CAPITULO LIX
El doctor indio refirió la historia de Margarita hasta la muerte de Muley, pero el lector sabe ya más que Mixcoac, que ignoraba los detalles relatados en el capítulo anterior.
—¿De modo,-dijo Altamirano,-que ahora el favorito es Hernando?
—No sé qué deciros. Es misterioso todo lo que sucede. El corazón humano es insondable como el mar. Para mí tengo que Margarita teme, que huye del familiar contacto con su primo, que hace alarde de otros amores, porque tiene miedo al que mira alzarse soberano en su pecho.
—No entiendo el lance de hoy.
—Ni yo, pero se me alcanza que Angulo no ha sido guiado por los celos. Ruda tarea me dejó Muley.
—¿Y ya tomó Hernando el millón?
—Por supuesto. La mitad de las fincas son suyas, y ha elegido la mejor de México y allí vive como un príncipe. He observado que ejerce sobre Angulo notoria influencia; al verle palidece y tiembla...
Un gemido llegó hasta los dos interlocutores, y ambos corrieron al lado del herido.
Ya á buen andar entraba la mañana y todos los caballeros estaban levantados y dispuestos á partir y con ansiedad seguían en la inspección de la herida al doctor indio, pues que según la gravedad, podría ó no transportarse al joven.
Los labios sanguinolentos tenían buen color: la fiebre había cedido, el semblante, aunque muy pálido, estaba tranquilo, y la mirada era viva y animada.
—Perfectamente; el sosiego de esta noche ha devuelto la vida y el peligro ha pasado. Con precauciones sumas podrá hacer el viaje.
Pintose el alborozo en el semblante de Altamirano, y D. Álvaro estrechó la mano de Mixcoac.
—¿De modo que en camilla le conduciremos?
—Ya están dadas las órdenes: la preparan y se han buscado indios para llevarla.
—En todo pensáis,— dijo uno de los caballeros: — la humanidad os debe mucho.
—A caballo, señores, á caballo, — dijo Mixcoac sonriendo;-no os quiero llevar al paso de la camilla. Don Álvaro se quedará conmigo. Podéis adelantaros, ganar tiempo y avisar la llegada.
Luego de su escarcela sacó la redoma, de la que ya se había servido, y vertió en un vaso algunas gotas, añadiendo agua hasta la mitad.
El medicamento tomó un color opalino.
—Bebed,-le dijo al herido;-bebed; esto os dará sueño tranquilo hasta que venzamos la jornada.
—Y me calmará la ardiente sed que me devora... ¡Ah, sin vos tal vez hubiera muerto!
—Bueno, bueno; tiempo habrá para que me digáis todas esas cosas; pero por ahora silencio y dormid.
Como un niño obedeció D. Diego de Altamirano, y á poco dormía.
Con prolijo cuidado le acostaron en la camilla, sin despertarle, y el doctor indio y D. Álvaro en sus briosos caballos le acompañaron.
Delante y á distancia, porque ya los corceles habían tomado carrera, iban los demás jinetes.
Así y á cortas jornadas hicieron el viaje hasta México.
D. Diego, gracias al esmero de Mixcoac, estaba fuera de peligro.
Sin darse tiempo para descansar y después de haberse ocupado en la instalación del herido, montó de nuevo á caballo, dirigiéndose á la casa de D.ª María Isabel.
Era su médico, y más aún su amigo. Era el que había pasado noches y noches á la cabecera de Cuauhtemoc, cuando inerte, agotadas sus fuerzas y sin conciencia de que vivía, había sido conducido desde Izancanac á México. Más tarde hubo también de arrancar á Xihuitl de manos de la muerte. Su viaje á Veracruz había obedecido á dos causas. Sentía por fray Juan de Zumrraga respeto y leal amistad, y quiso darle el último adiós, y á más fue también en nombre de D. Juan de Texcoco, que veneraba al noble obispo como á bondadoso padre.
Pero estaba impaciente por saber si la locura de Doña María Isabel tomaba carácter más benigno. Entro en el patio, desmontó, y como viera á Nuño en el corredor le dijo:
—¿Hay novedades?
—Ninguna. Siempre lo mismo.
Mixcoac hizo un gesto de impaciencia, y siguió adelante por el corredor, hasta una pieza contigua á los jardines, encontrándose en ella á D. Juan que salía cuando él llegaba.
El sufrimiento había demacrado más aquel noble semblante. La mirada, siempre melancólica, era entonces profundamente triste, y su palidez había aumentado. —¿Ya de vuelta? ¡Con qué inquietud te esperaba!
No debemos olvidar que Mixcoac fue cacique en tiempo de la llegada de los españoles, y que D. Juan era un príncipe.
—Yo también, señor, he sufrido con alejarme de la princesa, dejándola en estado tan triste, y un incidente ha hecho más lento mi regreso.
—¡Un incidente! ¿Os ha sucedido algo?
—No á mí, señor, sino á D. Diego de Altamirano.
Y el doctor indio, rápidamente, hizo un relato de lo acontecido con Angulo.
—Encontrarás á la princesa más decaída y triste, siempre con la idea y los terrores que en aquellos funestos días la trastornaron el juicio. Tranquila, sin arrebatos, sólo manifestando su locura con esos horribles gritos que me desgarran el corazón.
—Entremos, señor. Os afirmo lo que os dije antes de marchar. Venceremos el mal y venceremos pronto.
—Dios lo haga.
—¿Y no tenéis noticias de Fernando?
—Aun no, y las aguardo con ansia.
—Tal vez su vista fuera el principal remedio.
La pieza en que Xihuitl se encontraba caía á los jardines, y era de saludable influjo esta circunstancia.
El murmurar del agua, la armonía de las canoras aves, el perfume de las flores y la absoluta tranquilidad que la rodeaba, habían modificado la excitación nerviosa y el desorden de los primeros días.
La exasperación y la sensibilidad decrecían, y si bien en su hermoso rostro veíanse reflejados el espanto y la vaguedad en la mirada, eran menos frecuentes los gritos y más lejanos los accesos.
Estaba sentada en un sitial, inmóvil y con las manos cruzadas, como si estuviera en oración.
Al ver acercarse á Mixcoac, hizo un movimiento de espanto, lanzó un grito y quiso huir.
—No, no... ese hombre me va á matar...
—¡Maldito sea!-exclamó D. Juan.
—¿Y nada habéis hecho contra él?
—Sí; pero sabéis que no me serviría atravesarle el corazón. Deseo otra cosa, pero no sin haber encontrado á la infeliz niña. La perderíamos para siempre, á no ser que una casualidad la pusiera en nuestros brazos.
Mixcoac habló á Xihuitl con cariñosa voz, y logró tranquilizarla.
—La mejoría es notable, no lo dudéis, señor, y siempre en la mujer es también más fácil la curación. El pensamiento tenaz y dominante anteriormente es hoy más vago y reviste una forma que nos conducirá á la declinación de la enfermedad, á normalizar las ideas, y por último, al completo restablecimiento de ellas. Mirad á la princesa. En las primeras semanas tenía profundos surcos en el rostro, y éste veíase adusto y ceñudo. Los labios estaban pálidos, las pupilas contraídas, detalles naturales de la alteración mental, y ahora todos esos síntomas se modifican y disminuyen. La mejoría no admite duda. Valor y triunfaremos.
—La certeza de que esa brillante y enérgica inteligencia está anulada tal vez para siempre, me espanta y desespera.
D. Juan no se hacía ilusiones, y á pesar de las seguridades del doctor indio, sabía que la marcha de Ja locura ya favorable ó adversa, es lenta y propensa á raras alternativas.
El estado de D.' María Isabel había hecho más negra más tenaz la melancolía del infortunado príncipe, y el sufrimiento moral llegaba á su colmo.
—Es indudable,-dijo Mixcoac,— que la enferma entra en un período de alivio que la conducirá en breve tal vez, á completa curación. Un inesperado acontecimiento, un choque repentino, al operar total trastorno en su cerebro, le devolvería su lucidez instantáneamente. ¿No habéis observado, señor, si manifiesta empeño por veros, más que en la primera época del terrible mal? No advertís si busca algo para entretener sus ocios, si desea la compañía de sus amigos y con ella está satisfecha?
—La observo á todas horas. He notado expansión; destellos de alegría en sus ojos cuando me presento, y también interés por Ehcatl cuando la dirige la palabra. Se fija en D." Marina, que la acompaña con frecuencia; en Rafaela, esa mujer-ángel, que es incansable en sus cuidados. Se adivina que su pobre mente trabaja por recordar, por recoger ideas que se escapan, por huir de visiones que la mortifican.
—Continuad, señor; esas particularidades son de gran importancia.
—Un día, durante tu ausencia, dejose conducir por D.ª Marina hasta el salón en que se encuentra mi retrato, y con arrobamiento, con infinito gozo le contempló.
—¿Y nada dijo?
—Llevó la mano á la frente, como si allí se amontonaran los pensamientos y se sucedieran con rapidez y sin darle el tiempo necesario para apoderarse de alguno y expresarlo. De repente se irguió, y agarrándose á doña Marina, como si de súbito se viera perseguida, retrocedió espantada, con los ojos desmesuradamente abiertos y señalando al retrato, dijo: «¡Allí, allí están! sí, los veo... ¿Ves? ese es el campo de Izancanac!... ¡El caballo corre, me lleva!... ¡No, no; ese hombre quiere matarme!» y se dió á correr hasta llegar á este cuarto, en donde se acurrucó en un rincón, temblando, sin que en todo el día volviera á decir una palabra.
—fue un ataque; y según veo, son ya menos frecuentes. ¿El sueño es más tranquilo?
—Ciertamente. Duerme largas horas en total reposo.
—¡Magnífico! Es uno de los síntomas que me hacen creer que ha entrado la enfermedad en vía de curación. Las ilusiones ópticas son de tarde en tarde, es decir, que disminuye la confusión de ideas.
—¡Ah, ella, tan varonil en otro tiempo, es hoy cobarde y tímida como un niño! ¡Ella, tan buena y tan cariñosa, se ha tornado áspera é irascible!
—Consecuencia lógica. Fenómeno que se opera al perder la razón: el carácter toma distinto rumbo y se altera y perturba totalmente, como los sentimientos, las ideas y hasta las sensaciones. ¡Cuántas horas de mi vid«consagro á las dolencias mentales! ¡cuán incansable soy para ese estudio! ¡qué tinieblas se encuentran en él! La ciencia, en incesante labor, llegará algún día á perfeccionarse en bien de la humanidad. Hay rarezas que confunden el ánimo y lo abisman en perplejidades sin fin. ¡Qué diferentes alternativas! ¡qué fenómenos intelectuales y estéticos! ¿Es la locura un trastorno de la sensibilidad moral? ¿es una exageración del espíritu y de las pasiones ó una perturbación de las facultades intelectuales? Ya la caridad y la ciencia en España [47] se esfuerzan en aislar, en proteger á los desventurados que, desposeídos de la razón, no tienen personalidad, y se encuentran á la merced de crueles tratamientos y absurdas preocupaciones.
Tenía D. Juan absoluta confianza en el sabio indígena y escuchábale con profunda emoción.
Sus pronósticos hicieron renacer las esperanzas y triunfaron de su pesimismo, en lo que se relacionaba con la demencia de la princesa.
Además era ferviente católico, y confió en que Dios apartaría de él un cáliz más amargo que todos los que en el curso de su existencia había agotado.