CAPÍTULO XII
Las reales cédulas de Carlos V eran la reparación de una injusticia y un arma poderosa para don Juan. Restituían á los hijos de Xihuitl el señorío, casas y hacienda, que después de la prisión de Cuauhtemoc y de su ejecución habían sido repartidas ó enajenadas. Ignorábase si aún vivían aquellos niños, y cómo de la reina Tecuichpo, hija del emperador Moctezuma, no había sucesión, pues que, como sabemos, casó el príncipe cuando ella era muy niña, y después su amor por Xihuitl fue exclusivo y único, no se podía afirmar que llegase el día en que el rico cacicazgo, que era extenso y comprendía muchas provincias, cayera en manos de sus legítimos dueños, pero entre tanto, y por orden secreta del emperador, debía hacerse entrega á Xihuitl, recomen dando además que ésta y sus deudos estuvieran bajo el amparo y protección real.
Concediósele á D. Juan cartas de nobleza, reconociente como propiedad suya tierras y terrenos que habían pertenecido á los reyes de Anáhuac, quedando también bajo la protección del monarca español. D. Juan no había solicitado haciendas, ni pedido nada que pudiera constituirle en vasallaje, pero no podía rehusar las regias mercedes, puesto que aquel amparo le era indispensable para obligar al robador, para atemorizarlo, para, en caso preciso, encerrarle y que confesara en donde tenía á los hijos de la infeliz reina de Anáhuac.
Por esto reflexionó antes de salir de Toledo y se presentó á la emperatriz, reconocido á.sus mercedes y al generoso apoyo que le prometían.
—Si algún día,-le había dicho la soberana española, —encontráis á los nobles hijos del infortunado Cuauhtemoc y necesitan mayor amparo, acordaos que soy vuestra amiga y vuestra deudora, y que aquí á la sombra del trono, nada tendrían que temer.-Vos,-añadió, clavando en D. Juan investigadora mirada, y marcando sus frases,-vos también podéis vivir en nuestra corte con el rango que es debido á vuestra estirpe.
El azteca la miró sorprendido.,
—Cuando volváis á México,-continuó la compañera de Carlos V, dando otro giro á sus palabras,-decid que miramos con igual amor á nuestros nuevos hijos cual si nacido hubieran en España, y que sus reclamaciones y derechos nos serán sagrados.
D. Juan estaba conmovido; su altiva condición cedía bajo el influjo de la benévola soberana, despertando en su pecho sentimientos de admiración y de intenso respeto.
—Yo soy madre, yo soy esposa, sólo así puedo comprender las amarguras y los sufrimientos de esa varonil mujer cuya historia me habéis contado. Soy su amiga.' La admiro.
Estas palabras arraigaron en D. Juan eterno reconocimiento y se alejó de Toledo, llevando en el corazón dos recuerdos más; el de los reyes y el del bondadoso conde de Cifuentes.
Seis hombres de armas, cuatro soldados de escolta, Pulgar y Lorenzo lo acompañaron en su vuelta.
Apuntaba el día, cuando el galope de sus caballos se oyó por las calles de Valladolid y aun cuando indecisa la luz, dejaba distinguir los objetos.
Los jinetes atravesaron varias calles, y para acortar camino ó tal vez por intencionado deseo de D. Juan, tomaron por una callejuela, en donde sólo podían ir dos caballos en fondo.
Pasaba D. Juan con Lorenzo á su lado, por delante de una casa que ya conocemos, el garito de Pérez, cuando salía de ella un hombre de rostro ceñudo y desordenado traje.
Era un jugador que había perdido; la expresión del semblante lo denunciaba.
Tambaleábase cual si estuviera ebrio, y ya había andado algunos pasos lentamente cuando el galopar de los caballos le advirtió que, la calle era estrecha y que para no ser atropellado necesitaba buscar refugio en el hueco de una puerta.
Precipitadamente guarecióse en la que al paso tenía, al propio tiempo que levantaba la cabeza y se fijaba en la cabalgata que pasó como el relámpago, pero no sin que los ojos de D. Juan y de Lorenzo se fijaran con insistencia en aquel hombre y lo reconocieran.
Era D; Cristóbal, que espantado, trémulo y con el terror pintado en el rostro, los siguió hasta que los jinetes dieron vuelta á la esquina y los perdió de vista.
Entonces echó á correr como un loco ó como si espantosa visión le persiguiera, mientras que en voz alta y sin darse cuenta de ello decía:
—¿Quién es, quién es ese hombre? lo he visto en el delirio de la calentura... yo creía que eran fantasmas... es su mirada la mirada aquélla que me persigue siempre; pero acabaré por estar loco... ¿acaso es posible? no; pero el parecido es tan grande, tan grande, que me asusta. Él era menos moreno; pero sus ojos... sus ojos...-y al evocar su imagen se estremeció convulsivamente pareciéndole que la tierra faltaba bajo sus pies.-Y el otro iba con él,-continuó deteniéndose á la puerta de su casa,— los dos... los dos... ¿qué es esto? ¿Salen de su tumba para castigarme?
Y maquinalmente abrió la puerta aterrando 1 Luisa con el espanto de que estaba poseído. Por sus venas corría lava en vez de sangre, y en aquel momento sentíase impulsado por su carácter y por las violentas pasiones que se agitaban en su pecho á la destrucción y á la venganza, que no había logrado completa, porque D. Juan había roto el lazo que debía conducirlo á la Inquisición.
Mientras el indio aguardaba con ansia la visita diaria de Arias, resuelto por fin á confiarle un proyecto que hacía días meditaba, llegaba D. Juan á casa de Galindo y recibía de su mano dos cartas.
La más voluminosa tenía en el sobre un sello, unas armas extrañas: una águila descendiendo y debajo la palabra temo.
D. Juan usaba una sortija con aquel lema.
Roto el sobre descifró el contenido; estaba escrita en jeroglíficos aztecas y decía:
«Vivo muriendo. El sol no tiene luz ni la noche estrellas. Todo está cubierto para mí con negros crespones. Y han pasado seis años y ese hombre vive todavía, y ni huella ni vestigio de los frutos de mi amor... quiero ir á encontrarte porque contigo me siento más varonil y enérgica, más capaz para la venganza para la cual vivo, ¿será verdad que lo hayas encontrado? Deseo y tiemblo saberlo. Aliento de mi alma, piensa en que lejos de tí está huérfana
Xihuitl.»
—Pobre alma mártir,-murmuró D. Juan,-ya ha comenzado el castigo de ese hombre, porque dormido me ve en sueños y despierto le causa terror la imagen que mi presencia evoca en su memoria. Leamos la otra, antes de ver á Arias; estoy impaciente por saber lo ocurrido en mi ausencia.
La segunda carta sumergió en un piélago de inquietudes á D. Juan.
También estaba escrita una parte de ella en jeroglíficos.
«Nuño de Guzmán,-decía,-ha llegado al colmo de sus abusos, y Michoacán llora la muerte de su buen rey Caltzontzi, sacrificado por aquél en terrible hoguera. La expedición que manda ese cruel jefe siembra por todas partes la ruina y la destrucción. Los indios se defienden con valor, luchan contra el feroz capitán y oponen tenaz resistencia á la marcha de los expedicionarios. En Ocotlan, en Tonalá y en Iztlan los combates han sido sangrientos, pero sin fruto, porque de Guzmán ha invadido las provincias que Hernán Cortés sometió hasta Tzeuticpac.
»No hay remedio. Nada puede salvar ya al infortunado Anáhuac. Aquel que pudiera aún intentarlo, murió para su pueblo. ¿Vive aún en su pecho el recuerdo de su gloria? pregunta insensata. Perdonadme: me olvido de otros deberes que sólo interesan á D. Juan. Volved; hay una alma combatida y enferma que sólo á vos es dable hacerle recobrarla paz y la esperanza, aún cuando ésta brilla hoy con tenue resplandor.»
—¡Oh!-exclamó D. Juan devorando con la vista los renglones,-¿será posible?
«Siguiendo un rastro he descubierto detalles que pueden conducirnos hasta en dónde se halla el hijo de Xihuitl, pero, ¿y su hija? ¿En dónde vive? ¿En dónde la oculta el traidor? He vacilado mucho para no acudir á donde se baten los nuestros, y Xihuitl se ha esforzado en que corriera á tomar las armas, pero, ¿y mi juramento? jamás la abandonaré, y mi vida es siempre vuestra.
Ehcatl.».
—¡Noble corazón! ¡cuánto debe sufrir viendo correr la sangre de los aztecas y estando fuera del combate!... ¡qué terrible situación! ¡es un martirio superior á las fuerzas humanas el que nos hemos impuesto... el martirio del deber, el martirio de contemplar impasibles los últimos alientos de Anáhuac... de nada serviría hoy sino para empeorar la suerte de los míos... y me sacrifico por ellos!... es imposible... me liga además un juramento sagrado y no seré perjuro... Arias,-añadió acercándose á la puerta,-Arias... concluyamos aquí, y á México.
El marido de Rafaela acudió al llamamiento.
El rostro de D. Juan expresaba dolor profundo, ansiedad, desesperación.
—¿Qué tenéis, señor?-preguntó Arias alarmado.
—Tengo ansia de concluir... tengo horror á la vida, y la considero como una carga muy pesada... y hoy más que nunca siento crecer mi encono contra el que es causa de todas mis desventuras... sin él quién sabe lo que hubiera sucedido hace seis años...
Arias escuchaba sin comprender; nada sabía del pasado, sino detalles necesarios para la lucha emprendida contra, D. Cristóbal. El singular aspecto de D. Juan, su mirada chispeante, su voz trémula por la cólera le infundían temor y al propio tiempo mayor respeto por su bienhechor.
—Veamos qué habéis adelantado en mi ausencia,— preguntó,-urge dominar á ese malvado, urge que todos salgamos para México, allí será el campo de batalla para mi venganza.
—Soy su sombra y ha depositado en mí ilimitada confianza.
—¿Os ha hecho revelaciones?
—Ha referido parte de su vida pasada; ¡qué hombre! hay en él algo del tigre y mucho de la hiena. Cuenta en su existencia historias terribles y amores, no de un hombre, sino de fiera. ¡Sabéis que ama como un loco á doña Juana de Zúñiga?
—¡A la esposa de Cortés!-exclamó atónito D. Juan;— es incapaz de amar.
—Pues bien, si no es amor, es un deseo voraz, brutal pero fogoso y que no puede contener; es la sed, el apetito inmoderado: una idea fija que no abandonará sin apelar á todos los medios. La mataría por poseerla, estad seguro.
D. Juan escuchaba estupefacto y eran muy diversas sus impresiones.
—He aquí realizado mi sueño; encontré el medio de dominar á ese hombre; ese amor será nuestro instrumento. Continúa.
—Se ha visto despreciado, humillado en una noche, en que, ciego por su hermosura, se atrevió á faltar á la noble joven, y desde entonces juega hasta haberse arruinado, pues siguiendo vuestras órdenes le adelanté fuertes sumas y recorrí con él todos los garitos.
—manera,-dijo con voz opaca D. Juan,-que está en nuestro poder?
—Completamente. Me confesó ayer que no posee nada aquí, que ha empeñado ya algunas propiedades que tiene en México y que no podía pagar la deuda que tiene conmigo.
—¡Ah, por fin! ¿y no te ha contado nada más?
—Sí; su corazón es un abismo. Hay en él dos mujeres que se disputan el dominio, pero bajo distinta forma.
—¿Cómo?
—Es un misterio no aclarado todavía. Vos causáis en él una impresión que no me explico: le asombráis: se aterra con el recuerdo de haberos visto en sueños y entonces sus ojos se dilatan, sus duras facciones toman cruel expresión y brotan de sus labios gritos y palabras rencorosas que demuestran que en su pecho se agitan con violencia terribles recuerdos.
—¿Pero no me habláis de otra, mujer?
—Entonces en el parasismo de su odio se refiere á una pasión salvaje, y también no desea ya á esa mujer, no, pero quiere verla á sus plantas suplicante y humillada...
—¡Oh, el infame, el miserable! no lo conseguirá. ¿Rafaela ha logrado despertar en Luisa, en ese ángel de candor, el natural deseo de expansión que siente todo corazón juvenil?-añadió siguiendo la corriente de las ideas que en desordenado tropel invadían su cerebro.
—Sí; ¡pobre niña! se cree muy dichosa por haber encontrado una alma hermana de la suya, y os confieso que mi adorable Rafaela la ama porque admira en ella celestiales dotes; es buena y generosa: es sencilla y á la vez está dotada de grandeza en sus ideas y sentimientos. Cuenta que no conoció á su padre hasta hace pocos años, porque débil y enfermiza pasó la niñez en el campo, y sólo con frecuencia veía á su madre, que era muy rica, muy joven y muy hermosa; pero ese recuerdo la entristece y agobia; aquella mujer que tanto la amaba murió y D. Cristóbal fue á buscarla y la condujo á una hacienda; allí ha pasado un año hasta que salieron para España.
—¡Es extraño! Jamás llegué á saber que ese hombre tuviera esposa, ¿y quiere á su hija?
—No sé qué responderos. La dulzura de la niña le domina, pero he advertido que á veces su mirada se clava en ella con equívoca expresión: en su fondo hay algo tenebroso: otras se complace en atormentarla, en excitar su sensibilidad exquisita, hasta que el llanto desborda, y la pobre niña se ve presa de convulsiones terribles que poco á poco minan su frágil naturaleza.
—¡Monstruo! ¿y no habéis hablado con él de su hija?
—Con frecuencia, pero todo es singular, cuando pasan esas crisis, la toma en sus brazos, la besa con delirio; acaricia la espesísima madeja de sus cabellos y busca sus ojos con afán de enamorado.
—Me confundo y no acierto á explicar esa conducta. —Un día, exclamó devorándola con la vista, «no tienes la belleza de tu madre, tanto mejor.»
D. Juan reflexionó un momento y dijo:
—El encuentro de esta mañana le habrá aterrado: aprovechad. Exigidle el pago de la deuda pretextando inesperada bancarrota: excitad su deseo de volver á México... no vaciléis en nada... Pienso en otra cosa. Necesito hablar con Galindo y antes de la tarde os daré mis instrucciones.