CAPÍTULO XLVIII

EL CHAPARRO

No había tenido valor Cortés para hablar con Elena, y menos para herir su corazón refiriéndola |el cómo los acontecimientos nublaban el cielo de su dicha.

Se propuso ganar tiempo, y sobre todo dárselo á D.ª Juana para que, aprovechando las ocasiones, viera el medio de preparar á la joven, y poco á poco darle sospechas de mudanzas de la suerte que podrían entorpecer sus esperanzas, ya que no otra cosa más grave.

A D.ª Juana sí, no le ocultó nada para que juzgara de la situación por sí misma y de la profundidad del abismo, tal y tan hondo, que era imposible colmarlo, para que ambos novios se unieran.

Hernán Cortés, al referir todos los detalles, abrigaba la convicción de que Juana sería el mejor y más hábil intérprete, y cuando concluyó, quiso saber cómo pensaba.

No fue tan desconsoladora ni decisiva la respuesta quién sabe si por no afligirle ó por no asustarse á sí misma.

—Han pasado los años,-dijo,-y seguramente no en balde: á más tu intento fue salvar á Cuauhtemoc. D.ª María Isabel es madre, y como Fernando adora á Elena, es imposible quiera hacerle desgraciado.

—¿Pero y él, cuando sepa todo?

—¿Crees que la regia sangre que corre por sus venas le haga ingrato? ¿Crees que las grandezas le alejen de su amada? No, no puede ser; le conozco.

—Pues yo pienso que jamás me perdonará la muerte de su padre. Es lógico, es natural. Considera, Juana mía, juzga si te hallaras en su caso...

—Hablando con D. Juan, pintándole el amor de ambos... El será menos severo.

—No lo sé. En su rostro no pueden leerse las impresiones; es de hielo ó de granito: me causa miedo.

D.a Juana miró asombrada á su marido. No comprendía aquel terror.

—Para Elena,-dijo palideciendo,-será la muerte... Pero no hay que perder la cabeza: es preciso echar mano de todo. El naufragio se acerca; tratemos de buscar la tabla de salvación.

—¡Dios lo haga! Pero bueno será ponernos en el peor caso. ¿Qué es eso?-pronunció viendo entrar un criado con un pliego en la mano.

Le tomó y abriéndole recorrió el contenido.

—Es de D. Juan: ha vuelto ya. Otro contratiempo.

—¿Qué sucede?

—Las naves habían salido, y Fernando, ignorante de todo, navega lleno de ilusiones. Nada de D.‘ María Isabel. Ese asunto es tenebroso y aumenta mis cavilosidades; pero aquí viene Elena. Sondea el terreno... Trae una carta en la mano.

La joven estaba radiante. Vivo rubor enrojecía sus mejillas y celestial sonrisa las animaba.

—¡De Fernando!-dijo con intraducible acento.

La pasión desbordaba en aquel nombre.

—Un correo acaba de entregármela. Lee.

D.ª Juana leyó:

«Es media noche y todos duermen á bordo; levaremos anclas muy temprano y antes quiero darte otro adiós. Perdóname si en el momento de separarme prescindo del respetuoso vos. Me parece que empleando el lenguaje íntimo, el que deben usar los que son prometidos ante Dios, me identifico más contigo, eres más mía, me acerco y penetro más adentro de tu corazón. ¡Oh! amada de mi alma, ¡creo que ha pasado tan largo tiempo sin verte! Me asusto cuando reflexiono en la inmensidad que va á separarnos.

»Las naves se mecen sobre el mar tranquilo y sin olas. ¿No es este un bufen presagio? Al hacerme tal pregunta quisiera borrar mi anterior párrafo, que podrá entristecerte; porque desde aquí veo se nublan tus hermosos ojos y sientes y sufres conmigo. Pero ten muy en cuenta, cuál sería mi dolor, si tu salud se alterara por mi causa y si no esperaras en calma mi vuelta como yo lo deseo. Pensando en esa zozobra que me causarías, tratarás de evitarla.

»¿Qué podré añadir más? Que te amo como nunca se amó, que por ti ansío glorias, honores, riquezas, para ponerlas á tus pies. Que nada ¿comprendes? nada puede quebrantar ese amor.»

Aquí D.ª Juana, dirigió á Cortés significativa mirada y contuvo un suspiro que podía interrumpir el arrobamiento, el éxtasis con que Elena seguía la lectura.

«Cuando pienso en que soy correspondido, en que todos las palpitaciones de tu corazón son mías, me enorgullezco, considerándome el mortal más dichoso.

»¿Cómo he merecido llegar hasta ti? ¿Cómo nació esa pasión y se desarrolló sin asustarme mi pequeñez? Estaba de Dios, Elena, por eso el sentimiento que nos une es inmutable, es imperecedero y durará lo que la vida dure. ¿No lo crees así? ¿Qué poder alcanzaría á separarnos? Sólo la muerte. Abrigo tanta confianza de que en no lejano plazo seas mi esposa, lo considero tan seguro, que si me viera en peligroso trance, no dudaría de mi salvación, no sucumbiría, porque mi esperanza y mi fe son inquebrantables. Tú pensarás lo mismo: es imposible que en todo no estemos identificados, que no sea una misma nuestra aspiración.

»Hasta la vista; vas conmigo como yo quedo contigo. Adiós mi dulce, mi amada prometida.»

Elena había escuchado con religioso silencio, y al concluir Juana la lectura, vió que las lágrimas bañaban su rostro. ¡Qué bella parecía!

—¡Cuánto me ama!-murmuró abrazando á la marquesa,-¡y cuánta razón tiene: no habría poder humano que lograra separarnos!

—En la vida pensamos con frecuencia en lo imposible de las cosas, y, sin embargo, aquello que menos esperamos sucede.

—Es cierto lo que dices, pero en este caso nada puede acontecer.

Doña Juana no sabía qué decir.

—Desde luego; mas mi sistema ha sido siempre no confiar demasiado en nada.

Sorprendió á Elena la insistencia de su hermana; pero saboreando todavía las palabras de su novio no adivinó en ella nada que la alarmara.

—¿Qué es eso?-dijo la marquesa;-ruido de caballos...

—D. Martín de Ampudia,-exclamó Elena.

Ya Cortés habíase adelantado á su encuentro.

—¿Y Fernando?-le dijo en voz baja.

—No le hemos alcanzado. Salieron las naves el día antes de nuestra llegada.

—¿Y D. Juan?

—En México y de allí vengo.

—¿Nada se sabe de D.ª María Isabel?

—Nada. Pero cerca de aquí vive uno de los raptores y he venido para eso.

—Venid, Ampudia; venid á mi cuarto, porque Elena no sabe lo sucedido. A pesar de la carta que había escrito Fernando, pensaba que al llegar D. Juan todavía estuvieran en el puerto. ¡Quién sabe si es un bien ó una desgracia!

Elena miraba á D. Martín con inmenso cariño. ¿No era el padre adoptivo de Fernando y aquel á quien tanto debía? Así, pues, al ver que se acercaba le sonrió y habló como si fuera su hija.

Por Tenanco habíase que á Gavilán pertenecía la casa de Chapultepec y, por consecuencia, surgió la idea de que Xihuitl pudiera estar presa en el cortijo inmediato á Cuernavaca.

Fue D. Martín el encargado de participárselo á Cortés, señor de aquellos pueblos, y de concertar el modo mejor para sorprender la casa sin que se diera lugar á nueva huida de Espino.

En aquella misma noche se rodeó el cortijo, á la hora en que todos dormían, y muchos hombres apostados en el campo vigilaban para detener al que intentara escapar.

De repente los perros olfatearon y ladraron desaforadamente.

Entonces Cortés ordenó dar la cara y hacer abrir la casa. A los golpes acudieron algunos mozos temblando de miedo. Se les interrogó. Unánimes contestaron que Gavilán estaba ausente y que desde hacía muchos meses, sólo de vez en cuando, pasaba dos ó tires días en el cortijo.

Entre los peones de la finca y las mujeres de servicio había dos que llamaron la atención de Cortés,

La pobre loca María y un indio chaparro [41] que con insistencia fijábase en Ampudia.

Se procedió al registro de la casa, que fue minucioso; pero sin resultado.

—No está aquí ese hombre,-dijo Cortés,-volvamos al palacio y allí interrogaremos á ese indio y á esta mujer.

—Está loca,-dijo el Chaparro,-en cuanto á mi estoy dispuesto.

Conoció Cortés que aquel hombre sabía algo ó todo. Se pusieron en marcha, y la loca siguió detrás hasta la casa del conquistador.

En el corazón de Chaparro había un odio mortal por

¿Qué iba á buscar allí la pobre María?

Gavilán y devoradora sed de venganza, que sin rodeos confesó á Cortés.

Era el hijo de la india que había criado á Pascuala, quien, recién nacida, se quedó sin madre. Juntos crecieron, y como él era mayor que ella de dos años, la cargaba en brazos, la defendía en sus miedos de niña, la daba el atole [42] y jugaba y reía á todas horas, queriéndola como á una hermana.

—Pero, señor; al fin y al cabo,-dijo el Chaparro,— llegué á ser un hombre y ella una moza que á los catorce años daba envidia el verla, y como un bruto me enamoré y se lo dije á mi madre. «Pues que te echen las bendiciones y amén,» me contestó, y de ahí creció más mi querer y sólo aguardaba para casarme con ella á que cumpliera los diez y seis años. Por entonces entré en la casa de Gavilán, que más me valiera haberme muerto: vió á Pascualilla, la enamoró, y ella también le quiso y un día se fue con él á la ciudad. Eso sí, me dijo: «mira, Chaparro, si no hubiera conocido á Gavilán, ya estaría casada contigo; pero estos españoles tienen mucha gracia y te confieso que no me casaré sino con él.» Me quedé en la casa; pero con idea de vengarme... sé muchas cosas y sé donde se le encontrará.

Cortés cambió una mirada con Ampudia.

—¿Sabes en dónde le encontraremos?

—Pues ya lo creo; en la casa del bosque.

—Allí ha estado; pero huyó y no se sabe ahora en donde se halla.

Chaparro reflexionó un momento; después se dio una palmada en la frente.

—Eso es,-dijo;-ya di con ello. No puede estar en otra parte. En la barranca de Atzcapotzalco.

—¿Allí tiene vivienda?

—Sí, señor. Solitaria. Fuera del pueblo y en una hondonada, que la oculta completamente. Estuve allí algunas semanas cuidando un plantío... No puede estar en otra parte.

—¿Nos guiarás tú mismo?

—Sí, señor; pero yo quisiera que no se hablara una palabra,-añadió,-porque yo soy un pobre y la verdad, temo...

—No pienses en nada; te quedarás en mi casa.

—Entonces tanto me da: lo sentía porque con lo que gano mantengo á mi madre.

Ampudia marchó primero para prevenir á D. Juan, y horas más tarde salió Cortés con algunos criados y el Chaparro.

La loca había inspirado vivo interés á la marquesa y á Elena, y como la trataron con cariño se quedó con ellas.

Cuauhtemoc o el mártir de Izancanac
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