CAPÍTULO XLI
Habíase Cortés hecho anunciar, y aguardaba con Ampudia en uno de los salones de D.ª Mariah Isabel, precisamente en el que daba paso al gabinete de las columnas, que ya conocemos.
Sorpréndanse ambos del regio fausto que en la casa observaban, y en la que Europa y América habían confundido en admirable desorden las suntuosidades del siglo XVI con las del antiguo y maravilloso Oriente, pues que, repetimos, existía similitud hasta en la forma de los objetos aztecas, en sus leyes y sus costumbres, con las de los pueblos de la antigüedad, que tal vez fueron tronco de las ramas americanas.
Las viviendas, encerradas entre patios y jardines, como las árabes y egipcias, la sobriedad en los muebles y adornos, ciertas fórmulas en la vida intima, en el santuario de la familia, acusan raíz oriental, problema aún no resuelto, pero que prodigiosas coincidencias y el nutrido núcleo y labor del pensamiento, podrán resolver más tarde.
Bajo el influjo de cuanto le rodeaba y guiado por lo inexplicable, habíase levantado Cortés del sitial y acercado á la entrada del gabinete.
Las ricas colgaduras, no recogidas entonces, pero entreabiertas, dejaban espacio para ver una parte del retrato de Cuauhtemoc.
Era una falta de etiqueta, pero el espíritu de Cortés no podía reflexionar, por la agitación en que se encontraba en tales momentos, \ de tal modo fascinábale el cuadro, medio oculto por el cortinaje, que suavemente separó éste un poco y quedó suspenso y como clavado por fuerza sobrenatural.
Ampudia no osaba interrumpir al conquistador, y permanecía sentado en el extremo opuesto del salón.
—¡Dios mío! qué retrato tan perfecto de ese original que siempre, siempre está conmigo... pero no es él... estoy bajo la influencia de una alucinación... era más joven, más lleno de carnes: la naturaleza vigorosa y robusta traducíase en la salud y en la fuerza... ese rostro pálido y enfermizo no es el suyo, no; esos surcos de vejez prematura, el óvalo prolongado por la demacración... pero sí es su mirada triste y acusadora, á la par que arrogante y altiva; todo en ese retrato me recuerda al desventurado que quisiera olvidar; para mayor tormento, diríase que veo reproducidas en esas facciones las de Fernando. ¡Qué fenómeno tan singularísimo!
Cortés había alardeado de audaz y de dominio sobre sí, al presentarse en casa de D.ª María Isabel.
Tenía la seguridad de no amarla ya, porque al ardiente, al exclusivo, al apasionado amor de D.ª Juana correspondía con el suyo, y para ella eran todos los latidos de su corazón.
Pero guiado por móvil irresistible y misterioso, decidido á todo y dotado de una fuerza de voluntad que nada podía doblegar, quiso encontrarse con el hombre extraordinario y fantástico que desde hacía tres años andaba en lenguas de todos, así en México como en España.
Quiso ver por sí mismo hasta qué punto era cierto el parecido con Cuauhtemoc, y con impresión nueva desterrar de su memoria la otra, que corroía y gangrenaba su corazón.
A más de esto, he aquí que S. M. poníale en el ineludible caso de proteger ó por lo menos de mostrarse activo defensor de los intereses de D.' María Isabel y de los niños que habían sido robados, poniéndole, por consiguiente, en contacto con aquella á quien él precipitara en un abismo.
Verdad era que su deber de guerrero y de conquistador, los grandes intereses de la patria y la gloria de todos, absolvían hasta cierto límite su conducta, porque la vida de un hombre pesaba poca cosa en la balanza con la de otros muchos, y sobre todo para que por ella se comprometiera el éxito de una empresa colosal.
A pesar de estas reflexionas que la vista del retrato hacía surgir y cruzarse en la acalorada mente de Cortés, su conciencia le acusaba por haber llevado más allá de lo humano y hasta la crueldad, el cumplimiento de su misión.
Hubiérase extrañado más todavía con la carta de la emperatriz, si conociera la conversación de D. Juan con los reyes, y que éstos habían adivinado la parte del secreto que envuelto en sombras quedaba.
¿Pensaba el emperador obligar al caudillo á que reparase por sí mismo aquel triste episodio y algo del mal que había causado?
Esto preguntábase D. Juan, para quien no era dudoso haberse hecho comprender y alcanzado por ello la generosa simpatía de los monarcas españoles, y si bien no era menos violenta la situación que le creaba la visita de Cortés, sentía vivísimo deseo de hallarse frente é frente con el conquistador.
¿Por qué? Insondable misterio del corazón que obedecía á la voluntad divina, al supremo dictador de lo creado.
Aun continuaba Cortés en su enajenamiento, cuando su nombre, pronunciado por Alcudia, le sacó de él. Volviose bruscamente y dió algunos pasos.
D. Martín estaba en pié y saludando á D. Juan de Texcoco; no podía dudar que era él.
—He aquí al original del retrato,-pensó Cortés;— ¿puede existir semejanza más grande entre ambos y el otro?...
Y creció la confusión en su cerebro, mezclada con la vergüenza de que le hubieran sorprendido contemplando el lienzo.
D. Juan, sereno, grave, pero mortalmente pálido, vestía rico traje á usanza española. Era de terciopelo negro y raso negro con amplio y ancho cuello de encaje de Flandes de gran valor, igual al que formaba los puños de las mangas.
Las botas altas hasta el muslo eran también negras. Pendiente de un collar de extraordinario mérito, llevaba una águila de riquísima pedrería y de una perfección sorprendente.
Sus cabellos, que ya empezaban á encanecer, caían cortados hasta la nuca, descubriendo las sienes y la frente.
En esto y en el traje era en lo único que se diferenciaba del retrato.
El vestido de Cortés, severo y lujoso también, estaba realzado por la banda de capitán general.
D. Juan adelantó con paso lento, atrayéndole con su vista y contestando ceremoniosamente al saludo del caudillo español.
—Dispensadme si os hice esperar y permitid os manifieste el valor que doy á vuestra visita.
El asombro y el estupor reflejáronse en el rostro y en los ojos de Cortés.
A cada frase sentía un estremecimiento.
, La voz de D. Juan era menos sonora; el timbre tenía más suavidad y dulzura; la palabra brotaba no enérgica y fuerte, ni breve ni imperativa, sino más bien opaca y con inflexiones de cansancio ó fatiga; mas, sin embargo, encontraba Cortés en ella mucho de la de Cuauhtemoc.
Con potente esfuerzo se sobrepuso, y dijo:
—Corto ha sido el esperar, y más bien debo disculparme yo, porque la expedición á los mares del Sur ha retrasado más de dos meses mi deseo de cumplir con las órdenes de S. M. y con la oferta que os hice en respuesta al pliego que recibí por vuestro mensajero.
Y como D. Juan mirase á D. Martín, prosiguió:
—Dejadme que presente á D. Martín de Ampudia, que quiso acompañarme porque tenía afán por conoceros.
—¿Ha sido soldado?
Y la mirada de D. Juan se encontró con los ojos del padre adoptivo de Fernando; hubo entre ellos una corriente de simpatía.
—Lo fue al principio de mi llegada al país y ahora en la campaña contra los indios chichimecas.
La sorpresa paralizaba á D. Martín, encontrando exactísimo el dicho de Nuño Galindo.
D. Juan tenía con Fernando más que un casual parecido. El aspecto, la expresión, la estatura, hasta la tristeza que velaba el hermoso semblante; pero quitándole lo austero, lo marchito, las nieblas de grandes dolores que ni querían, ni podían esconderse.
Sin querer, se descubrieron en el cerebro de D. Martín ideas vagas de las que no alcanzaba á darse exacta cuenta, sintiéndose con ansias de preguntar y con curiosos impulsos que no podía explicarse.
Cambiáronse entre unos y otros algunas palabras de cortesía, y por último, Cortés habló, sin saber qué giro dar á la conversación, de las cédulas reales y de lo dispuesto que se encontraba para interponer su influencia si en algo no se habían cumplimentado, y ya pensaba en retirarse, cuando descorriéronse las cortinas y apareció D.ª María Isabel.
Como D. Juan vestía de negro.
Una larga falda de raso y ajustado corpiño con peto hacía resaltar la delgada cintura y la majestad de su persona.
Entre la gola, rizada de blanquísimo encaje, que guarnecía el contorno del escote, ensanchándose por detrás, destacábase la airosa cabeza y la negra cabellera que en grueso cordón se la ceñía formando diadema.
El cinturón era de oro, así como el sencillísimo collar que rodeaba su garganta, y del que pendía una cruz de piedras preciosas.
Al verla, todos se pusieron en pié.
Era una reina, una verdadera reina.
Cortés sintió dolor horrible, inquietud, suprema tortura.
Pero el más sorprendido fue D. Juan. En los hermosos ojos de Xihuitl vió el llanto y en su rostro palidez intensa y ansiedad cruel.
¿Qué sucedía?
Sin detenerse llegó hasta al centro del salón, y con voz temblorosa, con la mirada brillante á través del velo de lágrimas, dijo:
—Acabo de escuchar una historia, señor de Ampudia, que á vos toca concluir. Nuño Galindo, al veros entrar aquí, me habló de vos, de un huérfano que habéis adoptado, de las bondades que para él tenéis... de padres desconocidos...
D. Juan escuchaba con creciente atención.
—Por favor, hablad. Decidme todo... Me muero de impaciencia y de incertidumbre.
El asombro paralizaba á D. Martín.
Cortés lanzó una exclamación.
—¡Fernando!-dijo.
D. Martín identificándose con la situación y comprendiendo que algo muy grave era de lo que se trataba, relató cuanto sabía de Fernando. Pero al repetir que en la más tierna infancia los que le habían recogido le sirvieron de padres, aumentaron los sollozos de la madre sin ventura.
La emoción la hacía desfallecer.
—¡Oh!-dijo,— ¡tampoco es él! ¡otra ilusión perdida! —y bañada en llanto cayó sobre un sillón.
—¿Quién sabe, señora, quién sabe?-dijo Cortés;— aun faltan algunos detalles. D. Martín no ha dicho todo.
—Fernando,-continuó vivamente conmovido Ampudia,-posee una prenda de sus padres adoptivos... —¡Una prenda!-dijo D. Juan con indecible esperanza. Ampudia hasta aquel momento no recordó una antigua historia; la de los hijos de Cuauhtemoc.
Entonces lo comprendió todo. Entonces miró el retrato del último emperador azteca, en el que apenas al aparecer Xihuitl, se había fijado, y exclamó con fulgores de alegría en los ojos y con alborozos en la voz:
—¡Oh! ¡qué semejanza! ¡es él, sí, es él, señora! No lo dudéis, porque aquel retrato es su retrato.
Un grito de Isabel respondió á otro de D. Juan.
—Una nueva decepción, creo que me mataría,-dijo —mi cabeza se pierde... No quiero entregarme aún al regocijo...
—Habéis dicho que tenía una prenda,-dijo ansioso D. Juan.
—Sí, un collar de oro.
—Pero...
—Con una águila pendiente de él.
—¡¡Oh, mi Ahuizolt, mi hijo!!
Y D.‘ María Isabel se desmayó.
Por una de las puertas entraba una joven gallarda y bella.
Era Rafaela. Había oído el grito de D.a María Isabel y acudió precipitadamente.
Ella, D. Juan y Ampudia, levantaron el cuerpo inerte y lo condujeron á la alcoba que en el gabinete había.
Confiada á Rafaela y á los criados quedó Xihuitl, y volvieron al salón D. Juan de Texcoco y D. Martín de Ampudia.
Cortés permanecía en el mismo sitio.
Tan rápido é inesperado fue el suceso, que juzgaba soñar ó ser víctima de un febril delirio.
¿Cómo, Fernando era el hijo de Cuauhtemoc y de Xihuitl?
¿Era el heredero de riquezas inmensas? ¿Era el prometido de Elena? ¡Esta idea le aterró!
¡Jamás D.' María Isabel aceptaría tal enlace! Ella tenía motivo para rechazar con indignación una alianza que la uniera con la familia de Cortés.
¡Pobre Elena!
Era imposible que tantas y tan graves dificultades pudieran allanarse.
¿Y cómo haberse opuesto si anteriormente lo hubiera sabido?
Reflexionando, la situación no podía ser más enmarañada ni difícil. ¿Cómo disuadir á Elena? Su amor por Fernando era de aquellos que sólo en el sepulcro concluyen, y cuando confiada, tranquila, esperaba ser á la vuelta de la expedición, la venturosa compañera del elegido, del primero y único amor de su alma, ¿cómo arrancarla sus ilusiones? ¿cómo decirla «olvídale, porque es para ti un imposible?»
A esto seguiría, era inevitable, la desesperación, la muerte moral, y después Elena desaparecería de la tierra.
Dirigiendo más allá su pensamiento, y como consecuencia de la primera, presentábase otra desgracia que aterraba á Cortés.
Su esposa idolatrada no sobreviviría tal vez á su hermana.
¡Que cúmulo de angustias y tristezas presagia^ Cortés.
¡Qué porvenir tan henchido de males?
¡Qué horizonte tan lúgubre y borrascoso!