APÍTULO XLIV

EN LAS GARRAS DEL TIGRE

EL cielo estaba sombrío y tempestuoso y la noche cálida y cargadísima de electricidad. Lucían los relámpagos, precursores de la tormenta, y rugía el trueno, prolongándose á lo lejos y resonando sobre la enhiesta cima de las montañas, como si éstas se desprendieran de su base y rodaran hechas pedazos.

Envueltos en la densa oscuridad, caminaron rápidamente D.' María Isabel y el franciscano, hasta llegar á la linde del bosque.

—¿Sabéis,-dijo de improviso,— que la tempestad se nos viene encima y que debemos apretar el paso?

—Esa vivienda ¿queda todavía muy lejos?

—No, señora, no. La casita es de una india vendedora del mercado, y en ella de limosna vive ese hombre que os aguarda... Dios y su Santísima Madre hagan que lo encontremos vivo.

Estas intencionadas palabras produjeron su efecto, y como si hubiera tenido alas, sin cuidarse de la soledad y de lo siniestro de la noche, apresurose Xihuitl, sintiendo mortal zozobra y temor de perder la ocasión que para hallar á su hija se le presentaba.

Ya sabemos que estaba hecha á fatigosas marchas y que no sentía cansancio ni desfallecimientos, sólo sí anhelo, ansia, inquietud devoradora.

Escudriñando con la mirada, descubrió un punto blanco é iluminado por tenue claridad.

—¿Es la casa?-preguntó.

—Sí, señora; ya llegamos.

Al acercarse vieron la puerta abierta, y en el dintel hallábase Pascuala con luz en mano.

—¿Vive?-gritó el fingido misionero.

—Sí, pero está acabando.

Xihuitl velozmente salvó la corta distancia y entró.

Al hallarse en el patio, se detuvo, fijándose en Pascuala, y diciendo:

—¿En dónde está el enfermo?

—Por aquí.

Y la dirigió á la última puerta del corredor.

Entre tanto Espino, pues debe haberse comprendido que era él, cerró la puerta, murmurando:

—Negocio hecho... Pero doble, porque ya sé de quién es hijo Fernando.

Pascuala dejó pasar á Xihuitl, desviando la luz.

Se oyó un grito, ahogado instantáneamente.

Una mano vigorosa había sujetado á la princesa y la tapaba la boca.

—Pronto, Espino, ayúdame.

Entre los dos, y á pesar de la resistencia, la envolvieron la cabeza, la ataron las manos y cubrieron su boca con un pañuelo, llevándola después á la escalera de la bodega.

La trampa estaba levantada.

—Alumbra, Pascuala.

Xihuitl no se movía: al reconocer la voz de Mexicaltzin comprendió había caído en una emboscada.

Se aterró, no porque no tuviera valor para luchar, sino porque consideraba la cruel alternativa y las condiciones que la impondría el malvado.

Ya en la bodega, sintió que la sentaban, y sin desligar sus manos, la quitaron el pañuelo y el manto que cubría su cabeza.

Entonces vió delante de sí á Espino y á D. Cristóbal.

Miró á los dos con el más profundo desdén, pero sin miedo.

Había recobrado su serenidad y su enérgica braveza.

La situación iba á ser terrible, y D.ª María Isabel habíase resignado á la muerte.

Prefería sucumbir á doblegarse.

El aspecto de D. Cristóbal no era tranquilizador. Feroz alegría brillaba en sus ojos, y la sonrisa del triunfo, del odio y la satisfacción déla venganza, prestaban á su fisonomía algo de diabólico y de implacable.

Contempló á su víctima, como el tigre á su presa, cuando no puede escapársele.

El relampagueo de su mirada se cruzó con los fulgores de la de Xihuitl, como se cruzan dos aceros en duelo á muerte.

—¿Que pensabas,-dijo con voz sorbía y temblorosa, á impulso de la excitación de su naturaleza salvaje, — que no llegaría el momento de tenerte en mi poder? ¿Acaso creías que yo olvidaba y era capaz de perdonarte tantos años de amargura y tantos crímenes cometidos por tu causa? Mi aborrecimiento hacia ti es hoy tan poderoso como era mi amor. El uno se ha sobrepuesto al otro.

Nada comprendía Espino, espectador de aquella escena, porque nunca aprendió la lengua azteca, pero sí, devoraba con la vista la hermosura de aquella mujer.

—Por todas partes he paseado mi rencor y he ejercido mi venganza; yo te venzo siempre.

Una sonrisa intraducible vagó en los labios de doña María Isabel.

—¿Recuerdas? el hombre á quien amabas murió en el cruel suplicio preparado por mí. La miseria y la desesperación te acompañaron después, hasta que la real cédula te devolvió los bienes.

El inexorable indio no sabía que Xihuitl era poseedora de inmensas riquezas.

—Desaparecieron tus hijos, y nunca sin mi ayuda podrás encontrarlos.

Ignoraba todo cuanto había pasado con Fernando.

—En España, — prosiguió, — hay también huellas de mí encarnizada persecución: he dejado sangre y cadáveres. Tus emisarios sucumbieron allí; ¿lo sabías?

La princesa no contestó. Habíale D. Juan hablado del envenenamiento que por orden del indio debió Pascual llevar á efecto, y tampoco ignoraba la historia de Beatriz. El silencio é impasibilidad de su víctima exasperaron al indio, sus dientes rechinaban de cólera, y con voz de trueno continuó:

—Toda mi fortuna he sacrificado al logro de este momento, á la esperanza de que cayeras en mis manos: ahora nada ni nadie podrá salvarte, sólo de ti dependerá. Te dejo. Reflexiona y comprende que debes someterte á todo lo que yo te imponga.

—Eres un tigre y fuera inútil el esfuerzo para que sueltes tu presa. A nada me someteré. Nada lograrás. La muerte será mi salvación, preferible á la ignominia de obedecerte.

Parecía que la fuerza moral de D.ª María Isabel, en vez de abandonarla, se centuplicara para resistir y despreciar al terrible enemigo.

—¡Cobarde!-repuso con resplandores en los ojos y el fuego de la indignación en las mejillas,-n© cederé á tus amenazas ni á las vilezas que me propongas; no, no, jamás: ya me conoces.

D. Cristóbal la envolvió en rencorosa mirada, con mezcla de admiración, subió la escalera, seguido por Espino, cerró la trampa y la aseguró atrancándola fuertemente.

—¡Oh, el infame!-exclamó Xihuitl;-¡oh, el malvado, con qué sagaz artificio ha sabido conducirme aquí! Era infalible, mi amor maternal no podía vacilar. ¡Dios mío, Dios mío, ha llegado el momento de que sólo tu misericordia sea mi escudo! ¿Y D. Juan? tiemblo por él más que por mí... ¡Qué razón tenía yo al pensar que las alegrías no podían renacer, ni la dicha sonreírme ya! ¡oh sí, sí, que me mate!... Pero esto cuando se acercaba la hora de que mi hijo volviera á mis brazos...

Esta idea fue tan amarga que hizo brotar lágrimas y decaer el ánimo de la valerosa india.

Mientras que ella se entregaba á su dolor, D. Cristóbal le decía á Espino:

—Mucho cuidado con Pascuala, y cuenta con lo que

hace; la prisionera puede ofrecerle dinero, y mucho, porque es rica. Ya sabes que si me sirves mal, te va en ello la vida; pero en siéndome fiel, aseguras tu fortuna.

—¡Qué hermosa es!

Y los ojos de Gavilán brillaron como si codiciara aquel tesoro, más que el dinero.

D. Cristóbal adivinó su pensamiento.

—Esa mujer,-dijo,-me pertenece. Cuidado con atreverte á ella. Que Pascuala la cuide con esmero, que nada le falte, y avísame si algo ocurre. Hasta mañana.

—No tengáis cuidado, á mí me gustan las mujeres como mi Pascualilla; pero eso no quita para que conozca que es una hembra de gran valor. Y no sabía yo que fuera la madre de Fernando.

—¿Estás loco?

—No digo más que la verdad.

No fue asombro, sino espanto lo que sobrecogió á don Cristóbal.

—¿Y quién te ha dicho eso?

—La princesa.

El indio caminaba de asombro en asombro.

—¿Qué princesa?-exclamó.

—Pues la que está en la bodega, D.ª María Isabel: cuando pregunté en su casa oí que los criados la daban ese nombre.

D. Cristóbal comprendió.

—¿Y dices que ella te habló de Fernando?

—No le dió ese nombre, pero al conocer el motivo que me llevaba á su casa, exclamó: «Jesús, mi Dios, cuántos favores os debo, ahora que he recobrado á mi hijo!» y como encima de donde estaba sentada había un retrato parecidísimo á Fernando, comprendí que él era.

Multiplicábanse las sorpresas.

—¿Un retrato?

—Sí; pero ahora caigo en otra cosa.

D. Cristóbal le miró con mayor inquietud.

—Representa el cuadro á un emperador de los vuestros.

—¿Cómo?

—Sí. Está vestido como Moctezuma, y su semblante es más triste y más severo. Muy pálido, algo enfermizo; pero bastante hermoso.

Se anegaba el indio en un mar de conjeturas.

¿Cómo Xihuitl había podido tener aquel retrato? El corto reinado de Cuauhtemoc no dió lugar á que se esculpiera, como se hizo con el de sus antepasados, y á su muerte no quedaba ninguno.

D. Cristóbal vió en su mente á D. Juan de Texcoco y se estremeció de terror.

De súbito una reflexión le tranquilizó.

Corría en México la voz de que D. Juan era próximo deudo del último rey de Anáhuac, y esto explicaba el parecido y el retrato.

Era un capricho de Xihuitl.

D. Cristóbal recobró su sangre fría.

Indudablemente ignorábase en México que D. Juan hubiera muerto en España. Pero D. Cristóbal estaba seguro de que no volvería para proteger á Xihuitl.

Su pensamiento volvió á fijarse en Fernando. ¿Qué fatalidad le había devuelto á su madre? ¿En dónde? ¿Cómo?

Sus confusiones iban en aumento.

La ira le hizo olvidarse de todo.

Contemplábale Espino satisfecho de haber descubierto un secreto que le autorizaba para hacerse exigente con D. Cristóbal.

A más había averiguado su nombre, que ignoraba anteriormente.

Astuto y desconfiado, comprendiendo la importancia del secuestro de D.‘ María Isabel, quiso asegurarse y no dar un paso en falso que pudiera comprometerle á él solo.

—Es preciso,-dijo,-andar con pies de plomo, no sea que ese indio me deje en algún berenjenal; sabré quién es... le seguiré, porque estoy seguro que ese nombre no es el suyo. ¿Y por qué no he de saberlo? El mismo hábito que ha de valerme para penetrar en la casa de D.‘ María Isabel será bueno para protegerme y ocultarme. Le seguiré, porque lo principal es dar con su casa, y luego fácil es lo demás.

Espino hizo práctica la idea y su proyecto se realizó á medida de su deseo.

Una vez dado el primer paso no quiso retroceder n • estacionarse, que á eso no se limitaba su ambición.

Pensaba sacar partido inmenso de aquella perseverante venganza, que había empezado por Fernando y tal vez iba á tener desenlace en D.ª María Isabel. Ni quería Espino, ni debía, según él, contentarse con insignificante recompensa, no; aspiraba á más, y veíase allá en Galicia disfrutando vida regalada y marido de Pascualilla: ¡hermoso porvenir!

La chica lo merecía, porque era una perla.

Esperó á que la tempestad desencadenada en el pecho de D. Cristóbal, hubiérase calmado para poder juzgar de la situación.

—No importa, no importa; la partida no se perderá porque Fernando sepa quiénes son sus padres... El hecho es que debe averiguarse en dónde está, porque es de familia el ser indómito y pudiera... ¿pero cómo? Solo Ehcatl puede ponerle sobre la pista y á ese lo suprimiré alejándole.

Había hablado como contestándose á sí mismo, pero Gavilán creyó el momento favorable para que D. Cristóbal recordara que él estaba allí.

—¿Contáis tener aquí á la princesa muchos días?

—De ella depende... De todas maneras... Sí.

—¿Y no habrá cuidado que siendo tan poderosa la busquen, averigüen, descubran y?...

—Podemos estar tranquilos, sólo hay uno que daría por ella la vida; pero á ese ya veremos... para esto necesito de esa india que tienes aquí.

—¿Y Fernando?

—También pienso en él y tengo mi proyecto, que es de mano maestra, magnífico, soberbio... Y hará doble mi venganza.

Acababa dé surgir en su mente un pensamiento infernal.

Espino reflexionó, que á veces suele tener desventajas la falta de paciencia, y como hombre cuerdo, tuvo el talento de saber esperar.

Cuidadosamente ocultó su impaciencia y se propuso servir bien á D. Cristóbal, sacando de él todo el partido posible, pero á la par reflexionó que D.ª María Isabel era riquísima, que no era difícil el juego á dos caras, pues con habilidad ganaría en él, y más tarde, según se presentara el asunto y las probabilidades de próspero ó adverso resultado, abandonaría al vencido para ponerse al lado del vencedor.

Tan preocupados estaban uno y otro, que no se habían fijado en la fuerza de la tempestad, ni en la lluvia que caía á torrentes, ni en los relámpagos que iluminaban el bosque, ni en que la fuerza del trueno hacía estremecer la casa.

¿Qué les importaba la furia de los elementos?

Pero Pascuala, temblorosa como hoja en el árbol, habíase arrodillado y rezaba fervorosamente.

Cuauhtemoc o el mártir de Izancanac
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