CAPÍTULO III
Interin continuaban hablando sin temor de ser escuchados, se había vestido D. Juan el traje de los labradores de Castilla, y con él parecía más alto y robusto, por lo grueso de la tela y por el corte, pero sin que le hiciera perder en gallardía ni alterara su varonil belleza.
—En un hombre del pueblo nadie se fija,-dijo,-y ahora á caballo y tú sirves de guía.
—Conozco en Valladolid una casa en donde estaréis tan oculto y seguro, que nadie podrá encontraros, y allí podéis tener confianza en todos tan absoluta como en mí. Es casi á la entrada de la ciudad, en calle solitaria y en aislada vivienda, á propósito para esconderse y no llamar la atención.
—¿Y la familia?...
—Honrada. Un buen matrimonio con una hija joven, hermosa y buena como los ángeles de la religión cristiana.
Bajaron, y Benito, al ver á D. Juan, contuvo una exclamación, porque llevaba el traje con la misma soltura que un labriego, y su hermosa cabellera negra, cortada al rape, le hacía parecer más joven, prestando al rostro expresión más franca y menos severa.
Como el frío era fuerte, se envolvieron en largos capotes cubriéndose la cabeza con el capuz. D. Juan montó el primero á caballo, Lorenzo cabalgó á su lado y Benito, que había recogido lo poco que poseía colocándolo en las alforjas, cerró la puerta, saltó sobre el caballo y, con Pascual á la grupa, siguió detrás, no sin de vez en cuando echar una ojeada temerosa hacia el pinar.
Una legua, en buenos caballos se anda pronto, y comenzaba la luz del alba á clarear los objetos, cuando llegaron á las puertas de Valladolid, en tan propicio momento, que acababan de abrirlas.
Entraron, torcieron á la izquierda y poco después llegaban á la calle y á la casa indicada por Lorenzo, y como por él estaban prevenidos, se abrió la puerta i la primera llamada.
Caballos y jinetes pasaron por el portón hasta un patio grande como de casa solariega, pero decaída, en donde solícitos acudieron un hombre entrado en años, que era el dueño, y dos criados, que habían envejecido sin duda al servicio de la familia.
Lorenzo desmontó y, como aquel que en casa propia se encuentra, condujo á D. Juan á uno de los aposentos que en un largo corredor tenía entrada, y le dijo:
—Estáis aquí como en una fortaleza y nadie podrá sorprenderos. Cuando la casualidad ó el favor de Dios me hizo encontraros, os referí que un español me había salvado la vida. Pues bien, Nuño Galindo es dueño de esta casa y fue mi generoso salvador.
—¿Entonces, ha estado en México?
—Formaba parte del ejército de Cortés.
—Sabré recompensar el servicio de entonces y el de ahora.
—Así, pues, mi confianza en él es absoluta y nada tenéis que temer; dadme vuestras órdenes y declaremos la guerra abiertamente á nuestros enemigos.
—Interesa primero llevar noticias mías á Arias. Ordóñez puede servirnos de mucho, pero aún no le diré en dónde me oculto.
—¿Desconfiáis?
—No; me parece hombre leal y bueno, pero conviene asegurarse.
—D. Juan escribió la carta, que ya conocemos, y que Lorenzo puso en manos del secretario del inquisidor.
Por los años de 1531 escaseaban las luces en las calles de Valladolid, pero en cambio la fe religiosa había puesto en varios puntos de la ciudad veneradas imágenes, y siempre un farolillo al iluminar el nicho en donde estaban colocadas, esparcía su luz hasta cierta distancia.
En angosto callejón cercano á la calle de Santiago, se veía una imagen de la Virgen de las Angustias, encerrada en su camarín y con el correspondiente farol. Lorenzo, después de haber entregado la carta, se dirigía por aquel sitio á casa de Galindo á tiempo que por el lado opuesto adelantaba otro embozado.
Llegaron á encontrarse en el foco de luz, sus miradas se cruzaron al pasar y ambos volvieron la cabeza para
mirarse de nuevo cual si quisieran reconocerse, y de no impedirlo el sombrero de anchas alas, que dejaba las facciones en la sombra, hubiérase visto en el rostro de Lorenzo la expresión de mal reprimida cólera y en el otro, la del terror y el espanto.
—¡Qué semejanza!-murmuró el último alejándose rápidamente.-Si los muertos resucitaran, diría que era él... pero puedo tranquilizarme; lo vi y no es posible dudar... me persiguen unas aprensiones... pero ¿cómo habrá desaparecido ese hombre y se habrá salvado del lazo que se le tendía? pero no hay cuidado, tiene la Inquisición buenos lebreles y al fin dará con él...
Lorenzo había permanecido como clavado en su sitio hasta que se perdió á lo lejos el ruido de los pasos: después se alejó lentamente diciendo:
—Era él, sí; era él, y le he dejado marchar sin arrancarle el corazón... más tarde, cuando el príncipe haya cumplido su venganza, se encontrará frente á frente conmigo... Le habré causado el efecto de un fantasma, de una aparición... creerá en una semejanza inverosímil, y esto es mejor para nuestros planes.
Poco después, Lorenzo estaba en presencia de D. Juan y le refería el encuentro, añadiendo:
—Lo reconocí al punto, por más que los años, el traje y la vejez prematura, causada tal vez por los remordimientos, lo hayan cambiado en mucho.
El ruido de una ventana que se abría y una, voz de mujer, distrajo la atención de ambos.
—Es Rafaela,-dijo Lorenzo,-su aposento está junto al vuestro y, como joven y hermosa, tendrá alguna cita de amor.
El caserón de Nuño se componía de un solo piso bajo, cómodo y espacioso. Los aposentos eran muchos y con altas rejas á la solitaria y estrecha calle, en la cual, y frente á la casa, se corría una elevada tapia, espalda de antiguo y abandonado edificio.
Muchos años había estado deshabitada, porque, muertos los dueños, sin duda sus herederos la encontraban triste y demasiado lejos del centro y del bullicio, y se resolvieron á alquilarla, cosa no fácil de conseguir, por las condiciones que hemos mencionado, hasta un día en que Nuño, recién llegado de las Indias, en donde se había enriquecido, ofreció el doble de su valor y la compró, instalándose en ella con su mujer, su hija Rafaela y Lorenzo, que desde Sevilla acompañaba al que había sido soldado de Cortés y al que debía la vida.
Cuando el ejército había llegado á Izancanac, de paso para Hibueras, descontento Nuño, por lo penoso y largo del viaje, desfallecido por el cansancio, buscó algunas horas de reposo en la casucha de una vieja india, resuelto á no seguir adelante, á volver á México y á embarcarse para España, en donde le aguardaban el amor de una esposa querida y las caricias de una niña que había dejado dé nueve años.
Espiando la marcha del ejército, habíase extraviado una noche en la selva, y al atravesar un claro en busca del sendero que debía conducirle al albergue de la india, tropezó con el cuerpo de un hombre. Estaba muerto, á juzgar por su cadavérica palidez y lo rígido de sus miembros; pero fijándose en él con más insistencia creyó advertir Nuño un movimiento, un esfuerzo, una crispación de sus manos. Caritativo y con buen corazón, procuró levantarlo, y con alegría pudo convencerse que en aquel hombre aun había un soplo de vida.
El soldado castellano era corpulento y sólo así hubiera alcanzado á cargar sobre sus espaldas el inerte cuerpo, porque éste también era pesado por lo alto y por lo grueso.
La claridad de la luna y lo animoso de su espíritu, lo condujeron hasta la choza de la vieja india que le había dado hospitalidad, y allí depositó su carga y la examinó fijándose entonces en una flecha clavada en el lado izquierdo; se disponía á tirar de ella, cuando la india detuvo su mano diciendo:
—No, no; al arrancarla, saldrá con ella la vida. Conozco estas flechas: la mano que ha herido á este hombre tenía costumbre de manejarlas; pero lo salvaré. Confía en mí. Eres bueno y caritativo y tal vez pueda yo recompensarte lo que has hecho por uno de mi raza.
La india salió de la choza y á poco rato volvió con un manojo de yerbas, y después de machacarlas, hizo con ellas una especie de pasta, y extendiéndola suavemente sobre la parte dañada por la flecha, dijo á Nuño con la seguridad de la ciencia:
—Ahora esperemos el efecto del remedio y con la ayuda de Teteoinan [14], vivirá este guerrero.
Durante tres días permaneció el herido inmóvil y sin dar otras señales de vida que la respiración apenas perceptible; poco á poco perdieron sus miembros la rigidez y la inmovilidad, y adquirieron calor y movimiento á la vez que Se regularizaron los latidos del corazón y que su rostro perdía la lívida palidez.
La india renovaba cada dos días las benéficas yerbas y ya éstas habían despedido la punta de la flecha sin esfuerzo ni dolor.
Desde aquel momento la curación adelantó rápida mente, y aunque muy débil, pudo el herido dos semanas más tarde referir á Nuño los pormenores que éste ignoraba y el porqué del asesinato.
El soldado castellano, en contacto siempre con los indígenas, había aprendido la lengua azteca, y el relato del indio aumentó su caritativo interés por aquel á quien había salvado la vida.
—No debo ocultaros nada,-añadió,-al sentirme herido de muerte no pensé en mí, sino en el sagrado depósito que el rey de Tacuba había puesto en mis manos y que encerraba el plan de la conspiración, y si ésta fracasaba, presos los reyes, comprometía á todos: tal fue la causa de haberme entregado aquel pliego.
—¿Pero entre los vuestros hubo un traidor?
—No; mi asesino no estuvo en las ruinas y no puedo explicarme cómo sabía que yo era depositario del documento.
—¿Y le conocéis?
—Sí,-repuso con voz sorda,-le conozco: cuando después de herirme arrancó de mis manos el papel, hice un supremo esfuerzo y á punto de perder los sentidos, fijé mis ojos en el asesino... ¿pero cuántos días hace que estoy aquí?-interrogó con ansiedad.
—Más de quince.
—¿Y los ejércitos?
—Partieron, porque lo anuncia la absoluta soledad y silencio que nos rodea.
—¿Pero entonces, qué ha sucedido? la conspiración estalló?... tiemblo y me estremezco... creo adivinar...
—Nada sé. Yo mismo, quebrantado y enfermo, he vivido oculto, porque tengo una hija y una esposa adoradas, y siguiendo al ejército de Cortés hubiera sucumbido antes de mucho... mis fuerzas no podían resistir los quebrantos del viaje...
—Tenemos medios para saberlo todo.
—¿Cómo?
—La caritativa india que ha sido vuestra salvadora puede informarse en Izancanac, sin despertar sospechas.
Dos horas más tarde, Nuño y Cahuanax, estaban al corriente de los acontecimientos.
Como habrán comprendido los lectores, el herido salvado por Nuño era el jefe indígena.
Pero en los desgarradores detalles del drama había algo que no pudieron comprender ni explicarse.
Al día siguiente de la marcha del ejército habían acudido los indios de aquellos contornos, guiados por su amor á Cuauhtemoc y por el deseo de honrar su memoria y hacer los funerales debidos á su rango, según Ja costumbre azteca.
Ricas y finas esteras cubrían el suelo de la choza más próxima, sobre las cuales pensaban colocar el cuerpo del monarca para embalsamarlo 1 durante cinco días darle guardia hasta que llegaran los caciques de la provincia de Acala, que con numeroso séquito y lujosamente ataviados habían de asistir á la solemne ceremonia.
Acostumbrábase, para ocultar los estragos de la muerte, cubrir el rostro con riquísima careta, y ya estaba dispuesta, así como el vestido de finísimo algodón, las joyas de oro y de plata que habían de adornar al héroe azteca, y la costosa esmeralda que se suspendía del labio inferior.
También con solícito cuidado llevaban los indios la preciosa caja de madera perfumada, en la cual quedaría depositado un mechón de pelo, tomado de su cabellera, ya que lejos de Tenochtitlan no podrían unirlo con el que se habría conservado de su infancia.
En tan apartada región no podría la nobleza ser portadora de las insignias reales, ni acompañar á la víctima de la conquista, ni era posible sacrificar al sacerdote de su oratorio, ni que formaran extraña procesión sus mujeres favoritas con el cabello tendido y vestidas de luto.
Pero el cadáver del rey sería quemado en la hoguera y se convertiría en cenizas, entre los perfumes de los cedros y del sándalo, de la madera de rosa y de aloes, que ardían en la pira.
Con los ojos bajos caminaban los indios y con religioso temor se acercaron al árbol del suplicio, pero cuál fue su asombro al no ver pendiente de él á Cuauhtemoc. ¿Cómo había desaparecido? Era un misterio.
La fuerte lluvia de la noche había enterrado en lo hondo de la tierra, el cadáver del rey de Tacuba, pero los indios lo encontraron y lo condujeron con respetuosa superstición, al sitio preparado para Cuauhtemoc, abrigando la creencia de que los dioses habrían ocultado al último emperador azteca para convertirlo en dios.
Nuño y Cahuanax, no participando de aquella idea, buscaron, sin encontrar la solución de un hecho tan extraño.
—¿Pero y la reina?-solía decir Cahuanax.-No puedo creer haya seguido al ejército, porque en aquella alma no tiene cabida ni el temor ni la cobardía, y jamás hubiera abandonado á mi señor... tal vez...
—Pensáis que ella habrá ocultado el cadáver de Cuauhtemoc?
—Sí; ¿pero cómo y en dónde!
Urgíale al bueno de Nuño Galindo volver á México recoger el dinero que en la toma de la ciudad le tocó en suerte y trasladarse á España, por lo que adoptando el traje indígena para salvar dificultades en el viaje, salió del bosque de Izancanac acompañado por Cahuanax. Este á su llegada á la capital abrazó la religión católica, bautizándose con el nombre de Lorenzo.
Cinco meses después se daba á la vela un buque y en él tomó pasaje Nuño.
—¿Estás dispuesto á marchar conmigo?-le dijo á Cahuanax.
—Te debo la vida y te amo como á un hermano, pero la sombra de Cuauhtemoc y mi propio rencor, reclaman venganza... mi raza no perdona.
Y la mirada del indio brilló con ferocidad salvaje.
—El sufrimiento ha envejecido mi cuerpo, pero no mi alma... si algún día te necesito sabré buscarte.
Y ambos se separaron abrazándose con efusión.