CAPÍTULO XLII
Sentíase D. Juan hondamente perturbado'. Había creído tener fuerzas superiores, pero le faltaban en el momento más crítico.
Y esto era lógico: la alegría, como el dolor, hacen sufrir, cuando carecen de expansión, cuando cuidadosamente hay que encerrar los sentimientos en lo más recóndito del alma.
No estaba preparado para un acontecimiento tan imprevisto, y el júbilo, inundando su sér, le ahogaba al esforzarse para que sus fulgores no brillaran en sus ojos, ni encendieran su pálido semblante.
Concentróse en sí mismo, y el postrer esfuerzo le dió una expresión forzada y hasta dolorosa, que no podía menos de sorprender á Cortés, cada vez más trastornado y caviloso por la situación y por las sensaciones diversas que le agitaban.
Hallábase también Ampudia visiblemente afectado, no explicándose si era por el alborozo ó por el pesar.
Lo primero pudiera ser lógico, por la inesperada felicidad de Fernando, por la sorpresa que ya preveía y el halagüeño futuro que le aguardaba; más no era menos cierto lo segundo, pues como D. Martín amaba al joven con todo el exclusivismo de un padre, sentía como un dardo clavado en el corazón.
Era inevitable que volverían para él la soledad, el tedio y la amargura al separarse de Fernando, y tal idea le causaba indescriptible angustia y mortal ansiedad. Habíase acostumbrado á su cariño, á las dulzuras de su compañía y á los tiernos y minuciosos cuidados mutuos, y si antes de que el amor de Elena llenase el alma del adolescente le vió D. Martín no pocas veces preocupado y triste por el misterio de su existencia y por el anhelo de saber á quién se la debía, eran ráfagas, nubes que iban y venían sin causar estrago.
Se fijó á la vez Ampudia en que al satisfacerse el vehemente deseo, al caer de pronto en los brazos de aquella madre tan soñada y querida, apartábase de Elena y hacíase imposible su amor.
¿Cómo enlazarse con la familia del que sentenció é hizo ejecutar á Cuauhtemoc?
Esto era natural y el obstáculo invencible.
¡Pobre Elena!
Vemos, pues, que la situación de todos no podía ser más difícil ni más especial.
D. Juan se dominaba para no venderse, pero la gratitud desbordó al dirigir la palabra á D. Martín.
—Gracias, señor de Ampudia, gracias. Vos habéis sido amorosísimo padre de Fernando, y gracias á vos salió de la abyecta condición que el rencor y la venganza le habían dado. ¿Cómo pagaros tantas y tan sagradas deudas? Por la exaltación que habéis visto en María Isabel, comprenderéis la locura, el delirio de su amor maternal, que ha llegado á ese grado por las mismas ansiedades y decepciones de tan largos años. Así podéis considerar que cuando esté á su lado...
D. Martín sintió como una puñalada.
—Leo en vuestros ojos el legítimo dolor que sentís, y me pesa que aun por un momento nos creáis ingratos. Fernando será vuestro hijo: ha encontrado á su madre, pero en vos tendrá á su segundo padre.
D. Juan se violentaba y sufría horriblemente.
La situación de Cortés era, no sólo desairada, sino peligrosa y difícil.
La impresión que le producía D. Juan de Texcocoera dolorosa, extraña, intraducible. Fluctuaba entre dudas absurdas é ideas que se sucedían en su cerebro con vertiginosa rapidez.
—Gracias también á vos, pues que Ampudia os acompañaba... La casualidad, Dios, sí, la Providencia ha hecho tengáis parte en el venturoso suceso...
Y al dirigirse al caudillo castellano, la voz de D. Juan era grave, pero insinuante y dulce.
—Os juro,-respondió Cortés,— que me llena de alegría, lo que hoy ha sucedido.
—Vos marcharéis á Cuernavaca, ¿no es verdad: Es preciso que Fernando sepa lo que sucede... su madre le espera...
Hernán Cortés y D Martín cambiaron una mirada, que D. Juan sorprendió.
—¡Qué] ¿no está con vos?
—No; á estas horas camina para Tehuautepec.
—¿Qué decís?
—Debe salir en la escuadra expedicionaria para los mares del Sur.
—¡Dios mío, qué contratiempo! ¿cómo evitar ese viaje? La madre, que ha tenido tanta grandeza de alma y tanto valor, no lo tendrá para la incertidumbre y la inquietud, ni tampoco soportará la idea de los riesgos que en el momento de encontrarlo, pueda correr la vida de su hijo.
D.ª María Isabel oyó las últimas palabras.
—¿Que mi hijo está en peligro? — exclamó adelantando.
Estaba pálida, muy pálida, sobrecogida y excitada. Para calmarla, refirió Cortés, omitiendo la causa principal, que Fernando tenía sed de gloria y de renombre, que ya habíase batido y alcanzado por su valor grandes recompensas.
—¡Hijo de mi alma, digno de su nombre y de su linaje!
En los ojos de D. Juan brilló un relámpago.
—No, no quiero que se marche,-prosiguió Xihuitl,— no quiero que se exponga... No quiero... Jesús, Dios mío, si algo le sucediera...
—Corro en su busca, — dijo de pronto D. Juan para tranquilizar á D.' María Isabel.
—Y yo, si me permitís acompañaros.
—Gracias, Ampudia.
—Pondré á vuestras órdenes una escolta, y Dios haga que lleguéis antes de que se embarque. Ganando tiempo puede conseguirse.
—Os lo agradezco, Cortés, pero no lo acepto: tengo en casa unos cuantos ¿Hados y hombres de armas, que desde España vinieron conmigo. Muño, Nuño...
A su voz acudió Galindo.
—Que inmediatamente se preparen á marchar Melitón y cinco hombres. Avisad á Lorenzo: vendrá conmigo. Que ensillen para mí el tordillo tostado, y el Tacuba para D. Martín. ¿Y Ehcatl?
—No está, señor.
—Que lo busquen. Necesito verle antes de marchar.
—¿Y yo, señor?
—Tú, Gaspar y Benito, os quedáis con la princesa.
Era el nombre que en la casa daban á D.ª María Isabel.
—Volveremos con mi hijo; perdonad, señora,-repuso Ampudia,-perdonad si le doy ese nombre cariñoso.
—¿Y cuál otro debéis darle? ¿Pero y si hubiera partido?
—Lleva cuatro días de ventaja, pero podría ser llegaran antes de que las naves se hayan hecho á la vela.
La princesa agradeció á Cortés la esperanza, y por primera vez fijó en él bondadosa mirada.
Su alegría, su dicha, al par que las zozobras de aquellas horas, la hacían indulgente y benévola para Cortés.
—Ampudia necesita vestirse con traje de camino, y nos vamos para que brevemente esté de vuelta.
Cortés, inclinándose delante de D.ª María Isabel, prosiguió:
—Os felicito, señora, y os ruego,-esta frase fue dicha recalcando en ella,-creáis que es muy sincera mi felicitación.
Quién sabe por qué, recordó la escena en que Xihuitl á sus plantas pedía la vida de Cuauhtemoc, y por una de esas inexplicables afinidades, el pensamiento de ambos fue el mismo.
Vió Cortés una contracción penosa en el hermoso rostro de la princesa, y arrastrado á pesar suyo, exclamó:
—Xihuitl, Xihuitl, perdonadme. He sufrido tanto... Os admiro, os venero, os respeto, y daría mi vida por no ser odioso á vuestros ojos.
Ampudia y D. Juan hablaban con Nuño á cierta distancia. El suceso que á todos preocupaba había cortado de improviso la etiqueta.
D.‘ María Isabel estaba aislada con el conquistador.
Sus ojos, indecisos y sorprendidos, se fijaron en él.
Pero ya Cortés habíase recobrado, y queriendo salir cuanto antes de aquella situación fue al grupo y dijo:
—Disponed de mí, D. Juan, en cuanto soy, en cuanto valgo. El día en que volváis, he de someter á vuestro juicio la solución de un problema que sólo vos podréis resolver. Vamos, Ampudia.
Salieron.
Nuño les siguió para activar los preparativos.
D.ª María Isabel, al encontrarse sola con D. Juan, se arrojó en sus brazos.
Sentían ambos inmenso júbilo, y ella reía y lloraba al mismo tiempo.
En él, la máscara glacial y la marmórea impasibilidad, se fundían al calor del aliento y de los halagos de la hermosa y heroica mujer.
—Sólo tú, —le decía ella, — que sientes conmigo, que sufres con mis penas y te alegras con mis alegrías, puedes tener alas y alcanzar á mi hijo, al hijo de mi amor, que tan largos años he llorado perdido. ¡Oh, ahora que
Dios me lo devuelve no ha de querer que lo pierda de nuevo, no; eso sería espantoso!...
—El dolor mata como la excesiva felicidad, y la mía es hoy tan grande que me agobia, pero ni aun tengo derecho para demostrarlo en el grado que la siento... ¡Qué tortura! á veces es superior á mis fuerzas. La misión que me impuse va cumpliéndose... Pronto Fernando estará en tus brazos.
—Pero y tú, no le dirás...
—Nada, alma de mi alma; recuerda en qué hora juré morir con mi secreto... Dios tomó en cuenta el sacrificio y te salvó...
D.ª María Isabel, con infinita ternura y piadosa resignación, le estrechó contra su pecho.
—Tranquilízate y espera confiada en mí. Sabes que te arrío con el alma, que por ti, por tu dicha...
—Mi dicha ya es imposible: para ella fuera preciso no verte sufrir, no verte llevando una existencia imposible.
—No importa; por ti todo me es fácil. Por ti daría mi sangre, daría mi vida. Tú eres el único punto luminoso en el nublado cielo de mi existencia, la estrella que me guía, el sér de mi sér, y cuando vea en torno tuyo á las dos infortunadas víctimas de un rencor, que vive siempre, podré morir... Sin ti, al emprender este calvario no hubiera llegado al fin. Era fácil librarme de él por un suicidio.
—No me hables así; me haces mucho daño.
—Nada temas: olvida lo que he dicho, me defienden la religión y tú... Alégrate; hoy es día de júbilo...— añadió esforzándose en aparentar serenidad.
—¡Ay! pero, ¿por qué no puedo alegrarme sino á medias? Por qué si hemos recobrado una parte de nuestro sér, falta otra... ¡Pobre hija mía! Fernando, como hombre, ha podido resistir más el infortunio; pero ella, ¡quién sabe!...
—Dios la traerá á tu regazo. Dios, como aquél á quien tantas veces hemos llorado muerto, habrá sido con ella bondadoso y la pondrá en mis brazos.
La fe rebosaba en el rostro de D. Juan; dulcísima esperanza se traducía en sus ojos.
Para él, la religión católica había sido manantial inagotable de filosofía, de resignación y de consuelos.
Habíase, por su influencia, suavizado lo acerbo de los sufrimientos, y el heroísmo del mártir; tenía origen en aquella cristalina fuente.
Muy conmovido, y dejando escapar un suspiro hondísimo, desató la fuerte pero suave cadena que le enlazaba, y fuese hacia la puerta que daba al hermoso corredor.
Desde allí reparó en que los caballos estaban ensillados, en las idas y venidas de Melitón y de Benito, y en la actividad y movimiento para los preparativos de viaje.
En el primer patio, y junto á las rosas y claveles que embalsamaban el aire y crecían al rumor de la fuente, encontrábanse Arias y Nuño con Ampudia, ya dispuesto para montar á caballo.
D. Juan llamó á Ordóñez.
—¿Y ese hombre?-le preguntó.
—Loco, desesperado. Encontró su castigo. Continúa gastando sin tasa ni medida. Cuando queráis que no le entregue mayores sumas me avisaréis, señor.
—A mi vuelta habrá tiempo. Hasta entonces es preciso darle cuanto pida.
—Me inclino á que algo trama por sus continuas ausencias y enormes gastos. Desde nuestra llegada á México nada me consulta.
,-Conviene que Gaspar no le vea.
.-Os obedece, señor, aunque le devora el ansia de vengarse.
Llegaba Ehcatl presurosamente, sorprendido al ver aprestos de viaje.
—¿Os marcháis, señor?-preguntó.
—Sí; hoy ha sido día de grandes acontecimientos.
—Y yo participo de vuestro alborozo.
—Sabes...
—Todo. Lorenzo me avisó y me impuso de cuanto había ocurrido.
—En mi ausencia quedas, como otras veces, al lado de la princesa; vela por ella.
Cerraba ya la noche cuando salía D. Juan de México, no sin que, al cruzar las calles, hubiera llamado la atención tan numerosa cabalgata.
En aquellos tiempos en que el alumbrado era escaso en las calles, ó de él carecían por completo, cerrábanse al oscurecer las casas, y todo lo que alterar pudiera la octaviana tranquilidad, era un verdadero acontecimiento.
La vida, á pesar de las recientes guerras y de los trastornos civiles, las costumbres que la madre España había aclimatado en México sufrían pocas alteraciones, así es que el ruido de varios caballos hizo salir á las ventanas á los pacíficos vecinos, temerosos de nuevos disturbios provocados por Nuño de Guzmán, que era atrevido y revoltoso.
Pero los jinetes iban al paso, y no podían alarmar á nadie.
La capital de la Nueva España estaba tranquila, y por entonces el horizonte político puro y sin nubes.
La cabalgata siguió cruzando calles y plazas inspirando curiosidad, pero no temor.
Ya fuera de la población, y como á una legua, gritó D. Juan:
—¡Al galope!
Y los caballos salieron á escape.