CAPÍTULO VI

EL CONQUISTADOR

Precisamente en la época en que D. Juan de Texcoco salía de México para España, embarcábase Cortés para Santo Domingo y Veracruz, después de haber obtenido cuantiosas mercedes del emperador Carlos V y de triunfar de sus encarnizados émulos, obteniendo nuevas leyes y reformas para la Nueva España, nombre que se daba á todas las provincias que se extendían desde el extremo de Honduras y cabo de la Florida.

Había sido agraciado por el monarca con el título de Marqués del Valle de Oaxaca, y su grandeza y poderío rayó aún más alto al casarse con la hermosísima doña Juana de Zúñiga, hija del conde de Aguilar.

Las bodas habían sido soberbias. Contábanse maravillas del lujo y fausto que Cortés había desplegado y se mencionaban y encarecían las joyas que el afortunado conquistador regaló á la noble prometida.

Veíanse entre ellas, cinco piedras, que en aquella época se creían esmeraldas, labradas con primor y caprichosa forma por lapidarios aztecas, que fueron encomiadas como el más rico de los dones hechos á la novia.

Asemejaba una a fresca y lozana rosa; otra á gracioso pececillo con ojos de oro, la tercera artística corneta; una linda campanilla aventajábase á las otras, por la perla que formaba el badajo y por tener en la orla estas palabras: «Bendito sea el que te crió;» primorosa taza era la última, con el pié de oro, del cual pendían cuatro cadenitas, unidas en el centro por purísima perla.

Había alcanzado Cortés cuanto la ambición pudo soñar, y sus altos merecimientos lo pusieron al nivel de los más nobles, no sólo en la corte, sino en el ánimo de Carlos V, quien, siguiendo su inspiración, promulgó leyes benéficas y generosas disposiciones en favor de los países conquistados, procurando con ellas reparar los males y abusos consecuencia natural de la rápida conquista y colonización del Nuevo Mundo.

Difícil hubiera sido evitar hechos que la razón reprobaba y que indignaron al monarca español, dictándole medidas propias para la seguridad y libre albedrío de los indígenas; entre aquéllas contábase la que disponía fueran devueltos á sus hermosos campos, á sus hogares, á su tierra natal, los indios que, bajo pretexto de servidores, eran esclavos en España de algunos de los hombres que habían contribuido á la conquista y peleado por ella; los infelices hijos de América perecían por el cambio de clima y vegetaban tristes y desesperados lejos de su patria.

Declaró Carlos V que los conquistados eran tan libres como los conquistadores, y su interés por los nuevos vasallos se reveló— en todo, secundado por Cortés, formando singular empeño en extender la instrucción pública hasta en las clases más ínfimas de los indígenas.

La verdad histórica nos obliga á escribir estas páginas, necesarias para el enlace de nuestra novela y al propio tiempo como justa apreciación de los generosos sentimientos que guiaban á los soberanos españoles y les impulsaban al cuidado y esmero por aquellas riquísimas joyas que Colón, Cortés, Pizarro, Quesada y otros atrevidos descubridores habían engarzado en la corona española; cuidadoso afán que muchos de los gobernantes falsearon entonces y sucesivamente, dando con esto pábulo y siendo base para que la posteridad haya juzgado con notoria injusticia y bajo muy desfavorable aspecto al régimen administrativo que regía en las colonias americanas; y no era España, no, no eran sus reyes, no eran sus acuerdos y determinaciones, sabias y nobles en la mayoría, las que pudieron dar motivo á las aspiraciones y ansias de independencia; fueron, y lo repetimos con amplio conocimiento de causa, las ambiciones, carácter y cualidades de los que en nombre de la lejana patria gobernaban.

Poderosos y en gran número, se desataron en Nueva España los odios contra Cortés, y no dudando sus enemigos que el monarca acogería favorablemente las acusaciones, multiplicaron éstas y fueron calumniosas, hasta el extremo de presentarlo como asesino de su primera esposa Catalina Juárez y autor de la muerte del magistrado Ponce de León, por más que estuviera ampliamente probado que el juez había muerto víctima de una aguda

calentura maligna, á los diez y ocho días de haber ocupado el alto puesto, otorgado por Carlos V, y que tenia por objeto residenciar al conquistador y averiguar lo que de verdad hubiera de los cargos que en España llovían contra él,

A la vez,-y no ingrato para Cortés,-le escribió el monarca expresando que la disposición tomada respondía al elevado aprecio que le profesaba, pues quería que sus hechos y su gloria aparecieran puros, brillantes y sin nubes.

Entre las calumnias forjadas y acumuladas contra aquel hombre extraordinario, contábase la de la ocultación de los tesoros de Moctezuma y el despilfarro de las rentas reales para fortificaciones, sólo provechosas para su ambición, y para secretas miras. La dilapidación de exorbitantes sumas, en descubrimientos y expediciones que habían costado la vida á gran número de hombres.

Precisamente llegó Ponce de León á México cuando hacía corto tiempo que el conquistador había vuelto del más atrevido y trabajoso de sus viajes-el de Hibueras, el que, después de la ejecución de Cuauhtemoc y de la salida de Izancanac, fue aún más difícil y peligroso que anteriormente, pues en el célebre paso de la Sierra de los Pedernales, empleó el ejército doce días para vencer ocho leguas, muriendo en aquel terrible y peñascoso, sitio sesenta y ocho caballos despeñados y desjarretados.

Más adelante, las dificultades crecieron hasta lo inverosímil, | la situación se hizo intolerable en aquellos desiertos inhospitalarios, en aquellas inmensas y solitarias sábanas vacías de todo recurso, en donde no encontraban los soldados nada que apaciguara la sed y el hambre.

Allí, al pié de un frondoso árbol, murió extenuado por falta de alimento, el sabio Fray Juan de Teco, rogando tal vez á Dios por los que aun vivían y continuaban con valor el larguísimo y penoso Calvario.

Así como Nuño Galindo había abandonado las filas para evitar la muerte, así también otros muchos castellanos buscaron la salvación en las chozas de los indios, quedando para siempre entre ellos y sin esperanza de volver á su lejana patria.

Asombra y suspende el 'ánimo la inquebrantable energía y perseverancia de Cortés, y á la vez que su naturaleza vigorosa y robusta resistiera tan duros sufrimientos y luchara sin tregua ni descanso contra los obstáculos, nuevos cada día, no impulsado únicamente por la vulgar ambición del oro que pudiera encontrarse en las regiones aun no visitadas, que aquélla no bastaría para sobrellevar con serenidad y fe tales peligros, sino por el heroico afán de gloria y por el entusiasmo de nuevos descubrimientos.

Interin Cortés llegaba al término de la arriesgada empresa, habían tenido lugar en México grandes disturbio, que no es del caso referir detalladamente, y los gobernantes que en nombre del conquistador ejercían el ' poder, aniquilaban sus fuerzas en civiles discordias, engreídos, por el mando y ansiosos de conservarlo.

De improviso, los enemigos de Cortés hicieron correr la infausta nueva de su muerte, sucedida, según afirmaban, entre Goazacoalco é Hibueras.

El terror y la desesperación paralizaron al inmenso partido del conquistador, en el que militaban numerosos indios, y los rebeldes Salazar y Chirinos, que se habían hecho proclamar gobernadores de la Nueva España, se envanecieron y entregaron á los mayores abusos de su autoridad, llegando al extremo de prender y dar tormento al alguacil mayor Rodrigo de Paz, administrador de los bienes de Cortés, y al que acusaban de haber ocultado el tesoro del conquistador cuando se habían inventariado sus bienes, condenándolo á muerte, y ejecutando la sentencia.

La corriente revolucionaria se hizo cada vez más impetuosa, y desbordó, á pesar de la influencia ejercida por los religiosos franciscanos y hasta las nobles indias hijas de caciques, que por orden de Cortés se educaban y vivían cual correspondía á su elevada clase, sufrieron injustas vejaciones y malos tratamientos, haciendo brotar la indignación y sentir con más intensidad la muerte de Cortés.

Este había llegado á Honduras, y apenas convaleciente de grave enfermedad, recibió las tristes nuevas de lo acontecido por Alonso de Zuazo, justicia mayor nombrado por Cortés antes de su partida, y perseguido y desterrado después á Cuba por Chirínos, Salazar y Rodrigo de Paz. La situación era dificilísima, pero el conquistador la arrostró resolviendo abastecer un buque y salir para México.

Tres veces se hizo á la vela y tres veces los temporales le hicieron retroceder, y como pensara que la voluntad divina se oponía al viaje, determinó enviar á México un fiel servidor con algunos de los nobles aztecas que le habían acompañado, entre los cuales iba Mexicaltzin.

Martín Dorantes era el emisario portador del nombramiento para Francisco de las Casas, como gobernador de México durante la ausencia de Cortés. El mar les filé propicio, y al desembarcar en una bahía, entre Pánuco y Veracruz, disfrazóse Dorantes, y á pié tomó el camino de la capital, y entró en ella sin que nadie sospechara que bajo su disfraz de labrador, se ocultaban papeles y noticias tan importantes.

En el convento de San Francisco se habían refugiado algunos de los partidarios de Cortés, perseguidos por Salazar, acogiéndose á la protección de los religiosos, pero temerosos é intranquilos.

La sorpresa fue, pues, inmensa al saber que Cortés vivía, y el júbilo mayor aún al enterarse de que el gobierno tiránico de Salazar y de Chirinos, había concluido.

Con el mayor sigilo fueron avisados los partidarios y amigos de Cortés; pero como Francisco de las Casas, nombrado por aquél para gobernar en su ausencia, había sido enviado á España, preso por Salazar, se procedió en la junta que en nombre del rey estaba reunida en San Francisco, al nombramiento de gobernadores, siendo estos Andrés de Tapia, Jorge de Alvarado y Álvaro Saavedra, y, á pesar de que Salazar intentó resistir con fuerza armada, las órdenes de Cortés se cumplieron, y el pueblo en masa ayudó á la caída del tirano que había hollado los más sagrados derechos y adquirido por sus crueldades terrible fama.

Una sólida jaula fue la prisión que se le destinó, Ínterin se activaba la causa y se juzgaba al malvado.

Aceptando la opinión de los que hicieron saber á Cortés, por medio del docto Fray Diego Altamirano, que sólo su presencia devolvería la tranquilidad, y consolidaría el orden, salió para México con varios caciques, y después de corta estancia en la Habana, desembarcó á dos leguas de San Juan de Ulúa, dirigiéndose á pié hasta Medellín. Su fe religiosa era mucha, y al verse después de tantos riesgos en Nueva España, se encaminó á la iglesia para dar gracias á la providencia y fortalecerse para nuevas luchas.

Entonces comprendió el conquistador el prestigio que entre los indios gozaba, pues al tener noticias de su arribo, y en su marcha para México, acudían los caciques y señores desde lejanos lugares presentándole ofrendas y agasajándole con espontánea alegría y cariño. Los generosos y sencillos indios cubrían con alfombras de flores el camino del conquistador, y á medida que se acercaba á México, crecían las demostraciones y aumentaba la gratitud de Cortés.

Pareciole más hermoso y lozano el valle y más fértil y risueño, por el temor que le había asaltado varias veces de no volver á verlo, y cuando se encontró á la entrada de la capital, detúvose deslumbrado por el espectáculo que á la vista tenía.

Engalanadas piraguas y lindas canoas surcaban el lago de Texcoco en todas direcciones, y en ellas los guerreros aztecas lucían sus penachos de vistosas plumas y sus armas de guerra; caciques y señores vestidos con ricos atavíos engalanados y gozosos como para una fiesta, llevando gallardos sus pintorescos blancos tilmatli, se mezclaban y confundían con los lujosos trajes de los castellanos, que presurosos y regocijados salían al encuentro de Cortés.

Músicas, danzas, inmenso pueblo, repiques de campanas, vítores y franca satisfacción, acogieron al caudillo castellano, y el aura popular lo acompañó hasta el convento de San Francisco, en donde había resuelto pasar algunos días.

Muchos de los caciques y señores lo siguieron al templo, porque, ya bautizados, adoraban al mismo Dios y creían en su divino favor. Los nuevos católicos eran fervorosos, y en la religión de los hombres blancos encontraron consuelos y alegrías ignoradas hasta entonces.

En el templo, y ya muy cerca del altar mayor, arrodillada y orando, había una mujer.

Estaba vestida con rico traje de dama castellana, y su cabeza inclinada hacia el suelo y sus ojos clavados en tierra no se levantaron al pasar Cortés, ni su inmovilidad se alteró por el tumulto y el gentío que invadía la iglesia.

La claridad del templo era escasa, y aquella mujer quedaba completamente en la sombra, pero sin embargo, al fijarse en ella se estremeció el conquistador.

No podía equivocarse; los latidos del corazón le anunciaban quién era.

—¡Xihuitl!-murmuró,-¡Xihuitl! en un templo cristiano: luego es católica!

Un terrible recuerdo nubló las alegrías que Cortés había disfrutado desde su llegada á México. Inexplicable angustia se reflejó en su rostro, y su mirada se apartó de aquella mujer para detenerse en Mexicaltzin, que entre la nobleza azteca rodeaba á Cortés.

El indio no la había visto, porque su rostro impasible é indiferente lo demostraba.

Cuando Cortés buscó de nuevo á Xihuitl, ya no la vió; en aquel momento salía de la iglesia.

Con ligera planta cruzó algunas de las nuevas calles de la ciudad, hasta llegar á la que hoy se conoce con el nombre del Empedradillo, y donde ya se levantaban casas de nueva forma sobre los cimientos de los antiguos y suntuosos palacios de Moctezuma, quedando apenas restos de la imperial Tenochtitlan.

Xihuitl siguió su camino hasta una casa de construcción azteca, por no haberse extendido aún por aquel sitio la reedificación de la ciudad.

Se detuvo en la entrada, y convencida de que nadie la habla seguido, penetró en el interior.

En el patio había tres ó cuatro indígenas, entre los cuales contábase Ehcatl, los que, por costumbre y por alta veneración, le hicieron una reverencia que traducía el más profundo respeto.

Con noble ademán dió las gracias, y, siguiendo hasta un corredor, abrió la puerta de vasta habitación, entró y volvió á cerrar cuidadosamente.

Cuauhtemoc o el mártir de Izancanac
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