CAPITULO VII

Doña. Juana de Zúñiga

Poco después de encostrarse Cortés en la capital, fue cuando llegó el magistrado Ponce de León, el que á su fallecimiento nombró para sustituirle en el cargo que le había dado el emperador, al licenciado Marcos de Aguilar, inquisidor de las Indias, que le acompañaba desde Santo Domingo, y hombre no muy á propósito por cierto para ejercer el difícil y elevado cargo de gobernador, por su edad provecta y porque carecía de fuerza física y moral para entregarse a las pesadas tareas del gobierno, y al trabajo penoso de conciliar los partidos y apaciguar á los enemigos de Cortés.

Este deseaba é insistía para que continuase Aguilar lo ya comenzado por Ponce de León, y le residenciase hasta que su conducta fuera vindicada, sus servicios reconocidos y su honor y decoro libre de toda injuriosa sospecha, tanto más cuanto que la calumnia había encontrado nuevo cebo con la muerte de Ponce de León, á quien suponían envenenado por el conquistador.

Fray Tomás de Ortiz, religioso dominico, era uno de los que más se ensañaban contra Cortés, y de vuelta en España propalaba abiertamente y sin embozo tan cruel acusación, que llegó hasta conocimiento de Carlos V.

Sus enemigos triunfaban á la sazón en México y hacían que Aguilar lo suspendiera de toda autoridad, precisamente poco antes de que falleciese el inquisidor, quien dejó nombrado para sucederle al tesorero Alonso de Estrada, pero su nombramiento, no conforme con la opinión de los procuradores délos consejos, fue causa de nuevas dificultades.

Instaban aquellos á Cortés, para que volviese á tomar el mando, y resistíase el caudillo, porque pensaba juiciosamente había de dársele torcida interpretación, 1 como su negativa era fundada, resolvióse el ayuntamiento a reconocer á Estrada pero nombrando para gobernar con él al fiel amigo de Cortés, Gonzalo de Sandoval, y reservando el mando militar para el conquistador.

De aquella determinación surgió un terrible enemigo para Cortés.

Nuño de Guzmán, gobernador de Pánuco, hombre, cruel, tirano, ambicioso y que empleó todo su influjo en la corte para malquistar con el emperador al hombre á quien aborrecía, añadiendo la muerte de Aguilar á la serie de las calumnias ya mencionadas, porque reducido á los límites de su provincia (por órdenes de Cortés), no podía extender más allá sus rapiñas y tiránico dominio.

Los manejos eran cada día mayores y más injuriosos, y la posición se hizo intolerable, pues que no sólo él choque era abierto contra el conquistador sino también sufrían las consecuencias sus amigos y criados, y como Alonso de Estrada había sido nombrado único gobernador de la Nueva España, Gonzalo de Sandoval quedó desde entonces en el número de los perseguidos, pues que era leal para Cortés.

La malevolencia de Estrada dictó una orden de destierro contra la cual rebeláronse indígenas y españoles, y hubiera tenido serias consecuencias, sin la grandeza de alma del conquistador de México, que calmó los ánimos y obedeciendo al injusto decreto se trasladó á Coyohuacan, con Sandoval, preparándose para marchar á España y por sí mismo defenderse de tantos cargos y falsas acusaciones.

Un nuevo acontecimiento dió por entonces á conocer la saña de sus enemigos y la perseverante insistencia en perseguirlo á él y á sus parciales.

Deseoso de adquirir dos buques que lo condujeran á España, envió á Veracruz á su fiel criado Pedro Ruiz de Esquivel, entregándole algunas barras de oro para la compra proyectada.

En una canoa y acompañado por seis indios remeros y un negro, tomó Esquivel el camino de Ayotzinco, para con más rapidez cumplir las órdenes del conquistador.

El tiempo corrió sin dar noticia de la llegada de Esquivel á Veracruz, y en vano trató Cortés de averiguar su paradero.

El mayordomo había desaparecido sin dejar vestigio, ni tampoco los hombres que lo acompañaban. Un mes más tarde se halló su cadáver en una islita del lago; tenía ancha y profunda herida en la cabeza; su asesinato quedó para siempre envuelto en el más hondo misterio.

Poco después logró el conquistador salir de Nueva España y entre el gran séquito de nobles aztecas que le seguía, encontrábase también un hermano del célebre general tlaxcalteca Jicotencatl, un hijo de Maxixca, senador de Tlaxcala, que fue siempre leal á Cortés, y Mexicaltzin, que en pago de su traición había sido colmado de honores y riquezas, y tomaba parte en todos los viajes del caudillo, á pesar de que éste, si bien con largueza recompensó el servicio, mirábalo con aquel desvío que produce una mala acción.

La comitiva fue en aquel viaje numerosísima, pues no sólo la componían los señores y caciques mejicanos, sino muchos españoles deseosos de volver á su patria y que por disposición de Cortés y permiso del gobernador podían sin gastos, tener pasaje en los buques, que con esplendidez abastecidos, conducían al conquistador de Anáhuac.

Curiosos, ricos y extraños eran los presentes que llevaba para el soberano y los que ponían de manifiesto la importancia de los países sometidos.

Y era de ver tanta diversidad de telas primorosamente fabricadas por los indios; admirables y vistosos tejidos de plumas desconocidas en la vieja Europa: las maderas perfumadas, las piedras de fabuloso valor, las plantas y los pintados pajarillos habitantes de aquellos bosques vírgenes, de aquellas florestas sin par.

También completaban la magnificencia del regalo, barras de oro y de plata, joyas de gran mérito y minerales riquísimos, que daban exacta idea de los tesoros portentosos que encerraban las entrañas de las maravillosas tierras descubiertas.

Pocos días habían pasado después de la llegada á España, cuando perdió Cortés á uno de los capitanes de la conquista, amigo siempre leal, generoso partidario de los indios, caballeresco y valiente, Gonzalo de Sandoval, el amigo y defensor de Cuauhtemoc.

Odiábale Mexicaltzin, porque había sabido que su venganza estuvo á punto de fracasar, y no perdonaba al castellano su alentado esfuerzo y generoso empeño, por lo que al recibir la noticia de su muerte, se regocijó con ella y siniestra sonrisa vagó por sus labios.

—He triunfado,-dijo,-y mi venganza ha sido completa, pues que todos ignoran que yo fui el delator: sólo Cortés, y ese jamás lo dirá, y Sandoval, que desaparece de la tierra... también Xihuitl lo sabía... yo se lo dije medio loco por los celos y por la rabia que me dominaba;... pero aún queda ella á quien no puedo olvidar... la aborrezco y la amo todavía con un frenesí que me abrasa el corazón... la odio y sueño sin embargo con esa mujer,... nadie ha podido averiguar en dónde se encuentra... y sin embargo no pierdo la esperanza de hallarla, y entonces ya el infortunio habrá doblegado su altivez y será mía... lo será... ha sido la idea fija de mi vida, y por ella todo lo he sacrificado... Hoy será pobre y yo soy inmensamente rico... sus hijos están en mis manos, y con el favor de Cortés, que lo tendré, no lo K dudo, alcanzaré del rey lo que solicito... después volveré á México y la buscaré,... cuatro años... cuatro años, han pasado y me estremezco aún cuando recuerdo aquella mirada que me persigue siempre...

Y siguiendo su tenebroso plan no se apartó de Cortés, consiguiendo ser presentado con todos los nobles aztecas al monarca. La llegada del conquistador disipó las calumnias inventadas por los envidiosos y los pigmeos, á quienes ofuscaba con sus altos merecimientos. Su gloria, como el sol que brilla más radiante después de ruda tempestad, fue más esplendente, más pura, y ya hemos visto las grandes mercedes con que le honró Carlos V y la influencia que supo conquistar con los servicios hechos á su patria y á su rey.

Su matrimonio con D.ª Juana de Zúñiga completó el triunfo y no hubo ninguno que llegara más rápidamente al colmo de la grandeza.

Mexicatlzin había asistido á la boda, y tomado parte en los festejos que aquélla ocasionaba, mezclado entre los nobles señores aztecas y los hijos de los caciques, que rodeaban formando lucida corte al conquistador, pero como espontáneamente brotan los sentimientos en el corazón, así también causó la presencia del indio en la hermosa D.ª Juana desfavorable impresión; ¿era recelo, era temor? ¿obedecía á extraño presentimiento? No, no.

La frialdad glacial de D.a Juana tenía explicación en un acontecimiento que estaba grabado indeleblemente en su memoria.

Tres ó cuatro meses antes de su casamiento, asistía la joven á un baile dado en el palacio del emperador para celebrar una gran victoria de las armas españolas en Flandes.

Cansada y huyendo del bullicio, habíase refugiado en un invernadero tibio y saturado por embriagadores perfumes.

Allí solitaria dejó vagar su imaginación por el misterioso campo de lo futuro, y poco á poco llegó á olvidarse del sitio en que se encontraba transportándose con el pensamiento á otro mundo que le habían pintado con amorosas y dulces frases tan hermoso, tan extraño, tan espléndido. Veíase ya casada con Cortés, y aquella idea, al causarla extraordinaria y profundísima emoción, la hacía soñar como se sueña á los veinte años cuando se ama por vez primera, cuando se vive identificado con otro sér, cuando dos existencias van á confundirse y formar una sola y dos corazones deben latir impulsados por las mismas sensaciones.

D.a Juana era muy hermosa; su cutis blanco mate, su ovalado rostro,, sus cabellos castaños y sus ojos garzos, rasgados, soñadores, componían un todo encantador, rico en detalles, porque la cintura esbelta y flexible, la graciosa ondulación de su cuello de cisne, sus torneados hombros, sus manos y pies, que eran acabadísimo modelo, prestaban indefinible atracción á la prometida de Cortés.

Prolongábase su meditación y enajenamiento, cuando los acordes de la orquesta, que preludiaba un vals la hicieron volver á la vida real y recordar que extrañarían su ausencia en los salones.

Se levantó del asiento y dirigíase á la puerta, cuando vió delante de sí á un hombre de elevada estatura, de rostro moreno, de mirada dura y penetrante, que ansiosa y con indescribible expresión se fijaba en ella.

Juana tuvo miedo.

Había algo en los ojos de aquel hombre que la asustaba; la admiración de su belleza, pero bajo forma salvaje y atrevida. Parecíale, y no se engañaba, que veía en sus ojos la decisión del deseo, el ansia de la fiera que se impacienta por saciar su apetito y saborear su triunfo.

¿Jamás lo había visto, no lo conocía: quién era?

—¡Qué hermosa!-exclamó de repente,-¡qué hermosa!-y adelantó hacia ella como si intentara asirla.

La altiva española se irguió: el orgullo, la soledad de aquel sitio, el peligro que preveía, la devolvieron el perdido valor y adelantó hacia la puerta.

—Os he visto muchas veces,-le dijo aquel hombre —con voz sorda y ardiente:-¡sois muy hermosa y os amo!

—¡No os conozco! ¡no quiero conoceros!-contestó con altanería la joven,-¡dejadme pasar!

La mirada del desconocido centelleó; D.ª Juana veía brotar de aquellos ojos llamaradas de fuego.

—He acechado largo tiempo esta ocasión,-dijo brutalmente y no la perderé.

Y sus brazos trataron de enlazar á la joven.

—¿No me conocéis? — exclamó ésta; — ¿no sabéis quien soy?

—¿Qué me importa? No necesito saber más sino que sois hermosa.

—Olvidáis que estamos en palacio y que un grito mío será vuestra perdición.

—No podrán oíros... estamos solos y muy lejos...

Su mano tocó el hombro satinado y redondo de doña Juana, que, asustada, retrocedió.

—.Paso!-dijo,-¡paso y ay de vos si intentáis detenerme!

El carmín de la indignación coloreaba su hermoso rostro; su pecho se levantaba impulsado por la agitación que sentía; el orgullo ofendido, la dignidad de la mujer brillaban en sus ojos.

—¡Atrás!-añadió con voz imperiosa, y como si en aquel instante surgiera en su mente una idea nueva repuso.-No sois español, que si así fuera no ultrajaríais con vuestra audacia á una dama castellana.

Vaciló el insensato, pero hubiera llevado adelante su locura, á no haber escuchado confuso rumor de voces y de pasos que se acercaban. Entonces D.ª Juana erguida y soberbia apresurose á salir del invernadero sin que el osado intentara detenerla.

Trémula y agitada se reunió con sus deudos, y poco después sin comunicar lo sucedido, pretextando repentino malestar, se retiró del baile.

Llegó la época señalada para su casamiento, y algunos días antes solicitaron los nobles aztecas el honor de presentarse á D. Juana de Zúñiga. Recibioles la hermosa espléndidamente ataviada, y el color azul de su rico traje, la graciosa toca que á medias cubría sus cabellos, aumentaban el natural donaire y gentileza.

Eran muchos y ya de los últimos adelantáronse el arrogante hermano de Jicotencatl y Mexicaltzin. El más joven se inclinó profundamente, el último clavó los ojos sorprendidos y provocadores en la altiva joven, que á su vez lo miraba con expresión de espanto.

D.ª Juana lo reconoció.

Era el miserable del invernadero.

Desde aquel día fueron tenaces enemigos uno de otro, y cuando Cortés, en Abril de i53o, se embarcó otra vez para Nueva España acompañado por D.ª Juana, Mexicaltzin no lo siguió, con no poca satisfacción del conquistador, que como hemos dicho no lo miraba con buenos ojos, aún cuando le pareciese extraña la aversión de su esposa por el indio traidor.

Más tarde aquel encono debía convertirse en abierta lucha, porque Mexicaltzin guardaba en el fondo de su alma rencorosa envidia por Cortés, desde que éste era feliz dueño de aquella mujer tan hermosa, que al hacer blanco al indio de su majestuoso desdén, despertaba sus feroces pasiones y lo impulsaba á humillar la altiva condición de la española.

—Xihuitl,-pensó,-llora hoy las consecuencias de haberme despreciado... y Juana, la orgullosa Juana, llegará el día en que implore de rodillas mi compasión.

Cuauhtemoc o el mártir de Izancanac
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