CAPÍTULO LXXX

EL HONOR O LA VIDA

Para explicar la situación de D.ª Juana debemos retroceder, hasta la hora en que Fernando acudía á su cita con Elena.

Cortés y la marquesa habían consentido en aquella entrevista, porque ninguno de los dos se encontraban con valor para destrozar el corazón de la joven.

Comprendieron que la persuasiva palabra de Fernando, su propia desesperación y su sacrificio, influirían en Elena y la prestarían fortaleza y consuelo.

No menos que su hermana, necesitaba ánimo la marquesa, pues al pasar las horas de aquel día y al acercarse la señalada por D. Cristóbal sentía incopiable consternación y abatimiento.

Habíase resuelto á no asistir, á no exponerse como la noche precedente, y á dejar correr los acontecimientos.

Con infinita angustia vio llegar el crepúsculo, y como la oscuridad le era insoportable, mandó encender las luces y permaneció desolada y fluctuando entre acudir á la cita ó buscar refugio en el amor de Cortés.

Todos los caminos presentábanse erizados de peligros y el tiempo corría con vertiginosa rapidez, sin que D.' Juana acogiera una idea salvadora ni decisiva.

En la época de nuestra narración era la nobleza española más intransigente y quisquillosa que hoy, y la más leve falta considerábase como indeleble mancha en los rancios y limpios pergaminos.

Los siglos en su labor incesante han desterrado absurdas preocupaciones y ahora parecería inverosímil que la esposa de Cortés rebajara su dignidad y su orgullo y expusiera su limpia fama para evitar que la deshonra de D.ª Leonor llegara á oídos de sus deudos, que crueles la habían rechazado, sin perdonarla nunca, ni aún considerándola casada.

Recordaba la marquesa con acerbo pesar que la huida de aquella hermana infeliz había acarreado la muerte de la severa condesa de Aguilar, después de haber pasado dos años á solas con su vergüenza y sin poner los pies fuera de su palacio. Aun le parecía ver su pálido y demacrado rostro, sus ojos siempre tristes y la sonrisa que como sol velado por blanquecinas nubes, animaba su fisonomía al sentir las caricias de sus hijos.

Quebrantada anduvo también largo tiempo la salud del noble conde, pero por último, y si bien la herida no se cicatrizó por completo, y en el corazón vivía el recuerdo de Leonor, pudo recuperar una parte de tranquilidad aún cuando agobiado siempre por inexplicable melancolía.

Su edad, sus achaques, su orgullo y sus condiciones características eran motivos hartos para que D.ª Juana temiera quede cumplir su amenaza D. Cristóbal, peligrara la vida del conde.

Y luego Cortés nada sabía: le era desconocida la existencia de la hermana de su esposa y también tenía en mucho las cuestiones de honra.

Perdíase la marquesa en un piélago de confusiones, y por todas partes no hallaba sino escollos invencibles y riesgos insuperables.

Y el tiempo corría y pasábase la hora. La soledad en aquella parte de la casa era completa, porque las dependencias de los criados, cocinas, patios en donde estaban las caballerizas, los corrales extensísimos con espaciosos gallineros, cuartos de labor y de plancha se hallaban muy lejos, y en otro corredor, independiente de aquel, hermosísimo y engalanado con bellos maceteros y plantas extrañas, y en el cual se confundían los aromas de los jazmines del Cabo, los de las magnolias y el dorado aromo, con el suavísimo de las violetas y el de otras olorosas flores tropicales.

Verdes cortinajes de enredaderas enlazadas con las parásitas y con las ramas de altos arbustos, formaban un vergel en torno del grandioso patio, en el centro del cual había murmuradora fuente, también rodeada de lozanos árboles qué á las horas del sol daban sombra á la galería y á las flores.

La cámara de la marquesa hacía frente á la de Cortés, situada al otro lado del corredor, por lo que el espacio de una á otra era bastante grande.

A más la puerta estaba cerrada, y de las dos ventanas que á los jardines caían, una hallábase abierta.

Hacía larguísimo rato que D. Cristóbal, oculto en las espesas alamedas, aguardaba á D.ª Juana, observando á la vez y escuchando, para cerciorarse de que no podía ser sorprendido.

Aumentaba la impaciencia del indio á medida que el tiempo corría y también desbordaba su cólera.

—No viene,-murmuró,-¿se habrá atrevido á decírselo á Cortés? No lo creo. De todos modos, las cartas son mi salvaguardia... pero no es esto lo que quiero. Si hubiera hablado, no estaría este sitio tan solitario, me hubieran acechado— El miedo la detiene, pues iré á buscarla.

Y con la amenaza en el rostro y la audacia por guía, adelantó sin hacer ruido, y dió la vuelta sin pasar por delante de la escalinata, para que las luces del vestíbulo no le denunciaran.

—El diablo me protege,-pensó al llegar bajo de la ventana del aposento de la marquesa.-La altura es poca y basta con dar un salto para entrar. Pero antes he de convencerme si está sola y en esa habitación.

No había perdido el indio la agilidad de su raza. Como un mono se encaramó por el tronco de un árbol y, abrazándose á él, registró con la mirada el interior de la cámara en donde permanecía D.ª Juana, sin salir de su meditación y sin darse cuenta de la marcha del tiempo.

La feroz fisonomía de D. Cristóbal se iluminó con una sonrisa de triunfo, y dejándose rodar hasta el suelo, apoyó una mano fuertemente en el alféizar de la ventana, y asiéndose con la otra á una barra de hierro que servía para soportar el toldo de lona que sombreaba la ventana, saltó en el aposento.

El ruido hizo salir á la marquesa de su anonadamiento, y con el espanto en los ojos corrió á la puerta. Pero ya D. Cristóbal la cerraba el paso.

—No os mováis,-la dijo bruscamente,-si no queréis poner en peligro la vida de Cortés.

D.a Juana se fijó entonces en dos pistoletes que el indio llevaba en el cinto, y horrorizada retrocedió.

Velase perdida y á merced de las exigencias de aquel Satanás que, amenazador y resuelto, fue á la puerta y la cerró con llave.

Una densa nube oscureció la vista de la marquesa, y sus piernas temblorosas apenas podían ya sostenerla.

—Pero, que pretendéis de mí?-dijo con vos desfallecida.

—Ya os lo he dicho; vengarme.

A veces al encontrarnos frente á frente con una horrible realidad, dudamos aún y nos creemos juguete de un sueño.

Esto le pasaba á D.ª Juana.

—Ayer habéis estado á mis pies, vos, la altiva, la desdeñosa, la ilustre hija del conde de Aguilar. Ayer habéis implorado de rodillas al hombre que, enloquecido por vuestra belleza, intentó una noche estrecharos en sus brazos: entonces, con despreciativo ademán, vuestra boca le llamó miserable: el indio ni perdona ni olvida: se venga.

—Me mataréis antes de hacerme vuestra, — exclamó D.ª Juana recobrando valor.

—Mía, no; mi empeño va más allá. ¿Poseerte? no es esa mi intención. Pretendo herirte en tu amor de hija, en tu amor de esposa y en tu dignidad. Al saber tu padre la deshonra de D.‘ Leonor, sabrá también que la marquesa del Valle de Oaxaca ha sido infiel á su marido.

—¡Yo! ¡infiel yo!

—Sí; lo parecerás, cuando los criados sepan que estás encerrada con un hombre y crea tu marido que es un amante.

—No, no; no cometeréis tal infamia, ¿qué adelantáis perdiéndome?

—Vengarme.

—Pero yo puedo gritar, mi marido está cerca, me ama; sabe que no puedo ser culpable. Le confesaré todo: le diré el porqué de vuestras amenazas, la causa de vuestro rencor

—Y no os creerá. Cuanto más os ame más le cegarán los celos y más hablará en contra vuestra la apariencia.

La salvaje lógica del indio no tenía réplica.

El verdadero amor no razona, y la sospecha da proporciones gigantescas al hecho más sencillo é inocente.

Los celos son como el cristal de aumento, y cuanto más vehemente la pasión, más abultan los sucesos.

—Antes que aparecer desleal para mi esposo, é indigna de mi nombre confesaré todo, todo y salvaré el honor.

—Y sentenciarás á tu marido, porque le mataré. O la deshonra ó su muerte.

La marquesa cayó de rodillas, y arrastrándose por el suelo, con la angustia en el alma y el llanto en los ojos, imploró una vez más inútilmente la piedad del implacable indígena.

—Cuando Cortés venga, como todas las noches antes de recogerse,-dijo con frialdad glacial y rechazando las súplicas de la atribulada mujer,-encontrará la puerta de la cámara cerrada, sin comprender la causa, y entonces sabrá que no estás sola...

Un ligero ruido hizo creer á la marquesa que Cortés se acercaba.

Un grito de horror, vibrante, agudo, supremo, se escapó de sus labios, y cayó desplomada.

D. Cristóbal, al verla sin sentido, y después de contemplarla un instante, se lanzó á la ventana arrojando un papel sobre la alfombra, al mismo tiempo que resonaban fuertes golpes en la puerta y se oía la voz irritada de Cortés.

El jardín estaba desierto.

D. Cristóbal veía segura la huida, y con calma infernal esperó á que la puerta cediera, lo que no tardó mucho en suceder. Al saltar la cerradura y al precipitarse Cortés en la estancia buscó el indio la retirada, saltando al suelo, pero no sin procurar ser visto por el marqués y por los criados que le acompañaban.

—Corred, que no se escape,-gritó el conquistador sin reparar en que D.ª Juana estaba desmayada.

Pero D. Cristóbal era ligero como una ardilla y había tomado la delantera, logrando que sus perseguidores, engañados por un silbido, tomaran por un lado, mientras que él corría por el opuesto, tropezándose entonces con la asustada Elena.

Como la claridad de la luna podía ser su delatora, siguió con el oído atento, y sin detenerse, hasta llegar a la cancela y salir al campo.

Allí ganó terreno con mayor rapidez y hubiera sido imposible alcanzarle.

Lanzábase Cortés también en su persecución, cuando vió tendida á D.ª Juana, precisamente en el momento en que Elena penetraba en la habitación.

Fuera imposible pintar el estado del caudillo. Lo ocurrido era tan extraordinario, tan imprevisto, que daba lugar á las más contradictorias conjeturas. Pensó primero en que el perseguido fuera un ladrón audaz, pero ¿cómo hallábase cerrada la puerta? Si era lo que pensaba, cómo no había huido exponiéndose á que se le encontrase?

Era un problema sin solución, y de una en otra idea llegó Cortés á sentir que los dardos de la duda se clavaban con negra saña en su corazón.

Las virtudes de la marquesa, su vida pura y sin tacha, el acendrado amor á su marido, no daban lugar á la menor sospecha, pero, como había dicho D. Cristóbal la pasión es ciega y los celos son su hijo predilecto.

De deducción en deducción, llegó Cortés á fijarse en que el día anterior se retiró su esposa más temprano, prohibiendo que nadie la acompañara y pretextando tuertísima jaqueca; que por la mañana amaneciera enferma, nerviosa y agitadísima, y que durante el día permaneció triste y aislada en su aposento. Con tales reflexiones crecieron y se amontonaron las sospechas, y éstas tomaron mayor cuerpo al encontrar la carta, de propósito arrojada por D. Cristóbal, sobre la alfombra.

He aquí el porqué era dificilísima y violenta la situación, al encontrarse Cortés á solas con D.ª Juana.

Cuauhtemoc o el mártir de Izancanac
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