CAPÍTULO XXIV
Nació Ampudia en noble y antigua casa de la ciudad de Oviedo, en el principado de Asturias, clásica tierra, pueblo-rey, que jamás lograron someter los árabes, ni doblegar su indomable altivez.
Su padre, el marqués de Aneéis, no experimentó con su venida al mundo esa gozosa satisfacción que tres años antes había tenido con el nacimiento de su primogénito, y más bien sintió despecho y enojo, en vez del menor átomo de regocijo.
Su sexo fue la causa del desamor del marqués y de la azarosa vida de D. Martín.
Su padre deliraba con la idea de tener una hija, de recrearse con las gracias de una niña, y cuando vio defraudadas sus esperanzas, fue desde aquel momento desabrido, indiferente y hasta duro para el pobre niño, mientras que toda su ternura y su agasajo se volvieron hacia el heredero de su nombre y de sus Estados.
En cambio la marquesa le adoraba como si quisiera doblar la dosis de cariño por la extraña injusticia de su marido; le amó con locura, con ceguedad, con la más ardiente solicitud.
Grave complicación en su salud, la hizo confiar el niño á una ama de leche, pero jamás ni él ni ella se separaban de la marquesa, y el recién nacido fue objeto de esas minuciosidades de las madres y de esos incesantes y cariñosos desvelos que no tienen rival.
Creció Gaspar, y se desarrolló entre la glacial indiferencia de su padre y las ardientes caricias, cuidados y esmeros de su madre, hasta que con pretexto de que su naturaleza se robusteciera, se propuso el marqués alejarle de aquel exaltado cariño.
Dio lugar la idea á discordias y acaloradas discusiones, pues la marquesa se oponía á que su hijo viviera en el campo, pero al fin hubo de ceder, por evitar disgustos y convencerse de que el niño estaba cada día más endeble, delicado y lánguido.
Para elegir sitio entre los cortijos y haciendas de su pertenencia, se renovaron las dificultades y los choques, porque todo lo encontraba la marquesa demasiado lejos, alegando que si el niño se ponía enfermo ¿cómo correr á cuidarle? yen un caso apurado, no llegarían á tiempo.
Por fin todo pudo conciliarse, á condición de que la marquesa misma lo llevaría al cortijo, para dejarle en manos cuidadosas, ya que desgraciadamente la obligaban á separarse de él.
La hacienda de las Encinas era extensísima, alegre y sana, no muy lejos de Oviedo. Allí condujo la marquesa á Martín cuado contaba seis años.
Antes de salir el segundón de la casa solariega, sufrió un minucioso examen del médico de la familia, quien confirmó lo ya dicho por el marqués; que el niño necesitaba aires libres y puros, para que los pulmones se robustecieran y el pecho se desarrollara, sin lo cual, y siendo de constitución muy endeble y enfermiza, podía temerse un funesto resultado cuando llegara á la adolescencia. Que la vida del campo le era tan necesaria como el rocío para las flores ó el sol para los campos, porque el decaimiento era cada vez más grave, y añadió:
—Las faenas agrícolas, los rudos trabajos,— las fatigas de todo un día en las eras y el copioso sudor que produce, el ejercicio fuerte propio de los campesinos, salvarán á este niño, de lo contrario, por consunción se acabaría.
El marqués, por primera vez desde que el niño había nacido, le abrazó y besó con amor, porque en su cerebro había brotado una idea luminosa.
Puesto que su hijo necesitaba la vida activa de los labradores, le destinaría poco á poco, y á medida que fuera creciendo, al cuidado de los cortijos y de las numerosas haciendas, y de ese modo conciliábase con la importancia de su salud, el aumento del caudal. De tal manera halagó al Sr. de Aneéis aquel pensamiento, que con asombro de su esposa, del capellán y del médico, que sabían hasta dónde llegaban sus efusiones por Martín, se resolvió á tomar parte en el viaje para acompañar á su hijo.
La marquesa se reanimó con las palabras y seguridades del médico, y proponiéndose pasar largas temporadas y veranear en las Encinas, para encontrarse con frecuencia al lado de su ídolo, le dejó en manos del ama de cría, que era la mujer de un capataz, y después de hacerle aquellas advertencias más importantes para su salud, después de llorar y afligirse y de abrazarle una y otra y otra vez y de cubrirle de apasionados besos, dió la vuelta á Oviedo, algo más tranquila y menos disgustada con su marido.
Sin duda se le había juzgado mal al creerle desabrido para Martín, puesto que á él se le debía que mirando por su salud estuviera el niño en el campo.
Acusábase ella de ser egoísta y cegada por su amor de madre, de tener descuido con aquel pedacito de su corazón, y agradeció al marqués el haberse fijado en la frágil naturaleza del niño, pues que con eso tal vez se salvaría.
En la misma época en que Martín quedaba en las Encinas, se pensó en dar á su hermano Luis los estudios que en aquellos tiempos se consideraban los más precisos para el heredero de un gran nombre, de cuantiosas rentas y de los pergaminos de sus antepasados.
A la verdad que no eran muchos ni muy profundos, porque se creía inútil á un niño de esclarecido linaje hacerle sufrir cansancios en las aulas con los libros y maestros.
La asidua labor de la inteligencia estaba reservada para gente más vulgar y escasa de bienes de fortuna, y la grandeza no brillaba entonces por sus dotes intelectuales; por lo que la educación de Luis no fue ni larga ni extensa.
Pasaron seis años. Durante ese tiempo la marquesa, aunque tenía grandes deberes que cumplir en su casa y en relación con su alto rango, había estado en las Encinas largas temporadas, complaciéndose y gozando al ver en Martín un cambio completo: estaba gordo, coloradito, alegre, juguetón y con tantas fuerzas como los hijos de su ama de leche, jugando con ellos á brazo partido y ganándoles en malicia y atrevimiento, hasta el punto de llamar la atención de la demasiado indulgente madre.
El marqués murió cuando Martín tenía catorce años, y aun cuando á la sazón era robusto como un roble, no quiso abandonar su vida de labriego, para encerrarse en la ciudad.
Luis había cumplido diez y siete años, y el marquesito, como le llamaban, no pensaba en otra cosa que en satisfacer sus caprichos y en gozar de sus privilegios.
Apenas se conocían los dos hermanos, y como el trato y la intimidad engendran cariño, no podía existir muy grande entre ellos. Luis le llamaba á Martín desdeñosamente el aldeano, y éste, que reunía á su natural perspicacia algunos estudios adquiridos en los meses de estío cuando el capellán iba con la marquesa, y, que á más recorriendo el caserón había encontrado en la antigua biblioteca algunos libros, no era menos mordaz en los calificativos. Según él, su hermano era un holgazán, con la mollera vacía y lleno de orgullo. Tal vez no se equivocaba; pero aquella pugna y desvío de los dos hermanos era terrible y trascendental.
Luis emprendió un viaje larguísimo, llevando con él á un antiguo maestro convertido en ayo, y tal maña empleó y tal lustre quiso dar á su nombre, que en breve las rentas fueron pocas y ya hubo que echar mano de algunas fincas para hipotecas, á pesar de las observaciones y de que la marquesa rehusase muchas veces acceder á sus exigencias.
Martín no fue más parco. Joven, lleno de gallardía, dominando siempre á su madre, con salud de bronce, y de carácter ardiente y enamorado, no encontró dique para sus deseos, llegando á ser en corto tiempo el Tenorio de las campiñas, el perseguidor de las muchachas hermosas, y el que tenía en continua alarma á los novios y maridos.
Vestido con el traje de labrador rico, buen jinete, valiente, audaz, dominando con su mirada y con su aspecto, usando de los fueros de señor feudal y sin temor á nada ni á nadie, acometió ruidosas aventuras y se familiarizó con el escándalo.
¡Cuán terrible fue la decepción para la confiada madre!
Quiso entonces hacer uso de su autoridad y detener á su hijo en el camino de desórdenes; ¡todo fue inútil! con una palabra, con un reproche, con un abrazo desarmaba el enojo de la débil madre, y conseguía nuevos elementos para sus locuras.
Tal era la conducta de Martín, cuando se casó su hermano Luis con una riquísima y noble niña, y el nacimiento de un hijo, al quitarle las esperanzas que alentaba de heredar el marquesado, le dió nuevos bríos para sus fechorías.
Los temores y sobresaltos de la marquesa crecieron, así como disminuía el auge de la casa, porque no sólo los gastos de Martín eran excesivos, sino que á veces la marquesa necesitaba acallar con dinero justas reclamaciones, ó socorrer desventuras de las que él era la causa.
En un caserío cercano á las Encinas, habitaba un honrado labrador con su mujer y con dos hijas; una de corta edad y otra, moza ya y muy bella.
Por primera vez en su larga carrera de aventuras, sintió Martín algo más que un capricho, algo desconocido y poderoso.
Al ver á María, se deslumbró y un amor violento se apoderó de su sér.
A pesar de su terrible nombradla, ó más bien á causa de ella,-porque las mujeres aman la audacia y sienten admiración por el hombre conquistador y enamorado,— consiguió que la joven correspondiese á su pasión; pero con un amor puro, santo, y creyendo en las promesas y juramentos de Ampudia.
Ruegos, perspectivas de llevar un nombre ilustre, de tener riquezas, ardientes demostraciones, alardeos de generosidad y abnegación, todos los medios para seducir y halagar, no lograron vencer la virtud de María, con lo que se exacerbó el delirio de D. Martín.
La joven aldeana era un hermosísimo tipo, con dos ojos como dos luceros por lo brillantes y como dos turquesas por lo azules. Tenía buenas carnes, ligeramente tostadas por el sol y por el viento, pies y manos andaluzas, y rizada y abundosa cabellera castaña. La estatura mediana, pero con donaire, y el cuerpo redondo, si bien no muy delgado, pero esbelto.
Las conquistas de D. Martín habían sido siempre fáciles, y por consiguiente, poco duraderas, así es que, apurados los recursos para conseguir que cediera María, formó otro plan de batalla.
—No me amas,-la dijo un día bajo el fresco emparrado que en el huerto de la muchacha les servía para citas;-no me amas, y estoy perdiendo el tiempo; mañana marcharé á Oviedo, y tal vez me resuelva á obedecer á mi madre, puesto que tú eres una ingrata.
María se puso pálida pero no contestó.
—Ya sé que no te importa; ya sé que Nicolás te busca y te habla de amores.
—No hay tal,-respondió la joven con el acento de la verdad;-ya sabes que te quiero, te lo he repetido y yo no miento nunca. Pero tú intentas quitarme la honra y hacer infelices á mis padres, porque estoy segura que más quisieran verme muerta que sin honor. Me has ofrecido que seré tu mujer; pero ahora piensas de otro modo, y te parezco poco para tí. Soy pobre...
—Yo te haré rica,-y Ampudia, al interrumpirla, quiso ceñir su cintura y atraerla hacia sí.
Pero suavemente le rechazó diciendo:
—No quiero tus riquezas, como no sea tu mujer.
—La prueba que te he pedido, es para conocer si me amas: entonces me casaré.
—¿Y sin esa prueba?
D. Martín se engañó. La pregunta pareciole ya señal de victoria.
—Sin que me des esa prueba, no.
—Pues vete. Tu madre quiere casarte, obedécela. Porque nunca, ¿lo oyes? nunca perderé mi honra.
La ira cegaba á D. Martín.
—Pues, adiós,-dijo,-me voy convencido de que Nicolás es mi rival, por eso no cedes.
María no le detuvo: con los ojos nublados por el llanto le vió alejarse; pero no le llamó.
—Después que me deshonrara me abandonaría como ha hecho con otras; no me quiere.
Y lentamente se dirigió á la casa y abrazó llorando á su madre.
—Que tienes, María? Ese maldito conseguirá que me quede sin hija.
—No, madre mía, se acabó; me casaré con Nicolás, que es de gusto de mis padres, porque D. Martín no me quiere.
—Lo pensaba yo; eres pobre y él un señor, no hay que hablar de eso. Seguro que pensaba que tú eras como otras...
—No es eso, no; pero me he convencido de que no debo verle más.
María, como sencilla y buena que era, había confiado todo á su madre, y ésta, aunque incrédula, y asustada por la mala reputación de Ampudia, dejó correr las cosas sin advertir á su marido.
D. Martín salió en aquella misma tarde para Oviedo, despechado, pero creyendo que la ausencia influiría favorablemente en la muchacha y que el temor de perder su cariño la entregaría.
En uno de sus viajes á la ciudad había conocido anteriormente á una pobre huérfana, no muy hermosa, pero agraciada, modesta y buena.
Con ella, tomó Martín el camino de la protección, empleando dinero y relaciones para que á Gaspara y á su anciana madre, se les pagara unos atrasos de viudedad.
Tal fue la puerta por donde entró el amor en el corazón de la joven.
Habíase también aficionado Martín al juego y en él perdió gruesas sumas, que su madre pagaba, aunque se viera próxima á la ruina.
Loco por María, pero decidido á obligarla por la ausencia, buscó en Gaspara y en el juego atractivas emociones, y precisamente la joven que hasta entonces se había defendido contra sí misma, porque amaba al de Ampudia, comenzó á demostrar vacilación y á flojear porque el mal había hecho progresos entre tanto que Martín estaba ausente.
—Estoy enferma,-decía Gaspara;-al agradecimiento se ha sobrepuesto el amor, y pensando en que todo se lo debemos, (porque sin él mi pobre madre hubiera muerto), ha llegado á ser alma de mi alma y vida de la mía. ¿Me engañará? No es posible que aquel generoso protector sea perjuro y abuse del sentimiento que me domina... sin embargo, cuéntanse de él tantas aventuras... ¡cuántas mujeres le han amado como yo y lloran hoy abandonadas!... pero no, á mí me ama; él dice que le regenero, que jamás amó á nadie como á mí.
La madre de Gaspara estaba hacía tres años paralítica y no era la menor causa de gratitud, el cuidado con que Martín acudía á proporcionarle cuanto necesitaba.
No se Je escapó al de Ampudia la impresión de alegría que brilló en el rostro de la joven, al verle llegar, ni que estremeciéndose, había estrechado su mano.
Voluble, antojadizo, exigente y con todos los defectos de niño mimado, se enorgulleció con el triunfo, del que ya le era imposible dudar, y olvidándose de María, se entregó por completo á coronar su obra, envolviendo á la enamorada Gaspara, en una red de la que le fuera imposible salvarse.
No perdonó promesas, ni alardeos de amor infinito y regenerador, ni dudas de amante celoso, ni ruegos humildes y súplicas ardientes que trastornaron á la joven.
Con Gaspara usaba diferente lenguaje que el acostumbrado para María. Esta era una sencilla y juiciosa aldeana, pero no así la primera, que, educada en las ciudades porque su padre había sido empleado en la corte y de no escasa inteligencia, había menester las galas del estilo para seducirla, y D. Martín, si era labrador rudo en el campo, despojábase de la corteza cuando se trasladaba á la ciudad y tenía el aspecto de un noble hidalgo.
—Me condenaré á la desesperación,-la dijo un día en que quiso arriesgar el todo por el todo,-si tu amor es tan desconfiado, que sólo al ser mi esposa, recompense el mío; pero sufro mucho á tu lado y en ese caso, como por ahora no puedo vencer la voluntad de mi madre, me iré á las Encinas y allí sólo con tu imagen soñaré con el día de nuestra unión.
—¡Separarnos otra vez!-balbuceó la joven, sintiéndose morir de angustia.
—Sí, alma mía, es preferible á esta continua lucha conmigo mismo. Yo no soy como tú, porque mi amor es más poderoso y no se contiene en los límites de la razón.
—¿Y crees que el mío no es tan intenso como el tuyo?
—No lo es, no; si me amaras... pero perdóname, Gaspara de mi vida, te atormento; no quiero hablarte más de mis locos desvaríos... cuando seas mi mujer, cuando lleves mi nombre, cuando no tengas más voluntad que la mía, cuando estés unida á mí por un lazo sagrado, tal vez entonces comprenderás lo que has hecho sufrir á este corazón que es todo tuyo: ¿ qué haría de él si tú no me amaras?
—Te amo, te idolatro,-murmuró la joven sin rechazar los brazos que la habían ceñido y que la estrechaban con pasión;-¿dudas de mi cariño? ¿dudas de que eres la mitad de mi alma?
—Gaspara pronunció estas palabras con todo el fuego, con toda la embriaguez de un amor inmenso.
—¡Oh! ¡qué dicha podrá igualar á la mía cuando seas mi esposa! ahora te veo como te he soñado... me fascinas y me vuelvo loco. Adiós,-dijo de improviso besando con delirio á la joven,-adiós no me volverás á ver hasta que puedas llamarte mi esposa.
La astucia de D. Martín triunfó. Los brazos de Gas— para le detuvieron, y el valor y la razón la abandonaron.