CAPITULO I

Auroras de rebelión

Ostentábase la naturaleza americana robusta, salvaje y en toda su imponente majestad.

La luna, en tibia noche de febrero, brillaba serena, límpida y transparente, reflejándose como inmensa lámpara de plata sobre las tranquilas aguas del caudaloso estero que atravesaba el puerto de Términos, de Jicalango y Tabasco. Millares de estrellas alfombraban el sereno cielo, destacando su diamantina claridad en aquel fondo de purísimo azul.

El aire estaba saturado por los ricos aromas que pródiga exhalaba la vecina selva, y tenue y reposado mecía, arrullaba las gigantescas ceibas, los frescos arbustos, las parásitas lianas y las guirnaldas de amorosas enredaderas. Tendidas en las orillas del estero medio ocultas por altos y espesos maizales, descollaban algunas casas de planta baja y grandes chozas de palma, coronadas de distancia en distancia por extraños y elevados edificios.

Eran los teocallis de Izancanac.

Como formando imponente marco al pintoresco pueblo, se extendía en torno el enmarañado y tupido bosque, dejando un extenso claro, en el cual, sobre mullida alfombra de hierba y envueltos en sus mantas, descansaban gran número de soldados.

Era un campamento, y sin duda el cansancio de trabajosa marcha había rendido al ejército que tranquilo se entregaba al sueño.

Escalonado en las márgenes del estero, internándose bajo la elevada bóveda de follaje, había otro campamento más vasto, separado del primero por las espesas cortinas de la selva virgen, por los arquitectónicos pabellones de rica vegetación, que abrigaba en su seno un mundo de cándidos arrullos, de suaves aleteos y de misteriosos amores.

Por el verde y mullido campo, vagaban los caballos relinchando gozosas porque á su alcance hallaban pasto lozanísimo y en prodigiosa abundancia.

El silencio sólo se interrumpía por los tenues, misteriosos ruidos de la naturaleza, y por el monótono rumor de la cercana y ya mencionada corriente.

De improviso en la tupida espesura crujieron las hojas y. las ramas secas, y se abrió la maleza para dar paso á un hombre que cautelosamente, y tendiendo la mirada en torno suyo, adelantó ó más bien, se arrastró desde el campamento más grande al más pequeño, y escuchando y observando llegó hasta las primeras casas del pueblo.

Era un indígena que vestía el amplio ropón de los soldados mexicanos y que con admirable perfección remedó el chillido de ave nocturna, contestado por otro á larga distancia y bajo la espesa bóveda de los árboles.

Pasados algunos minutos volvió á sentirse el crujido de las hojas, pasos que se acercaban, y por estrecha y tortuosa vereda apareció en la linde del bosque una mujer.

La clarísima luz de la luna permitía distinguir sus facciones. Era una india, joven y muy hermosa, pero lo demacrado del semblante, la tristísima expresión de sus ojos rasgados y negros, delataban hondos pesares, intensos sufrimientos.

Una especie de manto la cubría hasta los pies calzados con altas sandalias de piel de leopardo.

Rápidamente atravesó el espacio que mediaba hasta llegar sin aliento á donde se había detenido el soldado,

—Ehcatl,-dijo en voz baja.-¿Tenanco habrá cumplido tus órdenes?

—Sí, no temas; la guardia es nuestra: soldados mexicanos que sólo aguardan una orden para obedecer.

—Tiemblo por él... Si nos hicieran traición... Ese hombre que ha renegado de su patria, que me odia hoy tanto como un día me amó, que sueña con la venganza, no vacilaría en dirigirse á Cortés ni en delatarnos.

—No es menor mi odio que el suyo por el infame; ¡cuántas veces he tenido en la mano mi certera flecha para clavársela en su corazón!

—Ese hombre se habrá fijado en mí... En uno de esos días de terrible prueba, cuando subíamos los pedregosos cerros, cuando yo, al fin mujer, me había quedado rezagada, vencida por el cansancio, le vi detenerse en un recodo del camino como si pensara en prestarme auxilio. Esto me devolvió las fuerzas y gané rápidamente el terreno perdido. Me asustaba la idea de encontrarme con el traidor, á solas.

—Pero hasta ahora estoy seguro que nada ha descubierto de nuestros planes; todos aquellos leales al rey, desconfían de ese hombre tanto como de los hijos del sol. Desecha la inquietud. Durante el larguísimo y penoso viaje, ni una mirada, ni una palabra han podido vender nuestro secreto. La mujer de un soldado no podía despertar sospechas.

—No creas que vacilo, pero... ¡somos tan desgracia dos! que si ahora de nuevo nos abandonan los dioses y triunfan los castellanos moriría contenta. Esos blancos se vengarían en el amado de mi corazón...

—Pensemos en el triunfo, Xihuitl, y como el tiempo es precioso debemos aprovechar la noche.

—Vamos; que Mestli (Diosa de la noche) nos proteja.

La joven echó adelante y el indio detrás, dirigiéndose apresuradamente á una grande choza de palmas, la primera en la entrada de la población, cuya puerta custodiaban dos centinelas mexicanos, los que cruzando una mi rada de inteligencia con Ehcatl, dejaron el paso franco.

Desde el soportal siguieron hasta la segunda pieza, cuyo pavimento cubrían gruesos petates (esteras) de junco.

Una tea de madera resinosa esparcía opaca y vacilante luz que permitía distinguir los objetos.

Sentado en un banquillo sobre el que se extendía ancha piel de tigre, con la cabeza inclinada y absorto en el revuelto laberinto de sus pensamientos, estaba un hombre como de treinta á treinta y cuatro años.

Era de rostro noble y majestuoso y de aspecto arrogante y altivo. Tenía el cutis bañado por ese suave color moreno, peculiar en los andaluces y propio también de tropicales climas. Las cejas negras, sedosas, muy pobladas, la boca pequeña, los labios un tanto gruesos. En los ojos negros, profundos, hermosísimos, brillaba la mirada dulce, melancólica á la par que enérgica y resuelta: era la del hombre acostumbrado á mandar y á ser obedecido.

Al correcto óvalo de aquel semblante, formábale artístico marco la abundosa y aterciopelada cabellera que en desorden caía hasta el nacimiento de los hombros y espalda, completando la típica belleza de aquel azteca.

Vestía una túnica de algodón, sin mangas, que no pasaba de la mitad del muslo y un tilmatli (especie de capa) listado de dos colores, oro y negro.

Aquel extraño manto cruzaba sobre el pecho, anudando una punta sobre el hombro izquierdo.

La pierna, desde la rodilla, quedaba al descubierto porque los botas de piel de tigre no pasaban del tobillo.

Aquel hombre gallardo, pero triste, grave y pensativo, era Cuauhtemoc, último emperador de México.

Acompañábanle dos nobles, dos amigos fieles que sufrían con él su cautiverio.

El uno, joven, de menos que mediana estatura y de pura raza indígena. El otro, de cuarenta á cincuenta años, de frente ancha, de semblante serio y austero.

Ambos vestían á semejanza del monarca, pero el tilmatli era más amplio y de un solo color muy oscuro.

Retirados en un extremo de la habitación hablaban en voz baja respetando el silencio de Cuauhtemoc, que encerrado en sí mismo veía pasar en desordenado panorama épocas felices muy lejanas. Horizontes de diáfana luz, sin nubes ni tormentas. Después el cielo se entoldaba.

Aparecían en las playas de su patria, saliendo de entre las inquietas olas, extraños seres que, sin temor, adelantaban salvando grandes distancias hasta llegar al corazón del imperio.

A veces en los ojos del cautivo ardía fuego salvaje, y como en claro espejo reflejábase en la mirada el tenaz empeño de venganza, el rencor y el regocijo del triunfo.

A esta expresión sucedía la que inspira el desaliento, la incertidumbre y la duda.

Las ideas se confundían, se agolpaban, ofuscando so razón y produciéndole el vértigo, el delirio, la locura.

Cuando más absorto se encontraba, oyó repetir su nombre por una voz querida. Levantó la cabeza, y sacudiendo hacia atrás la cabellera, se puso en pie, al mismo tiempo que Xíhnitl se precipitaba en sus brazos.

Cuauhtemoc la estrechó en ellos con frenética alegría.

—¿Tú aquí, Xihuitl? —exclamó,-¿en esta pobre y triste choza? Por uno de mis soldados recibí tu mensaje y me anunció Ehcatl su llegada, pero...

—No la mía. Una imprudencia hubiera hecho fracasar nuestros planes. Vengo para estar á tu lado en el momento del peligro, ¿no te lo prometí? ¿no juré que jamás te abandonaría? Pues bien, la hora ha llegado.

—Cuéntame, cuéntame, quiero saberlo todo.

—Nuestro fiel Ehcatl habló con los jefes de tu ejército, con los caciques, con los soldados; todos acatan tu voluntad, todos te seguirán con entusiasmo. Los pueblos en masa se levantan y toman las armas contra los hijos del sol. Ya en algunos puntos se ha entablado la lucha sin esperar la señal. Los dioses nos protegerán.

Cuauhtemoc o el mártir de Izancanac
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