse del fondo cinerario buscó el del centro: la chapa cedió también: abrió la caja y quedó deslumbrado.
Aquélla contenía piedras preciosas sin lapidar, lingotes de oro y de plata y varios objetos.
El indio sacudió la cabeza y la alzó. Su fisonomía hubiera asustado al más valiente.
Satánica sonrisa vagaba en sus labios: su ancha nariz se dilataba á impulso de la poderosa agitación.
Sus ojos brillaban, ardían con fuego sombrío y amenazador expresando la tumultuosidad de ideas que brotaban en su cerebro.
—¿Sería el Méxica el único poseedor del secreto? ¿los que hayan traído hasta aquí las urnas, sabrían cuál era el contenido? probablemente no. La reina de Jalisco, hermana del Méxica, sabía, al hacer transportar aquí las urnas, lo que encerraban; no; sólo á su hermano debió confiar este secreto. Ahora me explico la confianza del indio en el triunfo de nuestra raza; esperaba sin duda ocasión oportuna, y vivía pobre y humilde, para que sobre él no recayera ninguna sospecha. Pero el Méxica ha muerto, la reina también, y yo, solo yo conozco el misterio de estas ruinas.
Las sienes de D. Cristóbal latían precipitadamente, respondiendo á la desordenada algazara de su corazón.
En su rostro se leía toda la ferocidad del indio salvaje, que sueña con el placer de triturar á su enemigo.
—Sí,-pronunció lentamente;-también yo podré ponerme á la cabeza de los de mi raza y caer como una bomba sobre los españoles, hacerlos pedazos y despertar el fanatismo religioso, haciendo que sobre las piedras de los sacrificios corra á torrentes la sangre. ¡Imbéciles! ¡aquí está el poder divino y humano! ¡el oro, el oro! Nada resiste á su influencia ¡qué me importa ni su Dios ni los míos! Me alzaré sobre todos; seré el más temido y gozaré viendo á los pies de los dioses los miembros palpitantes de los españoles y sus corazones.
Fuera de sí y con placer diabólico, cogió el oro en sus manos y lo contempló, trémulo y desatentado.
Pasó más de una hora antes que, ya tranquilo, reflexionara en lo que debía de hacer.
Por lo pronto pensó que lo mejor era dejar las cosas como estaban, es decir, que sus tesoros, (pues ya eran suyos), continuasen guardados por las cenizas de los reyes, puesto que nadie conocía éstas, ni el subterráneo.
Con mayor motivo era preciso alejar de allí á Luisa, porque una casualidad pudiera descubrir lo que sólo en su pecho consideraba bien escondido, y luego era peligrosísima la cercanía con Caltzontzi por las confianzas que entre ambos habían de mediar, por lo que nada alteró del plan primitivo, limitándose á contratar un indio y á comprar un caballo más.
De aquel oro que sin saber cómo le había caído encima, pensó en llevarse lo que pudiera, y sobre todo piedras preciosas, fáciles de vender á los usureros que pululaban en México.
Sin detenerse, y aprovechando de la noche y de la soledad completa, hizo algunos paquetes de pedrería no sin estremecerse al menor ruido y más de una vez miró en torno suyo, por si Luisa ó Cuculli pudieran espiarle.
La cartera se había borrado de su memoria, y además como ya no pensaba en abandonar el subterráneo sino temporalmente, tendría tiempo de volver á buscarla. Lo importante era sacar á Luisa de allí y despistar á Caltzontzi.
¿Conocería éste el palacio subterráneo? ¿Le habría Luisa conducido á él? Cuculli en aquella mañana y después de la brusca escena con la joven, le aseguró que nadie había penetrado allí, y esto le tranquilizaba. Sin embargo, colocó la primera urna abierta contra el muro de piedra y la cerró escrupulosamente, y lo mismo hizo con la segunda después de proveerse de oro.
Con prolija atención observó si quedaba algún vestigio, convenciéndose de que todo conservaba el sello de no haberse tocado desde hacía largos años.
Ya dueño de sí mismo y recobrada la sangre fría, salió del palacio subterráneo, y desde la gruta siguió por el estrecho sendero que iba hasta cerca de la glorieta que había sido testigo de los castos amores de Luisa, y allí trepó hasta la plazoleta llena de escombros, en donde la enorme roca escondía la entrada del subterráneo.
Entonces, por primera vez, se fijó en que era la mitad de una piedra destinada á los sacrificios, y extraña sonrisa asomó á su semblante.
Era que gozaba de antemano con la idea de renovar los crueles martirios. Con fuerza maravillosa levantó pesadísimas moles de granito y las amontonó sobre la piedra, esparciendo también tierra y escombros para hacer más imposible y más oculta la bajada a! subterráneo, y ya más despacio y sin temor volvió á tomar el camino del escondite, que desde entonces era para él más precioso que su propia vida.
Serían las tres de la mañana, porque el horizonte comenzaba á blanquear con esa tenue claridad que precede al día.
De nuevo se alejó horas más tarde sin hablar con Luisa y sin que ella pudiera adivinar que su padre pensara en llevarla lejos de allí.
El rostro del indio no había cambiado, y la joven, con el corazón oprimido y sin atreverse á dirigirle una palabra, le vió alejarse.
Pero hallábase resuelta á que no pasara el día sin ver á Caltzontzi y sin que el consuelo de su presencia calmara la inquietud y el dolor de ambos.
Oyó que D. Cristóbal dijo á Cuculli, que no le aguardara hasta el oscurecer, y como efecto de la edad avanzada del criado éste dormía largas horas, fingió también hacer lo mismo y esperó impaciente hasta que el indio estuvo completamente dormido.
Sabía que su sueño era de plomo, y ya sin cuidado y con la ligereza de la corza perseguida, corrió á la gruta, tomó por el sendero y respirando con delicia el aire libre y reanimada por el ardiente sol, penetró en la glorieta, lanzó una exclamación mezclada de pena y de alborozo y se arrojó en los brazos de Caltzontzi, que la aguardaba.
—No me había engañado,-dijo,-sabía que estabas aquí.
Él la estrechó contra su pecho y contestó:
—Ayer pasé en este sitio la mayor parte del día, sin—,
tiendo un infierno de tristezas y de impacientes afanes. ¿Qué sucede? ¡habla, alma mía, mi dulce amada!
—Antes cuéntame tu encuentro con mi padre, y cuál fue el motivo de su terrible enojo al verme.
Caltzontzi, sin omitir detalle, refirió su entrevista y las palabras que habían mediado.
—Hoy debe responderme; hoy sabré su resolución.
—¡Separarnos! Negarse á que sea tu mujer,-exclamó Luisa con vehemente explosión de pesar.
—Lo esperaba: me dijo que había resuelto otra cosa: que tenía no sé qué proyectos... pero aún así tuve esperanza de que al reflexionar cambiara de idea.
—Dios mío ¿y qué será de mí sin tu amor y tus consuelos?.
Y la voz de Luisa estaba ahogada por los sollozos.
—Yo te amo y te amaré siempre,-contestó el michoacano estrechándola contra su pecho,-no temas; confía en mí.
—Ayer me prohibió que te viera.
—¿Qué importa? esa tiranía es imposible y yo te salvaré. Ese hombre es una fiera.
—¡Es mi padre!-murmuró Luisa.
—¡Por desgracia! Eres un ángel y tu cariño filial te llevará hasta renunciar á mí...
—Eso no. Jamás.
—¿Y lucharás?
—Lucharé, y cuando vea mi padre que todo es inútil y que la desesperación me mata, consentirá ó moriré.
—¡ Morir! no, luz de mis ojos, eso no, porque antes puedo arrebatarte de su lado y nunca volverá á verte. Sólo se necesita valor. ¿Acaso piensas que por ser tu padre tenga derecho á desgarrar tu corazón y á ser tu verdugo? No, Luisa mía; no creas que la casualidad nos ha unido, no; Dios me puso en tu camino para ampararte y protegerte. Dios, que ve la pureza y santidad de nuestro amor, no puede permitir ni que tú mueras, ni que ese hombre te esclavice. Los padres, que no tienen para sus hijos indulgencia y nobles sentimientos, no pueden tampoco ser amados ni ser obedecidos.
Luisa, combatida por la bondad de su carácter y por la pasión avasalladora que la inspiraba Caltzontzi, guardó silencio, pensando en recurrir á D. Cristóbal una vez más antes de resolverse, pero sin estar dispuesta á ceder en nada que fuera contrario á sus sentimientos.
—No puedo hoy decidirme; no puedo darte razón “mientras no vea si mi padre desiste y si aun conserva un átomo de afecto paternal. Sólo en el caso de que así no fuera, aceptaré cuanto me propongas, antes que perderte.
Luisa estaba serena al pronunciar estas palabras: la vacilación había pasado y por primera vez su alma enérgica se revelaba á los ojos de Caltzontzi.
La miró asombrado.
Ya no era la niña tímida y débil: era la mujer altiva y rebelde á odiosa tiranía.
Al crecer su admiración aumentó su amor, comprendiendo que bajo su influencia habíase despertado la dignidad de Luisa y su fuerza de voluntad.
También esperaba Caltzontzi, la respuesta de D. Cristóbal y resolvía apelar á la súplica y á las reflexiones.
Las horas pasaron rápidamente, y Luisa, temiendo que Cuculli despertara y la buscara, dijo, levantándose de su asiento:
—He permanecido demasiado. Puede volver mi padre ó despertar el indio, pues ya habrán pasado sus dos horas de sueño.
Y seguida por Caltzontzi, dió la vuelta á la glorieta y llegó al sendero.
Preocupada la joven echó delante y el michoacano, la siguió contra su costumbre, que era separarse al principio de la estrecha vereda.
Al llegar á la gruta, pensó Luisa en que había vendido el secreto del subterráneo y, su recta conciencia la acusó.
Volviose á Caltzontzi y confusa y avergonzada le dijo:
—Olvida el camino que hemos hecho: no vuelvas jamás; Dios me perdone haber faltado á mi juramento. He vendido el secreto de este asilo.
—Tú y yo, cielo mío, somos uno solo; ¿qué importa que te haya seguido hasta aquí? nadie lo sabrá. Tu secreto es el mío: tranquilízate y no aumentes tus zozobras ni mis pesares.
—Mañana será un día decisivo,-balbuceó Luisa pensativa.
—Hoy más bien. Tu padre irá esta tarde, pues así me ofreció; entonces veré si aun podemos tener esperanza.
Cuando la joven entró en la galería subterránea aun dormía Cuculli.
Ya cerca de anochecer volvió D. Cristóbal.
La joven, deponiendo su timidez, se adelantó á su encuentro. Tenía la esperanza de que Caltzontzi hubiera logrado convencerlo. A pesar de que evitara mirarla y de que su rostro estuviera huraño como nunca, le dijo con voz suave y humilde:
—No sé si vuestro enojo habrá pasado, padre mío, pero arrostrándolo, vuelvo á suplicaros miréis á vuestra hija con menos rigor.
—Si me obedeces en todo,-contestó rudamente el indio.
—En todo, lo juro, menos en renunciar á mi amor:— dijo Luisa con firmeza.
—Precisamente es en lo que no estamos de acuerdo. Te repito que es un imposible y nunca esperes de mí que consienta.
—Es mi vida lo que pedís, porque de no ser de Caltzontzi, moriré.
—Nada cambiará mi resolución. Esta noche saldremos de aquí para no volver y el tiempo se encargará de que le olvides.
Luisa estaba pálida, lívida como un cadáver. No había contado con que D. Cristóbal abandonara su asilo. El terror y la angustia le dieron fuerzas.
—No,-exclamó,-no es posible que me torturéis así: no hay en vuestro corazón cariño por mí, ni piedad. En nombre de mi madre os ruego...
No concluyó su frase. La mirada de D. Cristóbal fue tan feroz, tan implacable, que Luisa asustada retrocedió.
—En nombre de tu madre... al invocarlo te has hecho mucho daño... tu madre, tu madre que fue el enemigo más encarnizado de mi tranquilidad... ella, ella la infame: mucho la amé, pero después, mi odio fue mayor aunque había sido mi amor...
—Insultáis á mi madre;-gritó Luisa aterrada y sobrecogida de espanto,-no es posible que mereciera el nombre que le dais.
—¡Calla! ¡no la defiendas! porque entonces no respondo de mí. La ira me ahoga y ha de estallar formidable si te pones en mi camino.
Luisa se horrorizó. En la aptitud de D. Cristóbal había algo tan siniestro, que, sin dejar de mirarlo, se retiró poco á poco, hasta refugiarse en su aposento.
Pero ni aún allí tuvo tiempo de reponerse. El indio la siguió y con voz de trueno:
—Los caballos esperan,-dijo,-dentro de media hora marcharemos.